—¡Ostia!
Jason Fletcher, esposado en el interior del coche patrulla, grita de asombro al oír el segundo disparo de la Desert Eagle y ver que la cabeza del soldado salta por los aires. Desde el asiento trasero del coche patrulla, ve la carnicería en la que se transforma la glorieta del rey. Ve al niño que ha estado a punto de morir atropellado caer al suelo y ser devorado por otro soldado.
—Joder —murmura.
Ve al agente que le custodia sacar su arma de la funda y disparar dos veces contra un soldado que estaba devorando viva a Norrie Henderson. La mujer tiene un muñón ensangrentado donde debería estar la nariz y empieza a sufrir espasmos. El soldado vuelve a levantarse, mirando hacia Russell. Jason lo ve claramente. Ese hombre tiene dos agujeros de bala en el torso, pero se levanta y mira a Russell. Después, lanza un grito que bien podría provenir de la garganta de un lobo y echa a correr hacia el agente.
Russell T.Dinner dispara dos veces más. El soldado cae hacia atrás, levantando las piernas. Jason le ve levantarse de nuevo. La boca de Jason está abierta, formando una silenciosa letra 0. Detrás del soldado, la señora Henderson se está poniendo en pie. Y Jason ve lo mismo que nosotros. La cara de la señora Henderson tiene la misma expresión de ansiedad, de hambre, que el soldado. Ambos corren hacia Russell, que retrocede hasta que su culo choca contra el utilitario destrozado de Francine Newcomb. Russell aprieta el gatillo hasta descargar su arma. Falla una de las balas. Las otras tres impactan en el pecho, cuello y ojo izquierdo del soldado. Esta última es la que le detiene del todo. Hay que destrozarles el cerebro para detenerles. Pero Russell solo ha detenido al soldado, y cuando apunta a la señora Henderson, mientras le grita que se detenga, no importa cuántas veces intente apretar el gatillo. El cargador está vacío. La señora Henderson hunde sus dientes en la mejilla derecha de Russell T.Dinner, como si fuera a besarle, y este grita, tratando de apartarla. Consigue empujarla lejos de él. La señora Henderson cae al suelo con un trozo de la mejilla de Russell entre sus dientes. El agente aúlla de dolor y se lleva la mano a la herida. Su mano queda cubierta de sangre en apenas unos segundos. Los ojos del agente, enloquecidos por el miedo, miran en todas direcciones. Ve a la señora Henderson que se levanta de nuevo dispuesta a lanzarse a por él otra vez. Ve a dos soldados, a un hombre al que reconoce por haberlo visto en varias ocasiones por el pueblo, e incluso a un niño, juraría que es el hijo del juez Parkinson. Todos corren hacia él.
Russell T.Dinner se deja llevar por el pánico. Lanza su arma hacia la señora Henderson, se da la vuelta y echa a correr, saltando por encima de lo que queda del coche de Francine Newcomb.
No nos olvidemos de la señora Newcomb, que no murió, sorprendentemente, en el brutal accidente. La que una vez se acostara con Richard Jewel en el Mirador, antes de que él se convirtiera en el borracho oficial del pueblo, y perdiera un llavero que aún se puede encontrar allá arriba, algo más oxidado, ahora yace agonizante entre los restos de su coche, en un estado entre la inconsciencia y la muerte. Probablemente, es afortunada, porque ni siquiera se da cuenta cuando Norrie Henderson mete la cabeza por la ventanilla y le muerde en los labios, arrancándole el inferior de cuajo. El último pensamiento de Francine Newcomb es para su hija, que tiene veintidós años y estudia medicina en la capital, y es una niña preciosa con el rostro de su madre y los ojos de su padre. Claro que esa niña nunca sabrá que su verdadero padre no es el hombre que está casado con Francine. Nunca sabrá que es fruto de un polvo mal echado en el Mirador de Castle Hill con Richard Jewel.
Ignoremos un momento a Kurt Dysinger y observemos el panorama. Jason Fletcher está encerrado en la parte trasera del coche patrulla, gritándole a un hombre gordo, con bigote y manchas de grasa en la camiseta, que le saque de ahí. Ese hombre, que está paralizado por el miedo, es Dale McNamara, el gerente del Paradise Fall. Es un buen hombre que no merece ser recordado con la mancha de orina que empieza a crecer en su entrepierna. Jason Fletcher le grita, le suplica, le ruega que le saque de ahí. McNamara se da la vuelta para echar a correr, pero es demasiado tarde. El hombre que le derriba y le muerde en la pantorrilla solía visitar el Yucatán y jugar en la máquina tragaperras. Jason Fletcher contempla horrorizado, con la cara pegada a la ventanilla, cómo ese hombre arranca un trozo de carne de la pierna de McNamara y se la traga, casi sin masticar, con la barbilla llena de sangre. McNamara intenta huir a gatas, pero el hombre vuelve a lanzarse sobre él y esta vez hunde su boca en la cadera, rasgando con las manos, mordiendo y tratando de arrancar la ropa para llegar a la carne que se encuentra debajo. No tarda en conseguirlo.
Y Jason Fletcher sigue mirando por la ventanilla hasta que otro hombre la golpea, tratando de llegar hasta él. Jason suelta un grito de terror, y retrocede en el asiento, sin dejar de mirar, alucinado, la cara cubierta de sangre que araña la ventanilla y la golpea con la boca, aplastando la nariz una y otra vez, tratando de morder a través del cristal, ansioso por alcanzar la carne de Jason Fletcher. No reconoce el rostro, pero puede ver que tiene varias heridas. Una de ellas, en la frente, también le falta un trozo del cuello y en la mano derecha faltan dos dedos. Cada vez que abre la boca, Jason Fletcher puede ver trozos de carne que le cuelgan entre los dientes manchados de sangre. De la sangre de otras personas.
—Dios mío.
Jason Fletcher se da cuenta de que va a morir esposado en la parte trasera de ese coche patrulla. Porque, eventualmente, el hombre que golpea el cristal logrará romperlo y entrar. Y Jason Fletcher no tiene a dónde huir.