El teléfono vuelve a sonar en la comisaría. Ejerciendo con su labor de secretaria, Zoe coge el teléfono y pregunta. Parece aburrida y ha estado garabateando sobre un crucigrama que se veía incapaz de resolver. Científico ruso de nueve letras. Ciudad española que empieza por ese y con una uve en la tercera letra. Rey visigodo, siete letras.
La voz al otro lado del teléfono parece nerviosa y el rostro de Zoe muestra su perplejidad ante lo que está escuchando. Murmura unas palabras al aparato, se levanta de la silla y cruza una puerta hacia la sala de trabajo. Dennis y Patrick siguen tomando café y charlando amistosamente.
—Dennis.
Su voz hace que ambos se pongan de pie y miren hacia ella asustados y expectantes. Ella trata de calmarse y sonríe. Es una sonrisa demasiado forzada, y sabe de sobra que ellos se han percatado de que pasa algo grave.
—Ha habido un accidente.
Dennis resopla, aliviado. No es que le gusten los accidentes, pero se había imaginado algo peor y bastante más terrible al oír la voz de Zoe.
—¿Dónde? —pregunta Patrick, cogiendo su cinturón y empezando a ponérselo.
—En el túnel.
—¿En el túnel? —pregunta Dennis. Por dentro, una parte de sí está gritando «mierda». Vuelve a resoplar—. Bien, vamos para allá. ¿Cómo de grave?
—Un camión y cuatro turismos.
Dennis asiente, al tiempo que se pasa las manos por la cabeza.
—Bien. Localiza a Duck y dile que vaya para allá. No le digas nada a Rusell a menos que la cosa vaya a peor.
Zoe asiente y vuelve a cruzar su mostrador. Patrick y Dennis giran por el pasillo lateral y corren hacia las escaleras que llevan al garaje de la comisaría. Y ya va siendo hora de continuar nuestra pequeña visita turística por Castle Hill. Supongo que habrás ido quedándote con todo. Es importante que así sea, porque las cosas aquí van a cambiar pronto. De momento, salgamos de la comisaría, y prosigamos nuestro tour de instituciones públicas.
El cuartel de bomberos se encuentra en la calle Abraham Lincoln, esquina con la calle Kest, y es una maravilla arquitectónica que luce en la entrada una placa declarando el edificio como de interés turístico. El arquitecto que lo diseñó era en realidad una mujer, y sin duda hizo un gran trabajo. Pintado en colores vivos por fuera, lleno de columnas y arcos, y rematado en una gran cúpula, cualquiera diría que se trata de un museo, pero jamás de un cuartel de bomberos. Pero así es, y el por qué habría que preguntárselo al alcalde de Castle Hill.
La puerta metálica está levantada, por lo que se ve el rojo camión de bomberos que descansa en el garaje. Entramos por allí, e inmediatamente notamos la tranquilidad con que se vive en ese lugar. Echada en un camastro, con los brazos bajo la cabeza descansa Verónica Buscemi, una hermosa mujer de impresionantes ojos verdes, de sobrecogedora belleza, con un cuerpo digno de cualquier supermodelo —de hecho, Verónica es una mujer que, por su profesión, mantiene siempre una buena forma física— y un hermoso cabello color fuego. Y como nos cuesta imaginar que esta mujer no encienda pasiones entre los hombres —realmente lo hace, y no nos extraña— nos preguntamos cómo puede dedicarse a una profesión como esa.
Cerca de ella, sentado en una cómoda silla, se encuentra el otro bombero de servicio, un hombre cercano a los cuarenta, bastante más musculoso que Verónica, con una cicatriz en la mejilla derecha.
Ambos acudieron a la llamada de Dennis Sloat por un incendio en la granja de los Meyer. Terence, que así se llama él, fue quien cruzó, hacha en mano, la puerta en llamas para rescatar a la pareja del fuego mientras, en el exterior, Verónica apuntaba la manguera y el chorro de agua contra las llamas.
Pero por ahora es simplemente un día más para ellos, un día dentro de la rutina de no hacer nada, o como mucho acudir a alguna clase de accidente doméstico. Terence, sentado en la silla, no puede evitar mirar los pechos de Verónica, que suben y bajan acompasados a la respiración de la mujer, debajo de la camiseta roja y con el anagrama de los bomberos que lleva. Conoce esos pechos de memoria, de hecho, puede contarse entre los pocos que los han saboreado, porque se ha acostado con ella en más de una ocasión. Y sin embargo, ella no le deja entrar en su vida.
—Donde tengas la olla no metas la polla —era su manera de decirle a él que no quería líos en el trabajo. Él siempre le decía que ya tenían un lío, que se habían acostado juntos y por tanto, ya habían metido la polla (y nunca mejor dicho), pero ella se limitaba a sonreír— y podemos estar seguros de que verla sonreír mientras está desnuda y tumbada en la cama tiene que suponer un enorme placer —le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano y se levantaba para comenzar a vestirse.
—Cariño, esto no significa nada. —Todo aquello carcomía a Terence, porque para él sí significaba algo. Él estaba dispuesto a pasar toda su vida con una mujer de tal magnitud, tan impresionante como ella, pero ella se limitaba a sonreír, le guiñaba el ojo y le impedía acercarse a ella más de lo necesario. Después, en el trabajo, ella se comportaba como si nada hubiera ocurrido.
Terence se levanta en ese instante y se acerca al camión. Vemos como Verónica abre un ojo y le mira. De hecho, admira su prieto trasero. Terence abre la puerta del camión y sube. Verónica vuelve a cerrar el ojo. Sin duda es una mujer preciosa, y no nos extraña lo más mínimo que Terence, como muchos otros hombres, esté enamorado de ella. Al menos, Terence conoce la suerte de haberse acostado con ella.
Podría pasar horas enumerando la enorme cantidad de gente que ha intentado ligar con Verónica, pero no tenemos tanto tiempo. Son muchos. Y muy pocos lo han conseguido. Cuando tengamos ocasión de ver a Dennis Sloat y a Verónica juntos en el mismo espacio, fíjate bien en la actitud de él. Jamás la mirará a los ojos. Probablemente, Verónica es la única persona del mundo que hace que Dennis Sloat se sienta tan jodidamente incómodo, en palabras de Mark Gondry. Ella le rechazó hace unos años, después de que él le declarara su amor.
El teléfono suena. Sabemos quien es. Podemos imaginarlo habiendo asistido a la última llamada recibida en la comisaría. Verónica se levanta y corre hacia el teléfono, que descuelga al tercer timbrazo. Hemos acertado, es Zoe. Dennis acaba de pedir la ayuda de los bomberos en un accidente grave en el túnel de entrada a Castle Hill. Cuando Verónica cuelga, ya no parece la misma mujer. Ahora está concentrada en su trabajo. Y ante todo, ella es una buena bombero. De un grito, le explica a Terence que tienen que irse, y que es urgente.
Salimos del cuartel de bomberos. El tiempo apremia. De hecho, hemos ido más lentos de lo que deberíamos, así que tendremos que dejar muchas cosas, muchos lugares interesantes y gente por conocer. Sin embargo, aún nos da tiempo a visitar al menos un sitio más: el bar Chester, también conocido como el burdel de Kent. Está aquí al lado, un poco al sur, cerca de la zona pija de Castle Hill —nos preguntamos qué será de la señora Tuckson—. Es aquel bar cuya puerta tiene un letrero luminoso y parpadeante. Al menos, era luminoso y parpadeaba cuando las luces funcionaban. Hoy, solo la ese de Chester luce en un rosado color, pero no parpadea.
La puerta del lugar es como la de cualquier casa, sin marcas distintivas. La atravesamos, y el olor a Whisky, Ron, sudor y sexo nos golpea como un huracán en el rostro. El ambiente está oscurecido, dotado de un tono rojizo y azulado. Tras la barra está el dueño del lugar, un hombre musculoso, calvo y con cara de asesino al que todos llaman Bulldog y del que nadie, salvo contadas personas, conoce su verdadero nombre.
No me detendré a intentar explicarte cuántos millones de veces se ha pedido el cierre del Chester, calificándolo de antro de perdición, lugar impuro y ese tipo de cosas. Sobre todo las mujeres, claro. A demasiados hombres les gusta que el Chester esté por allí, por si necesitan desfogarse. Aunque muy pocos admitan que lo visitan de cuando en cuando.
Si Bulldog hablara…
Pero el Chester se mantiene, año tras año, con licencia de bar de copas y aunque todos saben lo que sucede tras sus puertas. Ya sabes, este es un pueblo pequeño, todos se conocen, y Bulldog conoce al alcalde de Castle Hill. Y al alcalde de este pequeño pueblo le encantan los sobres marrones que Bulldog le hace llegar religiosamente cada mes. Ya puedes imaginarte…
Hay una zona llena de sillones donde el ambiente es más oscuro. Ahora mismo, podemos ver allí a tres mujeres, dos de ellas claramente extranjeras, y todas vestidas —o desvestidas— de forma provocativa. No hay ningún hombre. Que no te extrañe. Apenas es mediodía de un día cualquiera entre semana. Cerca de la barra, al fondo del bar, hay una puerta negra que conduce a los pisos superiores, donde aquellos que no pueden permitirse el lujo de ir a casa, o los que no pueden aguantar las ganas, suben a montárselo con las señoritas. Ahora mismo, de esa puerta está saliendo una señora teñida de rubia, algo entradilla en carnes, que va vestida con un pequeño camisón que tiene un gran escote. Se acerca a la barra, y nosotros lo hacemos también para poder oírla por encima de la música de John Denver, al que todos recordamos por cantar buenas canciones country y morir en un accidente de avión. Que no se te ocurra hablar mal del jodido John Denver, o tendremos un problema.
—Bulldog, ¿puedes ponerme a tono?
—¿Martini? —pregunta, aburrido, el hombre calvo y fortachón del otro lado de la barra. Ella asiente, así que él se dispone a servirle lo que le ha pedido.
—¿Cómo fue ayer?
—Estuvo bien. He visto días mejores, pero bien.
—Ayer estuve con un cliente que estaba tan nervioso que ni se le levantaba. Creo que no era del pueblo.
Bulldog estira los labios en algo semejante a una sonrisa.
—Era un casado —continúa ella— supongo que era la primera vez que iba de putas y le entró remordimientos. Sin embargo, bastó que se la cogiera entre las manos para que se olvidara de su mujer, de sus hijos, de su perro y de su trabajo allá donde lo tenga y si lo tiene.
—Candy dice que estuviste hasta tarde.
La otra mujer levanta la mano con todos los dedos extendidos y sonríe. Bulldog también sonríe, al tiempo que le entrega el vaso cargado de Martini.
—Cinco veces. El tipo era un incansable.
—Y tenía dinero.
La mujer asiente. Le da un trago al Martini mientras rebusca entre sus pechos, de donde un momento después extrae un fajo de billetes que entrega a Bulldog. Este los mira con una sonrisa y asiente. La mujer le da otro trago al licor, le guiña un ojo al hombre, y se retira por donde ha venido.
Mientras Bulldog guarda el dinero en la caja registradora, la puerta del local se abre, dejando entrar por un momento la luz solar, y aparece un hombre de cuarenta y tantos, pelo largo, sucio y descuidado, barba de varios días, y vestido con una camisa azul que contrasta con el resto de su aspecto. Se trata del conocido y reputado, si es que se puede tener tal reputación, borracho del pueblo: Richard Jewel, mecánico en el taller de Wayne, ebrio el resto del día y de la noche. Es un viejo conocido en los calabozos de la comisaría. Digamos que ha dormido en ellos en más de una ocasión. Y nosotros también le conocemos, claro, ya te he hablado de él. Es el hombre que, contando con veinte años, desvirgó y embarazó, aunque nunca lo ha sabido, a Francine Newcomb, allá en el Mirador.
También es un viejo conocido y asiduo del burdel de Kent. Podría pensarse que, por su condición de borracho, las chicas, así como el mismo Bulldog, le harían ascos y desprecios, pero nada más lejos de la realidad. Para Bulldog, Richard Jewel es una fuente de ingresos enorme. Para las chicas, Jewel es uno de los hombres más caballerosos del mundo, pues se comporta con ellas, las trata bien, la mayoría de las veces solo quiere conversación, y, cuando quiere sexo, lo hace de forma cuidadosa y respetuosa.
Si nos estamos preguntando cómo lo pasó Francine Newcomb con él hace veintitrés años en el Mirador… bueno, con ella también fue cuidadoso, así que a ella no le dolió en exceso. Tampoco lo disfrutó, pero, joder, era su primera vez y no se le puede pedir peras al olmo.
Una de las chicas que se encontraba en los sillones, una mulata de bastante buen ver, se está acercando a la barra al tiempo que lo hace Richard Jewel. Se encuentran allí, y Richard le sonríe a la mujer. Ella le da un sonoro beso en la mejilla.
—Buenos días, amorcito —le dice ella.
—Hola Zambia, ¿qué tal pasaste la noche?
—Algo triste porque tú no estabas.
Richard sonríe, al tiempo que se gira hacia Bulldog, que ya se encuentra frente a él y le estrecha la mano.
—¿Qué va a ser hoy, Richie?
—Vamos a empezar con una cerveza —le responde, y se gira hacia Zambia, que ya ha tomado asiento junto a él—. ¿Qué quieres tú?
—Me tomaré un Whisky.
Bulldog asiente y se aleja para servir la bebida. Richard se gira en el taburete y mira hacia las dos chicas que se han quedado en los sillones. Las saluda con la mano, y ellas le devuelven el saludo. Después, mira a Zambia.
—¿Alguien conocido ayer?
—No, amorcito, ayer un par de turistas con ganas de juerga. Pasaban por aquí.
—Y se dejaron caer. ¿Buena gente?
—Me trataron bien, sí.
—Eso es importante. Hoy he tenido un día asqueroso.
—¿Por qué?
—Ese capullo de Wayne…
Antes de que el afamado señor Jewel empiece a despotricar en serio contra su jefe en el taller, salgamos del Chester porque se nos acaba el tiempo, y tenemos que estar en los juzgados de la plaza la Constitución si no queremos perdernos parte de los acontecimientos. La visita por Castle Hill ha concluido. Después de todo, hemos conocido suficientes lugares y personas interesantes por el momento.
Vamos. Bajamos la calle Sutter a todo correr hasta Baker Road. Desde este cruce se ve, en la colina que lleva al mirador, la casa de Nosferatu Tuckson, pero no tenemos tiempo de regresar ahora a ella. Giramos por Baker Road en dirección Norte y alcanzamos la que probablemente sea la calle más larga del lugar, la única con nombre presidencial, la calle Abraham Lincoln. Bajamos hasta la calle Winnewood y giramos de nuevo hacia el Norte. Al pasar junto al Yucatán, giramos la cabeza hacia su interior, esperando ver algún viejo conocido, pero de entre los parroquianos solo reconocemos a Ozzy, su honrado y siempre atento dueño. En el cruce con la calle Westgate, un coche nos hace detenernos. Tras el volante está una mujer a la que conocemos pero aún no habíamos visto. No tenemos tiempo para detenernos a examinarla con atención, pero ella es Francine Newcomb. Seguimos adelante y llegamos a la plaza de la Constitución. Frente a los juzgados sigue aparcado el coche patrulla de Rusell T.Dinner. Junto a él, de pie y cámara en mano, el intrépido reportero del Journal. Al otro lado, la mismísima Carrie Spencer. No hay ni rastro de Dolores ni sus familiares, y es que la mujer, al enterarse de que iban a encerrar a su pequeño, ha sufrido un ataque de ansiedad y se la han llevado a casa.
Las puertas del juzgado se abren y sale Rusell, caminando como si fuera el vaquero de alguna película del Oeste, con los pulgares hundidos en el cinturón y la mirada altiva. Tras él, con las manos esposadas, el joven Jason Fletcher, al que por fin tenemos ocasión de conocer, seguido de un guarda jurado. Jason lleva unas botas negras, de motero, bastante desgastadas, y unos pantalones vaqueros de color negro, también muy gastados y manchados de polvo. Luce una camiseta con el logotipo de los Rolling Stones bajo el que se lee Sympathy for the devil y, sobre ella, una cazadora de cuero negra, también sucia y desgastada. Lleva la cabeza baja, parece ir mascando chicle, y lleva el pelo recogido en una desorganizada coleta. Alza la voz al oír su nombre en la boca de Carrie. Ella se está acercando a él y, mientras, Brad está sacando fotografías.
Rusell se gira hacia Carrie para impedirle que se acerque al detenido, pero ella le lanza un manotazo y, finalmente, él se encoge de hombros. Carrie abraza a Jason, que le da un beso suave en la mejilla. Carrie está llorando, y Jason, al que empuja el guardia jurado para que avance hacia el coche patrulla, le dice palabras de consuelo al oído. Brad sigue tomando fotografías.
En el momento en que alcanzan el coche, Rusell se gira hacia ellos y, cogiendo suavemente a Carrie de los hombros, la insta a apartarse. Ella le da un rápido beso en los labios a Jason, que le sonríe mientras Rusell le empuja ligeramente para que se meta en el coche patrulla. Después, cierra la puerta.
Carrie apoya su mano en el cristal. Jason apoya la frente. Ambos se miran, y es evidente que entre ellos hay mucho más que amistad. Hay amor. Hay complicidad. Hay muchas cosas. Rusell se monta en el asiento del conductor, separado del de Jason por una especie de verja metálica. Brad sigue tomando fotografías de la pareja. El coche arranca y empieza a moverse. Una sola lágrima resbala del ojo derecho de Carrie, y Jason le guiña el ojo. Justo entonces, Carrie se gira hacia Brad y le da un empujón.
—¡Quítate del medio, maldito entrometido de mierda! —le grita, y Brad da un par de pasos nerviosos y rápidos hacia atrás.
Nos encantaría quedarnos a ver el enfrentamiento verbal que se adivina entre ambos —sobre todo en Carrie, porque seguro que Brad es casi incapaz de responder— pero tenemos que irnos con Rusell y Jason, así que corremos y nos sentamos junto a Jason en el asiento trasero.
Jason tiene la mirada en sus rodillas. Rusell está conduciendo, pero dirige un par de miradas a través del espejo retrovisor al joven que lleva en el asiento de atrás. Parece pensárselo un poco, mientras está detenido en un semáforo pero, finalmente, reúne el valor necesario y lanza la pregunta que está deseando hacer.
—¿Por qué lo hiciste, chaval?
Jason eleva la cabeza un poco, solo lo necesario para poder mirar el reflejo de Rusell en el espejo. En su mirada podríamos encontrar algunas cosas, pero ninguna de ellas es miedo. Da la sensación de que este chico no conoce siquiera el miedo. Jason no tiene apego a casi nada, de hecho, le tiene apego a su moto, a su madre, a su novia y no precisamente en ese orden. Muchos temen a Jason Fletcher, sobre todo la gente de su edad, pero él no teme a nada.
—¿No me oyes? ¿Te crees muy duro por quemar una granja?
Jason suspira y vuelve a bajar la vista. Nunca ha sido un chico muy hablador, salvo que sea necesario o que esté con Carrie. Entre ambos hay una especie de conexión, y no se trata de nada sobrenatural, sino de algo físico y terrenal. Entre ambos hay química. Los padres de ella le odian, pero a ella no le importa. Y a él, aún menos.
—Te refugias bajo esa máscara de dureza y no eres más que un niñato gamberro de mierda.
—Y tú te refugias tras esa máscara de John Wayne y no eres más que un policía de mierda que no ha logrado salir de este pueblucho.
La voz de Jason, grave y firme, es una voz armónica y hermosa, que contrasta con su forma de ser y su apariencia. No ha levantado la vista para decirlo, pero a Rusell le ha llegado claramente, y su rostro ha reflejado perplejidad. De hecho, Rusell tarda unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hace, el rostro se le enrojece de rabia y aprieta los dientes.
—Me encantaría darte una paliza para que aprendieras, así que no me tientes.
—Me encantaría ver cómo lo intentas.
El tono de Jason implica un desafío que Rusell no ha oído nunca y que le hace encogerse un poco en su actitud y darse cuenta de que tal vez no está tratando con el niñato engreído que creía. En realidad, Rusell es un policía de mierda que, pese a haberlo deseado durante toda su vida, no ha conseguido salir de Castle Hill, y en realidad, Rusell es una persona que jamás ha pegado a nadie, y no por falta de oportunidad, sino por cobardía. Pero Rusell nunca ha sido un idiota y no piensa quedar como tal cayendo en el insulto fácil. Sin embargo, ese repentino desafío lanzado por el enigmático Jason Fletcher le ha dejado sin palabras, y lo único que le viene a la mente son diferentes tipos de insulto. Tiene que morderse un labio para que no se le escape ninguno.
Con un gesto de enfado, aprieta un botón de la radio, y esta se enciende. La voz del presentador anuncia la canción que va a sonar como de estilo minimalista. Rusell se pregunta qué demonios quiere decir eso y cambia de emisora. No le gustan todas esas paranoias. Logra sintonizar una cadena en la que suena el Bohemian Rhapsody de Queen. Galileo, Galileo, Fígaro, Magnífico. Ya sabes.
En el asiento trasero, Jason gira la cabeza y mira tras la ventanilla. En el cielo, un pájaro de gran tamaño planea cerca de una bandada de gorriones que parecen huir de él. Jason gira la cabeza y mira al frente. Ahora Rusell está demasiado concentrado en la carretera y en la conducción —parece ir tarareando la canción de Queen— y ve, al fondo, la glorieta del Rey. Incluso alcanza a ver la puerta de la iglesia y el quiosco de Stan Marshall.
Con un gesto de desprecio, vuelve a girar la cabeza hacia sus rodillas, enfundadas en el pantalón vaquero. La canción de la radio se acaba y empieza a sonar otra, también de Queen, aunque esta es bastante más conocida. We are the champions.
Eso dímelo a mí, piensa Jason con una sonrisa.
Las ruedas del coche patrulla del agente Dinner siguen rodando en dirección a la glorieta del Rey, desde donde girará para tomar la carretera y alejarse del pueblo en dirección a la cárcel del condado, donde Jason tendría que pasar una larga temporada de seguir el lógico y normal discurrir de las cosas.
Pero en Castle Hill, el lógico y normal discurrir de las cosas pronto será solo un sueño.