Epílogo. Retorno al Everest

En agosto de 1996, Bukreev partió de los Estados Unidos y volvió a la casa de su familia, en los Urales. A principios de aquel verano había muerto su madre, poco después de los funerales celebrados en memoria de Scott Fischer.

Había soportado ya bastante polémica acerca del asunto del Everest. Ahora necesitaba encontrar la paz de mi hogar, ver a mis hermanos y hermanas y llorar la muerte de mi madre. Cuando por fin volví a mi casa en Kazajstán, me sentía preparado para contemplar de nuevo las montañas. No me encontraba capacitado para vivir en ninguna otra parte. Me había comprometido a escalar los ochomiles que aún no conocía, y tenía que continuar. Es una vida extraña y solitaria, inexplicable para algunas personas, pero para mí es mi hogar y mi trabajo.

De vuelta en Nepal, el día 25 de septiembre de 1996, Bukreev alcanzó, solo y sin oxígeno, la cumbre del Cho Oyu (8201 m), y el 9 de octubre ascendió al Shisha Pangma por su cumbre norte (8008 m).

Durante la temporada otoñal de escalada, Bukreev se detuvo en Katmandú para visitar las oficinas de un amigo suyo, Ang Tshering de Asían Trekking, quien le propuso trabajar como asesor para una expedición indonesia que planeaba ascender al Everest la primavera siguiente por la ruta de la arista sureste, la misma en la que Bukreev había trabajado aquel mismo año como guía para Scott Fischer. Después de pensárselo mucho, Bukreev aceptó el puesto de asesor jefe de la escalada.

La idea de dirigir una expedición al Everest me atraía por dos razones. La primera, porque tenía un importante asunto emocional pendiente en aquella montaña. Para mí, por una parte, era importante volver al lugar donde se habían desarrollado los terribles acontecimientos de aquella primavera. Había algunos aspectos que habían adquirido importancia personal. Deseaba poder, de algún modo, dar respetuosa sepultura al cuerpo de Scott y también al de Yasuko Namba. ¿Qué otra cosa se puede hacer, cuando a pesar de todos los esfuerzos no se ha podido evitar que suceda un desastre?

En segundo lugar, con la expedición indonesia se me presentaba la oportunidad de trabajar en un puesto que me parecía congruente con mis ideas acerca de la escalada como deporte, y que me permitiría ganarme la vida en el mercado del himalayismo comercial, que empezaba a adquirir un peso creciente. Tenía la esperanza de lograr definir y esclarecer este papel de preparador y jefe de un equipo de escaladores, en este caso con el grupo indonesio.

También tengo que admitir que mi ego es tan frágil como el de cualquier otra persona, y que me sentía calumniado por unas pocas voces que habían cautivado la imaginación de la prensa norteamericana. Si no hubiera sido por el apoyo de algunos compañeros europeos como Rolf Demovich y Reinhold Messner, me hubiera sentido muy deprimido ante la visión americana de mis aportaciones a esta profesión.

Después de reunirme en Katmandú con los organizadores de la expedición indonesia, volé a finales de noviembre a Yakarta para conocer al general Probeda, coordinador nacional de la operación. En términos duros y gráficos, presenté las posibilidades de éxito como algo bastante marginal. Tratando de ser lo más claro posible, expuse que teníamos una probabilidad de un treinta por ciento de que hiciera cumbre un solo miembro del grupo. Y también que había un cincuenta por ciento de posibilidades de perder a alguien en la montaña, riesgo que para mí, personalmente, resultaba inaceptable. Sugerí la opción de entrenar durante un año en montañas progresivamente más altas. Esta sugerencia fue rechazada por resultar imposible.

Procedo de una tradición que promueve el montañismo como una actividad deportiva razonable, y no como un juego de ruleta rusa; la muerte de un miembro del grupo es siempre un fracaso que invalida la consecución de la cumbre. Por encima de los ocho mil metros, el margen de seguridad disminuye exponencialmente para el aficionado, incluso aunque su preparación física sea buena. No está en mi mano garantizar la seguridad de un grupo de personas que tienen poca o ninguna experiencia en las montañas más altas de la tierra. Los indonesios podían comprar el beneficio de mi experiencia, mi consejo, mis servicios como jefe asesor de la escalada y como miembro de un eventual equipo de rescate, pero si deseaban conseguir la cumbre del Everest serían ellos quienes habrían de asumir parte de las responsabilidades que pudieran derivarse de este ambicioso empeño con personas insuficientemente experimentadas. El general Probeda me aseguró que sus hombres estaban motivados, en buena condición física y comprometidos con su objetivo, incluso ante la perspectiva de la muerte. Esto resultaba en cierto modo chocante, pero era una respuesta honesta.

Delimité para mí mismo un papel que diera a los indonesios la oportunidad de aprovechar mi experiencia del mejor modo posible, pero que al mismo tiempo favoreciera su independencia. En último término, cada uno es responsable de su ambición, y en el Everest todo esfuerzo de preparación se revela siempre insuficiente cuando llega el momento de enfrentarse a la cumbre.

El general Probeda accedió a que el grupo se sometiera a entrenamiento y preparación antes de que diera comienzo la expedición. Yo sabía que necesitaríamos asesores con una excelente formación técnica y de altitud, que tendrían que aportar sus consejos durante la fase de entrenamiento y aclimatación y que actuarían como equipo de apoyo y rescate el día de la cumbre. El concepto de equipo de rescate era para mí muy importante e hice mucho hincapié en nuestro papel en este sentido. A lo largo de mis conversaciones con el general, no garanticé el éxito en la cumbre a ningún precio.

Indiqué que no me haría cargo de la expedición si no se me autorizaba el control absoluto de las decisiones finales del día de cumbre, y él debía aceptar la posibilidad de que el estado de sus hombres o las condiciones de la montaña podrían no darnos la oportunidad de intentar la cumbre de modo razonablemente seguro. Sería yo quien tomara esa decisión. También comprendió que el mejor de los equipos de rescate no puede garantizar un salvamento eficaz por encima de los ocho mil metros, pero si surgían problemas yo estaba preparado para arriesgar mi vida en ese cometido si era necesario. Esa fue la base de nuestro acuerdo.

Nuestro programa de entrenamiento sería acorde con el objetivo. Durante el invierno que se avecinaba tendríamos la posibilidad de experimentar condiciones prolongadas de frío y viento y de aclimatar al grupo a altitudes en torno a los seis mil metros. Pondríamos a prueba la resistencia y la disciplina mental en las austeras condiciones que tendríamos que soportar en el Everest. El programa de entrenamiento comenzaría en Nepal el 15 de diciembre.

Treinta y cuatro individuos, algunos de ellos civiles con cierta experiencia en el montañismo y otros militares sin experiencia alpinística pero disciplinados y en buena forma física, integrarían el grupo de partida. De entre estos treinta y cuatro, se seleccionarían los mejores para que formaran parte de la expedición. Nuestros criterios de selección serían: buen estado de salud, resistencia, aptitud y actitud. Durante este tiempo el grupo mejoraría su eficacia con las habilidades necesarias para progresar sobre cuerdas fijas y escaleras, y practicaría las técnicas básicas del montañismo.

El año anterior, la comunicación resultó ser un tremendo problema, cuya gravedad no comprendí hasta que fue demasiado tarde. En primer lugar la barrera del lenguaje constituyó para mí una fuente de frustración personal, y por otra parte el sistema de comunicación por radio no estaba bien resuelto. Este año, cada miembro del grupo contaría con su propia radio. Recomendé que pudiéramos tener contacto directo desde el Campo Base con el grupo de apoyo en Katmandú. También solicité poder recibir información diaria sobre el tiempo desde el servicio meteorológico del aeropuerto de Katmandú. En este sentido resultó de utilidad la conexión con los militares, y estos acuerdos se consiguieron con la ayuda del Ejército nepalí de Katmandú. Nuestro oficial de enlace, Monty Sorongan, hablaba correctamente el inglés. Él sería nuestro contacto principal en Katmandú, con la misión de coordinar la comunicación entre la montaña y el servicio de apoyo en la capital nepalí. Se acordó que el inglés sería la lengua común. No estaba dispuesto a admitir malentendidos con los escaladores ni omisiones de opinión o impresión entre las partes responsables por no tener un idioma común.

Como jefe del grupo, deseaba contar con una plantilla de entrenadores competentes y técnicamente muy cualificados, con una amplia y sólida experiencia en el rescate en alta montaña, y también exigí tener apoyo médico a gran altitud. Necesitaba contar con colaboradores capaces de compartir mis conocimientos y que supieran respetar mis impresiones y opiniones en situaciones críticas. Asimismo me interesaba contar con los beneficios de su experiencia y con el equilibrio que podrían aportar a mi personalidad un tanto difícil. Buscaba personas con el mismo nivel de experiencia que yo poseía, hombres capaces de trabajar en la montaña con o sin oxígeno, y en cuya fortaleza y flexibilidad yo pudiera confiar. Solicité los servicios de dos prestigiosos montañeros rusos, Vladimir Bashkirov y el doctor Evgeny Vinogradski. Bashkirov, de cuarenta y cinco años de edad, con más de quince de experiencia en la organización de expediciones a lugares remotos, gran pericia técnica en las grandes paredes del Pamir y el Cáucaso y seis ascensiones a cumbres de más de ocho mil metros, entre ellas dos al Everest, sería para nosotros un hombre muy valioso. Comparado conmigo es un diplomático de hablar suave, con un buen dominio del inglés. A lo largo de toda la expedición conté una y otra vez con sus dotes personales para la comunicación y con su buen juicio. En Rusia es un prestigioso cámara y cineasta de documentales de aventura. Se ocuparía también de filmar la expedición para los escaladores indonesios. El doctor Evgeny Vinogradski, médico deportivo de cincuenta años de edad, siete veces campeón de escalada en la Unión Soviética, con más de veinticinco años de experiencia como instructor de escalada en alta montaña a sus espaldas, completaría el personal de instrucción. Evgeny y yo estuvimos juntos en una travesía del Kangchenjunga en 1989. Para mí es un amigo personal. Su largo historial como instructor y como médico deportivo hacían que fuera una pieza indispensable en esta expedición. Y de sobra conocía su amable sentido del humor y sus nervios de acero en las peores situaciones. Águila Vieja, le llamo yo. Tiene en su haber más de veinte sietemiles y ocho cumbres de más de ocho mil metros. Dos de estas ascensiones corresponden al Everest, una de ellas como guía personal.

Ang Tshering, de la compañía de Katmandú Asian Trekking, se encargó de todo el apoyo logístico, incluyendo la contratación del personal sherpa. Teníamos la suerte de contar con los servicios de Apa Sherpa, de Thami, que a sus treinta y siete años de edad había escalado siete veces el Everest y que en esta ocasión sería nuestro sirdar y jefe de los porteadores de altura. Los sherpas serían responsables ante Ang Tshering y los miembros indonesios de la expedición. Como es habitual, cumplirían la función de personal de apoyo en el Campo Base, fijarían las cuerdas por encima de la Cascada de Hielo, instalarían y aprovisionarían los campamentos de altura y transportarían el oxígeno adicional que necesitaríamos para los miembros del grupo en el día de cumbre. En teoría, esta división del trabajo nos dejaría más libres para dedicarnos al grupo de escaladores o para resolver las condiciones difíciles de la ruta.

El 6 de diciembre salí de Yakarta rumbo a los Estados Unidos. Estaba allí citado con los médicos que valorarían las lesiones que había sufrido en el rostro y en un ojo a consecuencia de un accidente de autobús en el mes de octubre[53]. Bashkirov y Vinogradski quedaron encargados de supervisar la estancia de entrenamiento en el Paldor Peak, en el Ganesh Himal, que comenzaría el 15 de diciembre. Treinta y cuatro escaladores, la mitad de los cuales desconocía las técnicas del montañismo, intentaron el Paldor (5900 metros). De ellos, diecisiete llegaron a la cumbre. El grupo soportó veintiún días de lenta aclimatación bajo las condiciones invernales del mes de diciembre en el Nepal.

El día 10 de enero nos reunimos en Katmandú los jefes de la expedición, Ang Tshering, Bashkirov, Vinogradski y yo, con el fin de coordinar los planes y de comenzar la selección del equipo. Bashkirov y Vinogradski no creían que el grupo final del Everest fuera a contar con más de los diecisiete hombres que hicieron cumbre en el Paldor, ya que en esta montaña los grupos se habían seleccionado claramente por sí mismos.

Necesitábamos equipar a los escaladores. Ninguno de aquellos hombres disponía de material satisfactorio, y había que adquirir cuanto antes todo el equipo necesario para la expedición. Se hicieron las diligencias necesarias para que Monty Sorongan y el capitán Rochadi, agregado militar, volaran a Salt Lake City, Utah, a fin de asistir a una muestra comercial de equipamiento de montaña para contactar con proveedores y adquirir parte del material. Algunas firmas norteamericanas como Sierra Designs y Mountain Hardware nos ayudaron mucho. Trabajaron con ahínco para reunir nuestros pedidos con tiempo suficiente para la expedición. El escalador italiano Simone Moro ayudó a los organizadores de la expedición a comprar nuestras botas One Sport. Yo no sólo quería evitar cualquier desgracia personal en esta expedición, sino que estaba dispuesto a que todo el mundo volviera a casa conservando sus pies y sus manos. Gracias a los adelantos técnicos en la vestimenta y el calzado, las personas inexpertas corren hoy menos riesgos si tienen que soportar temperaturas extremas. El año pasado pude comprobar por mí mismo cómo un buen equipo puede marcar grandes diferencias. Para este grupo íbamos a necesitar todo el margen de seguridad que fuera dado conseguir. Afortunadamente, los organizadores de la expedición colaboraron mucho con nosotros, tratando siempre de seguir todas nuestras recomendaciones. Enviamos nuestro material a Katmandú con la ayuda del departamento de transporte de carga de la Thai Airlines, que actualmente cuenta con un servicio muy eficaz para el equipo de las expediciones. La fecha prevista para la llegada del material era el 6 de marzo, y nosotros planeábamos partir hacia el Campo Base el día 12 de marzo.

En el curso de los meses de enero y febrero los treinta y cuatro miembros del grupo permanecieron en el Island Peak(6189 metros) para realizar su segundo ejercicio de entrenamiento. Llegaron a la cumbre dieciséis escaladores, todos los cuales habían alcanzado también la cima del Paldor. Los componentes del grupo pasaron veinte días a temperaturas por debajo de cuarenta grados, soportando los fuertes vientos invernales. Permanecieron tres días y tres noches por encima de seis mil metros y en condiciones muy duras, subiendo y bajando cada día mil metros de desnivel en menos de cinco horas. Aquello fue todo lo que pudimos hacer. Ahora casi no puedo creerlo cuando lo pienso: Paldor, Island Peak, Everest. No recomiendo este programa de entrenamiento a nadie.

De vuelta en Katmandú, Bashkirov y Vinogradski confeccionaron una lista para el coronel Edi. Puntuaron a cada escalador con arreglo a su rapidez, capacidad de adaptación a la altitud, salud general y actitud, y clasificaron por orden de preferencia, del uno al dieciséis, a los hombres que habían hecho cumbre. Los militares, a pesar de no tener experiencia, eran personas más disciplinadas y perseverantes, y mostraban mayor motivación ante las situaciones difíciles. El grupo finalmente seleccionado estaba compuesto por diez soldados y seis civiles. Recomendamos intentar la montaña sólo desde su vertiente sur; esta idea fue rechazada por los indonesios, que habían contratado a Richard Pavlowski para que dirigiera a otro equipo por la vertiente norte[54]. Por fin se decidió que diez hombres vendrían con nosotros al Campo Base de la vertiente sur, en tanto otros seis se desplazarían hacia el Norte, por el Tíbet, en compañía de Richard. Después del Island Peak los escaladores disfrutaron de veintiséis días de descanso. Seríamos el primer equipo que llegara al Khumbu. Yo quería que fuéramos los primeros en la montaña, los primeros en intentar la cima. De ninguna manera estaba dispuesto a competir en la ruta con otras expediciones el día de cumbre.

El día 12 de marzo, el helicóptero ruso nos sacó de la nube de contaminación de Katmandú en dirección a Lukla. Diez escaladores, tres asesores rusos y dieciséis sherpas desembarcamos en la pista de aterrizaje en Lukla (2850 m). Nuestro objetivo era el Campamento Base y después la cumbre de la montaña más alta de la tierra. ¡Qué ambición!

Siempre vuelvo a Lukla con una sensación de alivio. Amo las montañas, en ellas me siento como en mi hogar. No comprenderás este sentimiento a menos que también tú, una mañana muy temprano, hayas llegado en helicóptero a un vertiginoso nido de águilas. Abrazado entre costillares de montañas que se proyectan hacia el cielo. Sus cumbres dentadas, articuladas con toda precisión en el aire de cristal. En medio de esta majestad uno comprende humildemente su pequeñez entre todas las cosas. En siete días llegaríamos al Campo Base. Aquella mañana yo sabía, como siempre lo sé sin importar qué objetivo me esté esperando, que estoy en casa y que ésta es la única vida que sé vivir.

Este año se darían cita en el Campo Base diecisiete grupos expedicionarios, y yo hice un gran esfuerzo para mantener a nuestro equipo al margen de los habituales politiqueos de campamento. Había mucho barullo en torno a quién equiparía este año la Cascada de Hielo. Usualmente, los sherpas de uno o dos grupos expedicionarios instalan cuerdas fijas y escaleras a principio de temporada sobre la Cascada de Hielo, y los organizadores de sus respectivas expediciones cobran por el trabajo que los sherpas han realizado. El colonialismo es un vicio recalcitrante. Todos los escaladores tienen que utilizar esta ruta, y los jefes de la expedición equipadora obtienen mucho dinero en concepto de derechos de uso de aquellos grupos que no han contribuido con el trabajo de sus sherpas a las tareas de instalación. Este año, la cooperativa de sherpas de Pangboche presionó brevemente para hacerse con este dinero. La competencia por los diez o veinte mil dólares aún es demasiado fuerte, y una vez más Henry Todd y Mat Duff se quedaron con el pastel de la Cascada de Hielo. Mat y un grupo de sus sherpas habían equipado a toda prisa la ruta que habíamos de seguir.

Creo que llegará un tiempo en que la totalidad de la ruta hasta la cumbre del Everest será fijada por un equipo de escaladores sherpas. Todas las expediciones que utilicen esta ruta tendrán que pagar a los sherpas a modo de contrato. Llegará un día en que los nepalíes tomarán control de esta montaña de la misma manera que los americanos controlan el acceso al McKinley. Pero no será sin las maquinaciones y protestas de aquellos que hasta ahora se han beneficiado de modo exorbitante del duro trabajo de hombres mal pagados.

Nuestro grupo llegó al Campo Base el día 19 de marzo. Gracias a las recientes jornadas de entrenamiento no tuvimos que aclimatarnos a esta altitud, y nos enfrentamos a la Cascada de Hielo. Esta sección supone siempre un paso muy importante en la adaptación psicológica de quienes pretenden escalar el Everest. Es un salto a lo desconocido. La Cascada de Hielo es, previsiblemente, inestable. Cada tramo que se cruza es una terapia para el control del miedo. Es preciso concentrarse en cada detalle. Durante varias horas la ruta nos lleva cruzando continuamente amplias grietas sobre puentes hechos de escaleras atadas entre sí, ascendiendo en vueltas y revueltas a través de la cascada de movedizos bloques de hielo tan grandes como casas. El día 22 de marzo subimos a dormir al campo I con todos los miembros del grupo, a fin de aclimatarnos. Todo el mundo funcionó de modo satisfactorio. Aunque al principio de la ruta su marcha era un poco incierta, la segunda vez que recorrimos aquel tramo se movían ya con confianza y a paso mucho más rápido.

Superado aquel obstáculo, nos dedicamos de lleno a la rutina de escalada y descanso que es la aclimatación. Después de un descanso de dos días en el Campo Base, el día 26 ascendimos al campo I, a 6000 metros, pasamos allí la noche y el día 27 subimos directamente al Campo II, en la cota 6500. Permanecimos dos noches en el Campo II, realizando una aclimatación activa hasta una altura de 6800 metros. El día 29 descendimos al Campo Base. Esta vez ningún miembro del grupo de escalada o del personal de apoyo sufrió ningún problema de salud. Descansamos durante tres días en el Campo Base. Nuestra tercera salida de aclimatación comenzó el día 1 de abril. Subimos directamente al Campo II en ocho horas. Allí pasamos dos noches. El día 4 de abril ascendimos a 7000 metros y volvimos al Campo II. El 5 de abril descansamos en el Campo II. El 6 de abril subimos al Campo III, a 7300 metros. Las cuerdas fijas que llevaban al Campo III habían sido instaladas por Apa y nuestro equipo de sherpas durante los días de aclimatación. El 7 de abril fue un día de descanso para todos.

En esta etapa afloraron los primeros problemas de organización. Los sherpas no estaban bajo mi control. Se les había contratado en concepto de trabajo de apoyo y habíamos acordado con ellos una serie de obligaciones: instalación de cuerdas fijas, instalación de los campamentos y porteo de los suministros. Pero al ser nosotros los primeros en la montaña, nuestros sherpas estaban asumiendo muchos trabajos que no podían repartir con los sherpas de otras expediciones. Apa estaba disgustado conmigo. Nuestros sherpas por sí solos no podían sacar adelante todo el trabajo que había que hacer para mantener el avance ininterrumpido del grupo de escaladores. Yo comprendía que estaba imponiendo mucha presión a Apa, pero el limitado nivel de experiencia y de conocimientos técnicos de nuestro equipo sherpa estaba ralentizando los progresos de la escalada. Por mi parte, quería que los escaladores durmieran en el Collado Sur y ascendieran a la cota 8200 en pleno proceso de aclimatación activa. También había decidido establecer un Campamento V a 8500 metros, que nos permitiera plantar cara a los posibles problemas de un descenso lento o del mal tiempo. Debido al pequeño motín de nuestros empleados sherpas, tuve que abandonar por el momento ese plan. Como solución de compromiso, ayudé a Apa en el equipamiento de la ruta y fijé las cuerdas desde el Campo III hasta la Banda Amarilla, en la cota 7500. El 8 de abril escalamos con ocho de los miembros indonesios hasta la altura de la Banda Amarilla y volvimos al Campo III. Pasamos allí la noche y el día 9 de abril descendimos al Campo Base.

Comenzábamos a apreciar algunas diferencias en el rendimiento y en la salud de los componentes del grupo escalador. La altitud y el esfuerzo tienen un efecto de selección natural. Los escaladores civiles estaban menos motivados y centrados que sus compañeros militares. A pesar de su falta de experiencia, tres de éstos se estaban decantando como los candidatos más fuertes al equipo de cumbre. Continuaban moviéndose con relativa facilidad, toleraban sin problema la altitud y seguían muy motivados por conseguir el objetivo de la cima. Durante el descenso observamos una disminución en el rendimiento de la mayor parte de los componentes del grupo, en tanto que los tres más fuertes descendieron directamente desde el Campo III hasta el Campo Base sin dificultades aparentes. Estos tres hombres eran Sersan Misirin, de treinta y un años; Prajurit Asmujiono, de veinticinco, y Letnan Iwan Setiawan, de veintinueve. A la vista del apoyo cada vez menor de los sherpas y las evidentes diferencias en cuanto a condición física y desempeño de los escaladores, mis compañeros rusos y yo entrevimos que la composición del equipo de cumbre se estaba definiendo de este modo: tres miembros indonesios, tres guías y todos los sherpas que se mostraran sanos y dispuestos.

Volvimos al Campo Base el día 9 de abril para descansar durante una semana. Creo firmemente en los efectos positivos de la recuperación a baja altitud antes de un intento de cumbre. Hice que los miembros del grupo descendieran hasta la aldea de Deboche, situada en el bosque a 3770 metros de altitud, a fin de que se tomaran una tregua de una semana para descansar y recuperarse. El verdor de los frondosos bosques y el aire saturado de oxígeno tienen sobre la mente humana un efecto reparador que pocas cosas pueden igualar. Aquí, uno escapa por completo de la desolación del Campo Base, y después de tres semanas de esfuerzos continuados en aquellos helados desiertos, la mente y el cuerpo necesitan algún alivio.

Transmití al oficial militar de enlace, capitán Rochadi, la necesidad de instalar un Campamento V con dos tiendas, diez botellas de oxígeno, colchonetas y sacos de dormir. Esperé que encomendara a Apa y a nuestro equipo sherpa el cumplimiento de esta misión durante los siete días que duraría nuestra ausencia. Apa es un hombre extraordinario y muy trabajador, pero ahora sólo ocho de sus dieciséis hombres estaban en disposición de trabajar. Es imposible que un solo hombre asuma todas las tareas físicas necesarias para promover el éxito de toda la expedición. En sus experiencias anteriores, Apa había trabajado formado parte de fuertes equipos sherpas, en tanto aquí se le había dejado contratar a los otros sherpas según su criterio. El resultado es que muchos eran familiares o amigos que no estaban capacitados para cumplir adecuadamente su parte de trabajo. Finalmente, sólo ocho de nuestros dieciséis sherpas estaban en condiciones de ayudarnos. Este punto débil en la estructura de la organización y la falta de control de la situación por parte de los dirigentes del equipo indonesio estaba empezando a amenazar la eficacia de nuestro plan de ataque y de nuestra elaborada estrategia de seguridad.

No estoy culpando a nadie. Sé, por otras expediciones, que se necesitan años de reiteradas ascensiones y un constante apoyo económico para lograr reunir un equipo de sherpas con un nivel similar de fuerzas y de técnica, capacitado para asistir eficazmente a una expedición.

En estos momentos teníamos dos opciones: hacer cola en la ruta junto a otras expediciones, o ir antes que los demás y tener la montaña para nosotros solos. Después de lo acontecido el año anterior, no tenía la menor intención de hacer cola para un desastre. Cada grupo tiene suficiente con sus propios errores y carencias como para cargar con las deficiencias de los demás. La crisis de los trabajadores se resolvió, pero no de forma óptima. Apa siempre se esforzaba, poniendo de su parte más que lo que esperaba de los demás.

Dejé a todo el grupo en Deboche para que pasaran allí cinco días, y yo partí hacia Katmandú para que me arreglaran el empaste de un diente, que se me había roto. El tiempo, supongo, hace mella en todos nosotros. Tenía muchas cosas en la cabeza: los recuerdos personales que me perseguían, las dudas acerca de cómo funcionaría en altitud después del accidente, y ahora este problema con los dientes. Todo aquello me robaba insidiosamente la energía.

El viaje a Katmandú interrumpía inoportunamente mi concentración. Estúpidamente, olvidé mi permiso de entrada al parque y tuve que saltar en plena noche la valla para poder salir del Sagarmatha National Park a fin de tomar el helicóptero en Lukla. En Katmandú, tuve la suerte de que me tratara el dentista de la Embajada Americana. Le estoy agradecido por haber prestado tan rápida atención a mi problema.

Los componentes del equipo estuvieron de vuelta en el Campo Base el día 21 de abril, plenamente recuperados y descansados, y nos reunimos para celebrar una ceremonia de ruego y oración. Los indonesios siempre recordaban a su dios, de modo muy parecido a como lo hacían los sherpas en sus ofrendas matutinas a la montaña. Yo apreciaba su actitud respetuosa. Los rostros de los miembros del grupo y del equipo de cumbre estuvieron serios y concentrados durante la ceremonia. El resto del día se dedicó a la organización personal. Es éste un tiempo tenso, pleno de expectación. Una calma meditativa se apodera siempre de mí en estas circunstancias, y siento la emoción del desafío que nos espera.

Supe que el Campo V aún no estaba instalado. Apa me aseguró que lo aprovisionarían mientras ascendíamos el día de la cumbre. Llegamos a un acuerdo con el grupo del Lhotse de Bashkirov para que ellos nos sirvieran de apoyo en caso de emergencia. Ellos estaban ahora aclimatándose en el Campo III. Dejaríamos en el Campo II al segundo grupo de cumbre y a algunos sherpas para que nos sirvieran de apoyo mientras subíamos el siguiente peldaño de la escalera táctica. Bashkirov, Vinogradski, Apa y yo llevaríamos radios durante la tentativa de cumbre. Uno o dos de nosotros permaneceríamos en todo momento con los miembros del grupo. En el Collado Sur tendríamos a dos sherpas con una radio, y dispondríamos de contacto por radio con los rusos del Campo III y con nuestros compañeros del Campo II y del Campo Base.

La previsión meteorológica de Katmandú era prometedora. Nos encontrábamos al término de una pequeña inestabilidad, pero los cinco días siguientes parecían estables. Estable, entendámonos, es un término relativo. La cumbre del Everest domina las cabeceras de una serie de largos valles fluviales. Sus gargantas son cada vez más abruptas, con breves tramos planos de llanura aluvial a medida que se progresa en altitud. El aumento de las temperaturas diurnas condensa la humedad en estos valles, y al atardecer ésta se eleva de modo natural siguiendo las gargantas de los ríos hasta alcanzar las cumbres de las montañas. Siempre hay que esperar algo de viento y nubosidad en la zona de cumbres al atardecer. A ocho mil metros de altitud, incluso estos cambios meteorológicos benignos pueden suponer ciertas dificultades. En el transcurso de los próximos días no se esperaban cambios serios, pero tendríamos que respetar los patrones meteorológicos normales. Yo sabía que iríamos lentos. El Campo V, instalado a 8500 metros de altitud, sería nuestra respuesta a ese problema inevitable.

A las doce de la noche, a la luz de la luna llena del día 22 de abril, tres rusos y seis indonesios abandonamos la seguridad del Campo Base, rumbo a lo desconocido. Ascendimos directamente al Campo II. El nutrido grupo de indonesios funcionaba bien: seis horas al Campo II, sin ningún problema. Aquel día, 23 de abril, descansamos en el Campo II. El 24 de abril dejamos a los sherpas y al segundo grupo de cumbre en el Campo II. Bashkirov, Vinogradski y yo, junto con Misirin, Asmujiono e Iwan, proseguimos hacia el Campo III. Los escaladores indonesios eran independientes, parecían fuertes y no necesitaban refuerzo emocional ni había que darles conversación para mantenerlos entretenidos. El día 24 de abril hacía mucho viento en el Collado Sur. Llamamos por radio al capitán Rochadi, que estaba en el Campo Base. Éste contactó a su vez con el servicio meteorológico en Katmandú, donde se le informó que aquellos vientos no indicaban un cambio importante del tiempo. La fuerza del viento tendería, probablemente, a disminuir durante los dos días siguientes. Decidimos que todo el grupo permanecería en el Campo III y que los sherpas descenderían al II. La decisión acerca del descenso de los sherpas fue una demanda de Apa. Éste volvió a asegurarme que él se encargaría de instalar el campamento de emergencia el día de cumbre. Descansamos el día 24 de abril. Entre las 3 y las 5 de la tarde del día 25 de abril, los componentes del grupo fueron llegando al Collado Sur. Los participantes indonesios ascendieron al Collado Sur utilizando oxígeno. Una vez allí, nos pareció que todos tenían buen aspecto. Coordinaban y razonaban bien, y seguían estando motivados.

Durante la tentativa de cumbre, todos los escaladores indonesios transportarían dos cartuchos de oxígeno cada uno, y lo utilizarían constantemente a razón de dos litros por minuto durante todo el día. Nuestros sherpas portearían otras tres botellas de oxígeno por escalador. También los sherpas usarían oxígeno el día de cumbre. Las condiciones de la ruta eran tales, que abrir la huella iba a suponer un ingente gasto de energía. En algunos lugares la nieve llegaba a la altura del muslo, y entre 8100 y 8600 metros no bajaba de la altura de la rodilla. Por ser la primera expedición de la temporada, tendríamos que fijar todas las cuerdas de la ruta. Bashkirov, Vinogradski y yo decidimos llevar dos botellas de oxígeno cada uno durante la ascensión, y pedimos a Apa que se ocupara de que los sherpas llevaran dos botellas más para cada uno de nosotros.

Varias fueron las razones por las que decidí utilizar oxígeno en ese intento de cumbre. Nunca me he declarado de modo dogmático a favor o en contra del oxígeno. El problema grave del intento del 96 se presentó en el momento en que ningún escalador, fuera guía o cliente, lograba ya funcionar sin oxígeno adicional. Aquel hecho incrementó la probabilidad de que sucediera un desastre.

La primera razón por la que pensé en la posibilidad de utilizar oxígeno este año fue mi salud. En 1996 había escalado con éxito tres ochomiles durante los meses de otoño e invierno. En enero, febrero y marzo me sometí a un intenso programa de entrenamiento. Pero en octubre de este año había sufrido un grave accidente, que me había dejado bastante preocupado acerca de mi respuesta a la altitud. Mi programa de entrenamiento fue completamente distinto durante los meses de invierno anteriores a la expedición. Debía recuperarme de varias operaciones, y había pasado mucho tiempo organizando los detalles de esta salida. No me sentía con las mismas reservas de fuerza que había tenido en la anterior expedición. La semana antes de la ascensión final sufrí un absceso dental y una extracción, de la que me recuperaba cuando partimos hacia la cumbre.

La segunda razón se derivaba del programa de aclimatación. En el 96 había trabajado sin utilizar oxígeno, fijando cuerdas durante varios días hasta el Collado Sur. Ante la escasa disponibilidad de sherpas en disposición de trabajar, esta vez no habíamos podido pasar una noche de aclimatación en el Collado Sur. Para mí, esto era un factor de crucial importancia. Este período de 24 horas a 7900 metros sin oxígeno proporciona al organismo la oportunidad de adaptarse al estrés impuesto por la altitud. Esto no es tan importante cuando se piensa utilizar oxígeno para ir a la cumbre, pero creo que, en general, es muy prudente incluir este paso en el programa de aclimatación. En este caso, no tuve la oportunidad de pasar por encima de 7900 metros todo el tiempo que hubiera necesitado para confirmar que mi organismo respondía con normalidad a la altitud.

La tercera razón es que cuando llegamos al Collado Sur nos encontramos con que la ruta estaba en condiciones sumamente difíciles. A lo largo de todo nuestro itinerario, la nieve tenía entre sesenta centímetros y un metro de espesor. Sólo contábamos con ocho sherpas en disposición de trabajar, y yo necesitaba dejar instalado un campamento de emergencia. No podía pedir a los sherpas que abrieran huella y que además transportaran cargas pesadas. En esas condiciones, abrir huella se convierte en una tarea agotadora, brutal. Yo tenía que seguir siendo operativo después de abrir huella entre 8100 y 8600 metros. Sabía que el grupo de escaladores era lento, y que por lo tanto tendríamos que contar con una provisión de oxígeno en algún punto. Los tres asesores teníamos experiencia en situaciones de falta de oxígeno y sabíamos que, llegado el caso, soportaríamos bien este tipo de circunstancias. Decidimos utilizar oxígeno en la ascensión y también contar con una reserva adecuada en el Campo V.

Abriendo huella, trabajé nueve horas al ritmo de un litro de oxígeno por minuto. Creo que en esta situación el oxígeno me ayudó mucho. Continué utilizándolo hasta volver al campamento de emergencia. Bashkirov y Vinogradski dejaron de usarlo durante el descenso al Campo V. La primera botella me duró doce horas.

Durante la noche que pasamos en el Campo V, el oxígeno fue vital para los escaladores indonesios. Los asesores no lo usamos durante la noche. Para nosotros no fue un problema, porque no estábamos gastando energía. No fue una noche excesivamente fría, ni hacía viento. Al día siguiente descendí sin oxígeno y no volví a usarlo después de aquella noche.

En el Collado Sur teníamos a ocho sherpas. De ellos, sólo Apa y Dawa nos acompañarían a la cumbre, y el resto permanecerían porteando todo lo necesario para instalar y abastecer el campamento de emergencia, a 8500 metros de altitud. Apa continuaba asegurándome que el aprovisionamiento del Campo V estaba bajo control, y que yo no necesitaba ocuparme de esa parte del trabajo. Bashkirov, Vinogradski y yo sabíamos que tendríamos que ahorrar oxígeno y también que debíamos estar preparados para trabajar sin él en caso de emergencia. Las cuentas, sencillamente, no salían. Una botella de oxígeno dura unas seis horas a un ritmo de consumo de dos litros, que constituye un flujo moderado. Al ritmo de un litro, dura el doble. Teníamos que subir mucho material por aquella pendiente, y había que abrir una larga huella sobre nieve profunda. Nos esperaba un trabajo muy duro.

A las doce en punto de la noche del 26 de abril salimos del Collado Sur. Comencé a utilizar oxígeno al ritmo de un litro. Me puse a la cabeza y abrí huella. Encontraba injusto pedir a los sherpas que realizaran este trabajo cargados con sus pesadas mochilas. El avance era lento y difícil. Vinogradski y Bashkirov seguían más atrás, reservando sus energías y acompañando a los indonesios. A 8300 observé que llevábamos el mismo ritmo que el año anterior. Yo iba delante, despegado del resto, con Apa a mis talones. Pero el grupo iba bastante lento. Continué abriendo huella hasta la cota 8600. Después de progresar durante cinco horas con la nieve a la altura del muslo, llegué cansado a la Cumbre Sur.

Más abajo, Apa fijaba cuerdas en un tramo de unos cien metros de pendiente más pronunciada para llegar hasta la Cumbre Sur. A las once de la mañana llegó el resto del grupo. Discutimos la situación con Apa. Éste sugirió que yo continuara abriendo huella hasta la cumbre. Le pedí cuerda. Me dijo que no había más. Yo estaba cansado. Aquellos de vosotros que soléis esquiar o caminar con raquetas de nieve, sin duda recordáis lo duro que es avanzar hundiéndose a partir de cierta altitud. En cotas altas el esfuerzo es tan grande que mina brutalmente la ambición y las reservas físicas. No me sentía lo suficientemente fuerte como para equipar sin correr riesgos aquel tramo de la ruta, uniendo entre sí fragmentos de viejas cuerdas. Deseaba escalar asegurado, pero aquello no era posible. No podía creerlo… ¿dónde estaban las cuerdas? Apa me comunicó que había utilizado los últimos cientos de metros de cuerda en una sección de la ruta que usualmente no necesitaba cuerdas fijas. Debido a la inestabilidad de la nieve, me pareció que había que fijar aquel tramo para no correr riesgos durante el descenso. Aquí arriba, todos los márgenes son muy estrechos. Lo que desde abajo percibimos como sombras de problemas se convierten, en estos momentos del día de cumbre, en arrolladores inconvenientes que predicen el éxito o el fracaso. Ahora, podíamos llorar y lamentarnos, o bien arreglarnos del mejor modo posible. Las docenas de conversaciones en las que una y otra vez se me confirmaba que contábamos con todo el equipo que yo había solicitado, se habían evaporado en el aire.

Apa se ofreció a descender y recuperar la cuerda. Yo sentía que el tiempo era ya un factor decisivo. El reloj corría, urgiéndonos a seguir adelante o abandonar el intento. Apa comprendió que aquel error con la provisión de cuerdas podía comprometer todos los esfuerzos de la expedición, y realizó una auténtica proeza: se adelantó y equipó una línea fija utilizando nuestra última cuerda de cuarenta metros y los viejos trozos de cuerda de otras expediciones que permanecían al descubierto. Agradecí mucho aquel momento de descanso. Comencé a notar una mejoría en mis fuerzas y mi estado físico. Envié a Vinogradski a recuperar los últimos cientos de metros de cuerda fija. La orden pasó de uno a otro a lo largo de la hilera de escaladores hasta llegar a los sherpas que ascendían por aquel tramo de cuerda. Estos prometieron traerla consigo cuando terminaran de subir por ella, a fin de instalarla en el Escalón Hillary. No lo hicieron.

Cuando llegó Dawa Sherpa, nos comunicó que ya teníamos una tienda y oxígeno extra a 8500 metros. Apa había unido entre sí varios fragmentos de cuerda hasta lo alto del Escalón Hillary. De momento, nuestros escaladores parecían estar en buena forma. Eran poco más de las 12:30 cuando Apa coronó el Escalón Hillary. El buen tiempo aguantaba, el campamento de emergencia estaba instalado. Bashkirov, Vinogradski y yo decidimos intentar la cumbre a pesar de que, presumiblemente, llegaríamos muy tarde, alrededor de las 3:00 de la tarde.

Aunque se movía con lentitud, Misirin todavía funcionaba por sí mismo. Asmujiono se movía bien, pero ahora su concentración empezaba a ser la de un zombie, con un nivel de consciencia muy bajo. Iwan progresaba con lentitud y su coordinación empezaba a fallar, aunque su mente todavía funcionaba bien. De los tres, Misirin era quien parecía estar en mejores condiciones. Nosotros pensábamos que era él quien tenía más probabilidades de llegar a la cumbre. En este sentido, todos los hombres estaban altamente motivados y deseaban tener una oportunidad de llegar a la cumbre. Yo era partidario de seguir adelante con sólo uno de ellos, y dar la vuelta a todos los demás. Me convencí a mí mismo de que podríamos retrasar esa importante decisión hasta el momento de coronar el Escalón Hillary. Encargué al doctor Vinogradski que se ocupara de Asmujiono, porque me pareció que el deterioro de sus facultades mentales podría convertirse en un problema importante y deseaba asegurar el seguimiento médico de su estado.

Bashkirov y Misirin salieron delante, a continuación Iwan y yo, y por último Asmujiono y Vinogradski. Las condiciones de la arista habían cambiado mucho con respecto al año anterior; esta vez había gran cantidad de nieve y mostraba una pendiente más fuerte. Iwan se movía con lentitud; en cierto momento se cayó y alcanzó a pararse débilmente en la vieja cuerda fija. Comencé a enseñarle cómo utilizar adecuadamente su piolet sobre la arista. Entonces caí en la cuenta de que este hombre nunca había visto nieve hasta hacía cuatro meses. Habíamos esperado poder contar con buenas cuerdas, que hacen innecesario el uso del piolet para seguir una huella trazada por una arista. Y ahora, ahí estaba yo impartiendo sobre la marcha lecciones de técnica a aquel joven valiente y resuelto que luchaba por seguir la ruta. Me pregunto qué significaba aquella experiencia para estos hombres. Soy un deportista; para mí la cumbre de una montaña jamás será un logro que merezca el sacrificio de una vida. La mentalidad de aquellos soldados era completamente diferente. Estaban más comprometidos con el triunfo que con su propia vida.

Me concentré en lo que hacía, mientras Iwan seguía esforzándose por avanzar. Ascendíamos lentamente sobre la arista y llegué a la base del Escalón Hillary. Allí encontré el cuerpo de un hombre[55]. Yacía enredado en las cuerdas, en la base del Escalón Hillary. Sus crampones estaban en medio del paso para quienes ascendían aquella última porción delicada de la ruta. No pude reconocer sus facciones. Las condiciones eran allí tan duras que lo único que puedo asegurar es que su traje era de color azul. No pude concentrarme en aquel hombre, ni tampoco pudieron hacerlo las otras personas del grupo. Lo lamento mucho, porque siempre se le debe respeto al caído. Pero allá arriba yo debía proteger la vacilante llama de vida de aquellos tres indonesios. Nuestra situación distaba mucho de ser estable.

Alcancé la parte superior del Escalón Hillary en tanto Iwan y Asmujiono subían despacio hacia el final de la arista. Hablé con Bashkirov. Teníamos que decidir si convenía hacer bajar a estos dos escaladores y seguir sólo con Misirin. Apa y Dawa, nuestros únicos sherpas, habían seguido hacia la cumbre. Asmujiono estaba ascendiendo el Escalón Hillary. Vinogradski se reunió con nosotros. Evgeny había intentado convencer a Iwan para que se diera la vuelta, pero allá estaba, pugnando por remontar el Escalón Hillary. Nadie estaba dispuesto a admitir la derrota. Me preocupaba que aquellos hombres estuvieran llegando al límite de sus fuerzas. Una cosa era subir, pero después habría que bajar. Iban a tener que descender por sí solos. Aún faltaban cien metros para la cumbre e íbamos muy despacio. Les expuse mi opinión. Recomendé a Iwan y a Asmujiono que se detuvieran allí e iniciaran el descenso. Ellos rehusaron.

Todos juntos seguimos hacia la cumbre. Yo me adelanté y encontré a Apa y a Dawa a treinta metros de la cima. Hablé de la preocupación que sentía ante las menguantes facultades de Asmujiono e Iwan. Parecían zombies, incapaces de concentrarse en nada que no fuera la cumbre. Yo quería que se dieran la vuelta ahora que todavía funcionaban. Era muy probable que tuviéramos que hacer uso del campamento a 8500 metros. Yo quería bajar de la cumbre lo antes posible. Ahora eran las tres de la tarde. Nos estábamos retrasando mucho. El tiempo estaba en calma, pero veía finas nubes que se desplazaban sobre la falda de la montaña. Los escaladores avanzaban un paso, descansaban un minuto y daban otro paso. A ese ritmo, tardarían otros treinta minutos en llegar. Alcancé la cumbre; a treinta metros de distancia me seguían Misirin y Bashkirov. Vi cómo Misirin se desplomaba sobre la nieve. Repentinamente Asmujiono pasó junto a Misirin. Avanzó hacia la cumbre, como corriendo obstinadamente a cámara lenta hasta abrazar el trípode de banderas y postes que marcan la cumbre oficial del Everest. Cambió su gorro por una gorra militar y desplegó la bandera de su país. Yo no salía de mi asombro.

Los indonesios habían triunfado en la tenacidad de aquel hombre. ¡Ya era suficiente, ahora había que bajar!

Comprobé mentalmente mis recursos físicos. Me sentía bien. No tenía la sensación de hallarme al límite de mis fuerzas. Notaba que tenía mucha energía de reserva. Bashkirov y Vinogradski se sentían fuertes y razonaban con claridad. Continuábamos tomando decisiones y dirigiendo la situación. Nuestro equipo de indonesios había conectado el piloto automático. Estábamos al borde de una situación peligrosa.

Fotografié a Asmujiono. Eran las tres y media, muy tarde. Bashkirov llegó a la cumbre. Apa volvió a la cima. Le envié hacia abajo inmediatamente, para que dispusiera la tienda del Campo V. Sólo estuvimos diez minutos en la cumbre. Vinogradski se encontraba a sólo algunos metros de nosotros, cuando ordené descender a todo el mundo. Vinogradski se dio la vuelta y caminó hacia Iwan, que estaba a unos ochenta metros de los postes somitales. Llegué a la altura de Misirin, a sólo treinta metros de su objetivo. Me arrodillé junto a él, que estaba tendido en la nieve. Dije a Misirin que ya había alcanzado la cumbre. Quedé atónito al ver que se levantaba, se recomponía e iniciaba el descenso. Alcanzamos a Vinogradski y a Iwan que estaban bajando, cien metros por debajo de la cúspide. Me había costado mucho obligar a aquellos hombres a darse la vuelta, ahora que estaban tan cerca, pero esta vez insistí. Cada minuto contaba. Si no descendíamos con la luz diurna comprometeríamos toda nuestra estrategia de seguridad.

Llegamos a la Cumbre Sur a las cinco de la tarde, moviéndonos terriblemente despacio sobre las viejas cuerdas que Apa había empalmado entre sí para proteger la travesía. Yo descendí el último, detrás de los indonesios que progresaban con lentitud. Dawa Sherpa nos estaba esperando en la Cumbre Sur. Misirin cayó al suelo varias veces mientras bajaba. Cada vez que caía, se levantaba tambaleándose y proseguía la marcha. Iwan, que estaba utilizando el oxígeno de Vinogradski, acababa de desconectarse de la cuerda fija y se cayó antes de fijarse al otro lado del fraccionamiento. Si Vinogradski no le hubiera agarrado y conectado a la cuerda, el indonesio habría sufrido una caída de más de cien metros. Asmujiono, que se movía aceptablemente, descendía con los sherpas. Me puse a la cabeza del grupo, usando el frontal para iluminar el camino en el declinar de la luz. Como medida de conservación, había dejado de respirar oxígeno. A las siete y media todos los indonesios llegaron conmigo al Campo V. Bashkirov y Vinogradski llegaron una hora más tarde. Ahora sólo los indonesios utilizaban oxígeno. Les quité los crampones y les hice pasar al interior de la tienda. A ésta le faltaban dos tramos de varillas y semejaba más bien una gran funda de vivac. Dentro había un hornillo, cacerolas, gas, una colchoneta y dos botellas de oxígeno llenas. No era exactamente mi ideal de un campamento de emergencia. Estábamos los seis en el interior de aquella tienda. La temperatura comenzaba a descender, pero dentro se estaba mucho mejor que a la intemperie. Gracias a Dios, no hacía viento; el Everest iba a apiadarse de nosotros aquella noche. Apa quiso descender, junto con Dawa. Les dije que podían marchar, y que hablaríamos por radio a la mañana siguiente.

Entonces comenzó lo que Bashkirov describió en su diplomático estilo como una noche dramática. Evgeny Vinogradski se mostró tal cual era. Apenas llegó al Campo V comenzó a fundir nieve para preparar agua caliente y no dejó de hacerlo en toda la larga noche. Bashkirov y yo nos turnábamos para hacer circular la máscara de oxígeno entre los tres exhaustos escaladores indonesios. La pasábamos de uno a otro, consiguiendo alargar el oxígeno para toda la noche. Con frecuencia oíamos llorar o rezar a alguno de ellos, que llevaba demasiado tiempo privado de la preciosa botella. Bashkirov, Vinogradski y yo nos fuimos turnando, en silencio, a lo largo de las horas de oscuridad. Lo logramos trabajando unidos[56].

Llegó la madrugada con un espléndido despliegue de colores y sin viento. Al salir de la tienda nos encontramos frente a espectaculares vistas del Lhotse, Makalu y Kangchengjunga hacia el Este y hacia el Sur, en tanto el sol de la mañana derramaba sobre la cumbre del Everest cegadoras glorias de luz. Estábamos vivos. Ahora, si descendíamos con precaución, habríamos sobrevivido. La leve victoria de la cumbre se convertiría en una auténtica victoria cuando todos los miembros del grupo llegáramos al Campo Base.

Preparamos una última ronda de agua y todo el mundo bebió. Todos estábamos psicológicamente recuperados. Ninguno mostraba congelaciones. Se había acabado el oxígeno, pero la aclimatación de los indonesios y la larga noche compartiendo una sola botella había contribuido a mitigar el desasosiego de la dependencia. Se movían con lentitud, pero se movían. Sabíamos que Apa y los sherpas del Collado Sur vendrían a nuestro encuentro. Habíamos sobrevivido. En la jubilosa luz de la mañana, con el mundo extendido allá abajo a nuestros pies, comenzamos a descender. Merced a Sagarmatha[57] estábamos vivos y descendíamos sin daño alguno, libres del lastre de la tragedia.

Ahora me sentía suficientemente confiado respecto a la seguridad de nuestra situación como para ocuparme de mis obligaciones personales en la montaña. Al llegar a la cota 8400 empecé a buscar el cuerpo de Scott. Habíamos pasado a sólo cuarenta metros de distancia de él mientras ascendíamos en medio de la oscuridad. Entonces ya había tratado de localizarle, sin éxito. Traía conmigo una bandera que llevaba inscritas las despedidas de la esposa y los amigos de Scott. Yo trataría de darle sepultura. Jeannie sabía que yo iba a hacer cuanto pudiera en esta misión. Dejé la bandera en la cumbre, porque debido a las condiciones del grupo y a la tarea que nos esperaba no estaba seguro de poder encontrar a Scott durante el descenso. Ahora, pasado lo peor, tenía que cumplir con mi compromiso de enterrar a mi amigo. Lo encontré casi completamente cubierto por la nieve. Pedí a Evgeny que me ayudara en esta triste tarea. Le cubrimos con nieve y rocas, y marcamos el punto con el mango de un piolet que encontramos en las proximidades. Aquella fue nuestra última prueba de respeto hacia un hombre que había sido, a mi parecer, la más viva y radiante expresión de la personalidad americana. A menudo pienso en su alegre sonrisa y en su temperamento positivo. Yo soy un hombre difícil y espero recordarle siempre, tratando de que mi vida siga un poco más su ejemplo. Su bandera ondea en la cumbre.

Evgeny y yo llegamos a mediodía al Collado Sur. Misirin, Iwan y Asmujiono recibieron una nueva provisión de oxígeno en el Balcón. Aquí, en el Collado Sur, se convencieron de haber sobrevivido. Tomamos té y nos acomodamos para pasar la noche.

La mañana del día 28 crucé el Collado Sur hasta llegar al borde próximo a la pared del Kangshung, donde había dejado a Yasuko Namba aquella terrible noche del año pasado. La encontré parcialmente cubierta de nieve y hielo. Su mochila había desaparecido y los objetos que contenía estaban desperdigados sobre las rocas y el hielo en torno suyo. Recogí algunos objetos pequeños para su familia. Lentamente moví algunas rocas para cubrir su cuerpo pequeño e inmóvil. Dejé como hitos dos piolets que encontré cerca de ella. Aquellos pequeños actos de respeto eran todo cuanto yo podía ofrecer a su familia y a la familia de Scott, en mi pesadumbre por haberlos perdido.

Pensé en cuán cerca de la muerte habían estado Iwan, Asmujiono y Misirin. Pensé en cómo viven con su tristeza las familias que han perdido aquí a alguien a quien amaban. Sabía que este éxito sólo contribuiría a atraer a otras personas inexpertas hacia las montañas. Desearía con todas mis fuerzas tener otras oportunidades para ganarme la vida. Soy un deportista, y en las montañas hay muchos objetivos que me gustaría poder intentar. Como cualquier hombre que tiene una habilidad, me gustaría explorar los límites de mis capacidades. Es demasiado tarde para que yo pueda encontrar otro modo de financiar mis objetivos personales; a pesar de ello tengo grandes reservas cuando trabajo trayendo hombres y mujeres inexpertos a las altas montañas. Para mí es duro decir que no quiero ser llamado guía, para establecer una distinción que me absuelva de esa terrible elección entre la ambición de otra persona y su vida. Cada persona debe asumir la responsabilidad de arriesgar su vida. Estoy seguro de que esta distinción entre guía y asesor será objeto de burla por parte de algunos, pero es la única protesta que puedo hacer respecto a la garantía del éxito en esas montañas. Puedo ser un instructor, un consejero; actuaré como agente de rescate. Pero no soy capaz de garantizar el éxito ni la seguridad a nadie a causa de la aplastante complejidad de las circunstancias de la naturaleza y del quebranto físico que impone la altitud. Acepto la posibilidad de morir en las montañas.

Misirin, Asmujiono, Iwan, Apa, Dawa, Bashkirov, Vinogradski y yo descendimos hacia el dulce abrazo de la victoria. Muchas personas contribuyeron a este éxito. Pero, por encima de todo, tuvimos suerte. La expedición indonesia tuvo un final que no atormentó mi corazón.