El sol sigue en lo alto, aunque hay algunas nubes, pero el cielo sigue de un azul casi inmaculado. Hace un buen día para disfrutarlo. Puedes estar seguro de que, si las cosas no estuvieran a punto de convertir Castle Hill en una zona de guerra, hoy sería un día de actividad en el Mirador. Lo de siempre, parejas cogidas de la mano, besuqueándose, tal vez algún polvo.
Ahora, en la Plaza de la Constitución no hay mucho ajetreo. Gente que camina por las aceras, solos o acompañados. Un par de ciclistas, un par de coches. Nada que resalte o llame la atención. Frente a los juzgados está aparcado el coche patrulla de Rusell.
Tomamos la calle Lexington hasta la primera esquina y giramos a la derecha por la calle Westgate. Al fondo tenemos la Glorieta del Rey, y hacia allá nos encaminamos. Al llegar, vemos un enorme autobús verde, frente a la puerta de la pequeña pero encantadora iglesia del pueblo. Está parado en un semáforo y se aleja en dirección Norte cuando este se pone en verde. Desde aquí podemos ver el quiosco de Stan. De hecho, podemos verle a él, el mismísimo Stan Marshall. Es el hombre de pelo negro y rizado, con un poco de calva incipiente en la zona trasera de la cabeza, que está vendiendo una revista a un chico de quince años. El chiquillo le paga con un billete, y Stan refunfuña. No es que le fastidie tener que dar la vuelta en monedas, ni tampoco el hecho de tener que dar mucha vuelta, pero Stan es así, siempre enfadado, siempre refunfuñando. Probablemente hubiera refunfuñado igualmente si le hubiera dado el precio exacto. El mal humor de Stan Marshall es un mito para los jóvenes de Castle Hill, y siempre se burlan de él con gruñidos y broncas. Más de una vez Stan Marshall ha corrido tras algún chiquillo que le ha hecho alguna trastada. De hecho, el mismo Jason Fletcher, que ahora debe estar siendo juzgado, le hizo alguna cuando era chico. Son gamberradas que parecen pasar de generación en generación. Digamos que Stan es el objeto de ellas. No debemos pensar que ese es el motivo de su eterno mal humor, por supuesto que no, porque le viene de más antiguo. Tanto que tal vez, para comprenderlo debiéramos adentrarnos tanto en su pasado que necesitáramos ayuda para salir.
Ya comentamos antes que ni siquiera la mujer de Stan le quería demasiado, pero tampoco eso es el motivo de su mal humor, porque, a decir verdad, él tampoco quería demasiado a su mujer. Para él, solo era una compañera, alguien con la que se había acostado en un par de ocasiones en el pasado, después se habían casado y luego la vida se había convertido en una aburrida rutina que ninguno de ellos soportaba, y sin embargo, estaban tan acomodados que no pensaban cambiarla, así que no lo hicieron, y vivieron sin tocarse, sin casi hablarse ni mirarse, durante un montón de años. No había amor entre ellos, pero no debería resultarnos raro, porque tampoco había amistad. Casi no había trato.
La personalidad de Stan, así como su forma de ocupar el tiempo cuando no está atendiendo el quiosco, es algo que puede eclipsar lo que en realidad tenemos que hacer. Por desgracia, no disponemos de tanto tiempo para conocer a fondo a Stan. Tal vez en otro momento, aunque no podemos prometer nada. Pero nos hemos acercado aquí por una razón, y esa razón se acerca por ahí.
De la calle Gilead emerge un gran coche blanco, de grandes ruedas negras y llantas plateadas. Los cristales son oscuros, de esos que impiden ver el interior. Se acerca rodando a poca velocidad y gira por la rotonda hasta detenerse justo frente al quiosco de Stan. El motor, silencioso como la muerte, se detiene, y un momento después, la puerta trasera se abre lentamente. Del interior surge el aroma del triunfo y del sexo femenino, acompañados de la música tranquila y relajante de Mozart. Después, un mocasín blanco, al que sigue un pantalón beige, una chaqueta del mismo color, un bastón negro, rematado en una empuñadura plateada con forma de lobo, y un rostro verdaderamente encantador, de facciones amables, enormes ojos verdes y pelo negro peinado hacia atrás. Con la mano que no sujeta el bastón cierra la puerta del coche. Luce una sortija de oro blanco en el dedo anular. Se acerca, caminando con paso relajado, hacia el quiosco. No observamos defecto alguno en su caminar, con lo que presuponemos que no lleva el bastón por necesidad, sino más bien por gusto. De hecho, podemos adivinar que en ese hombre todo es fachada. Tal vez sea tan rico como aparenta, pero sin duda no es tan sofisticado.
—Buenos días, Stan —saluda el hombre, mientras observa las revistas y periódicos expuestos.
—Buenos días, señor Lambert —gruñe Stan.
—¿Cómo te va hoy, Stan?
Stan frunce el ceño. No le gusta que le hagan preguntas. No le gusta que la gente se dirija a él. De hecho, no le gusta el señor Lambert.
—Bien.
—¿Cuenta algo interesante hoy el Journal?
Stan vuelve a fruncir el ceño. No le gusta que le pregunten si tal revista o cual periódico es interesante, él solo quiere venderlo, y si no lo vende, le da igual. Pero no le gusta tener que dar la opinión.
—No lo sé. No lo he leído —responde. Es mentira, porque sí que se lo ha leído, prestando especial interés al reportaje firmado por Blueman.
El señor Lambert asiente lentamente con la cabeza, al tiempo que mete la mano libre en el bolsillo. Es la mano que luce la sortija. Sigue mirando los periódicos. Al final, levanta la mirada hacia Stan.
—¿Dice algo del juicio?
—Que se celebra hoy.
—Entonces, sí que te lo has leído.
Stan vuelve a fruncir el ceño, disgustado consigo mismo por ser tan torpe. Su respuesta a tal afirmación es un gruñido, que el señor Lambert acepta con una sonrisa.
—No te preocupes, Stan. Dame el Journal, me lo llevo.
—Sí, señor —gruñe Stan, arisco.
El señor Lambert extrae varias monedas del bolsillo y las deposita sobre el mostrador. Stan le entrega el periódico y recoge las monedas. El canje ha concluido. Después, Aidan Lambert se da la vuelta y regresa a su coche. Al abrir la puerta, del interior surgen las risas divertidas de al menos un par de mujeres. Después, el coche arranca y se aleja. Aidan Lambert es una personalidad interesante e importante en Castle Hill, y sin duda alguien al que tener en cuenta. Es el dueño de la fábrica papelera, aunque no pasa allí más de una hora al día, para hacer acto de presencia. Nadie sabe de dónde proviene todo el dinero que parece manejar, aunque sí las mujeres. Del mismo sitio de donde provienen las mujeres de todo aquel que quiera pagar por su compañía. Y en Castle Hill solo hay un sitio donde eso sea posible, el burdel de Kest, que recibe su nombre por la calle donde se haya emplazado. No es que sea un burdel propiamente dicho. En realidad es un bar, y se llama Chester, pero es un bar donde los hombres van en busca de compañía femenina de la que se paga. Allí, los hombres se toman una copa mientras miran a las mujeres que hay en la sala. Después, eligen una y pueden optar entre irse con ella a casa o subir a una de las habitaciones. O simplemente, charlar en la barra. Como es obvio, cualquiera de las tres cosas cuesta dinero.
Olvidemos por el momento el bar Chester y su legión de mujeres en venta. Olvidemos también el coche blanco de Aidan Lambert, al que nos cruzaremos más adelante. Olvidemos también a Stan Marshall y sus gruñidos. No te diré que entremos en la iglesia, donde el padre Merrill, te lo aseguro, bebe a escondidas de una botella de vino tinto que guarda al fondo de un cajón mientras se plantea si debería admitir que ha dejado de creer en Dios. O no, porque él quiere creer, pero desde hace tiempo le acucian las dudas. Olvidémonos de él también por el momento. Vayamos hacia el callejón que pasa por detrás de su Iglesia, una callejuela llamada Rose Street en los mapas.
Rose Street, también conocida como El callejón de la Rosa, pasa por detrás de la Iglesia y llega hasta Counton Street. En El callejón de la Rosa hay varios contenedores de basura que almacenan los residuos de las casas cercanas y de los dos bares que se encuentran en la Glorieta del Rey. El padre Merrill interpuso en una ocasión una queja ante el alcalde, quejándose de que su vicaría se veía azotada por el olor a basura proveniente del callejón. Ya sabes cómo son estas cosas. Ya lo solucionaremos, padre. Y, si te he visto, no me acuerdo.
El muro que se encuentra frente a la Iglesia está lleno de pintadas. Si nos acercamos, podemos leer algunas de ellas. Aquí estuvo tu puta madre dice una en letras rojas. No es un prodigio de inventiva. No hay arena bajo los adoquines dice otra, en letras azules. Ínfulas de revolución. La muerte os espera a todos está pintada en letras negras junto a un símbolo nazi, la de sobra conocida esvástica que alguien se ha ocupado de tachar después, aunque sigue viéndose. Fue pintada por un joven llamado Keith Ward. Aún sigue lleno de ideas radicales y de odio contra la sociedad y contra todo. Es un chico problemático. Está internado en la misma prisión donde enviarían a Jason Fletcher esta misma noche si no fuera porque algo va a ocurrir en Castle Hill. Hace año y medio que Keith violó a una joven en el Mirador, tras darle una paliza al novio de esta. Keith estaba borracho y acompañado de sus amiguetes. Fue un hecho que conmocionó a los habitantes del pacífico Castle Hill —pacífico salvo en contadas ocasiones y que fue seguido con gran pericia periodística por nuestro de sobras conocido Brad Blueman en el Journal. Ese fue el artículo que sirvió para que el Journal se extendiera por un par de pueblos de la provincia más.
Dejemos ya el callejón de La Rosa y tomemos la Calle Gilead. Hay que ver que rápido pasa el tiempo. Ya casi es mediodía. A estas horas, el juez Parkinson ya habrá dictado su sentencia allá en los juzgados. Nos es inevitable preguntarnos qué estará haciendo Elvira Nosferatu Tuckson en su maloliente y desvencijado hogar, pero no hay tiempo para perderlo en preguntas que no tienen solución. Nos dirigimos a la comisaría. Si nos damos prisa, tal vez podamos terminar esta pequeña visita turística antes de que todo empiece a ir mal en Castle Hill.
Pero antes de eso, tal vez querrías echar un vistazo al pequeño polideportivo del pueblo. En él, en estos momentos, Patricia Probst está a punto de comenzar la clase de natación para niños que imparte dos veces por semana. Patricia Probst es, como puedes imaginar, la hermana de Andy Probst, el dueño del periódico para el que trabaja el intrépido Brad Blueman. Patricia tiene treinta y dos años y la apariencia de una adolescente. De ojos azules, larga melena rubia que lleva en una trenza la mayoría de los días, cara de eterna niña, con numerosas pecas en las mejillas y frente, en bikini es una mujer que llama la atención. Tal vez un poco ancha de caderas y demasiado baja, pero nada desmesurado.
Patricia siempre ha sido una amante de los niños. Le encantan esas horas semanales que pasa con los críos en la piscina. Ahora está sentada junto a la piscina, en una silla de plástico blanco, ayudando a Ben Wade, un chico de seis años con cara de pillo y ojos verdes, a ponerse los manguitos. Ben Wade ni siquiera se acerca a menos de dos metros de la piscina si no tiene puestos los manguitos.
Patricia le revuelve el pelo, y el niño sonríe, ansioso por entrar al agua pero observando con expresión preocupada como Patricia le coloca el segundo de los manguitos.
—Hecho. Ahora ya flotas.
—¿Puedo esperar en el agua hasta que lleguen los demás?
Patricia sonríe y asiente con la cabeza. El resto de niños ya están llegando, ha visto a alguno entrando en el vestuario para cambiarse. Ben Wade corre hacia las escaleras para meterse al agua.
Sigamos con nuestro camino. Nos dirigíamos a la comisaría. Desde el polideportivo es un paseo de poco más de diez minutos, pero nosotros podemos ahorrárnoslo.
Es ese edificio de forma rectangular y color gris, el del enorme aparcamiento. A medida que nos vamos acercando, vemos que solo hay tres coches aparcados, y ninguno de ellos tiene algún distintivo especial. Las puertas de la comisaría son de madera marrón, y tienen un pequeño cristal en la parte superior, donde unas letras pintadas en blanco repiten lo que ya sabemos: comisaría.
Nada más cruzar la puerta nos encontramos con un vestíbulo que parece la sala de espera de un hospital, tal vez de ese hospital donde está internado el profesor que sufre de apendicitis. Pero no, esto es una comisaría, y lo vienen a demostrar los carteles que adornan las paredes, llenos de fotografías de policías y de lemas como «Velamos por su seguridad».
Frente a la puerta, hay un mostrador protegido por una mampara de cristal. Tras él, una mujer de mediana edad pero con una sonrisa hermosa y perfecta, de esas que podrían enamorar a cualquiera, y vestida con el uniforme de la policía local. Según la placa que luce sobre uno de sus redondos pechos, su nombre es Zoe. En el momento en que nosotros entramos, está leyendo un reportaje en el Journal, aunque no se trata del firmado por hombre azul, sino uno sobre la liga de baseball juvenil, donde el sobrino de Zoe participa. No levanta la mirada hacia nosotros, ni se percata de que hemos entrado. Tampoco podría hacerlo.
Hay una puerta en la parte derecha y la cruzamos sin que nadie más que nosotros lo advierta. Al otro lado, una sala amplia, con varias mesas cubiertas de papeles y demás parafernalia. Hay dos personas en la sala. Una de ellas es el comisario Dennis Sloat, un hombre maduro, de casi cincuenta años, con un bigote muy poblado y un bonito pelo negro brillante. Está sentado en su mesa, con los pies apoyados en ella. Cerca de él, de pie y con una taza de humeante café en la mano, Patrick Flanagan, otro de los agentes, algo más joven que Dennis y también más atractivo.
—Los jodidos Lakers han vuelto a perder —murmura Patrick—. Ayer aposté por ellos.
—Eso te pasa por apostar.
Se trata de una conversación a la que hemos pillado por la parte final. No es muy importante. Sobre la mesa de Dennis hay, como objeto más significativo, una fotografía enmarcada de su mujer e hijo, ambos sonrientes y semejando la familia feliz que puede que sean y puede que no. Tampoco nos importa, pero por si quieres saberlo, tanto la mujer como el hijo de Dennis Sloat morirán al principio de la oleada de terror que se extenderá por el pueblo como lo hace cualquier epidemia, equitativamente. El teléfono suena en el vestíbulo, pero Dennis y Patrick siguen ahí, quietos, comentando el último partido de los Lakers. Un momento después, el teléfono que hay sobre la mesa de Dennis empieza a sonar. Con gesto amargo, el comisario de Castle Hill lo coge y se lo lleva al rostro.
—¿Sí?
—Jefe, soy Rusell.
—¿Cómo ha ido el juicio?
—Culpable, claro.
—Ajá. ¿Te encargas tú de llevarle?
—Claro jefe, saldremos en un rato.
—Perfecto. Llámame cuando ese hijo de puta esté entre rejas.
Dennis Sloat no tiene mucha consideración por el hijo de Dolores Fletcher. Tampoco es de extrañar. Desde que Jason Fletcher tuvo diez años, Dennis Sloat le ha detenido por tantas cosas menores que no tiene dedos suficientes en la mano para contarlas todas. Detesta a Jason. Piensa que es un tumor cancerígeno al que habría que extirpar del pueblo. Y el maldito incendio ha sido la gota que colmó el vaso. Jason irá a prisión, y Dennis no tiene la menor duda de que eso será bueno para el pueblo.
Dennis cuelga el teléfono y mira a Patrick, que sigue sorbiendo su café, mientras mira por una ventana el cielo azul que se extiende sobre sus cabezas. Hay pocas nubes, pero una de ellas tiene forma de tortuga. A Neville le habría encantado, eso te lo aseguro.
—¿Culpable? —pregunta.
—Pues claro. Estaba bastante cantado.
—¿Cómo están los Meyer?
Los Meyer son la pareja que resultó herida en el incendio presuntamente iniciado por Jason Fletcher. Ninguno de ellos fue capaz de identificar al causante del desastre, menos aún la señora Meyer, cuyas heridas eran de mayor gravedad. Sin embargo, Blueman, que se encontraba cerca del lugar cuando vio el fuego, se había acercado con intención de realizar unas fotografías, y lo que había encontrado le había hecho sonreír —podemos imaginar con facilidad la gorda cara del afanado periodista, sonriendo babeante por saber que lo que tiene entre manos es algo de altura—. Por supuesto que había hecho fotografías, unas imágenes que habían recorrido media provincia como portada del Journal y que incluso se habían vendido a periódicos de mayor envergadura. Sí, Brad tenía razones para estar contento, su nombre volvía a sonar fuera de los límites de Castle Hill.
Aquellas fotografías comprometían al hijo de Dolores Fletcher como culpable del incendio. Se le veía por los alrededores de la granja en llamas, sujetando una botella de la que sobresalía, a modo de cóctel molotov, un pequeño trapo húmedo. La segunda de las fotografías mostraba a Jason Fletcher guardando dicha botella en la mochila que siempre llevaba en su moto de carreras. En la tercera de las fotografías podía vérsele alejándose en su moto. Esta era la fotografía más reveladora, ya que se apreciaba, en el mismo plano, la casa en llamas y la moto alejándose.
Brad se había mantenido oculto tras unos arbustos, intentando permanecer fuera de la vista de Jason Fletcher. Lo había conseguido. Una vez se hubo ido el joven, Brad había corrido hacia su coche, donde había dejado, en el asiento del copiloto, junto a su americana, el teléfono móvil. Había marcado el número de la policía, puedes estar seguro de que fue Zoe quien contestó al teléfono, y tras hablar con ella atropelladamente, Zoe le pasó con Dennis Sloat, al cual le había contado que se estaba produciendo un incendio en la granja de los Meyer.
Tras haber cumplido con su deber como ciudadano —Brad desconocía que pudiera haber gente en el interior de la granja, de haberlo sabido, podríamos apostar a que hubiera entrado armado con su cámara fotográfica dispuesto a realizar unas cuantas instantáneas de lo más llamativo— nuestro hombre había sacado un par de fotografías del incendio, y después, había vuelto a montar en el coche y había arrancado. Abandonó la escena antes de la llegada de bomberos o policías movido por una urgente necesidad de revelar el carrete.
Que no te extrañe. Más de una y de dos y de tres personas habían tratado de convencerle de la efectividad de la tecnología y la sencillez de las cámaras digitales, pero todos habían obtenido la misma respuesta de Brad Blueman: un gruñido.
Dennis se había acercado por su casa esa misma noche. Su rostro estaba surcado por el agotamiento y se había derrumbado en el sillón de Brad, el cual había torcido el gesto pero había mantenido la boca cerrada. El motivo de ello era el hollín y la suciedad del traje del comisario. Habían hablado un poco del tiempo, de los Bulls y de un par de cosas sin importancia. Entonces, el comisario le había informado acerca de los dos heridos, y los oídos de Brad se habían abierto de par en par.
Por supuesto, le había enseñado a Dennis las fotografías, recién reveladas y ya enviadas a la imprenta del Journal vía fax. Lo contrario hubiera sido ocultación de pruebas. Mientras el comisario miraba las fotografías, con cara de preocupación, Brad se había levantado, había garabateado algo en una hoja y la había enviado por fax al Journal. Se trataba de un par de indicaciones: dos heridos en el incendio, los Meyer, ella grave, fuente: comisario.
Después, Dennis había abandonado la casa de Brad, llevándose una de las fotografías como prueba. Sentía el corazón desbocado en su pecho. Se había metido en el coche patrulla y respirado hondo, tratando de calmarse. Después, había cogido la radio y llamado:
—Aquí Dennis, ¿quién me oye?
Habían tardado un poco en contestar, por lo que Dennis había repetido su mensaje una vez más.
—Estoy aquí, jefe —era la voz de Ken Jackson, el agente que ocupaba el turno de noche la mayoría de los días, y lo hacía por gusto, que estaba en el servicio.
—Escúchame, Ken. Tenemos un sospechoso para el incendio de esta tarde. Coge el coche patrulla y dirígete, sin encender la sirena, a la calle Winewood, a la altura de la plaza de la Constitución. Nos encontraremos allí.
—¿De quién se trata, jefe?
—Jason Fletcher.
—Joder.
Ya te he dicho que esto es un pueblo pequeño y la gente se conoce. Si además eres lo que podríamos definir como «chico problemático», entonces puedes estar seguro de que todo el pueblo sabrá quién eres. Sin excepción.
Dennis había arrancado el coche. No deberíamos olvidarnos de nuestro querido Brad Blueman. En cuanto Dennis había abandonado su casa, Brad se había calzado unas deportivas, había cogido su cámara, que ya estaba cargada con un nuevo carrete, y había bajado corriendo las escaleras que le separaban de la calle. Sabía donde vivía el joven Fletcher, y hacia allí se dirigía, cámara en mano, dispuesto a sacar alguna fotografía de la detención. Había salido a la calle en el momento en que Dennis arrancaba el coche patrulla, y ambos se habían quedado mirándose. Dennis había bajado el cristal de la ventanilla.
—¿A dónde coño vas a estas horas?
—Al mismo sitio que tú, Dennis.
Dennis había suspirado y chasqueado la lengua. Después, con un gesto de resignación, se había encogido de hombros.
—Supongo que no puedo hacer nada por evitarlo. Sube.
Y Brad, por supuesto, había subido al coche patrulla. Dennis había arrancado y tomado la calle Winnewood en dirección a la Plaza de la Constitución. Brad, en el asiento del copiloto, se restregaba las manos una y otra vez contra el pantalón.
—Te quedarás en segunda línea —advirtió Dennis.
—Puedes estar tranquilo —aseguró Brad, que, por supuesto, se quedó en segunda línea y sacó un montón de jugosas fotos.