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Retrocedamos de nuevo y volemos hacia la casa de Kurt, que vive a medio camino entre Castle Hill y la base militar. En el camino de entrada podemos ver su Mercedes Benz, dejado de cualquier manera. Pasemos junto al coche, cuya puerta del copiloto está empapada de sangre y sesos, y entremos en la casa. Recuerda que nosotros, por suerte, sí podemos cruzar esas puertas cerradas. Es interesante que vivamos este momento con Kurt porque acaba de tomar una decisión que resultará trascendental. No quiere permanecer más tiempo encerrado esperando que consigan cruzar alguna de las barreras.

Por eso va a intentar huir de Castle Hill.

Y aquí le tenemos, levantándose y guardándose la pistola de nuevo en la cintura. Acaba de llenar de nuevo el cargador, para suplir la bala que disparó antes. Kurt es un hombre de voluntad férrea, como hemos podido comprobar, si bien ese carácter de hierro no es igual ante una situación crítica como la que está viviendo. Pero no ha llegado a ser uno de los mejores científicos del país a base de dejar todo al libre albedrío. El autocontrol que tanto le ha fallado antes, cuando se ha puesto a temblar irremisiblemente, pero que ha recuperado después, cuando ha decidido atrincherarse en su habitación y taponar las entradas con los armarios. Ese autocontrol, la férrea disciplina y una fuerte dedicación han sido la clave de toda su vida.

Le vemos abrir el armario que tapa la puerta y sacar una pequeña mochila. Con gestos rápidos, empieza a meter algunas camisetas, un par de pantalones, tres calzoncillos, dos pares de calcetines y un jersey. Después, cierra la mochila y empieza a quitarse la camisa que lleva puesta. Con gesto cansado la tira contra la misma esquina donde aún yace hecha una bola su bata de científico. Coge una camiseta azul oscura con el símbolo de Nike a la izquierda y se la pone. Después, coge un jersey negro y se lo pone encima. Por último, Kurt se coloca la mochila a la espalda y se coloca a un lado del armario, para poder empujarlo y desbloquear la puerta.

El armario chirría por el roce contra el suelo mientras Kurt lo empuja. Se detiene cuando ha dejado espacio suficiente para poder abrir la puerta, saca el arma, sujetándola con la mano derecha, que ya no tiembla sino que parece recia y firme. Extiende la otra mano hacia el pomo de la puerta y lo agarra. Inspira y suelta todo el aire con un bufido, y después, abre la puerta de golpe, dejándola rebotar contra la pared, alzando al tiempo la pistola para apuntar al pasillo, que sigue estando vacío. Kurt comprueba con alivio que la puerta de entrada sigue cerrada, y que Bart Simpson sigue colgando del manojo de llaves. La sangre que lo cubre parcialmente ya está reseca.

La otra puerta también sigue cerrada, si bien hay un gran agujero en su parte superior. No se escucha nada, y Kurt se mantiene un momento en el umbral de la puerta de su habitación, dispuesto a volver a cerrarla al menor síntoma de peligro.

No ocurre nada durante al menos treinta segundos y, por fin, Kurt da unos pasos hacia la entrada. No oye nada y continúa caminando hasta la puerta del salón. Ve con orgullo que dos de las tablas que puso como barrera siguen clavadas firmemente. Sin acercarse a la puerta, se pone de puntillas e intenta atisbar el salón a través del agujero. No logra ver gran cosa.

Kurt decide no perder más tiempo y se acerca hasta la puerta de entrada. Se pasa el arma a la mano izquierda y con la mano derecha coge las llaves, pero justo antes de girarla en la cerradura, se le ocurre algo. Acerca su cara a la mirilla y echa un vistazo. Satisfecho al no percibir peligro, Kurt gira dos veces la llave en la cerradura, la saca y se mete el manojo en el bolsillo.

Vuelve a respirar hondo. Kurt pretende correr hasta el coche, abrir la puerta y meterse dentro. Después, huir lo más deprisa posible de Castle Hill y cuando esté lo suficientemente lejos, pretende hacer una llamada anónima al ejército para que vayan a Castle Hill. Si es que no están ya de camino. Kurt pretende correr hasta el coche y disparar a la mínima sombra que se le acerque.

Dicho y hecho, Kurt abre la puerta y echa a correr. Introduce la mano libre en el bolsillo y coge las llaves. Se levanta y busca con la mano la cerradura del coche. Cuando la encuentra, introduce la llave en él y abre la puerta. Una ola de miedo le recorre el espinazo pero se fuerza a no darse la vuelta. Oye gruñidos y gemidos, y pasos que corren hacia él, y sabe que cada vez están más cerca, y no quiere regalarles ni el más precioso de los segundos. Hacerlo supondría morir. Se lanza al interior del coche y cierra la puerta a su espalda.

Lo siguiente que hace Kurt es quitarse la mochila y colocarla en el asiento del acompañante. Mirar hacia allí le llena de pavor. La sangre de Sarah está esparcida por todo el cristal. Todavía puede recordar a Sarah corriendo hacia el coche. Él ya había conseguido meterse dentro y le gritaba a ella que corriera, mientras trataba de pasar al asiento del conductor para que ella cupiera allí.

Había estado a punto de entrar, pero no había corrido con la rapidez necesaria. De repente, Sarah se había visto empujada hacia delante y había caído sobre la puerta, cerrándola con un golpe sordo y aislando a Kurt en el interior del coche. La cabeza de Sarah había chocado contra el cristal y sus ojos se habían encontrado con los de él. Los de ella, grandes y azules, eran la viva imagen de la súplica, el dolor y el terror. Sus labios se habían abierto y un pequeño chorro de sangre había manchado el cristal junto a su boca. Después, el cuerpo de Sarah había sido alejado del coche por un momento, y luego, lanzado de nuevo contra él. Un aterrador minuto después, un minuto que a ojos de Kurt duró tanto como un siglo, el cristal estaba empapado de sangre y trocitos de cerebro y Sarah yacía en el suelo delante del coche, junto a una de…

Kurt sacude la cabeza, intentando no recordarlo. Con rabia, aprieta el acelerador y el Mercedes Benz sale despedido justo antes de que una de esas cosas alcance el lugar que ocupaba su coche un segundo atrás. Incansable, corre tras el coche que se aleja cada vez más.

Una de aquellas aberraciones había cortado la pierna de Wally. Otra de esas aberraciones, o acaso la misma, había matado a Sarah, lanzándola contra el coche, apartándola y volviéndola a lanzar, hundiéndole los dientes en el cuello y desgarrando su carne antes de que varias de esas cosas se lanzaran sobre ella. Los soldados no habían actuado con prontitud. Los cierres de seguridad no habían resultado tan seguros. El personal civil había empezado a morir y el personal militar tampoco se había librado. Los soldados seguramente habrían abatido alguna de las criaturas. Kurt había oído los disparos. Pero todo había empeorado en cuestión de segundos, tan rápido, que la reacción se vio superada con creces por la ferocidad implacable de los muertos. Porque por mucho que quisiera negarlo y se negara a pensar en ellos como seres humanos, aquellas cosas habían estado vivas menos de un par de horas atrás. El virus había resultado muchísimo más peligroso y rápido de lo que habían teorizado. Y cada vez que una de esas cosas mataba a alguien, no hacía más que aumentar su tropa. En apenas unos segundos, el muerto regresaba. No a la vida, porque no estaban vivos, pero tampoco se quedaban muertos.

Ver a un hombre como Kurt con lágrimas en los ojos nos debería causar la impresión de desesperación. Lleva la Desert Eagle entre las piernas. Adelanta a toda velocidad a algunas de esas cosas, que están corriendo en dirección al pueblo. Más de uno viste ropas de camuflaje del ejército americano. Prácticamente todos están cubiertos de sangre y presentan heridas allí donde han sido mordidos. A algunos les faltan extremidades. Todos alargan los brazos hacia el Mercedes cuando pasa junto a ellos. Son un maldito ejército de muertos, implacable y brutal, que ha fulminado toda una base militar en menos de dos horas. Kurt se pregunta cuánto tardarán en masacrar Castle Hill.

Va a ciento noventa kilómetros por hora cuando se acerca a la entrada del pueblo. Ve pasar a su derecha la sombra de un cartel que conoce bien, dándole la bienvenida a Castle Hill. Ni siquiera se da cuenta de que va a tanta velocidad.

En la glorieta del Rey, podemos ver que todo sigue igual que si fuera un día normal y corriente. Los muertos aún no han llegado al pueblo. Stan Marshall está sentado dentro de su quiosco, pensando en las ganas que tiene de cerrar pronto y volver a casa. Cree que ha cogido una gripe y le ha empezado a doler la cabeza. Más allá, hay un bar con una simpática terraza. Como hace calor, varias personas están allí sentadas tomando algo. Una de ellas es Norrie Henderson, la madre de Paula, que bebe una tónica mientras charla con sus amigas sobre temas mundanos. Más allá, cerca de la puerta de la Iglesia, hay críos jugando al escondite, ¿les ves? Todos hemos jugado alguna vez al escondite. Es el juego por antonomasia. Correr para esconderse mientras uno cuenta cien o cincuenta o lo que sea en voz alta y, normalmente, a una velocidad que no es ni medio normal. La mayoría de niños hace trampa, mira por debajo del brazo mientras cuenta. Lo has hecho tú, lo he hecho yo, lo está haciendo ahora mismo el niño al que le toca ligar, y lo seguirán haciendo próximas generaciones.

Por mí y por todos mis compañeros. El último tiene opción de salvar a todos los demás, de ser el héroe, de ser la estrella. Seguramente, podemos verlo si hacemos un esfuerzo, de joven Brad Blueman intentaba aguantar, escondido en cualquier estúpido escondite de niño, para poder ser el último, salvar a todos sus compañeros, y ser el héroe de la partida.

Por mí y por todos mis compañeros.

¿Ves al crío que liga? Está contando hasta cien y ahora se da la vuelta y mira a su alrededor, en busca de todos los demás, que ya se han escondido, algunos en sitios tan obvios que cabe preguntarse si este juego fue inteligente en algún momento. Seguramente no.

Ese crío, con su pelito rubio bien peinado con la ralla al centro, que casi le llega hasta las orejas, con sus preciosos ojos color me locotón, sus dientes perfectamente alineados y blancos, su sonrisa que promete ser cautivadora en el futuro al estilo en que lo es la de Brad Pitt. Ese crío no tiene más de seis años, pero es bajito para su edad. Con sus pantalones vaqueros de niño, su camiseta de Buzz Ligthyear, su gorra de Michael Jordan y sus deportivas de niño, parece todo lo feliz que se puede ser a esa edad.

Paula Henderson podría decirnos el nombre de ese crío. Se llama Stuart Parkinson, y estoy seguro de que ese apellido te suena y sabrás decir de quién es hijo. Stuart es un chico muy inteligente para su edad, y mientras busca a sus amigos escondidos, ve a Kieran Probst, ese niño tan malo, subido a su bicicleta al otro lado de la plaza. Stuart levanta la mano para saludarle. Kieran le devuelve el gesto y mira a ambos lados de la carretera antes de cruzar. El coche conducido por Francine Newcomb se detiene junto al paso de cebra para dejarle cruzar. Algo más allá, un coche patrulla se acerca. Es el coche patrulla en el que van Russell y Jason. Kieran no sabe nada de eso, y tampoco le importa. Solo sabe que la señora Newcomb le ha dejado pasar, así que levanta el pie del suelo y pedalea para cruzar la calle.

Se encuentra a medio camino cuando escucha el rugido del motor que se acerca a toda velocidad. Kieran Probst levanta la mirada hacia la derecha y ve un Mercedes Benz que se dirige a toda velocidad hacia él. Se queda paralizado por el miedo.

Kurt reacciona rápido. Ve al niño que se ha quedado quieto en medio de la calle y gira el volante con violencia. El Mercedes esquiva por centímetros a Kieran Probst, de hecho, si pudiéramos acercarnos, veríamos que prácticamente roza la rueda trasera de la bicicleta. Sin embargo, el coche se descontrola y se abalanza, a más de ciento setenta kilómetros por hora, hacia el lateral del vehículo conducido por Francine Newcomb. La colisión es brutal. El Mercedes es prácticamente un tanque y el otro vehículo se aplasta con el impacto como si fuera de mantequilla. Kurt se ve lanzado hacia delante, su cabeza golpea el volante al mismo tiempo que el cristal se agrieta y la parte trasera se levanta casi un metro en el aire. Cuando el coche vuelve a caer, Kurt es lanzado contra la ventanilla y su asiento y se queda allí, quieto, con la cabeza ladeada y una herida en la frente de la que empieza a salir sangre.

Stuart Parkinson, que lo ha visto todo y mira con sus ojos color melocotón abiertos de par en par, grita la puta madre de dios a pesar de que jamás antes ha dicho un taco en su vida. Su padre le hubiera dado una paliza si alguna vez le oyera decir algo así.

Norrie Henderson y sus amigas se levantan de golpe, derramando sus bebidas y lanzando pequeños gritos de asombro.

Stan Marshall sale corriendo de su quiosco y mira con la boca abierta el resultado de la colisión.

Kieran Probst, que hace un rato empujó a Paula Henderson al suelo y se burló de ella por llevar un vestido de niña pequeña, llora en medio de la carretera, aún subido a su bicicleta, paralizado por el susto.

Russell T.Dinner frena de golpe el coche patrulla, provocando que Jason se estrelle contra la verja que separa los asientos trasero y delantero. También exclama algo que resulta blasfemo a oídos de cualquier persona religiosa.

De la parte delantera del Mercedes empieza a salir humo blanco. Nada que parezca potencialmente peligroso. Pero el aterrador es el otro coche. La parte izquierda del pequeño utilitario se ha quedado completamente combada hacia dentro. Todos los cristales han estallado, y aunque el espacio destinado a los pasajeros ha quedado reducido a menos de medio metro de ancho, Russell puede ver claramente que el brazo de la señora Newcomb cuelga por el exterior.

Como en una pesadilla, Russell salta del coche patrulla y corre hacia allí. El conductor del Mercedes parece estar inconsciente, y más allá, el hijo de Andy Probst sigue de pie en medio de la calzada, llorando. Russell ve a Stan Marshall de pie junto al periódico, con la boca abierta como si fuera idiota.

—¡Stan, por dios, saca a ese niño de ahí! —ruge el agente sin dejar de correr. Alcanza los coches y mira el interior del utilitario de Francine. Y aunque no puede siquiera imaginar que alguien pueda haber sobrevivido a un choque tan brutal, Francine tiene los ojos abiertos y le miran con sorprendente claridad cuando él se agacha para ver el interior del coche.

—¿Qué ha pasado? —pregunta, con voz ligeramente gangosa.

Russell puede ver que sus piernas están atrapadas en medio de metales retorcidos y que el brazo izquierdo de la mujer está claramente fuera de lugar. El derecho está destrozado. Su rostro está cubierto de sangre y de heridas provocadas por los cristales al estallar. Y sin embargo, ella está consciente. O casi.

—Tranquila, señora Newcomb. La sacaré de ahí.

Pero Russell T.Dinner ni siquiera sabe por dónde empezar. Se da la vuelta, desesperado, y corre hacia el coche patrulla para pedir ayuda. Necesita a los bomberos, y una puta ambulancia. Varias personas han empezado a acercarse para mirar, entre ellos podemos reconocer a Norrie Henderson y sus amigas. Russell ve, con temor, que hay varios niños entre los curiosos. Grita sin dejar de correr hacia el coche patrulla.

—¡Que nadie se acerque, joder!

Y ve que le hacen caso. Se quedan en la otra acera, cerca del quiosco de Stan Marshall, donde este ha llevado a Kieran, que sigue llorando y aterrorizado. Mientras coge la radio para llamar a central, tiene tiempo de ver que Jason Fletcher mira hacia el accidente con la misma fascinación que todas las personas en la plaza. Esa fascinación que se impregna en la cara de quienes ven algo terrible.

Russell está seguro de que tiene esa misma expresión grabada en su rostro. No lo duda.