El sol pega con fuerza tras haber pasado tanto tiempo en la penumbra de la casa. Sin duda recordaba al castillo de un vampiro, tan tétrico y oscuro. Los que le dieron el mote a la señora Tuckson la conocían externamente, pero se reafirmarían si conocieran su vivienda, ¿no crees?
Vamos, el tiempo apremia. Aquella de allí es la calle Winnewood. Como puedes observar, ya empieza a haber gente por las calles. Esos chiquillos que pasean con sus flamantes bicicletas hoy no tienen que pensar en ir al colegio. Su profesor sufre una apendicitis y se encuentra internado en el hospital. Castle Hills no es un lugar muy grande, pero en tan poco tiempo no ha sido posible buscar un sustituto. La señora que les grita desde la puerta del supermercado con las bolsas en las manos es la madre de Dennis Sloat, el comisario. Vive en esta misma calle.
Ese sí que es interesante. El coche azul con el morro abollado que se detiene un poco más allá del cruce con la calle Abraham Lincoln. De él sale un hombre con prominente barriga, calzado con botines de piel y enfundado en un traje hecho a medida. El sombrero que lleva a él le hace sentir más importante. A todos los demás, y entre ellos nos incluimos, nos parece ridículo. ¿Has visto la cámara que lleva colgada al cuello? Se llama Brad Blueman y es un periodista venido a menos, y digo así porque en tiempos fue la estrella del periódico provincial y se le auguraron nuevos y grandiosos destinos, incluso se rumoreaba que era muy posible que algún día llegara a ganar el Pulitzer, porque como aquel, haciendo gala de un enorme sensacionalismo, Brad era capaz de internarse en cualquier sucio agujero en busca de cualquier sucia historia, siempre que fuera carne de portada. De Brad se decía que era como un ave de rapiña, capaz de oler los hechos a distancia, se presentaba en ellos a toda velocidad y era especialmente voraz a la hora de hacer fotografías, sin que la sangre, el sexo o la moral le echaran hacia atrás.
Pero la jodió.
Como todo buen periodista que se encamina a la cima, Brad perseguía cualquier cosa que pudiera servirle de trampolín a periódicos de tirada nacional o internacional. Ya tenía varios ojos fijados en él, preparados para realizar una buena oferta, cuando Brad encontró lo que él creía que era un filón y que resultó ser un caso que afectó a varios representantes políticos y hundió una operación policial llevada con sumo cuidado y en el mayor de los secretos durante casi cinco años en colaboración con los servicios especiales. Brad fue sometido a un juicio que a punto estuvo de costarle la cárcel. Y cuando todo acabó, nadie requería ya sus servicios, y le costó casi dos años volver a encontrar trabajo dentro del área que a él tanto le gustaba: el periodismo. Lo encontró, si bien se trataba de un periodicucho de tres al cuarto, de tirada local, para un pueblecito del sur de la provincia, el Castle Hill Journal. Brad no lo dudó ni un instante. Aceptó el trabajo, plantó el gorro de empleado de un Mac Donalds que le había servido para sobrevivir mientras buscaba trabajo como periodista, y se mudó a Castle Hill, donde ya todos le conocían y temían.
El hecho de que el Journal fuera un periódico literalmente de mierda no minó los ánimos de nuestro intrépido hombre azul [1], sino más bien todo lo contrario. Brad era un hombre con mucha visión de futuro, y poco a poco, se había ganado la amistad y confianza de su jefe y dueño del periódico, Andy Probst, hasta conseguir libertad de reportaje. Y lo cierto es que sus reportajes tenían la aceptación deseada, y el periódico tenía ya una tirada que alcanzaba varios pueblos cercanos, lo que había obligado, entre otras cosas, a ampliar la plantilla para abarcar más lugares. Y la estrella de todo: el sensacionalista y despiadado Brad Blueman.
La gente esperaba con una mezcla de ansiedad y temor el siguiente artículo de Brad Blueman.
Que ahora abre las puertas del bar Yucatán y entra, al tiempo que, con gesto desenfadado, se enciende un cigarrillo. No entraremos tras él. Sabemos lo que va a hacer. Tomarse un café con Ozzy, el dueño del bar, mientras espera a que la aguja del reloj marque y media. Ayer la selección mexicana de fútbol ganó por goleada a Argentina en un partido amistoso, por lo que Ozzy, de nombre real Oscar Morales, mexicano de nacimiento, aunque más yanqui en realidad que muchos otros nacidos en el país, estará exultante y ansioso por darle palique deportivo a Blueman. No te preocupes por Brad, volveremos a verle, dalo por seguro. Es una persona con tendencia a meterse en todos los berenjenales, ¿recuerdas? En cierto modo, es como nosotros, le gusta observar los acontecimientos, solo que esta vez, él se va a ver envuelto en ellos, y nosotros seguiremos siendo meros espectadores.
Vamos. Nuestro destino es la plaza en la que desemboca la calle Winnewood. Es la Plaza de la Constitución, el lugar donde los jóvenes quedan por las noches antes de ir de bares o de fiesta o de lo que vayan, el lugar donde se encuentran los juzgados. Aunque llamarlos así es algo presuntuoso. En realidad, se trata de un edificio blanco, de tres pisos, el primero de los cuales es un recibidor enorme, el segundo está lleno de oficinas, y el tercero, es una sala amplia, como si de un salón de actos se tratara, comandado por una tarima y algo semejante a una sala de juicios.
En el pasillo, una mujer llora, rodeada por un grupo de personas que tratan de calmarla mientras ella, con un pañuelo en la mano y limpiándose las mejillas, se sienta nerviosa en un banco, a la espera. Su nombre es Dolores Fletcher y los que la rodean son sus dos hermanas, su padre y una joven de veinte años llamada Carrie Spencer.
También deambula por allí un hombre vestido con un traje verdoso. Es el abogado de Dolores Fletcher, pero no por ello debemos pensar que es ella quien se encuentra en un lío. Nada más lejos de la verdad. Pero fijémonos en el abogado, porque merece la pena. Es un hombre bajito y regordete, con el pelo, aunque escaso, de color blancuzco. Su rostro bonachón está enrojecido, y su sonrisa le hace parecer un osito de peluche. De ahí que se mantenga siempre tan serio. Lleva un maletín de cuero negro en la mano derecha, y mira al reloj con cierto nerviosismo. La aguja grande está a punto de llegar al seis.
—Tranquilízate, Dolores —está diciendo en esos momentos su hermana Eliza—. Todo va a salir bien, ya lo verás.
Ojalá todo sea así, está pensando el abogado, que se detiene y cruza una mirada con Carrie. La joven parece preocupada y tiene los ojos enrojecidos. Seguramente ha llorado largo y tendido por la noche. El abogado no comprende esa dedicación tan absoluta. Él conoce al hijo de Dolores, y, la verdad, no le extrañó en absoluto enterarse de lo ocurrido —por supuesto, se había enterado, como la mayoría de la población de Castle Hill, por medio de uno de los reportajes firmados por Brad Blueman en el Journal—. De hecho, le costaba imaginar que alguien pudiera amar, o siquiera ser amigo, de alguien como ese chico.
Los ojos de Carrie incomodan al abogado, parecen decirle que más vale que todo salga bien. Pero el abogado no está seguro de que eso pueda ser así. De hecho, si pudiera apostar, lo haría a que el hijo de su cliente se dispone a pasar un tiempo a la sombra. No confía mucho en poder hacer algo, puesto que simplemente luchar contra los antecedentes de Jason Fletcher supone algo casi imposible. Y luchar contra la evidencia de las fotografías de Brad Blueman es algo mucho más que imposible. Por supuesto, Jason dice que él no lo ha hecho. Por supuesto, Carrie asegura que Jason no lo ha hecho, y lo que es más, que él jamás sería capaz de hacer algo así. Por supuesto, Dolores afirma que su pequeño no lo ha hecho y que jamás lo haría.
Pero lo cierto es que ni su propio abogado confía en él. Y Carrie lo sabe. Sabe que ese hombrecillo —Jason siempre se refiere a él como Papá Pitufo de forma burlona, lo cual hace reír a Carrie— es como todos los demás. Creen que Jason es malo, porque en realidad no tienen ni puta idea, no le conocen. Carrie también sabe que las cosas están muy difíciles. Se lo ha dicho su madre. Además, ha visto las fotografías en el Journal, y realmente, viéndolas, a ella misma le ha costado no creérselo. Maldito sea Brad Blueman.
Escuchan unos pasos por las escaleras. Las miradas de Carrie, Dolores y del abogado se giran hacia allí. Están subiendo tres hombres: Rusell T.Dinner, agente de policía local que viene a hacer las veces de testigo del juicio y a vigilar que no ocurra nada incorrecto; el juez Parkinson, cuyo apellido le ha valido más de una burla a sus espaldas, pese a ser un hombre de excelente salud; y un tercer hombre al que ninguno de ellos conoce.
El abogado se acerca hacia el juez y le estrecha la mano, mientras ambos se cruzan palabras de saludo. El juez presenta a Rusell, el cual, cortés y educado, agacha un poco la cabeza a modo de saludo. El abogado de Dolores se gira entonces hacia el otro hombre, el que ninguno de ellos conoce.
—Este es Martin King —dice el juez—. Trabaja para la oficina del fiscal.
—El rival —bromea el abogado con una sonrisa en los labios, tratando de parecer simpático. Martin King, el hombre que dentro de quince minutos habrá logrado que condenen a Jason Fletcher a pasar quince años en la cárcel del condado, sonríe y estrecha la mano del abogado.
Todos los allí presentes van entrando en la otra sala, donde se va a celebrar una corta sesión judicial que determinará el futuro de Jason Fletcher. En breve, un guarda jurado hará entrar a Jason por la parte trasera de la sala y le hará sentarse en el banquillo de los acusados. Aún falta su llegada y también la de otra persona clave para la resolución de este juicio, el hombre que sacó las fotografías que han de condenar al joven, el periodista que en estos momentos está abandonando el Yucatán y se acerca hacia la plaza, caminando tranquilamente, despreocupado.
Ya conocemos el resultado del juicio, aunque la verdad, todos ellos lo presuponen tras haber visto las fotografías. No tenemos mucho tiempo, así que, una vez hecha esta visita y conocidas estas gentes, vayámonos. Por las escaleras nos cruzamos con Brad, que camina con el porte que se les intuye a las clases altas. Ya conocemos a Brad, es un hombre con mucha visión de futuro y unos sueños que incluyen mucho dinero y muchos premios en su vitrina particular. Son sueños de grandiosidad.
Mientras abandonamos el edificio escuchamos los gritos de la señora Fletcher en el tercer piso. Maldita sea, tal vez no debiéramos perdernos esto. Volvemos a subir a toda prisa las escaleras, justo a tiempo de ver a un descompuesto Brad, apoyado contra la pared con una mueca de temor, mientras Dolores le grita mil y un improperios. El agente Dinner sujeta a la mujer, puesto que a su familia le parece perfecto todo lo que la desconsolada mujer está diciendo.
Eh, esta es buena. Está acusando al pobre Brad de haberlo tramado todo para acusar a su retoño. Hombre, Brad es conocido por su falta de escrúpulos y por su afán sensacionalista, pero, la verdad, es dudoso que jamás llegue a hacer algo como inventarse las noticias. No le van ese tipo de cosas. Él solo informa sobre lo que ve, aunque después sea capaz de darle otro tinte.
Cuando Brad se cree a salvo ya de la furia de Dolores, se agacha a recoger su sombrero, pero un momento antes de que lo haga, un pie enfundado en una Reebok negra lo aplasta. Brad siente arder su corazón, pues le gustaba ese sombrero. Siente la furia de quien es atacado sin motivo, y mira hacia arriba. Carrie Spencer le sonríe.
—¡Eh! —protesta Brad, dolido, pero nada más sale de su boca.
Rusell se gira hacia la escena.
—¡Señorita! —exclama, apuntando a Carrie con un dedo—. Señorita, puedo detenerla por eso.
Carrie se gira hacia el agente. En ese momento, el abogado de Dolores ve más que perdido el caso, mientras piensa que Carrie y Jason están hechos el uno para el otro.
—Me conoces de toda la vida, Russell, —responde Carrie, desafiante— y sabes cómo me llamo.
Vemos cómo sube el color a las mejillas del agente Dinner.
—No pasa nada, agente —asegura Brad, recogiendo su maltrecho sombrero y mirándolo con la expresión de quien piensa que sí pasa algo. Sacude el sombrero contra su propio pantalón, pero es imposible, tendrá que llevarlo al tinte, y quién sabe si ni siquiera de esa forma…
—¡Comportémonos como personas adultas, hombre! —exclama Rusell sin dirigirse a nadie en concreto, pero mirando primero a Carrie y después a Dolores.
Ahora sí que podemos irnos. La tempestad ha pasado. Seguramente regresará cuando el juez Parkinson declare culpable a Jason Fletcher del incendio de la granja en la que resultaron heridas de gravedad dos personas. Seguramente Dolores se echará a llorar mientras su hijo es sacado por la parte trasera. Seguramente Carrie le pondrá la mano en el hombro, mientras los familiares de Dolores tratan de consolarla. Seguramente, el rostro de Jason permanezca imperturbable mientras se lo llevan. No llorará ni gritará que es inocente. ¿Lo es? Eso es algo que desconocemos, pero si algo sabemos de Jason es que no le afectará lo más mínimo la decisión que se va a tomar en el juicio. Cruzará una mirada con Carrie, pero ni siquiera sonreirá. No importará, porque Carrie sí que le sonreirá a él.