El padre Merrill no ha oído el accidente. Ni los disparos, ni los gritos. Está de pie, delante del altar ante la iglesia vacía. Lleva puestos los cascos de un Ipod y está escuchando música clásica. Una pieza de Beethoven. Si nos acercáramos a él, podríamos oler su aliento, y comprobaríamos que está un poco borracho. No está rezando, porque desde hace una temporada ha empezado a tener dudas. Está tratando de decidir qué hacer con su vida, pensando en si debería seguir en la Iglesia. No está seguro de ser capaz de seguir promulgando la palabra de un dios en el que ya no está seguro de confiar.
Y se trata de eso, de confianza. Porque el padre Merrill está total y absolutamente convencido de la existencia de dios. No tiene dudas por eso. La confianza es otra cosa.
Para poder entender las dudas del padre Merrill tendríamos que saber que siempre ha sido un hombre de fe. Tuvo clara su vocación de sacerdote desde los catorce años, y sus padres, también muy religiosos, le animaron a seguir su vocación. Su hermana, a la que adoraba con, casi, la misma devoción con la que adoraba a Dios, también le había apoyado, continuamente, a lo largo de toda su vida, y había sido el gran pilar de su vida.
Pero debemos entender que la relación entre los dos hermanos Merrill era realmente fuerte. Tenían una total y absoluta confianza el uno en el otro y sabían que, siempre, podían contar con el otro para lo que fuera. Durante toda su vida, el padre Merrill disfrutó con las largas conversaciones que tenía con su hermana. Y cuando ella le pidió que oficiara su boda, él aceptó sonriente, feliz y henchido de orgullo y amor. Dos años después, su hermana le anunció que estaba embarazada. Nueve meses después, el pequeño Edward Connor Merrill pesó dos kilos y novecientos gramos al nacer, midiendo un total de 50 centímetros de largo. Y la primera vez que el padre Merrill cogió a aquella pequeña criatura de dios entre sus brazos, sintió que todo su corazón se volcaba en el niño. Y le advirtió a su hermana que sería un tío orgulloso. Y muy pesado, porque pensaba ir a visitar al niño todos los días que pudiera.
Y así fue. El padre Merrill visitaba con frecuencia a su hermana y su sobrino. Le compró ropa al niño, chupetes, mordedores y todo tipo de cosas. Se pasaba el día pensando en el niño, deseando verle. Llevaba fotografías en la cartera que enseñaba orgulloso a todos los feligreses con los que tenía confianza.
Edward Connor Merrill se había convertido en un regalo de Dios.
Y entonces, el padre Merrill descubrió que Dios podía ser cruel. La noche en que el pequeño Edward Connor Merrill cumplía dos meses y medio, el pequeño dejó de respirar por la noche. Los médicos dijeron que se trataba de un caso de muerte súbita. Y esa misma noche, el padre Merrill dejó de confiar en Dios.
Porque él se había entregado en cuerpo y alma a Su Iglesia.
Y no estaba seguro de seguir promulgando Su Palabra si no podía confiar en Él. Y no estaba seguro de poder confiar en quien está dispuesto a llevarse a un niño inocente, por muy inescrutables que sean Sus Caminos.
Cuando la puerta de la Iglesia se abre, el padre Merrill no lo oye debido a la música de Beethoven que sale del Ipod, pero percibe la luz que entra e ilumina el altar. Se da la vuelta, quitándose los cascos, y ve a Richard Sawyer corriendo hacia él, con su típica cojera producto de una antigua lesión en la rodilla derecha.
—¡No se corre en la Iglesia, Richard! —exclama antes de darse cuenta de que Richard Sawyer está aterrorizado y… ¿eso que tiene en la cara son manchas de sangre? El padre Merrill está a punto de preguntarlo en voz alta cuando varias personas entran a la carrera en la iglesia.
Gruñendo.
Porque son gruñidos, como los que haría un animal. Y corren hacia Richard Sawyer. El padre Merrill se da cuenta de que dos de los tipos que acaban de entrar llevan uniforme militar. La tercera es una mujer, joven. Es una de las amigas de Norrie Henderson. Y tiene el brazo torcido en una dirección antinatural y una herida terrible en el cuello y el hombro izquierdo. Y a uno de los soldados le falta un ojo. La cuenca es un agujero irregular cubierto de sangre reseca.
Richard Sawyer grita. Jamás logrará llegar al altar antes que ellos. El padre Merrill, que se ha quedado paralizado por la impresión, le mira gritar mientras los otros tres le ganan terreno a la carrera. El soldado sin ojo es el primero en alcanzarle, y cuando Richard Sawyer cae al suelo, los tres se abalanzan sobre él y empiezan a devorarle. Richard sigue gritando mientras su sangre se esparce por el pasillo principal de la Iglesia.
El padre Merrill piensa en el Apocalipsis.
Se da la vuelta y echa a correr hacia la vicaría. Y cierra la puerta a su espalda. Los gritos de Richard Sawyer, que jamás realizará esa entrevista con Mark Gondry y Donald Neville, se siguen oyendo durante un minuto más, antes de morir y empezar a sufrir espasmos. Cuando vuelva a levantarse ya no será la misma persona que venció el campeonato mundial de dominó. Desde los omoplatos hasta la cintura, la carne de su espalda prácticamente ha desaparecido, su chaqueta es apenas harapos que cuelgan teñidos de rojo y varias de sus costillas están a la vista. Abre la boca para lanzar un bramido, y un chorro de sangre le resbala por la barbilla y cae al suelo. No hay nadie en la Iglesia para verle. Tan solo le mira la imagen de Cristo crucificado que hay detrás del altar.