Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, amén.
El padre Merrill se incorpora y besa la figura del hijo de Dios que tiene delante. Fuera, alguien golpea la puerta de la sacristía con fuerza. Probablemente Richard Saywer, campeón mundial de dominó.
—Líbrame de este mal, señor. Permíteme que salve a esta gente, porque no todos son pecadores. Sé que no lo merezco, que yo mismo he renegado de Tu voluntad, pero estoy dispuesto a ayudar en lo que creas conveniente. Si te parece bien, ya discutiremos nuestras diferencias en otro momento.
El padre Merrill siempre ha hablado con dios en esos términos, de tú a tú. Le resulta más fácil y terapéutico.
Se santigua antes de dirigirse a la ventana. Mira por el cristal. Da al callejón de la Rosa y no parece haber nadie. Se ha quitado la sotana, pero antes de abrir la ventana se asegura de llevar bien colocado el alzacuellos y se enrolla un rosario en la mano.
—Ahora veremos de qué pasta estás hecho en realidad —murmura.
Se pregunta si eso puede considerarse una blasfemia.
Abre la ventana y salta a la calle. La lluvia le empapa la camisa blanca y los vaqueros en unos segundos, pero también amortigua sus sonidos y le ayuda a pasar desapercibido. A la izquierda, el callejón lleva directamente a la glorieta del Rey. El padre Merrill gira a la derecha y echa a andar. No corre, camina. Porque está en paz y, a pesar de las dudas que le llevan agobiando desde que murió el pequeño Edward, cree que aún puede ser útil a la causa divina. Y si Dios es el dios amable y lleno de amor por sus pequeños seres humanos que él siempre ha promovido en su Iglesia, todo irá bien. Si por el contrario Dios ha desatado Su Furia, no cree que correr vaya a servir de mucho.
A Richard Sawyer, desde luego, no le sirvió de nada.
Cruza junto a un grupo de contenedores. A pesar de estar cerrados y no verse bolsas de basura fuera de ellos, y a pesar de la lluvia, le llega el repugnante olor de algo en descomposición. De entre dos de los contenedores surge una mano y le agarra del brazo. El padre Merrill da un bote, sobresaltado, y está a punto de gritar cuando ve que la cara de Stan Marshall asoma entre los cubos de basura. Está empapado y tiene una expresión de pavor en la cara.
—¡Padre! —exclama, susurrando—. Venga aquí, escóndase. ¿No ha visto lo que está pasando?
El padre Merrill sonríe. Ese gesto millones de veces ensayado y utilizado en el púlpito siempre le ha dado buenos resultados. La gente le siente cercano. Y eso ayuda a la hora de pronunciar la palabra de Dios y hacer que llegue a los feligreses.
—Lo sé, Stan. Pero no tengo miedo.
Casi puede oír el gruñido de Stan. De no ser por la lluvia lo habría escuchado sin problemas.
—Padre, creo que Dios se ha olvidado de este lugar. No creo que sea el momento de jugar a ser un héroe.
—No se trata de ser un héroe, Stan, sino de hacer lo correcto.
—¿Quiere callarse y venir aquí? Si le ven ahí de pie, estamos perdidos.
El padre Merrill mira hacia ambos lados. No se ve a nadie, solo la lluvia que cae con fuerza. Recuerda que esa mañana el cielo apareció despejado y con un sol radiante. Los males nunca vienen solos.
—Soy sacerdote, Stan, no gilipollas.
Incluso Stan, un hombre acostumbrado a tener mal humor y no asombrarse por nada, se queda boquiabierto al oír al padre Merrill decir aquello.
—Yo no… yo…
No sabe qué decir. Y se siente estúpido. Cuando se siente estúpido, gruñe. Stan Marshall emite un gruñido malhumorado y frunce el ceño. El padre Merrill piensa que ese gesto es el equivalente de Stan Marshall de su sonrisa: millones de veces ensayado y utilizado. Sonríe y apoya su mano en el hombro del quiosquero.
—Sé que no has querido decir eso, hijo. A lo que yo me refiero es a que no tengo miedo, pero aún así, no voy a dejarme ver como un cebo para tiburones.
—Ya, pues déjeme darle un consejo, padre. Deje de ir por el puto centro de la calle si no quiere acabar convertido en ese cebo para tiburones.
—Te haré caso, Stan. Pero tú, cuando acabe esto, tendrás que rezar un par de ave marías por utilizar ese lenguaje.
Stan se ruboriza, como un niño cuando el profesor le echa una regañina. El padre Merrill vuelve a sonreír.
—Stan, puedes venir conmigo si quieres.
—¿A dónde va, padre?
—Aún no lo he decidido. ¿A la comisaría? Me parece un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar. Estoy seguro de que mucha gente escogerá ese destino.
—No creo que los polis tengan mucho que hacer contra esas cosas. He visto cómo disparaban a uno en el pecho y volvía a levantarse. A mí me parecían put… esto… malditos zombis. Como los de las películas, ya sabe.
Exactamente lo mismo que ha pensado el padre Merrill, que vio La noche de los muertos vivientes, de Romero, cuando tenía catorce años y tuvo pesadillas esa misma noche y la siguiente. Casi puede escuchar a su madre diciéndole Te lo dije, te dije que no fueras a ver esa película.
El padre Merrill asiente y se gira para continuar su camino. Stan Marshall le observa un momento, desde su parapeto tras los cubos de basura. Gruñe, aunque ni siquiera se da cuenta de que lo está haciendo. El sacerdote camina por el centro del callejón.
—Eres un estúpido, Stan —se dice a sí mismo—. Y los estúpidos hacen estupideces.
Stan menea la cabeza y se levanta. De una carrera alcanza al sacerdote. Ambos hombres se miran bajo la lluvia. Están completamente empapados y tienen el pelo pegado a la cara, chorreando aún más agua.
—¿Finalmente vienes?
—Alguien tiene que cuidar de usted, padre.
—Ya tengo quien me cuide —responde el padre Merrill, señalando con el índice de la mano derecha hacia arriba.
—Ya, bueno - Stan se encoge de hombros y hace un mohín con la boca. —Alguien tiene que ayudarle de todos modos.
El padre Merrill sonríe y asiente. Stan lanza uno de sus gruñidos marca Stan Marshall. Ambos hombres alcanzan el final del callejón y se pegan a la pared. El padre Merrill asoma la cabeza y mira la calle en la que se encuentran. A diez metros de ellos hay una ambulancia, estrellada contra el escaparate de un estanco. La puerta del conductor está abierta y el cuerpo de Marcus Anderson está tirado en el suelo. Su pierna derecha aún está metida en el vehículo. Le han abierto en canal. El padre Merrill observa que también muestra una herida grave en la sien. Probablemente por eso no se ha levantado de nuevo.
—¿Ve alguno? —Stan habla en susurros. Y el padre Merrill nota su miedo.
—Negativo, Stan. Creo que si cruzamos corriendo hasta el restaurante de Paolo ganaremos bastante tiempo. Su cocina tiene una puerta que da a McKenzie Road. De ahí a la comisaría es un paseo.
—Mierda, padre, lo que sea, pero asegúrese de que no hay ninguno a la vista antes de cruzar la calle.
El padre Merril asiente. Vuelve a asomarse. No ve ningún movimiento en la calle. Le hace un gesto a Stan y echa a correr, medio agachado, como hacen los militares en tierra de nadie. Alcanza la otra acera en unos segundos y se acerca a la puerta del restaurante. La empuja con cuidado y entra.
Stan espera, quieto en la esquina del callejón, durante unos segundos que le resultan eternos y aterradores. Después, el sacerdote vuelve a abrir la puerta y asoma la cabeza. Le hace un gesto. Stan mira hacia ambos lados de la calle antes de cruzar a la carrera.
Se cuela en el restaurante justo unos segundos antes de que un zombi aparezca al fondo de la calle. No le ha visto, y el muerto sigue su camino, moviéndose de forma errática, ansioso de hambre, alzando el rostro al cielo que le golpea con inclemente lluvia.