17
El acusador

Con una energía que hizo cuanto pudo por dominar, Fife dijo:

—Vamos a terminar con esta farsa…

Había esperado antes de hablar, con los ojos duros y el rostro sin expresión, hasta que finalmente el resto de los presentes se vio obligado a recuperar sus asientos. Rik había inclinado la cabeza, con los ojos dolorosamente cerrados, tratando de calmar su dolorida mente. Valona le atrajo hacia sí, tratando en vano de apoyarle la cabeza en su hombro, acariciando suavemente sus mejillas.

—¿Por qué dice usted que esto es una farsa? —dijo Abel con voz agitada.

—¿No lo es acaso? —respondió Fife—. Acepté asistir a esta conferencia sólo por una amenaza que dirigieron ustedes contra mí. Incluso en este caso me hubiera negado si hubiese sabido que la conferencia estaba destinada a ser mi proceso, con renegados y asesinos actuando de acusadores y jurado.

Abel frunció el ceño y su voz adquirió un tono de helado formalismo:

—Esto no es un proceso, señor. El doctor Junz está aquí con el fin de recuperar a un miembro del CAEI, como es su derecho y su deber. Yo estoy aquí para proteger los intereses de Trantor durante una época de agitación. En mi cerebro no cabe la menor duda de que este hombre, Rik, es el desaparecido analista del espacio. Podemos dar por terminada esta conferencia inmediatamente si están ustedes de acuerdo en entregar este hombre al doctor Junz para ulterior examen, incluyendo la aprobación de las características físicas. Necesitaremos, desde luego, su ulterior ayuda para encontrar al culpable de la psicoprueba y establecer una salvaguardia contra una posible repetición de tales actos contra lo que es, después de todo, una agencia interestelar que se ha mantenido con firmeza al margen de la política regional.

—¡Vaya discurso! —dijo Fife—. Pero lo obvio sigue siendo obvio y sus planes siguen siendo transparentes. ¿Qué ocurrirá si entrego este hombre? Estoy convencido de que el CAEI se las arreglará para descubrir lo que quiere descubrir. Pretende ser una agencia interestelar sin ligámenes regionales. Pero es un hecho, ¿no es verdad?, que Trantor contribuye con dos terceras partes a su presupuesto anual. Dudo que ningún observador razonable admita hoy considerarlo neutral en la Galaxia. Sus descubrimientos referentes a este hombre convendrán con toda seguridad a los intereses imperiales de Trantor.

»¿Y cuáles serán estos descubrimientos? Es obvio también. La memoria de este hombre volverá lentamente. El CAEI publicará boletines cotidianos. Poco a poco irá recordando más y más detalles necesarios. Primero mi nombre. Después mi aspecto. Después mis palabras exactas. Seré solemnemente declarado culpable. Se exigirán reparaciones y Trantor se verá obligado a ocupar Sark temporalmente, ocupación que en cierto modo se convertirá en permanente.

»Hay límites más allá de los cuales todo chantaje fracasa. El suyo, señor embajador, termina aquí. Si quiere usted a este hombre, diga a Trantor que mande una flota a buscarlo.

—No es cuestión de fuerza —dijo Abel—. Sin embargo, observo que ha evitado usted, cuidadosamente evitado, negar las derivaciones de las últimas palabras del analista del espacio.

—No hay ninguna derivación que me obligue a dignificarme desmintiéndola. Recuerda a un hombre, o dice que lo recuerda. ¿Qué significa eso?

—¿No significa acaso nada que lo recuerde?

—Nada absolutamente. El nombre de Fife es muy conocido en Sark. Aun admitiendo en principio que el presunto analista del espacio sea sincero, ha tenido durante un año la oportunidad de oírlo pronunciar en Florina. Ha llegado a Sark en una nave que traía a mi hija, una oportunidad todavía mejor de oír pronunciar el nombre de Fife. ¿Qué tiene de particular que ese nombre se haya mezclado a sus nebulosos recuerdos? Desde luego, puede no ser sincero. Los paulatinos recuerdos de este hombre pueden muy bien haber sido ensayados.

A Abel no se le ocurrió nada que decir. Miró a los demás. Junz fruncía intensamente el ceño, acariciándose lentamente la barbilla con los dedos de la mano derecha. Steen se agitaba nervioso y murmuraba algo en voz baja. El Edil de Florina contemplaba sus rodillas sin expresión.

Fue Rik quien rompió el silencio, escapando a la presa de Valona y poniéndose en pie.

—Escuchen… —dijo. Su pálido rostro estaba contorsionado. Sus ojos reflejaban el dolor.

—Otra revelación, supongo… —dijo Fife.

—¡Escuchen! —dijo Rik—. Estábamos sentados a una mesa. El té estaba drogado. Habíamos disputado, no recuerdo por qué. Entonces no pude moverme. Sólo podía permanecer sentado. No podía hablar. No podía pensar… ¡Había sido drogado! Quería gritar, gritar, correr, pero no podía. Entonces llegó el otro, Fife. Me había estado gritando. Pero ahora no gritaba. No tenía necesidad. Dio la vuelta a la mesa. Se detuvo a mi lado, dominándome. Yo no podía decir nada. No podía hacer nada. Sólo podía tratar de volver los ojos hacia él.

Permaneció de pie, en silencio.

—¿Este otro hombre era Fife? —preguntó Selim Junz.

—Recuerdo que su nombre era Fife.

—Bien. ¿Era este hombre?

Rik no se volvió para mirar.

—No puedo recordar cómo era —dijo.

—¿Está seguro?

—He estado intentándolo… —estalló—. ¡No saben ustedes cuán duro es! ¡Duele! ¡Es como una aguja al rojo blanco! ¡Profundamente! ¡Aquí dentro! —Se llevaba las manos a la cabeza.

—Sé que es duro. Pero debe usted intentarlo —dijo Junz suavemente—. Debe usted seguir intentándolo. ¡Mire a este hombre! ¡Vuélvase y mírelo!

Se volvió hacia el Señor de Fife. Estuvo contemplándolo fijamente un momento, después apartó la mirada.

—¿Puede recordarlo ahora? —preguntó Junz.

—¡No! ¡No!

—¿Es que su hombre ha olvidado el texto o la historia parecerá más digna de crédito si recuerda mi rostro la próxima vez? —preguntó Fife con sarcasmo.

—No había visto jamás a este hombre ni había hablado nunca con él —dijo Junz con calor—. Jamás hemos conspirado contra usted y estoy cansado de sus acusaciones en este sentido. Sólo estoy buscando la verdad.

—Entonces, ¿puedo hacerle algunas preguntas?

—Diga.

—Muchas gracias por su amabilidad. Dígame, Rik, o como se llame usted…

Empleaba el tono de un Noble dirigiéndose a un floriniano.

—Recuerda usted a un hombre que se acercó a usted procedente del otro lado de la mesa mientras estaba usted sentado drogado e impotente…

—Sí, señor.

—¿Lo último que recuerda es al hombre mirándole fijamente a usted?

—Sí, señor.

—¿Usted le devolvió la mirada o lo intentó?

—Sí, señor.

—Siéntese.

Rik obedeció.

Durante un momento Fife no hizo nada. Su boca sin labios quizá se apretó un poco más y la sombra negroazulada de sus pómulos se oscureció un poco más por la presión de las mandíbulas. Después se deslizó de su silla. ¡Resbaló hacia abajo! Era como si hubiese caído de delante de su mesa. Pero salió de detrás de ella y se hizo plenamente visible.

Las piernas deformadas de Fife se movían bajo su cuerpo con esfuerzo, haciendo avanzar la informe masa del cuerpo y la cabeza hacia adelante. Su rostro estaba congestionado pero conservaba intacto su aire de arrogancia. Steen se echó a reír estrepitosamente, pero se interrumpió en el acto cuando aquellos ojos se fijaron en él. El resto de los concurrentes permanecían en un silencio fascinado.

Rik, con los ojos muy abiertos, lo vio aproximarse.

—¿Fui yo el hombre que se acercó a ti dando la vuelta a la mesa? —le preguntó.

—No puedo recordar su rostro, señor.

—No te pido que recuerdes el rostro. ¿Puedes haber olvidado mi aspecto, mi manera de caminar?

Aquel hombre, tan formidable físicamente sentado, se había convertido en un lamentable pelele.

—Parece que no, señor —dijo Rik penosamente—, pero no lo sé.

—Pero tú estabas sentado, él estaba de pie, y lo mirabas hacia arriba…

—Sí, señor.

—Él te miraba hacia abajo, «dominándote», por decirlo así.

—Sí, señor.

—¿Recuerdas esto, por lo menos? ¿Estás seguro de ello?

—Sí, señor.

Los dos hombres estaban ahora cara a cara.

—¿Te miré yo desde arriba?

—No; señor —respondió Rik.

—¿Me miras tú desde abajo?

—No, señor.

Rik sentado y Fife de pie se miraban frente a frente en el mismo nivel.

—¿Puedo ser yo aquel hombre?

—No, señor.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor.

—¿Sigues afirmando que el nombre que recuerdas es Fife?

—Recuerdo ese nombre —insistió Rik obstinadamente.

—Quienquiera que fuese, entonces, ¿usó mi nombre como disfraz?

—Es…, es posible.

Fife dio media vuelta y con lenta dignidad regresó a su presa y se encaramó a su silla.

—Jamás había permitido que nadie me viese de pie hasta este día —dijo—. ¿Hay algún motivo para que esta conferencia continúe?

Abel estaba a la vez embarazado y perplejo. Hasta ahora la conferencia se había desarrollado lamentablemente.

Fife había conseguido quedar bien cada vez y hacer quedar mal a todos los demás. Había conseguido presentarse triunfalmente como un mártir. Se había visto obligado a asistir a aquella conferencia por el chantaje de Trantor y había aniquilado el tema de la falsa acusación en el acto.

Ya se ocuparía él de que el resumen de lo ocurrido en la conferencia se extendiese por la Galaxia y no tendría que apartarse mucho de la verdad para hacer de ello una excelente propaganda antitrantoriana.

Abel hubiera querido limitar sus pérdidas. El analista del espacio psicoprobado no podía ser ya de utilidad alguna para Trantor. Cualquier «recuerdo» que tuviese ya sólo sería de risa, ridículo, por verdadero que fuese. Se consideraría como un instrumento del imperialismo trantoriano, y un instrumento roto, además.

Pero vacilaba, y fue Junz quien habló.

—Me parece que hay una razón muy convincente para no dar por terminada todavía la conferencia. No hemos dilucidado todavía quién es el responsable de la psicoprueba. Usted ha acusado al Señor de Steen y Steen le ha acusado a usted. Admitiendo que ambos se hayan equivocado, y por lo tanto ambos sean inocentes, quedó en pie el problema de que uno de los Grandes Señores es culpable. ¿Cuál de ellos, entonces?

—¿Qué importa eso? —preguntó Fife—. En cuanto a usted hace referencia, estoy seguro de que no. Esta cuestión hubiera quedado aclarada ya de no haber sido por la interferencia de Trantor y del CAEI. Eventualmente, encontraré al traidor. Recuerden que el autor de la psicoprueba, quienquiera que sea, tenía la intención original de hacerse con el monopolio del comercio del kyrt, de manera que no es probable que lo deje escapar. Una vez el autor de la psicoprueba haya sido identificado y nos hayamos entendido con él, este hombre le será devuelto incólume. Ésta es la única oferta que puedo hacer, y me parece muy razonable.

—¿Y qué hará usted con el autor de la psicoprueba?

—Eso es una cuestión puramente interna que no le concierne a usted.

—¡Claro que me concierne! —exclamó Junz con energía—. No se trata únicamente del analista del espacio. Hay algo de mayor importancia afectado también, y me sorprende que no se haya mencionado todavía, Rik no fue sometido a la psicoprueba únicamente porque fuese un analista del espacio.

Abel no estaba muy seguro de cuáles eran las intenciones de Junz, pero puso su peso en la balanza.

—El doctor Junz se refiere, desde luego —dijo—, al mensaje original del peligro del analista del espacio.

—Por lo que sé hasta ahora —dijo Fife encogiéndose de hombros —nadie ha dado importancia alguna a eso, incluyendo al doctor Junz, durante el año transcurrido. Sin embargo, su hombre está aquí, doctor Junz. Pregúntele qué significa todo esto.

—Naturalmente no se acordará —respondió Junz con cólera—. La psicoprueba es sobre todo efectiva sobre las cadenas más intelectuales de razonamiento almacenadas en la mente. El hombre puede no recuperar nunca los aspectos cuantitativos de su trabajo.

—Entonces está listo —dijo Fife—. ¿Qué le vamos a hacer?

—Algo definitivo. Ésa es la cuestión. Hay alguien más que sabe y es el psicoprobador. Pudo no ser un analista del espacio también; puede no saber detalles precisos. Sin embargo, con este hombre, cuando tenía la mente intacta, pudo aprender lo suficiente para ponernos sobre la buena pista. Sin haber sabido lo suficiente no se hubiera atrevido a destruir la fuente de sus informaciones. Sin embargo, en cuanto al fichero…, ¿recuerda usted, Rik?

—Sólo que había peligro y que éste afectaba a las corrientes del espacio —murmuró Rik.

—Aunque lo descubriese usted —dijo Fife—, ¿qué obtendría? ¿Hasta dónde son dignas de crédito las abracadabrantes teorías que los exaltados analistas del espacio nos exponen constantemente? Muchos de ellos creen conocer todos los secretos del universo cuando apenas son capaces de leer sus instrumentos.

—Es posible que tenga usted razón. ¿Tiene usted miedo de dejármelo intentar?

—Soy contrario a propalar rumores alarmantes que, verdaderos o falsos, puedan afectar a la industria del kyrt. ¿No está usted de acuerdo conmigo, Abel?

Abel se estremeció interiormente. Fife estaba maniobrando de forma que cualquier irregularidad en las entregas de kyrt resultante de su propia actuación pudiese achacarse a las maniobras de Trantor. Pero Abel era un hábil jugador. Recogió el guante tranquilamente y sin emoción.

—Yo, no —dijo—. Propongo que escuche usted al doctor Junz.

—Gracias —dijo—. Ha dicho usted, señor de Fife, que quienquiera que sea el autor de la psicoprueba, tiene que haber matado al doctor que reconoció a Rik. Esto supone que el autor de la psicoprueba tuvo que mantener una cierta vigilancia sobre Rik mientras estuvo en Florina.

—¿Y bien?

—Tiene que haber rastros de esa vigilancia.

—¿Quiere usted decir que aquellos indígenas tienen que saber quién los estaba vigilando?

—¿Por qué no?

—No es usted sarkita, y por lo tanto se equivoca —dijo Fife—. Le aseguro a usted que los indígenas se mantienen en su lugar. No se acercan jamás a los Nobles, y si algún Noble se acerca a ellos saben que su obligación es fijar la vista a sus pies. No sabrían una palabra de que fuesen vigilados.

Junz se estremecía con visible indignación. Los Nobles tenían su despotismo tan arraigado que no veían nada malo ni vergonzoso en hablar abiertamente de ello.

—Los indígenas ordinarios, quizá —dijo—. Pero aquí tenemos a un hombre que no es un indígena ordinario. Creo que nos ha demostrado con suficiente claridad que no es siquiera un floriniano debidamente respetable. Hasta ahora no ha aportado nada a la discusión y creo que sería hora de que le hiciésemos algunas preguntas.

—¡Las declaraciones de los indígenas no tienen valor! —dijo Fife—. Y aprovecho una vez más la oportunidad para pedir que Trantor lo entregue para que se lo juzguen debidamente los Tribunales competentes de Sark.

—Déjeme hablar con él primero.

—Yo creo que no haría ningún daño hacerle algunas preguntas, Fife —intervino Abel suavemente—. Si se muestra reacio a la cooperación o indigno de confianza, podemos tener en cuenta su demanda de extradición.

Terens, que hasta entonces había permanecido concentrado en el estudio de sus dedos entrelazados, levantó la vista. Junz se volvió hacia él y le dijo:

—Rik estuvo en su ciudad desde que lo encontraron, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y estuvo usted todo el tiempo en la ciudad? Es decir, ¿no salió con alguna misión durante algún tiempo?

—Los ediles no cumplen misiones en el campo. Su trabajo radica en la ciudad.

—Perfectamente. Ahora tranquilícese, y no se ofenda. Imagino que debe formar parte de su trabajo estar al corriente de cualquier Noble que fuese de la ciudad. ¿No es eso?

—Seguro. Cuando vienen.

—¿Y vienen?

—Una o dos veces —dijo Terens—. Pura rutina, se lo aseguro. Los Nobles no se ensucian las manos con el kyrt. El kyrt sin elaborar, quiero decir.

—¡Sea respetuoso! —bramó Fife.

Terens le dirigió una larga mirada y le dijo:

—¿Puede usted conseguirlo?

—Dejemos esto entre este hombre y el doctor Junz, Fife —intervino Abel conciliador—. Usted y yo somos espectadores.

Junz sentía un destello de placer por la insolencia de Terens, pero dijo:

—Conteste mis preguntas sin comentarios superfluos, por favor. Ahora bien, ¿quiénes fueron exactamente los Nobles que visitaron su ciudad durante el pasado año?

—¿Cómo quiere que lo sepa? —respondió Terens con altivez—. No puedo contestar a esa pregunta. Los Nobles son Nobles y los indígenas son indígenas. Yo puedo ser un Edil, pero sigo siendo un indígena para ellos. No los recibo en las puertas de la ciudad y les pregunto sus nombres. Recibo un mensaje, eso es todo. Viene dirigido al «Edil». Dice que habrá una inspección de los Nobles tal o cual día y que tengo que tomar las disposiciones pertinentes. Entonces tengo que ocuparme de que los obreros lleven sus mejores ropas, que el molino esté limpio y en buen funcionamiento, que el suministro de kyrt sea vasto, que todo el mundo parezca contento y satisfecho, que las casas estén limpias y las calles en orden, que haya algunos bailarines a mano por si se da el caso de que los Nobles quieran disfrutar de algún baile indígena, que quizás alguna linda…

—Eso no interesa ahora, Edil —dijo Junz.

—A usted no le ha interesado nunca eso. A mí sí.

Después de su experiencia con los florinianos del Servicio Civil, Junz encontraba al Edil refrescante como un vaso de agua fresca. Tomó la decisión de que cualquier influencia que el CAEI pudiese aportar tenía que emplearse para impedir la entrega del Edil a los Nobles.

En un tono más pausado, Terens siguió su relato:

—De todos modos, ése es mi papel. Cuando vienen, lo arreglo todo con los demás. No sé quiénes son ni hablo con ellos.

—¿Hubo alguna de esas inspecciones la semana antes de que el doctor de la Ciudad Alta encontrase la muerte? Supongo que sabe usted qué semana ocurrió…

—Me parece que oí algo de eso en el noticiario de la radio. No creo que hubiese ninguna inspección por aquel tiempo. No podría jurarlo.

—¿A quién pertenece su tierra?

Terens hizo un gesto de desprecio con los labios.

—Al señor de Fife.

Steen intervino, rompiendo el diálogo con sorprendente rapidez.

—¡Oh, oiga, de veras! ¡Con este interrogatorio está usted siendo un juguete en manos de Fife, doctor Junz! ¿No ve usted que no llegará a ninguna parte? ¿Imagina usted que si Fife quisiese montar una guardia alrededor de ese hombre se tomaría la molestia de hacer viajes a Florina para vigilarlo? ¿Para qué están los patrulleros? ¡De veras!

—En un caso como éste —dijo Junz, al parecer perplejo—, con toda la economía mundial y acaso su propia seguridad física residiendo en el contenido del cerebro de un hombre, es natural que el autor de la psicoprueba no quisiese dejar su custodia a los patrulleros.

—¿Incluso después de haber borrado todos los recuerdos de esa mente, por si acaso? —intervino Fife.

Abel avanzó su labio inferior y frunció el ceño. Veía su última jugada caer en manos de Fife como todas las demás.

—¿Había algún patrullero o grupo de patrulleros que estuviese ya en pie? —intentó nuevamente Junz, vacilando.

—No lo sé. Para mí no son más que uniformes.

Junz se volvió hacia Valona, produciendo el efecto de un súbito empujón. Un momento antes se había puesto de una palidez mortal y sus ojos se abrieron sin ver. A Junz no se le había escapado.

—¿Y qué hay de ti, muchacha? —le preguntó.

Pero ella se limitó a mover la cabeza, sin decir una palabra.

Abel estaba pensando: «No hay nada más que hacer. Todo ha terminado».

Pero Valona se había puesto de pie, temblando. Con un ronco susurro, dijo:

—Quiero decir algo.

—Adelante, muchacha —dijo Junz—. ¿Qué es?

Jadeante, con el terror pintado en cada línea de sus facciones y retorciéndose los dedos nerviosamente, Valona tomó la palabra.

—No soy más que una muchacha campesina. Por favor, no se enfaden conmigo. Es sólo porque me parece que las cosas sólo pueden ser de una manera. ¿Tan importante era mi Rik? ¿En la forma como han dicho ustedes, quiero decir…?

—Creo que era muy, muy importante. Creo que todavía lo es —dijo Junz amablemente.

—Entonces debió ser como usted ha dicho. Cualquiera que lo llevase a Florina no debía atreverse a apartar los ojos de él ni un minuto. ¿No cree? Quiero decir…, supongamos que el superintendente del molino le pega una paliza a Rik o los chicos le apedrean o se pone enfermo y muere… ¿No irían a dejarlo abandonado en los campos, donde podía morir antes de que nadie le recogiese, no? No supondrían que sólo la suerte podría conservarle la vida.

Hablaba ya con una extremada vehemencia.

—Sigue —dijo Junz, observándola.

—Porque había una persona que vigilaba a Rik desde el principio. Lo encontró en los campos, se arregló de forma que pudo hacerse cargo de él, lo salvó de todas las dificultades y tenía noticias suyas todos los días. Sabía incluso todo lo del doctor, porque yo se lo dije. ¡Era él! ¡Era él!

A voz en grito, con intensidad, su dedo señalaba rígido a Myrlyn Terens, el Edil.

En aquel momento incluso la sobrehumana calma de Fife sucumbió, sus brazos se pusieron rígidos sobre su mesa, levantando su monstruoso cuerpo una pulgada de su asiento, y volvió rápidamente la cabeza hacia el Edil.

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