3

Harvey tiene que esperar diez minutos hasta que Hoyt decide levantar al fin ese odioso culo arrogante y sale de su despacho. Diez minutos de engreídas afirmaciones, ampulosos gestos y esa mirada vacuna que dan ganas de destrozar a patadas. Diez minutos en los que Harvey ha tenido que agarrarse con fuerza a los apoyabrazos para evitar levantarse y liarse a puñetazos con el comandante. Diez minutos deseando acabar con la comedia que ha ido manteniendo durante tres largos años.

Y esos gilipollas ni siquiera sospechan de él.

La puerta se cierra dejándole de nuevo a solas, y Harvey resopla. Después se gira hacia el ordenador y desbloquea el salvapantallas. Y ahí está de nuevo, la imagen de esa pobre niña que solo una mente perversa podría disfrutar viendo. Para alivio de nuestros ojos, Harvey cierra esa pantalla, al mismo tiempo que el reloj que lleva en la muñeca empieza a pitar. Porque es la hora. La hora de su última hazaña. Si sale bien, se convertirá en un hombre muy rico. Si sale mal, hasta luego cocodrilo y ya nos veremos caimán. Se preguntó qué haría con Marie Ann.

El plan siempre había sido desaparecer con Marie Ann. Ella no lo sabía, y no podía saberlo (a Harvey Deep le gusta controlar todos los pequeños detalles, y cuando te dispones a hacer algo como esto, permitir que más personas sepan la verdad es un riesgo para la seguridad). Harvey Deep siempre se había imaginado ese día paso a paso. El penúltimo paso era volver a Denver, recoger a Marie Ann bajo la excusa de invitarla a un viaje de placer, algo romántico, y largarse del país con destino caribeño y lejano. Y una vez allí, le contaría todo a Marie Ann. Amaba a esa mujer. Pasar el resto de sus vidas juntos en algún lugar paradisíaco podridos de dinero era el mejor plan que se le pudiera ocurrir.

Pero anoche había hablado con Marie Ann. Bueno, él la había llamado para hablar, como hacía todas las noches antes de acostarse, pero habían terminado discutiendo a voz en grito. Porque él creía que ella le amaba a él de la misma forma que él la amaba a ella, pero Marie Ann le había dicho otra cosa. Que había conocido a alguien. Harvey Deep había sentido la furia recorriéndole todo el cuerpo, y sabía que si la hubiera tenido delante en ese momento, le habría soltado a Marie Ann un bofetón con todas sus fuerzas. ¿Cómo, en el nombre de dios todopoderoso, podía esa mujer por la que él lo daría todo decirle que había conocido a otra persona? ¿Cómo, si él estaba dispuesto a compartir todo el dinero con ella y darle una vida digna de una gran emperatriz? ¿Cómo, maldita zorra?

Pero Harvey Deep no estaba dispuesto a permitir que Marie Ann le estropeara el mejor día de su vida, el día que él había planificado con absoluta dedicación desde hacía tres malditos y largos años. Ni siquiera ella podría estropearlo. Había muchos peces en el mar, y cuando estuviera podrido de dinero en algún lugar del pacífico sur, tendría todas las mujeres que pudiera desear. Ya veremos si me acuerdo de ti entonces, zorra.

Harvey apaga el ordenador y se levanta, sacudiéndose el traje. Sale del despacho y camina por el pasillo con paso tranquilo y relajado, mientras se va colocando su tarjeta de identificación en el pecho. En su tarjeta aparece su nombre y una foto suya sobre fondo blanco, que le muestra muy sonriente.

Se cruza con varios doctores que le saludan con la cabeza, y él devuelve con amabilidad los saludos. Un par de soldados apostados en un cruce, con sus armas en posición de descanso. Gira a la derecha en el primer pasillo. Cruza por delante de dos salas llenas vitrinas con probetas, frascos y todo tipo de material. Un doctor trabaja concentrado en una de las salas.

Harvey se acerca hasta los ascensores y pulsa el botón de uno de ellos. Casi de inmediato, las puertas se abren, y Harvey pasa al interior. Se gira para pasar su tarjeta por la ranura que hay debajo del panel de números, cuando escucha dos alegres voces que se acercan al ascensor.

El laboratorio tiene cuatro plantas con acceso de nivel B y C. La planta inferior, situada a cincuenta metros bajo tierra y protegida como un búnker, tiene un acceso de nivel A y solo es posible acceder a ella a través de las escaleras, superando para ellos dos estrictos controles de vigilancia, o a través de los ascensores, en los cuales no hay ningún botón que lleve a dicha planta, sino que es obligado el uso de las tarjetas identificativas. Además, una vez en dicha planta, hay que superar otros dos controles.

Antes de que la puerta se cierre, entran en el ascensor dos doctores, un hombre y una mujer. Le miran con respeto y le saludan. Harvey conoce a la perfección al hombre. Nosotros también le conocemos. Es uno de los encargados del proyecto más secreto del ejército, el denominado proyecto Cuarto Jinete, además de participar en otras investigaciones, como la cepa de la gripe que tanto entusiasma al comandante Hoyt. Se llama Kurt Dysinger y es un hombre sumamente astuto e inteligente. Harvey siente de veras no poder reírse delante de él y decirle que va a robarle su maldito proyecto delante de sus narices.

No se lo dice. A la doctora solo la conoce de vista. Sabe que es la compañera de Dysinger, pero no recuerda su nombre.

—¿Bajáis al A? —pregunta.

—Sí —responde Kurt Dysinger, y pregunta— ¿de visita?

Charla de ascensor, piensa Harvey Deep, ¿todo el mundo tiene que ser tan innecesariamente estúpido?

—De comprobación —dice Harvey, pasando su tarjeta por la ranura. Las puertas se cierran y el ascensor se pone en movimiento. Harvey se gira hacia los dos doctores y mira descaradamente los pechos de la doctora. Lee la tarjeta de identificación, Sarah, la mujer cuyos sesos estarán esparcidos sobre la puerta del copiloto del Mercedes Benz de Kurt Dysinger en menos de cuarenta minutos, y vuelve a mirarles a la cara.

—Hoyt quiere que compruebe que todo va tal y como especificaste en el informe.

—¿Qué le pareció lo de la prueba Betta? —pregunta interesado Kurt.

—Fenomenal. Estaba tan alegre que habló de hacer una fiesta cuando acabe la semana.

Kurt sonríe, orgulloso de sí mismo. Y Harvey sonríe a su vez, intentando no soltar una carcajada. Le gustaría poder ver la cara de Kurt Dysinger cuando su querido proyecto se les escape de las manos.

Las puertas del ascensor se abren, y los tres salen a una sala de paredes blancas brillantes. En el suelo hay una línea morada que conduce directamente a una puerta blindada protegida por cuatro soldados armados. Uno de ellos les sale al paso cuando se acercan.

—Buenas tardes sargento Deep —saluda—. Hola, doctor Dysinger. Doctora.

—Buenas tardes —contesta Harvey, enseñándole su tarjeta, aunque sabe que no hace falta. Esos soldados le conocen de sobra. Confían en él. Es irónico lo fácil que resulta después de todo.

—Muy bien, pueden pasar —dice el soldado después de comprobar rutinariamente sus tarjetas, más por protocolo que por necesidad. Después de todo, se trata del sargento, el encargado del proyecto y una de sus ayudantes directas.

La puerta de cristal se abre, dándoles paso a un pasillo blanco y estrecho que discurre durante cuarenta metros, surcado únicamente por la línea morada. Al final, el segundo control.