16
El acusado

La diplomacia tiene un lenguaje y una serie de actitudes que le son propias. Las relaciones entre los representantes de las naciones soberanas, mantenidas estrictamente de acuerdo con el protocolo, son estilizadas y embrutecedoras. La frase «desagradables consecuencias» se convierte en un sinónimo de guerra, y «con arreglo conveniente», en rendición.

Cuando se sentía él mismo, Abel prefería abandonar aquel doble lenguaje diplomático. Con una línea directa y personal conectándolo con Fife, hubiera podido tomársele por un hombre de más edad hablando amistosamente con él por encima de dos vasos de vino.

—Ha sido muy difícil de conseguir, Fife —dijo.

Fife sonrió. Parecía estar muy tranquilo y despreocupado.

—Un día muy ocupado, Abel…

—Sí, lo he oído decir.

—¿Steen…? —preguntó con indiferencia.

—En parte. Ha estado siete horas con nosotros.

—Lo sé. Es culpa mía, además. ¿Tiene usted intención de entregárnoslo?

—Temo que no.

—Es un criminal.

Abel se rió y examinó atentamente el vaso que tenía en la mano, contemplando las lentas burbujas.

—Me parece que podremos encontrar un pretexto para considerarlo como refugiado político. La ley interestelar lo protegerá en territorio trantoriano.

—¿Le apoyará a usted su gobierno?

—Creo que sí, Fife. No llevaré treinta y siete años en Asuntos Exteriores sin saber lo que Trantor apoyará o no.

—Puedo hacer que Sark le llame a usted.

—¿Y qué sacará con eso? Soy un hombre pacífico con quien está usted en buenas relaciones. Mi sucesor podría ser cualquiera.

Hubo una pausa. El carácter de Fife se impacientaba.

—Me parece que tiene usted alguna proposición que hacer.

—La tengo. Usted tiene un hombre nuestro.

—¿Qué hombre suyo?

—Un analista del espacio. Un hombre de Tierra que, dicho sea de paso, pertenece a los dominios de Trantor.

—¿Steen le ha dicho a usted eso?

—Entre otras cosas.

—¿Ha visto al hombre de Tierra?

—No lo ha dicho.

—Bien. Pues no lo ha visto. En estas circunstancias, dudo que pueda usted tener fe en su palabra.

Abel dejó su vaso. Se llevó las manos al regazo y dijo:

—De todos modos, estoy seguro de que el terrestre existe. Le digo, Fife, que tendríamos que actuar juntos en este asunto. Yo tengo a Steen y usted tiene al terrestre. En cierto modo estamos a la par. Antes de que siga usted adelante con sus planes de las corrientes, antes de que su ultimátum expire y su coup d’état tenga lugar, ¿por qué no celebrar una conferencia sobre la situación general del kyrt?

—No veo la necesidad. Lo que ocurre actualmente en Sark es un asunto puramente interno. Estoy dispuesto a garantizar personalmente que no habrá interferencia alguna en el mercado de kyrt debido a los acontecimientos políticos de aquí. Creo que esto debe colmar los legítimos deseos de Trantor.

Abel tomó un sorbo de su vino y pareció reflexionar.

—Parece que tenemos un segundo refugiado político —dijo al final—. Es un caso curioso. Es uno de sus súbditos florinianos, por cierto. Un Edil. Myrlyn Terens, dice llamarse…

Los ojos de Fife echaron súbitamente chispas.

—Lo sospechábamos. ¡Por Sark, Abel, las abiertas interferencias de Trantor en este planeta tienen un límite! El hombre que han raptado ustedes es un asesino. No pueden ustedes hacer de él un refugiado político…

—Bien, entonces, ¿quiere usted a ese hombre?

—¿Tiene usted una proposición en vistas? ¿Es ésta?

—La conferencia de que le hablado.

—¿Por un asesino floriniano? ¡De ninguna manera!

—Pero la manera como el Edil consiguió escaparse es muy curiosa. Quizá pueda interesarle…

Junz andaba arriba y abajo de la habitación moviendo la cabeza. La noche estaba ya bastante avanzada.

Hubiera querido poder dormir, pero sabía que necesitaría el somnin una vez más.

—Pude haber amenazado con la fuerza, como propuso Steen. Pero no hubiese estado bien. Los riesgos hubieran sido horribles y los resultados inciertos. Sin embargo, hasta que trajeron al Edil, no vi alternativa, a excepción, desde luego, de una política de inacción.

—¡No! —exclamó Junz moviendo la cabeza violentamente—. ¡Había que hacer algo! Y sin embargo equivalía a un chantaje. Exactamente lo que hizo. No soy hipócrita, Abel. O por lo menos trato de no serlo. No voy a condenar sus métodos cuando pienso sacar pleno provecho de sus resultados. Pero ¿qué hay de la muchacha?

—No le pasará nada mientras Fife respete lo convenido.

—Me da lástima. He acabado detestando a estos aristócratas sarkitas por lo que han hecho en Florina, pero no puedo evitar sentir lástima por ella.

—Como individuo, sí. Pero la verdadera responsabilidad reside en Sark mismo. Mire usted, ¿ha besado usted alguna vez una muchacha en un coche?

Un esbozo de sonrisa apareció en la comisura de los labios de Junz.

—Sí…

—Yo también, si bien tengo que evocar recuerdos más remotos que usted, imagino. Mi nieta mayor está probablemente practicándolo en este momento; no me extrañaría. ¿Qué es un beso robado en un coche, de todos modos, sino la expresión del sentimiento más natural en la Galaxia?

—Oiga, oiga, amigo mío. Aquí tenemos una muchacha reconocida como perteneciente a la más alta clase social que se encuentra por error en el mismo coche que un, digamos, criminal. Aprovecha la oportunidad para besarla. Lo hace por impulso y sin su consentimiento. ¿Qué sentimientos tienen que ser los suyos? ¿Qué sentimientos tienen que ser los de su padre? ¿Disgustado? Quizá. ¿Contrariedad? Ciertamente. ¿Ofendida? ¿Insultada? ¿Odio? Todo eso, sí. Pero ¿deshonrada? ¡No! ¿Suficientemente deshonrada como para aceptar poner en peligro importantes asuntos de estado para evitar verse delatada? ¡No!

»Pero ésta es exactamente una situación que sólo puede presentarse en Sark. Lady Samia sólo es culpable de consentimiento y una cierta candidez. Ha sido besada muchas veces ya, estoy seguro de ello. Si vuelve a besar, si besa innumerables veces, a quien sea, menos a un floriniano, nadie dirá nada. ¡Pero besó un floriniano!

»No tiene importancia que no supiese que era un floriniano. No tiene importancia que él la besase a la fuerza. Dar publicidad a la fotografía que tenemos de Lady Samia en brazos del floriniano sería hacer la vida insoportable para ella y para su padre. Vi el rostro de Fife cuando vio la reproducción. No había forma de dar por cierto que el Edil era un floriniano. Llevaba un traje sarkita y una gorra que cubría perfectamente su cabello. Era de piel blanca, pero eso no es una prueba. Sin embargo, Fife sabía que el rumor la aceptarían gustosamente hombres interesados en el escándalo y la sensación, y que la fotografía se consideraría prueba irrefutable. Y sabía que sus enemigos políticos sacarían todo el provecho posible de ella. Puede usted llamarlo chantaje, Junz, y quizá lo sea, pero es un chantaje que no surtiría efecto en ningún otro planeta de la Galaxia. Su corrompido sistema social nos da un arma y no tengo el menor remordimiento en usarla.

—¿Qué se ha convenido finalmente? —preguntó Junz con un suspiro.

—Nos reunimos mañana a mediodía.

—¿Su ultimátum se ha aplazado, entonces?

—Indefinidamente. Estaré en su despacho en persona.

—¿Es necesario ese riesgo?

—No es tan arriesgado. Habrá testigos, y siento verdaderas ansias de encontrarme en presencia material de ese analista del espacio que tanto tiempo lleva usted buscando.

—¿Asistiré yo? —preguntó Junz con ansia.

—¡Oh, sí! Y el Edil también. Lo necesitamos para identificar al analista del espacio. Y Steen, desde luego. Todos estarán presentes en personificación tridimensional.

—Gracias.

El embajador de Trantor ahogó un bostezo.

—Y ahora, si no le importa, llevo dos días y una noche sin dormir y temo que mi anciano cuerpo no pueda soportar más esta situación. Necesito descanso.

Con la personificación tridimensional perfeccionada, las conferencias raras veces se celebraban cara a cara. Fife sentía con intensidad un algo de inconveniencia en la presencia material del viejo Embajador. Su tez olivácea no podía decirse que se hubiese oscurecido pero en sus facciones se dibujaba un odio silencioso.

Tenía que permanecer en silencio. No podía decir nada. Tenía que limitarse a mirar melancólicamente a los hombres que tenía enfrente.

¡Junz! Un hombre de piel oscura y cabello crespo cuyas intervenciones habían provocado la crisis.

¡Abel! Un viejo decrépito vestido de harapos con un millón de mundos tras de él.

¡Steen! ¡El traidor! ¡Temeroso de afrontar sus ojos!

¡El Edil! Mirarle a él era lo más difícil de todo. Era el indígena que había deshonrado a su hija sólo con el tacto, y sin embargo, permanecía a salvo e intocable detrás de los muros de la Embajada de Trantor. Hubiera podido rechinar los dientes y destrozar su mesa si hubiese estado solo. En esta situación, ni un solo músculo de su rostro podía moverse pese a que temblase y se torciese bajo la tensión.

Si Samia no hubiese… Dejó correr la cuestión. Su propia negligencia había dado origen a su independencia y voluntad y ahora no podía censurárselo. No había tratado de excusarse, sino de admitir su culpabilidad. Le había contado toda la verdad sobre su intento de hacer el papel de espía interestelar y la forma horrible en que había terminado. Se había confiado enteramente, en su vergüenza y amargura, a su comprensión, y no había quedado defraudada. No había quedado defraudada, aunque aquello representase la ruina de toda la maquinación que él había estado edificando.

—Esta conferencia me ha sido impuesta —dijo—. No veo la necesidad de decir nada. Estoy aquí para escuchar.

—Me parece que Steen quisiera ser el primero en hablar —dijo Abel.

Fife contempló con desprecio al repulsivo Steen.

—¡Usted me ha obligado a volverme hacia Trantor, Fife! —exclamó Steen—. ¡Ha violado usted el principio de autonomía! No podía esperar que yo lo tolerase. ¡De veras!

Fife no contestó nada y Abel, no sin un cierto desprecio también dijo:

—Limítese a su papel, Steen. Dijo usted que tenía que decir algo. ¡Dígalo!

Los pómulos de Steen enrojecieron sin necesidad de colorete.

—¡Lo diré! Y ahora mismo. Desde luego, no pretendo ser el detective que el señor de Fife se jacta de ser, pero puedo pensar. ¡De veras! Y he estado pensando. Fife nos contó ayer una historia acerca de un misterioso traidor llamado X. Me di cuenta de que no era más que un pretexto para declarar el estado de emergencia. No me engañó ni un solo minuto.

—¿Entonces no existe X? —preguntó Fife tranquilamente—, ¿Entonces por qué huyó? El hombre que huye no necesita otra acusación.

—¿Lo cree así? ¿De veras? Pues yo huiría de un edificio que ardiese, aunque no lo hubiese incendiado yo.

—Siga adelante, Steen —dijo Abel. Steen se pasó la lengua por los labios y permaneció un minuto contemplando sus uñas, puliéndolas mientras hablaba.

—Pero entonces pensé: ¿para qué inventar toda esa historia con todas sus complicaciones y fantasías? No es su estilo. ¡De veras! No es el estilo de Fife. Lo conozco. Todos lo conocemos. ¡Es un bruto! No tiene la menor imaginación, Excelencia. Casi tan malo como Bort.

—¿Es que dice algo, Abel, o sólo divaga? —preguntó Fife.

—Seguiré, si me dejan hablar. ¡Pardiez! ¿De qué lado está usted? ¿Por qué inventaría Fife una historia como ésa?, me dije. No había más que una respuesta. Era incapaz de inventarla. ¡Con su cerebro… no! Luego era verdad. Tenía que ser verdad. Y, desde luego, los patrulleros habían sido asesinados, pese a que Fife es absolutamente incapaz de haberlo tramado.

Fife se encogió de hombros.

—Pero… ¿quién es X? —prosiguió Steen—. No soy yo. ¡De veras! Sé que no soy yo, y admitiré que sólo podía ser un Gran Señor. Pero ¿qué Gran Señor sabía más acerca de esto? ¿Qué Gran Señor había tratado de utilizar la historia del analista del espacio para inducirnos a lo que él llama «acción común» y yo llamo sumisión a la dictadura de Fife?

»Yo os diré quién es X. —Steen se levantó rozando con la parte alta de su cabeza el borde del cubo-receptor. Levantó un dedo tembloroso señalando a Fife—. ¡Él es X! ¡El señor de Fife! Él encontró al analista del espacio. Él lo apartó de su camino cuando vio que el resto de nosotros no nos dejábamos impresionar por sus estúpidas observaciones durante la primera conferencia, y después lo volvió a hacer aparecer una vez hubo preparado un golpe de mano militar.

Fife se volvió cansado hacia Abel.

—¿Ha terminado? Si es así, échelo de aquí. Su presencia es una ofensa intolerable para todo hombre decente.

—¿Tiene usted algún comentario que hacer a lo que dice? —preguntó Abel.

—No, desde luego. No merece ningún comentario. Este hombre está desesperado. Sería capaz de decir cualquier cosa.

—No puede limitarse a despreciarlo, Fife —dijo Steen, mirando a los demás. Sus ojos se achicaron y la piel de la nariz se puso blanca por la tirantez. Seguía de pie—. ¡Escuche! Dijo que sus investigadores encontraron las fichas en el dispensario de un médico. Dijo que el doctor murió de accidente después de haber diagnosticado que el analista del espacio había sido víctima de la psicoprueba. Dijo que el doctor fue asesinado por X para conservar secreta la identidad del analista del espacio. Esto es lo que dijo. Pregúntaselo. Pregúntenle si no es lo que dijo.

—Y si lo dije, ¿qué? —preguntó Fife.

—Entonces pregúntenle cómo podía tener el fichero de un médico que llevaba varios meses muerto y enterrado a menos que lo hubiese tenido desde el principio. ¡De veras!

—Todo esto es una locura —dijo Fife—. No podemos perder el tiempo indefinidamente de esta manera. Otro médico se hizo cargo de la clientela y del fichero del difunto. ¿Hay aquí alguien que crea que los ficheros médicos se destruyen con la muerte de un médico?

—No, desde luego que no —dijo Abel.

Steen se tambaleó ligeramente y se sentó.

—¿Qué más? —dijo Fife—. ¿Tiene usted algo más que decir? ¿Más acusaciones? ¿Más de algo? —Bajaba la voz. La amargura aparecía en su tono.

Abel le contestó:

—Bien, todo esto son cosas que dice Steen y se las hemos dejado decir. Ahora bien, Junz y yo estamos aquí para un asunto diferente. Quisiéramos ver al analista del espacio.

Fife había tenido en todo momento las manos apoyadas sobre su mesa. Ahora las levantó y se agarró con fuerza a su borde. Sus negras cejas se juntaron.

—Tenemos bajo nuestra protección un hombre de mentalidad subnormal que pretende ser un analista del espacio —dijo—. Lo mandaré traer aquí.

Jamás Valona March había soñado ni remotamente en su vida que tales imposibilidades pudiesen ocurrir. Desde hacía más de un día ya, constantemente desde que aterrizó en el planeta Sark, había notado un toque de maravilla en cuanto veía. Incluso en las celdas de la cárcel donde a Rik y a ella les habían separadamente encerrado tenían una especie de calidad irreal y magnífica. El agua corriente brotaba de una tubería cuando se apretaba un botón. De la pared brotaba calor, pese a que el aire exterior era más frío de lo que jamás ella imaginó posible, y todos los que hablaban con ella llevaban ropas magníficas.

La llevaron a habitaciones en las cuales había una serie de cosas que no había visto nunca. Aquélla era más grande que las demás, pero estaba casi desnuda. Había más gente en ella, además. Detrás de una mesa había un hombre de aspecto severo, y otro mucho más viejo, arrugado, sentado en una silla, y tres más…

¡Uno de ellos era el Edil!

Valona pegó un salto y se abalanzó hacia él.

—¡Edil! ¡Edil!

Pero no estaba allí. Se había levantado haciéndole un gesto con la mano.

—¡Quédate atrás, Valona! ¡Quédate atrás!

Y Valona pasó a través de él. Ella había tendido la mano para cogerle de la manga pero él se apartó. Se lanzó adelante, medio tambaleándose, y pasó a través de él. De momento se quedó sin aliento. El Edil se había vuelto, estaba frente a ella otra vez, pero ahora sólo podía fijar la vista en sus piernas.

Ambos estaban luchando a través del pesado brazo del sillón en que estuvo sentado, podía verlo claramente, con su color y su solidez. Rodeaba sus piernas pero no lo sentía. Avanzó una mano temblorosa y sus dedos se hundieron una pulgada en la tapicería pero no la sentía tampoco. Sus dedos permanecían invisibles.

Tuvo un estremecimiento y cayó, su última sensación fue la de que los brazos del Edil se tendían automáticamente hacia ella y que su cuerpo caía a través de su círculo como si fuesen trozos de aire coloreados de carne.

De nuevo se encontró en su silla. Rik le sostenía una mano e inclinaba su arrugado rostro sobre ella.

—No te asustes —iba diciendo—. No es más que una imagen. Una fotografía, ¿comprendes?

Valona miró a su alrededor. El Edil estaba sentado allí, pero no la miraba.

—¿No está aquí? —preguntó señalando con un dedo.

—Es una personalización tridimensional, Valona —dijo Rik precipitadamente—. Está en otro sitio, pero podemos verle desde aquí.

Valona movió la cabeza. Si Rik lo decía, era verdad. Pero bajó la vista. No se atrevía a mirar a aquella gente que estaba allí pero no estaba allí.

—¿Conque sabe usted lo que es la personificación tridimensional, muchacho? —le preguntó Abel a Rik.

—Sí, señor.

Había sido un día tremendo para Rik también, pero mientras Valona se encontraba crecientemente aturdida, él encontraba las cosas crecientemente familiares y comprensibles.

—¿Dónde lo ha aprendido?

—No lo sé. Lo sabía ya… antes de que olvidase. Durante el arranque de Valona al encuentro de Edil, Fife se había levantado de su mesa.

—Siento haber tenido que interrumpir esta reunión trayendo una indígena histérica —dijo con acidez—. El llamado analista del espacio requería su presencia.

—Perfectamente —dijo Abel—. Pero observo que su floriniano subnormal está familiarizado con la personificación tridimensional.

—Deben haberle instruido bien, imagino.

—¿Ha sido interrogado desde su llegada a Sark?

—Ciertamente.

—¿Con qué resultado?

—Ninguna novedad.

—¿Cómo se llama? —preguntó Abel volviéndose hacia Rik.

—Rik es el único nombre que recuerdo —dijo éste con calma.

—¿Conoce usted a alguien aquí?

Rik miró un rostro después de otro, sin el menor temor.

—Sólo al Edil y a Lona, desde luego —dijo.

—Éste —dijo Abel señalando a Fife— es el más grande Señor que jamás ha vivido. Posee el mundo entero. ¿Qué piensa de él?

—Soy de Tierra —dijo Rik osadamente—. No me posee a mí.

Abel se volvió confidencialmente hacia Fife.

—No creo que a un indígena floriniano adulto pueda inducírsele a tal desafío.

—¿Ni aun con una psicoprueba? —respondió Rik con desprecio.

—¿Conoce usted a este caballero? —preguntó Abel dirigiéndose a Rik.

—No, señor.

—Es el doctor Selim Junz. Es un importante funcionario del Centro Analítico del Espacio Interestelar.

Rik lo miró largo rato intensamente.

—Entonces tiene que haber sido uno de mis jefes. Pero… no le conozco —añadió con desaliento—. O quizá sólo no lo recuerdo.

—No le he visto en mi vida, Abel –dijo Junz moviendo la cabeza tristemente.

—Ahora escuche, Rik —dijo Abel—. Voy a contarle una historia. Quiero que la escuche usted con toda atención y piense. ¡Piense y piense! ¿Me comprende?

Rik asintió; Abel hablaba lentamente. Su voz fue el único sonido que se oyó en la habitación durante largos minutos.

Mientras proseguía, Rik cerraba los párpados con todas sus fuerzas apretándolos. Se mordió los labios, se llevó los puños cerrados al pecho y su cabeza cayó adelante. Tenía el aspecto de un hombre que sufre intensamente.

Abel seguía hablando, reconstruyendo uno tras otro todos los acontecimientos tal como los había presentado antes el Señor de Fife. Habló del mensaje original del desastre, de su intercepción, del encuentro entre Rik y X, de la psicoprueba, de cómo habían encontrado a Rik y le habían llevado a Florina, del doctor que le hizo el diagnóstico y murió inmediatamente después, de la memoria que iba recobrando.

—Ésta es toda la historia, Rik —dijo—. Se la he contado toda. ¿Hay algo que le resulte familiar?

Lentamente, dolorosamente, Rik contestó:

—Recuerdo la última parte. Los últimos pocos días, ¿comprende? Recuerdo algo anterior también. Quizá fuese el doctor… cuando empecé a hablar. Pero todo es muy nebuloso… Eso es todo.

—Pero recuerda usted algo anterior… Recuerda el peligro para Florina —dijo Abel.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso fue lo primero que recordé!

—Entonces, ¿no puede recordar nada después de eso?

—No puedo… No puedo recordar —gimió Rik.

—¡Pruebe! ¡Pruebe!

Rik levantó la vista. Su rostro estaba mojado de sudor.

—Recuerdo un mundo…

—¿Qué mundo, Rik?

—No tiene ningún sentido.

—¡Dígalo de todos modos!

—Va unido a una mesa. Hace mucho, mucho tiempo. Muy vago. Yo estaba sentado. Alguien más, quizá, me parece, estaba sentado, y él estaba de pie, mirándome fijamente, y hay una palabra…

—¿Qué palabra? —preguntó Abel pacientemente.

—¡Fife!

Todos menos Fife se pusieron de pie.

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