10
El fugitivo

Myrlyn Terens era un hombre de acción. Se decía esto a sí mismo como excusa, porque mientras abandonaba el puerto espacial se sentía paralizado.

Tenía que mantener su paso cuidadosamente. No demasiado despacio porque podría parecer que ganduleaba.

No demasiado deprisa porque podría parecer que corría. Pausadamente, como andaría un patrullero, un patrullero que estuviese de servicio y fuese a tomar su coche terrestre.

¡Si tan sólo pudiese tomar uno! Pero conducir no entraba dentro de la instrucción de un floriniano, ni siquiera de un Edil floriniano, de manera que trató de no pensar en ello y siguió andando despacio y en silencio.

Y se sentía casi demasiado débil para caminar. Podía no ser un hombre de acción, pero durante un día, una noche y parte de otro día había obrado activamente. Había agotado toda su reserva de energía.

Y sin embargo no se atrevía a detenerse. Si hubiese sido de noche hubiera encontrado algunas horas para pensar antes de decidir el nuevo paso a dar. Pero no disponía más que de sus piernas.

Si pudiese pensar. Ahí estaba todo. Si pudiese pensar…

Si pudiese suprimir todo movimiento, toda acción… Si pudiese dar orden al universo de que se detuviese por unos instantes, mientras él profundizaba la situación… Debía haber alguna manera.

Penetró en las acogedoras sombras de Ciudad Baja. Seguía caminando como se lo había visto hacer a los patrulleros. Las calles estaban desiertas. Los indígenas se habían refugiado en sus cabañas. Tanto mejor.

El Edil eligió su casa cuidadosamente. Era mejor elegir una de las buenas, con plástico de colores en las paredes y cristal polarizado en las ventanas. Siguió un corto sendero hasta la casa. Estaba un poco hundida en la calle, otro signo de calidad. Sabía que no tendría necesidad de golpear en la puerta ni de romperla. Mientras subía la rampa se había producido un visible movimiento en una de las ventanas. (Generaciones de necesidad habían capacitado a un floriniano para saber cuándo se aproximaba un patrullero). La puerta se abriría, y la puerta se abrió.

La abrió una muchacha joven con un círculo blanco alrededor de los ojos. Iba vestida con un traje cuyos adornos demostraban el esfuerzo de sus padres por elevar su categoría por encima del ordinario «vulgo floriniano». Se apartó un poco para dejarle pasar, jadeando ligeramente.

El Edil le hizo signo de que cerrase la puerta.

—¿Está en casa tu padre, muchacha?

—¡Pa…! —gritó la chiquilla. Y, jadeante, añadió—: Sí, señor.

«Pa» aparecía humildemente desde otra habitación. Andaba despacio. No era nada nuevo para él que en la puerta hubiese un patrullero; pero consideraba más seguro que la chiquilla le abriese la puerta. Era menos fácil que fuese derribada inmediatamente que si abría él, si por casualidad el patrullero estaba encolerizado.

—¿Tu nombre? —preguntó el Edil.

—Jacof, para servirle, señor.

El uniforme del Edil llevaba un pequeño carnet de notas en el bolsillo. Lo abrió, lo estudió brevemente, hizo una rápida marca y dijo:

—Jacof… sí. Quiero ver a todos los miembros de la familia. ¡Pronto!

Si hubiese sido capaz de sentir otra cosa que una opresión casi sin esperanzas, Terens casi se hubiese divertido. No era inmune a los seductores placeres de la autoridad.

Aparecieron todos. Una mujer delgada, inquieta, con un chiquillo de unos dos años en los brazos. La chiquilla que le había abierto la puerta y un hermano más pequeño.

—¿Eso es todo?

—Todo, señor —dijo humildemente.

—¿Puedo ocuparme del pequeño? —preguntó la mujer con ansia—. Es la hora de la siesta. Iba a meterlo en la cama —levantaba al chiquillo en alto como si la imagen de la inocencia pudiese ablandar el corazón de un patrullero.

El Edil no la miró. Un patrullero, pensó, no la hubiese mirado y él era un patrullero.

—Acuéstelo y dele un terrón de azúcar para que se calle. ¡Ahora tú, Jacof!

—Sí, señor.

—¿Eres persona responsable, verdad, muchacho? —un indígena de la edad que fuese era siempre un «muchacho».

—Sí, señor. —Los ojos de Jacof brillaron y sus hombros se enderezaron ligeramente—. Soy empleado de un centro alimenticio. Sé matemáticas superiores, divisiones y logaritmos.

Sí, pensó el Edil, te han enseñado cómo usar una tabla de logaritmos y a pronunciar esa palabra.

Conocía el tipo. Aquel hombre estaba más orgulloso de sus logaritmos que un Noble de su yate. El cristal polarizado de sus ventanas era la consecuencia de los logaritmos y los ladrillos de colores delataban las matemáticas superiores. Su desprecio por el indígena ineducado sería igual al del Noble medio por todos los indígenas y su odio más intenso por tener que vivir entre ellos y porque le considerasen como uno de ellos sus superiores.

—¿Crees en la ley, verdad, muchacho, y en los buenos Nobles? —prosiguió el Edil manteniendo su impresionante ficción con la consulta de la libreta.

—Mi marido es un buen hombre —saltó la mujer con animación—. No ha tenido nunca disgustos. No se mete en líos. Ni yo tampoco. Tampoco los chiquillos. Siempre…

—Sí, sí… —dijo Terens haciéndola callar con un gesto—. Bien, mira, muchacho. Te vas a sentar aquí y hacer lo que te diré. Necesito la lista de todos los que viven en este bloque de casas. Nombres, direcciones, lo que hacen y qué clase de muchachos son. Especialmente esto último. Si hay algunos de estos perturbadores, quiero saberlo. Vamos a hacer limpieza. ¿Entendido?

—Sí, señor. Sí, señor. En primer lugar está Husting. Vive allí, al final del bloque. Es…

—No, no, así no. Dale un trozo de papel, tú. Ahora siéntate y escríbelo todo. Escribe despacio, porque no puedo leer vuestras patas de gallo.

—Tengo la mano acostumbrada a escribir, señor.

—Veamos, pues.

Jacof se puso manos a la obra escribiendo lentamente. Su mujer le observaba por encima del hombro. Terens se dirigió hacia la chiquilla que le había abierto la puerta.

—Ponte en la ventana y dime si ves más patrulleros por aquí. Puedo querer hablar con ellos. Pero no les llames. Dímelo nada más.

Y entonces, por fin, pudo descansar. Había conseguido hacerse un momentáneo refugio en medio del peligro.

Salvo el ruido del chiquillo, chupando en un rincón, el silencio era absoluto. Le advertirían de la posible aproximación del enemigo y podría intentar una escapatoria.

Ahora podía pensar.

En primar lugar, su papel como patrullero casi había terminado. Probablemente, todas las salidas de la ciudad estaban bloqueadas y sabían que no podía utilizar medios de transporte más complicados que un scooter diamagnético. Los patrulleros de investigación no tardarían en comprender que sólo con un fraccionamiento sistemático de la ciudad, bloque por bloque, casa por casa, podían apoderarse de su hombre.

Una vez lo hubiesen decidido es evidente que empezarían por las afueras de la ciudad, avanzando hacia el interior. En este caso, aquella casa sería de las primeras en ser registrada, de manera que el margen de que disponía era relativamente limitado.

Hasta entonces, pese a su llamativo uniforme negro y plata, éste había sido efectivo. Los indígenas no habían dudado de él. No se habían detenido al ver la palidez de su rostro floriniano. Ver un uniforme había bastado.

Pero la verdad no tardaría en aparecer ante los sabuesos. En el acto radiarían instrucciones a los indígenas de que desconfiasen de todo patrullero que no pudiese exhibir su documentación en regla, especialmente si tenía un rostro pálido y el cabello de arena. Se darían órdenes a todos los patrulleros auténticos. Se ofrecerían recompensas. Quizá no hubiese más de un indígena por ciento capaz de poner en duda la legitimidad de un uniforme, pero este uno bastaba.

De manera que tenía que dejar de ser un patrullero.

Éste era un punto. Ahora otro: A partir de ahora no estaría seguro en ninguna parte de Florina. Matar a un patrullero era el más negro de los crímenes y dentro de cincuenta años, si fuese capaz de eludir la captura durante tanto tiempo; la persecución seguiría con el mismo calor. De manera que tenía que marcharse de Florina.

¿Cómo? Bien, se daba un día más de vida. Era un cálculo generoso. Esto suponía atribuir a los patrulleros un máximo de estupidez y a él un máximo de suerte. En cierto sentido, era una verdadera ventaja. Sólo veinticuatro horas de vida no eran algo muy arriesgado. Significaba que podía correr riesgos que ningún hombre en su sano juicio se atrevería a correr.

Se levantó. Jacof levantó la vista de su papel.

—No he terminado todavía —dijo—. Escribo con mucho cuidado.

—Déjame ver lo que has escrito. Miró el papel que le había tendido.

—Ya basta. Si vienen otros patrulleros no pierdas el tiempo diciéndoles que has hecho ya una lista. Haz lo que te digan. ¿Viene alguno, ahora?

—No, señor —dijo la chiquilla desde la ventana—. ¿Salgo a la calle a mirar?

—No es necesario. Veamos. ¿Dónde está el más próximo ascensor?

—A un cuarto de milla hacia la izquierda. Saliendo de la casa…

—Bien, bien. Voy a salir.

Un grupo de patrulleros desembocó en la calle en el momento en que el ascensor se detenía en el suelo delante del Edil. Su corazón latió con fuerza. La busca sistemática había empezado y estaban ya sobre sus talones.

Un minuto más tarde, latiéndole todavía con fuerza el corazón, el ascensor se detenía al nivel del suelo de Ciudad Alta. Allí no había abrigo. Ni pilares, ni techo cementoide encima de él. Tenía la impresión de ser un punto negro que se moviese entre el resplandor de los suntuosos edificios. Le parecía que era visible desde dos millas en todas las direcciones, y desde cinco desde el cielo. Era como si grandes flechas le señalasen.

No había patrulleros a la vista. Los Nobles que pasaban le miraban con indiferencia. Si un patrullero era motivo de terror para un floriniano, no era absolutamente nada para un Noble. Si algo podía salvarle era aquello.

Tenía una vaga idea de la geografía de Ciudad Alta. Por alguna parte de aquella sección estaba Ciudad Jardín.

El paso más lógico era preguntar direcciones, el segundo entrar en el primer edificio de moderada altura y asomarse desde una de las diversas terrazas. La primera era irrealizable; un patrullero no pregunta direcciones. Lo segundo, demasiado arriesgado. En el interior de un edificio un patrullero sería mucho más conspicuo. Demasiado…

Echó sencillamente a andar siguiendo la dirección que la memoria le dictaba por los mapas que había visto. Era indudablemente Ciudad Jardín la que encontró cinco minutos más tarde.

Ciudad Jardín era una extensión verde y cultivada de unos cien acres de extensión. En Sark, la Ciudad Jardín tenía una exagerada reputación de que se la destinaba a diversos usos, desde la bucólica paz a las orgías nocturnas. En Florina, los que habían oído hablar vagamente de esta la imaginaban de diez a cien veces su real extensión y de cien a mil veces su auténtica lujuria.

La realidad era bastante agradable. Con el templado clima de Florina, el jardín estaba todo el año verde; tenía zonas de césped, arbolado y grutas rocosas. En el centro había un gran estanque con peces decorativos en el que los chiquillos podían jugar. Por las noches era artísticamente iluminado con luces de colores hasta que empezaba la suave lluvia. Entre el crepúsculo y la lluvia el parque alcanzaba su máximo de animación. Había baile, espectáculos tridimensionales y parejas que se perdían por los senderos.

Terens no había entrado nunca en él. Al entrar lo encontró de una artificialidad repelente. Sabía que las rocas que pisaba, el agua y los árboles que veía a su alrededor, todo reposaba sobre un suelo de cementoide y eso le contrariaba. Pensaba en los campos de kyrt, vastos y llanos y las cordilleras montañosas del sur. Despreciaba toda aquella artificialidad construida en medio de un paisaje de magnificencia.

Durante media hora Terens anduvo errante al azar por los paseos. Lo que tenía que hacer, tenía que hacerlo en Ciudad Jardín. Incluso aquí podía ser imposible. En otro lugar, era imposible de verdad.

Nadie le vio. Nadie advirtió su presencia. De eso estaba seguro. Preguntaba a los muchachos nobles que pasaron por su lado: «¿Habéis visto a un patrullero en el parque ayer?». Lo mismo hubiera podido preguntar si habían visto una oruga cruzar el camino.

El parque estaba demasiado tranquilo. Empezó a notar que su pánico aumentaba. Bajó un camino y finas escaleras hasta llegar a una hondonada circular formada por una serie de curvas destinadas a albergar a las parejas sorprendidas por la lluvia de la noche. (Eran más las sorprendidas por otras causas que la casualidad). Y entonces vio lo que estaba buscando. ¡Un hombre! ¡Un Noble, mejor dicho! Un Noble andando arriba y abajo, fumando la colilla de un cigarro con fuertes chupadas y tirándolo finalmente al suelo, donde se apagó. Miró su reloj.

No había nadie más en la hondonada. Era un sitio hecho para la tarde y la noche. Aquel hombre esperaba a alguien. Eso era obvio. Terens miró hacia atrás. Nadie le seguía. Podía quizás encontrar otra oportunidad, desde luego, pero no podía dejar escapar aquélla. Se dirigió hacia el Noble. Éste no le vio, no obstante, hasta que Terens le dijo:

—Si me hace el favor…

Fue muy respetuoso, eso sí, pero un Noble no está acostumbrado a que un patrullero le toque el codo de forma respetuosa o no.

—¿Qué diablos…? —dijo.

Terens no abandonó ni el respeto ni la autoridad de su tono. (Hazle hablar. Haz que fije sus ojos en los tuyos durante medio minuto…).

—Por aquí, señor… —dijo—. Es referente al asesino indígena que se busca por toda la ciudad.

—¿De qué diablos está usted hablando?

—Es sólo cosa de un momento.

Disimuladamente, Terens había sacado su látigo neurónico. El Noble no tuvo tiempo de verlo. Silbó un poco y el Noble se enrigideció y cayó.

El Edil no había levantado nunca la mano contra un Noble. Le sorprendió la desagradable sensación de culpabilidad que experimentaba. Seguía sin haber nadie a la vista. Arrastró el cuerpo inconsciente con sus ojos vidriosos abiertos hasta la cueva más próxima y lo metió en lo más hondo.

Desnudó el cuerpo con dificultad a causa de la rigidez de sus brazos y piernas. Se quitó el polvoriento uniforme de patrullero y se vistió. Por primera vez tuvo la sensación de sentir tela de kyrt entre sus dedos y una parte de su cuerpo.

Acabó de vestirse y se puso el casquete. Éste era necesario. Los casquetes no estaban muy de moda entre la gente joven pero algunos lo usaban todavía y éste afortunadamente era uno de ellos. Para Terens era indispensable, pues de lo contrario su cabello de arena hubiese hecho su mascarada imposible. Se puso el casquete hundiéndolo hasta las orejas.

Después hizo lo que había que hacer. El asesinato de un patrullero no era, por lo que pudo darse cuenta, el último de sus crímenes. Ajustó su abrasador al máximo de dispersión y lo apuntó hacia el inconsciente ciudadano. A los diez segundos sólo quedaba una masa informe y abrasada cuya difícil identificación desorientaría a los perseguidores. Redujo el uniforme de patrullero a un polvo blanquecino y retiro de él botones y hebillas de plata para hacer más difíciles las pesquisas. Quizás en el fondo ganaba una hora, pero valía la pena también.

Era ya hora de marcharse sin más tardanza. Se detuvo sólo un momento en la entrada de la cueva para husmear. El abrasador funcionaba bien. Sólo quedaba un leve olor de carne abrasada que la brisa no tardaría en disipar en pocos minutos.

Iba bajando las escaleras cuando se cruzó con una muchacha que subía. De momento, bajó la vista por cuestión de costumbre. Era una dama. Los volvió a levantar a tiempo para ver que era joven, bien parecida, y que tenía prisa.

Terens apretó las mandíbulas. No lo encontraría, desde luego. Pero llegaba tarde, de lo contrario él no hubiera mirado el reloj de aquella manera. Podría pensar que, cansado de esperar, se había marchado. Apretó un poco el paso. No quería que la muchacha corriese tras él jadeante y le preguntara si lo había visto.

Salió del parque, caminando sin rumbo. Pasó media hora más.

¿Qué haría ahora? Ya no era patrullero; era un Noble. Se detuvo en una pequeña plazuela en cuyo centro había una fuente rodeada de césped. Se había añadido al agua una buena cantidad de detergente, de manera que formaba espuma y burbujas con una vistosa iridiscencia. Se apoyó en la barandilla de espaldas al sol poniente y poco a poco, uno a uno, fue dejando caer trozos de plata ennegrecida en el fondo del estanque.

Entretanto pensaba en la muchacha que se había cruzado con él. Era muy joven. Después pensó en la Ciudad Baja y el momentáneo espasmo de remordimiento huyó de él.

Los restos plateados habían desaparecido y tenía las manos vacías. Lentamente empezó a registrar sus bolsillos esforzándose en que pareciese natural. El contenido de los bolsillos no tenía nada de extraordinario. Un manojo de llaves de plata, algunas monedas, un carnet de identidad. (¡Bendito Sark! ¡Incluso los Nobles lo llevaban! Pero ellos no tenían que exhibírselo a cada patrullero que pasaba por la calle). Su nombre, al parecer, era Alstare Deamone. Esperaba no tener que usarlo. Ciudad Alta sólo tenía diez mil habitantes entre hombres, mujeres y niños. La probabilidad de conocer entre ellos a alguien que conociese personalmente a Deamone era muy remota, pero no era insignificante tampoco.

Tenía veintinueve años. De nuevo hizo un esfuerzo por reprimir las náuseas que le producía el recuerdo de lo que había dejado en la cueva. Un Noble era un Noble. ¿Cuántos florinianos de veintinueve años habían encontrado la muerte en sus manos o por orden suya? ¿Cuántos florinianos de veintinueve años?

Tenía también una dirección, pero no tenía para él significado alguno. Su conocimiento de Ciudad Alta era rudimentario.

¡Oh…! Un retrato en color de un chiquillo de unos tres años en tres dimensiones. ¿Un hijo suyo? ¿Un sobrino? Estaba la muchacha aquella del parque, de manera que… no podía ser su hijo, ¿verdad?

¿O estaba casado? ¿Era la cita una de aquellas que se llaman «clandestinas»? ¿Tendría lugar aquella cita a plena luz del día? ¿Por qué no, en ciertas circunstancias?

Terens así lo esperaba. Si la muchacha tenía cita con un hombre casado, no se daría prisa en señalar su ausencia. Pensaría más bien que no había podido dejar a su mujer… Eso le daría tiempo.

No, no era verdad. Los chiquillos, jugando al escondite, tropezarían con los restos y saldrían gritando. Tenía que ocurrir antes de las veinticuatro horas.

Volvió una vez más al contenido de los bolsillos. Un carnet de piloto de yate. Lo hizo a un lado. Todos los sarkitas ricos tenían yate y lo pilotaban. Era la locura del siglo. Finalmente, algunos talones de una cuenta corriente de un banco que podían utilizarse temporalmente.

Entonces recordó que no había comido desde la noche anterior, en la panadería. ¡Con qué rapidez se da uno cuenta de que tiene hambre!

Volvió a examinar el título de piloto de yate. Un momento… Con la muerte de su dueño, el yate no estaba en uso ahora… y era su yate. Estaba amarrado en la sección 26, puerto 9. Bien…

¿Dónde estaría puerto 9? No tenía la menor idea… Apoyó su frente sobre la frescura de la barandilla del estanque. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer ahora? Una voz le produjo un sobresalto.

—¡Hola! ¿Está usted enfermo?

Terens levantó la cabeza. Era un Noble anciano. Fumaba un largo cigarrillo de una hierba aromática y de su muñeca pendía, al final de una cadena de oro, una especie de piedra verde. Tenía una expresión de amabilidad que de momento dejó a Terens sorprendido, hasta que recordó que también él pertenecía a su clase social ahora. Los Nobles eran seres humanos decentes y educados entre ellos.

—Estaba descansando —respondió Terens—. Decidí dar un paseo y he perdido la noción del tiempo. Ya es tarde para asistir a una cita que tenía.

Movió la mano con un gesto de indiferencia. Gracias a su larga asociación con los sarkitas podía imitar bastante bien su acento, pero no cometió el error de exagerarlo. Era más fácil descubrir la exageración que la insuficiencia.

—Nos hemos quedado sin skeeter, ¿eh? —dijo el otro como si le divirtiese la locura de la juventud.

—No tengo skeeter —confesó Terens.

—Tome el mío —le ofreció el otro en el acto—. Está aparcado en la misma puerta. Fije los controles y vuelva a enviármelo cuando haya terminado. No lo necesitaré hasta dentro de una hora o cosa así.

Para Terens eso era casi ideal. El tipo de skeeter que le ofrecía era capaz de batir a todos los vehículos terrestres utilizados por los patrulleros. Lo único que le impedía llegar a este ideal era que Terens era tan incapaz de conducir un skeeter como de volar sin él.

—No vale la pena. Iré a pie. No está lejos Puerto 9.

—No, no está lejos —asintió el otro.

Esto dejó a Terens como antes. Probó de nuevo.

—Desde luego preferiría que estuviese más cerca. Ir hasta Kyrt Highway ya es hacer bastante salud.

—¿Kyrt Highway? ¿Qué tiene que ver Kyrt Highway con eso?

¿No le estaba mirando de una manera curiosa? A Terens se le ocurrió de repente pensar que las ropas podían no caerle bien. Rápidamente, dijo:

—Pues… me he extraviado un poco, andando. Veamos dónde estoy…

—Mire. Está en Recket Road. No tiene más que bajar hasta Tiffis y tomar a la izquierda, después sigue hasta el puerto. —Había ido señalando automáticamente.

—Tiene razón —dijo Terens sonriendo—. Voy a tener que dejar de soñar tanto y pensar más.

—De todos modos puede usted usar mi skeeter.

—Muy amable, pero…

Terens se alejaba ya, caminando quizá demasiado deprisa, despidiéndose con la mano. El Noble se quedó mirándole.

Quizá mañana, cuando encontrasen los restos del muerto, aquel caballero recordaría la conversación. Probablemente diría: «Hablaba de una manera extraña y no parecía saber dónde estaba. Juraría que no había oído hablar nunca de Tiffis Avenue».

Pero eso sería mañana.

Echó a andar en la dirección que el Noble le había indicado. Llegó al iluminado letrero de «Tiffis Avenue», casi pálido comparado con el iridiscente edificio anaranjado que formaba su fondo. Tomó a la izquierda.

Puerto 9 estaba animadísimo, con toda la juventud vestida con el uniforme de yachtman, que consistía principalmente en una gorra de alta visera y unos pantalones muy amplios en las caderas. Terens se sentía extraño, pero nadie se fijó en él. El aire estaba saturado de conversaciones en voz alta y salpicadas de expresiones que no entendía.

Encontró la sección 26, pero esperó un momento antes de acercarse. No quería que hubiese cerca de él ningún Noble, nadie que fuese dueño de un yate vecino del suyo y que conociese a Alstare Deamone y pudiese extrañarse de lo que pudiera hacer un desconocido por allí.

Finalmente, cuando vio los dos lados aparentemente seguros, avanzó. La proa del yate asomaba fuera de la casilla hacia el campo abierto, sobre el cual descansaban los dos lados. Avanzó el cuello para asomarse al interior. ¿Y ahora?

Había matado a tres hombres durante las últimas doce horas. Había ascendido de Edil floriniano a patrullero, de patrullero a Noble. Había venido de Ciudad Baja a Ciudad Alta, y a un puerto del espacio. Desde todos los puntos de vista, según todas las normas, era dueño de un yate, una nave suficientemente capaz de llevarle a cualquier mundo habitado de este sector de la Galaxia.

No había más que un obstáculo: era incapaz de tripular un yate del espacio.

Estaba cansado hasta los huesos y tenía un hambre feroz. Había llegado hasta allí, y ahora no podía ir más lejos. Estaba en el borde del espacio, pero no había manera de pasar de ese borde.

En aquellos momentos los patrulleros debían haber decidido ya que el fugitivo no estaba en Ciudad Baja. Se volverían hacia Ciudad Alta en cuanto se hubiesen podido meter en sus duros cerebros lo que era capaz de hacer un floriniano. Entonces podían encontrar el cuerpo y tomar una nueva orientación. Buscarían a un Noble impostor. Así estaba. Había llegado al extremo de un callejón sin salida y de espaldas al extremo cerrado sólo podía esperar a que los débiles rumores de la persecución aumentasen en intensidad y los sabuesos se arrojasen sobre él.

Treinta y seis horas antes la gran oportunidad de su vida había estado en sus manos. Ahora la oportunidad había desaparecido y su vida no tardaría en seguir su camino.

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