5
El científico

Hacía un año que el doctor Selim Junz estaba impaciente, pero el tiempo no le acostumbra a uno a la paciencia.

Más bien al revés. Sin embargo, el año le había enseñado que con el Servicio Civil Sarkita no hay que tener prisa; tanto más cuanto los funcionarios civiles eran en su mayoría florinianos trasplantados y, por consiguiente, terriblemente puntillosos con su dignidad.

Una vez le había preguntado al viejo Abel, embajador de Trantor que había vivido en Sark lo suficiente para que las suelas de sus zapatos echasen raíces en el suelo, por qué los sarkitas permitían que sus departamentos gubernamentales fuesen regidos por el pueblo que tan profundamente despreciaban.

Abel había guiñado el ojo mirando un vaso de vino verde.

—Política, Junz, política —le había dicho—. Es una cuestión de genética práctica llevada a cabo con una lógica sarkita. Estos sarkitas, en sí mismos, forman un mundo pequeño, insignificante, y sólo son importantes en cuanto dominan esta inagotable mina de oro que es Florina. Y así, cada año, llevan la flor y nata de la juventud de sus campos y ciudades a Sark para su entrenamiento. Los mediocres se quedan para llenar sus hojas y formularios y los verdaderamente inteligentes regresan a Florina para actuar como gobernantes de las ciudades. Son los llamados Ediles u Hombres de la Ciudad.

El doctor Junz era ante todo un espacio-analista. No acababa de ver la utilidad de todo aquello y así se lo dijo.

Abel le señaló con su grueso dedo índice y el reflejo verde del vaso tocó el borde de su uña y despidió unos destellos grises y amarillentos.

—No serviría usted nunca para administrador —dijo—. No me pida recomendaciones. Mire, los elementos más inteligentes de Florina están ganados de todo corazón a la causa de Sark, ya que, mientras sirven en Sark, se les trata admirablemente, pero, si le vuelven la espalda, lo mejor que pueden esperar es volver a la existencia floriniana, lo cual no es muy bueno, amigo mío, no es muy bueno.

Bebió el vino de un trago y prosiguió:

—Es más, ni los Ediles ni los ayudantes clericales de Sark pueden procrear sin perder sus posiciones. Incluso con hembras de Florina. El cruce con sarkitas está, desde luego, fuera del caso. De esta forma, lo mejor de la generación de Florina va siendo gradualmente retirado de la circulación de manera que en breve Florina no será más que montones de leña y depósitos de agua.

—Se van a quedar cortos de funcionarios a este paso, ¿no?

—Eso es asunto del futuro.

El doctor Junz estaba sentado ahora en una de las antesalas exteriores del Departamento de Asuntos Florinianos y esperaba con impaciencia a que se le permitiese franquear las lentas barreras, mientras los subalternos florinianos seguían interminablemente sumergidos en el caos burocrático.

Un anciano floriniano, consumido en el servicio, se puso en pie delante de él.

—¿El doctor Junz?

—Yo mismo.

—Venga conmigo.

Un número, apareciendo en una pantalla, hubiera sido igualmente eficaz para llamarle y un canal fluorescente en el aire igualmente eficaz para guiarle, pero cuando la mano del hombre es barata, no hay necesidad de substituirla. El doctor Junz juzgaba la «mano del hombre» correctamente. No había visto una mujer en una oficina del gobierno de Sark. Las mujeres de Florina se quedaban en su planeta, a excepción de algunas empleadas como servicio doméstico, ya las que les estaba igualmente prohibido procrear, y las mujeres sarkitas estaban, como había dicho Abel, fuera del caso.

Un gesto le invitó a sentarse en un sillón delante de la mesa del funcionario que representaba al Subsecretario. El doctor Junz sabía que podía ocasionalmente encontrar y conocer socialmente al Subsecretario e incluso al Secretario de Asuntos Florinianos, que tendrían que ser, naturalmente, sarkitas, pero no los vería nunca aquí, en su departamento.

Estaba sentado, todavía impaciente, por lo menos cerca de la meta.

El funcionario estaba examinando minuciosamente su expediente, volviendo cada hoja codificada con la misma atención que si contuviese todos los secretos del universo. El hombre era joven, recientemente graduado, quizá, y como todos los florinianos, muy blanco de piel y cabello.

El doctor Junz sentía una emoción atávica. Era oriundo de Libair.

Algunos de los jóvenes antropólogos radicales acariciaban la idea de que los hombres de los mundos como Libair, por ejemplo, habían salido de una evolución independiente, si bien convergente. Los viejos rechazaban amargamente toda idea de evolución que transformase diferentes especies hasta el punto en que el cruce de razas fuese posible, como con toda seguridad lo era entre todos los mundos de la Galaxia. Insistían en que en el planeta original, fuese el que fuese, la humanidad había sido ya fraccionada en subgrupos de diferentes pigmentaciones.

Esta teoría no hacía más que situar el problema en un momento de tiempo anterior y no contestaba nada, de manera que el doctor Junz no encontraba ninguna explicación satisfactoria. Y no obstante, incluso ahora, se encontraba algunas veces pensando en el problema. Por una causa desconocida las leyendas del pasado del conflicto habían permanecido en los mundos sombríos. Los mitos de Libair, por ejemplo, hablaban de tiempos de guerra entre hombres de diferente pigmentación, y el mismo descubrimiento de Libair se debió a un grupo de hombres oscuros que huían de la derrota en una batalla.

Cuando el doctor Linz salió de Libair para ingresar en el Instituto Arcturiano de Tecnología Espacial y más tarde asumió su profesión, las viejas historias de hadas habían sido olvidadas. Desde entonces, sólo una vez sintió cierta extrañeza. En el curso de sus actividades había estado en uno de aquellos antiguos mundos del Sector de Centauro; uno de aquellos mundos cuya historia puede contarse por milenios y cuyo lenguaje era tan arcaico que su dialecto podría haber sido el perdido y mítico inglés. Tenía una palabra especial para designar a los hombres de piel oscura.

¿Y por qué tenía que haber una palabra especial para designar el hombre de piel oscura? No había ninguna palabra especial para designar al hombre de ojos azules, y de orejas grandes, o de cabello rizado. No había…

La voz indiferente del funcionario le arrancó de sus sueños.

—Ha estado en esta oficina antes, de acuerdo a los registros.

—Ciertamente sí, señor —dijo el Dr. Junz con cierta aspereza.

—Pero no recientemente.

—No, no recientemente.

—Sigue usted buscando un analista del espacio que desapareció… —el funcionario consultó varios papeles— Hace once meses y trece días.

—Exacto.

—Durante todo ese tiempo —añadió el funcionario con aquella voz seca de la cual parecía que hubiese exprimido todo el jugo— no ha habido rastro del desaparecido ni prueba de que se hallase en algún lugar del territorio Sarkita.

—Se le localizó por última vez en el espacio cerca de Sark —dijo el científico.

El empleado levantó la vista, fijó por un instante sus pálidos ojos en el Doctor Junz, y los volvió a bajar.

—Es posible que sea así, pero no hay pruebas de su presencia en Sark.

¡No había pruebas! El doctor Junz apretó los labios. Era lo que el Centro Analítico del Espacio Interestelar llevaba meses diciéndole obstinadamente.

«No hay pruebas, Doctor Junz. Nos parece que podría usted emplear mejor el tiempo, Doctor Junz. El Centro se ocupará de que continúen las investigaciones, Doctor Junz».

Lo que en realidad querían decir, era: «¡No nos haga gastar más dinero, Doctor Junz!».

La cosa había empezado, como el funcionario le había precisado exactamente, hacía once meses y trece días de Tiempo Medio Interestelar (el funcionario no sería, desde luego, culpable de utilizar el tiempo local para una cosa de este género). Dos días antes de que él aterrizase en Sark en lo que tenía que ser misión rutinaria de inspección de los centros oficiales de este planeta, pero que tenía que resultar… bien, lo que tenía que resultar fue lo que resultó.

Le recibió el representante local del CAEI, un activo joven que quedó clavado en el recuerdo del doctor Junz principalmente por el hecho de que mascaba incesantemente algún elástico de la industria química de Sark.

La inspección había casi terminado y el activo joven sentía algo clavado en un espacio intermolar cuando dijo:

—Un mensaje de uno de los inspectores de campo, doctor. Probablemente sin importancia. Ya los conoce usted.

Era la expresión usual en estos casos, «Ya los conoce usted». El Doctor Junz levantó la vista con un instantáneo destello de indignación. Estaba a punto de decir que hacía quince años también él había sido «inspector de campo» cuando recordó que al cabo de tres meses había sido incapaz de soportarlo por más tiempo. Pero ese resto de cólera le hizo leer el mensaje con mayor atención.

Decía así: «Ruego mantenga línea clave Central Cuartel General CAEI para mensaje detallado por asunto de gran importancia. Toda Galaxia afectada. Aterrizo por mínima trayectoria».

El agente estaba de buen humor. Sus mandíbulas habían reanudado su rítmico movimiento y dijo:

—¡Imagínese, doctor! «Toda la Galaxia afectada». No está mal, incluso para un inspector de campo. Lo he llamado para ver si podía sacar algo en claro de todo esto, pero chochea. Insiste en decir que todos los seres humanos de Florina están en peligro. Ya lo sabe, quinientos millones de vidas en la balanza. Me suena un poco psicopático. De manera que, francamente, no quisiera entendérmelas solo con él cuando aterrice. ¿Qué aconseja usted?

—¿Tiene usted una transcripción de su mensaje? —dijo el Doctor Junz.

—Sí, doctor. —Pasó algunos minutos buscando y finalmente sacó un hilo de plata.

El doctor lo puso en el lector y una vez hubo funcionado, dijo, frunciendo el ceño:

—Esto es una copia, ¿verdad?

—He mandado el original al Centro de Transportes Extraplanetarios de aquí, de Sark. Me ha parecido que era mejor fuesen a buscarle al campo de aterrizaje con una ambulancia. Probablemente está muy mal.

El Doctor Junz sintió el impulso de estar de acuerdo con el agitado joven. Cuando los analistas aislados en las profundidades del espacio sucumben a su trabajo, las reacciones psicopáticas suelen ser muy violentas.

—Pero, espere… por lo que dice parece que no ha aterrizado todavía —dijo.

—Supongo que sí, pero nadie me ha llamado para decírmelo —dijo el agente, al parecer sorprendido.

—Bien, llame a Transportes y pida detalles. Psicopáticos o no, los detalles deben figurar en nuestros ficheros.

El analista del espacio fue a informarse nuevamente durante los últimos minutos antes de marcharse. Tenía otros asuntos de qué ocuparse en otros mundos y llevaba cierta prisa. Casi en el umbral dijo, volviendo la cabeza:

—¿Qué hay del inspector de campo?

—¡Ah, sí, quería decírselo! Transportes no ha oído hablar de él. Ha mandado toda la potencia de energía de su motor hiperatómico y dice que su nave no está en el espacio próximo. Debe haber cambiado de opinión sobre lo de aterrizar.

El doctor Junz decidió aplazar su marcha veinticuatro horas. Al día siguiente fue al Centro de Transportes Interplanetarios de Sark City, capital del planeta. Allí vio, por primera vez a toda la burocracia floriniana, que le miró moviendo la cabeza. Habían recibido un mensaje referente al próximo aterrizaje del analista del CAEI, pero no había aterrizado ninguna nave.

El doctor insistió en que la cosa era importante. El hombre estaba enfermo. ¿No había recibido una copia de su conversación con el agente del CAEI? Le miraron con los ojos abiertos de par en par. ¿Copia? No se encontró a nadie que recordase haberla recibido. Sentían infinito que el hombre estuviese enfermo, pero ni había aterrizado ninguna nave del CAEI ni ninguna de ellas se encontraba en el próximo espacio.

El doctor regresó a su hotel pensativo. Abandonó la idea de marcharse. Llamó a la recepción y se hizo trasladar a otra habitación más apropiada para su intensa ocupación. Después fijó una cita con Ludigan Abel, embajador de Trantor.

Pasó el día siguiente leyendo libros sobre la historia de Sark y, cuando llegó la hora de la cita con Abel, su corazón redoblaba con un latido de odio. La cosa no iba a ser fácil, lo sabía.

El anciano embajador le recibió con toda ceremonia, le estrechó efusivamente la mano, puso en funcionamiento su barman mecánico y no le permitió hablar de cosas serias antes de las dos primeras copas. Junz aprovechó la oportunidad para charlar sobre asuntos de menor importancia, se informó acerca del Servicio Civil de Florina y recibió la exposición de la genética práctica de Sark. Su odio aumentó.

Junz siempre recordaría a Abel como lo había visto ese día. Unos ojos profundamente hundidos bajo unas cejas blancas extraordinariamente pobladas, una nariz aguileña que se sumergía periódicamente en su vaso de vino, unas mejillas hundidas que acentuaban la delgadez de su rostro y de su cuerpo y un dedo levantado que parecía dirigir una música inaudible. Junz empezó a exponerle el caso con una lacónica economía de palabras. Abel le escuchaba atentamente y sin la menor interrupción. Cuando Junz hubo terminado, el embajador se limpió los labios cuidadosamente y dijo:

—¿Conocía usted a ese hombre que ha desaparecido?

—No.

—¿Ni se habían encontrado nunca?

—Nuestros inspectores de campo son hombres que difícilmente se encuentran.

—¿Había sufrido ya alguna otra alucinación?

—Es la primera, según el fichero central del CAEI… si es una alucinación.

—¿Sí…? —el embajador no parecía comprender—. ¿Y por qué ha venido usted a verme a mí? —preguntó.

—En busca de ayuda.

—Es obvio… Pero ¿en qué forma? ¿Qué puedo hacer yo?

—Déjeme que se lo explique. El Centro Sarkita de Transportes Extraplanetarios ha buscado en el espacio próximo el tipo de energía de los motores de la nave de nuestro hombre y no hay signos de él. En esto no mentirían. No diré que los sarkitas estén por encima de la mentira, pero están por encima de la mentira inútil, y saben que puedo comprobarlo en el espacio de dos o tres horas.

—En efecto. ¿Qué más?

—Hay dos casos en que el rastreo del tipo de energía falla. Una, cuando la nave no está en el próximo espacio, porque ha aterrizado en un planeta. No puedo creer que nuestro hombre haya saltado. Si sus declaraciones acerca de la importancia del peligro que amenaza Florina y la Galaxia son alucinaciones de un megalómano, nada le impediría venir a Sark a comunicarlas. No hubiera cambiado de idea marchándose. Tengo quince años de experiencia en estas cosas. Si, por casualidad, sus declaraciones eran cuerdas y reales, el asunto sería, con toda seguridad, demasiado serio para que cambiase de idea y abandonase el espacio próximo.

El viejo trantoriano levantó un dedo y lo movió pausadamente.

—Su conclusión en este caso es que está en Sark.

—Exactamente. Una vez más, no hay más que dos alternativas. Primera, si está bajo influencia de una psicosis, puede haber aterrizado en otro lugar del planeta distinto de los puertos espaciales reconocidos. Puede andar errante por cualquier sitio, amnésico, enfermo… Son cosas bastante inusitadas incluso entre los hombres del espacio, pero han ocurrido algunas veces. En estos casos, los ataques son generalmente temporales. Cuando pasan, la víctima empieza a recordar detalles de su trabajo antes del menor recuerdo personal. Después de todo, la misión del analista del espacio es su vida. Con mucha frecuencia el amnésico es detenido porque anda errante por una biblioteca pública buscando referencias al análisis del espacio.

—Comprendo. Entonces quiere usted que arregle una cita con el Gremio de Bibliotecarios para que le comunique en el acto esta situación.

—No, porque no preveo ninguna perturbación en este sentido. Quisiera pedir que se hiciese una reserva de ciertas obras sobre el análisis del espacio y que todo aquel que las pidiese, fuera de los que pueden probar que son indígenas sarkitas, fuese detenido e interrogado. Estarán de acuerdo en ello porque sabrán que este plan no dará ningún resultado.

—¿Por qué no?

—Porque —respondió Junz hablando apresuradamente, presa de un acceso de furia temblorosa— estoy seguro de que nuestro hombre aterrizó en el aeropuerto de Sark tal como lo había proyectado y, cuerdo o psicótico, fue encarcelado y probablemente muerto por las autoridades de Sark.

Abel dejó sobre la mesa un vaso casi vacío.

—¿Está usted bromeando?

—¿Tengo aspecto de bromear? ¿Qué me ha dicho usted hace apenas media hora acerca de Sark? Su vida, su prosperidad y su poderío dependen de su dominio de Florina. ¿Qué me han demostrado mis lecturas durante estas últimas veinticuatro horas? Que los campos de kyrt de Florina son la riqueza de Sark. Y aquí nos encontramos con un hombre que, cuerdo o psicótico, no tiene importancia, proclama que algo de importancia galáctica ha puesto en peligro la vida de todos los habitantes de Florina. Fíjese en la trascripción de la última conversación de este hombre.

Abel cogió el alambre de plata que Junz le había arrojado al regazo al entrar y aceptó el aparato lector que le tendía. El hilo se desarrolló lentamente mientras los ojos vagos de Abel iban animándose.

—No es muy informativo —dijo.

—Desde luego, no. Dice que hay un peligro. Dice que el peligro es urgente, pero no hubiera debido ser nunca mandado a los sarkitas. Aunque el hombre esté equivocado, ¿puede el gobierno sarkita permitir la radiación de cualquier locura, admitiendo que sea una locura lo que tenga en la cabeza y esparcirla por toda la Galaxia? Dejando aparte el pánico que podría suscitarse en Florina, la interferencia con la producción de kyrt, se da el hecho de que toda la sucia combinación de las relaciones políticas Florina-Sark quedaría expuesta a la vista de toda la Galaxia. Considere además que les bastaría suprimir un hombre para evitar todo esto; puesto que yo no puedo intentar acción alguna por la sola trascripción, y lo saben. ¿Se detendría Sark ante un asesinato en este caso? Un mundo basado en experimentos genéticos como el que usted describe no vacilaría.

—¿Y qué quiere usted que yo haga? No estoy todavía muy seguro, debo confesarlo —dijo Abel, al parecer inconmovible.

—Descubrir si lo han matado —dijo Junz severo—. Debe usted tener una organización de espionaje aquí. ¡Oh, no finjamos…! Llevo el tiempo suficiente rondando por la Galaxia para haber pasado mi adolescencia política. Llegue usted al fondo del asunto mientras yo distraigo su atención con mis negociaciones bibliotecarias. Y una vez haya usted descubierto quiénes son los asesinos, quiero que Trantor se ocupe de que nunca más un gobierno de la Galaxia se imagine que puede matar a un hombre del CAEI y quedar impune.

Y aquí había terminado su primera entrevista con Abel.

Junz tenía razón en una cosa. Los funcionarios sarkitas cooperaban e incluso simpatizaban con cuanto hacía referencia a los arreglos bibliotecarios. Pero no parecía tener razón en nada más. Pasaron los meses y los agentes de Abel no consiguieron encontrar rastro del desaparecido en Sark, ni vivo ni muerto.

Durante once meses la situación no cambió y Junz empezó a mostrarse dispuesto a abandonar la partida. Casi decidió esperar sólo hasta el doceavo mes y no más. Y entonces la ruptura se produjo, pero no por parte de Abel, sino por el casi olvidado hombre de paja que él mismo había puesto en acción. Llegó a él una comunicación de la Biblioteca Pública de Sark y Junz se encontró un día sentado delante de un funcionario civil floriniano en el Centro de Asuntos Florinianos.

El funcionario completó su composición mental del asunto. Había vuelto la última página.

—Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó levantando la vista.

—Ayer a las 4,22 de la tarde —dijo Junz con precisión—, fui informado de que la Biblioteca Pública de Sark tenía a mi disposición un hombre que había intentado consultar dos textos sobre análisis espacial y que no era un indígena sarkita, No he sabido nada más de la biblioteca desde entonces.

Continuó llevando la voz, para cortar en seco algún comentario iniciado por el empleado.

—Un telenoticiario, recibido mediante un instrumento público propiedad del hotel donde me hospedo, y fechado a las 5,05 de ayer tarde, afirma que un miembro de la Patrulla de Florina había sido dejado sin sentido en la sección floriniana de la Biblioteca Pública de Sark y que tres florinianos, presuntos autores del atentado, eran perseguidos. Este boletín no se repitió en los posteriores noticiarios radiados. No me cabe la menor duda —prosiguió— de que las dos informaciones están relacionadas. No dudo que el hombre que busco está ahora en manos de los patrulleros. He pedido autorización para ir a Florina y me ha sido denegada. He mandado por subéter a Florina la petición de que el hombre en cuestión sea enviado a Sark y no he recibido contestación. Vengo al Centro de Asuntos Florinianos a pedir que se actúe en este sentido. O yo voy allá o a él lo mandan aquí.

—El gobierno de Sark —dijo el oficial con voz descolorida— no puede aceptar ultimátums de los funcionarios del CAEI. He sido advertido por mis superiores de que probablemente me interrogaría usted sobre estos particulares, y he recibido instrucción sobre los hechos que debo comunicarle a usted. El hombre que fue sorprendido consultando los textos reservados, con sus dos compañeros, un Edil y una mujer floriniana, cometieron, en efecto, la agresión a que se ha referido usted, y fueron perseguidos por las patrullas. Pero no fueron, sin embargo, capturados.

Una amarga decepción se pintó en el rostro de Junz. No trató de ocultarla.

—¿Han huido?

—No exactamente. Fueron localizados en una panadería de un tal Matt Khorow.

—¿Y se les permitió seguir allí? —dijo el doctor abriendo los ojos.

—¿Ha conferenciado usted recientemente con Su Excelencia Ludigan Abel?

—¿Qué tiene esto que ver con…?

—Estamos informados de que ha sido usted visto con frecuencia en la Embajada de Trantor.

—No he visto al embajador desde hace una semana.

—Entonces le aconsejo que le vea. Hemos permitido que los criminales siguiesen en la tienda de Khorow, e inofensivos, por el respeto debido a nuestras delicadas relaciones interestelares con Trantor. Tengo instrucciones de decirle a usted, si me parece necesario, que Khorow, como seguramente no le sorprenderá saber —y aquí el blanco rostro adquirió una inusitada expresión de burla—, es muy conocido en el Departamento de Seguridad como agente de Trantor.

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