Cuando el sol se puso detrás del Everest y las temperaturas descendieron rápidamente en las últimas horas del día, los escaladores recluidos en los estrechos confines de sus tiendas sacaron de las mochilas su ropa de altitud. Horas antes la temperatura les había permitido estar en mangas de camisa; ahora los clientes y guías de Mountain Madness se retorcían como acróbatas de circo, envolviéndose en pluma de oca y goretex y preparándose para salir al frío de la noche, salvar rápidamente la distancia que les separaba de la tienda comedor y pasar su primera noche en el Campo II.
A partir de aquel momento no volverían a pernoctar en el campo I. La mayor parte de las tiendas de este campamento habían sido retiradas, quedando sólo unas pocas para el almacenamiento de material y provisiones, a modo de depósito que utilizarían los sherpas en sus ascensiones de aprovisionamiento hacia los campamentos superiores. Pero en adelante, estas tiendas sólo se ocuparían en caso de emergencia.
Al anochecer, mientras los sherpas preparaban el arroz y el dalda para la cena en la cercana tienda de cocina, Neal y yo y todos los clientes excepto Pete Schoening, que había descendido al Campo Base junto con Scott Fischer, nos reunimos en torno a la mesa de la tienda comedor, hambrientos y satisfechos con la ascensión de aquella jornada. Todos tenían un aspecto «ártico» vestidos con sus voluminosas indumentarias de altura. Martin Adams, con quien me sentía cómodo bromeando, porque nos conocíamos desde hacía más tiempo, vino a sentarse a la mesa con su nuevo traje de escalada de color verde, y yo le saludé diciéndole «¡Hola, cocodrilo!». Como mi inglés seguía sin ser muy bueno, esperé que aquello no le ofendiera, y Martin y algunos de los demás se rieron con buen humor.
Al ver que todos estaban muy animados y que se sentían bien, me volví hacia Neal y le pregunté: «¿Cuál es el plan para mañana?» y sugerí que después de desayunar temprano podríamos tratar de alcanzar los 6800 metros, hasta la pared del Lhotse, donde comenzaba una tirada de cuerdas fijas.
Beidleman y Bukreev comentaron la idea con los clientes, y entre todos planearon que saldrían temprano a la mañana siguiente, para poder volver al Campo II con tiempo suficiente para almorzar, descansar y luego partir de vuelta para estar en el Campo Base antes que anocheciera.
Aprobado dicho plan, Bukreev hizo a Beidleman otra sugerencia. «Mientras veníamos ayer hacia el Campo II, vi a los sherpas montando cuerdas fijas hacia el Campo III. ¿Por qué no subimos tú y yo un poquito más y les llevamos unas cuantas cuerdas?». Beidleman estuvo de acuerdo, y afirmó que se sentía lo suficientemente fuerte como para subir hasta el Campo IV si fuera necesario.
Volvimos a hablar con los clientes acerca de la necesidad de realizar una aclimatación adecuada, y les recordamos que debían controlar cuidadosamente el estado de su organismo y permanecer siempre conscientes de que en cotas altas sus sensaciones y reacciones podrían no resultarles muy familiares. Nosotros podríamos realizar nuestro trabajo como guías y observarles, pero sólo ellos conocerían la verdad de su interior. Debíamos ser sinceros entre nosotros y comunicarnos. Los primeros síntomas del edema cerebral y del edema pulmonar pueden resultar confusos incluso para el más experimentado de los montañeros, y un fallo de interpretación podría ser fatal. Insistimos en la importancia de mantener siempre una reserva de energía y de no agotarse nunca, prestando atención para recordar que «no puedo» suele significar exactamente eso: que no podemos y además no debemos. Es fundamental detenerse, dar media vuelta y salvar la vida.
Después de la cena conectamos por radio con Fischer, que seguía en el Campo Base con Pete Schoening, a fin de comentar y aprobar el plan para el día siguiente.
Pittman dictó por radio a Fischer su «artículo» para la NBC, y éste lo transmitió por el teléfono vía satélite a las oficinas de la NBC en Nueva York, donde la voz de Pittman resultaba «casi inaudible» en tanto la de Fischer se recibía «alto y claro». En Nueva York el mensaje fue tecleado, digitalizado y transmitido a la página web de la NBC. Instantáneamente, miles de fans electrónicos del Everest pudieron enterarse de las últimas noticias: «Estamos instalados aquí arriba con alimentos y material y con nuestros leales empleados sherpas». Un bwana no lo hubiera dicho mejor.
A la mañana siguiente la mayor parte de los clientes no mostraban el mismo entusiasmo que el día anterior, y durante el desayuno en la tienda comedor las conversaciones carecían de la animación y las bromas de la noche anterior. El incremento en la altitud desde el campo I hasta el II estaba pasando factura, pero Neal y yo no vimos en la somnolencia de los clientes otra cosa que no fuera la lucha normal del organismo para acomodarse a la altitud. De modo que decidimos que estaban preparados para iniciar la ascensión del día.
Bukreev y Beidleman se echaron a la mochila sendas madejas de cuerda y, junto con los clientes, iniciaron el camino. Bukreev iba delante llevando un ritmo lento y prestando mucha atención a las estrechas grietas que jalonaban la ruta, algunas de las cuales apenas se distinguían a causa de la ligera capa de nieve que había caído la noche anterior. Al cabo de unas dos horas la huella empezaba a seguir un terreno con mayor pendiente, y Bukreev se desvió hacia la izquierda del camino marcado, eligiendo una ladera suave a lo largo de la que podrían ganar los trescientos metros que les separaban del inicio de las cuerdas fijas en la pared del Lhotse.
Después de recorrer unos treinta metros por aquel nuevo itinerario observé algo extraño ante mí, un objeto oscuro que sobresalía de la nieve. Al principio pensé que sería alguna pieza de equipo caída de un campamento alto en el transcurso de una expedición anterior, pero al acercarme vi un par de crampones unidos a unas botas, y tras las botas la mitad inferior de un cuerpo humano. Inmediatamente surgieron dos cuestiones: ¿Quién era esta persona? ¿Qué tragedia le había sucedido? Supuse que se trataba del mismo escalador que años atrás había sufrido una mortal caída en el Lhotse, y cuyo cuerpo, arrastrado por la gravedad a lo largo de un tortuoso itinerario, había quedado destrozado viniendo finalmente a parar a este lugar.
Bukreev se quitó la mochila y permaneció en pie, silencioso, contemplando el cuerpo mientras los demás escaladores, que todavía no se habían apercibido del descubrimiento, avanzaban hacia él.
La eternidad y el poder de las montañas ahondaron en mí. Recordé una historia oída en el colegio acerca de una costumbre de los antiguos romanos. Después de una batalla victoriosa, celebraban un banquete con ricos manjares y música ininterrumpida, pero en el cénit del banquete, en lo mejor de la fiesta, las puertas del salón de celebraciones se abrían de súbito, y los cuerpos de los camaradas muertos eran traídos y depositados en medio de los festejantes. En aquel tétrico momento todos comprendían el precio de la batalla que habían ganado.
Aquellos que venían detrás de mí, ¿estaban valorando honestamente su aptitud para la ascensión que se avecinaba? Sólo unas pocas horas antes, gracias a los sherpas que habían porteado las cargas hasta el Campo II, todos nosotros habíamos estado disfrutando de un nivel de bienestar que mucha gente de este planeta consideraría lujoso. Comoquiera que hubiéramos llegado hasta allí, éramos unos privilegiados, pero sin embargo no estábamos a salvo. Unas pocas semanas más adelante, si todo iba bien, volveríamos a pasar por este punto, de camino hacia la cumbre. Cuando uno está escalando por encima de los ocho mil metros, donde cualquier error tiende a amplificarse en el aire enrarecido, donde un sorbo de té caliente de un termo representa la diferencia entre la vida y la muerte, ninguna cantidad de dinero puede garantizar a nadie el éxito.
Naturalmente, cada uno de nosotros tenía la ambición de alcanzar la cumbre, de superar los obstáculos y de hacer algo que muchos consideran imposible. Pero quizás, en mi opinión, el precio de escalar el Everest se está calculando hoy en día de una manera diferente. Cada vez hay más gente dispuesta a pagar un precio en dinero para tener una oportunidad, pero no pagan el necesario precio físico de la preparación: el gradual desarrollo del espíritu y de las condiciones físicas, desarrollo que se alcanza escalando montañas más bajas, pasando de lo sencillo a lo complicado y finalmente a los ochomiles. Me pregunto si acaso no existe sentimiento de logro en un proceso semejante, o si es que la escalada en altitud ha cambiado para siempre debido al uso del oxígeno, a los adelantos tecnológicos y a la proliferación de servicios que permiten escalar cada vez más alto a gentes insuficientemente preparadas.
Beidleman y los clientes avanzaron hasta toparse con el cuerpo, y Bukreev recuerda: «Se habló muy poco. Cada uno lo tomó a su manera. El silencio me pareció respetuoso, tal vez instructivo».
Bukreev, como guía de la expedición de Mountain Madness, era un jugador en este juego que él se cuestionaba cada vez con más frecuencia. Se encontraba en compañía de escaladores bastante menos cualificados que él, y comprendía que la seguridad de éstos era su responsabilidad primordial, pero había cosas que escapaban a su control. Le preocupaba Pete Schoening y su estado físico. Sus problemas con la altitud se manifestaban ya con el simple esfuerzo de vestirse. La salud de Schoening podía estar seriamente comprometida, en opinión de Bukreev, y además estaba la cuestión del oxígeno. Al comienzo de la expedición, Mountain Madness contaba con lo que en opinión de Bukreev era una provisión suficiente de oxígeno, e incluso una reserva extra para circunstancias imprevistas, pero Pete Schoening había empezado a dormir con oxígeno en el campo base, circunstancia que no es frecuente. Si continuaba utilizándolo, el margen de seguridad de la expedición quedaría reducido. El más viejo de los Schoening era estoico, y estaba sumamente decidido y motivado, pensaba Bukreev, que seguía manteniendo un gran respeto ante el esfuerzo del veterano alpinista. Sin embargo, no podía dejar de preocuparse por la salud de Schoening. Anatoli tenía la esperanza de que su obligado descenso fuera un argumento suficiente para persuadir a Fischer de que debía sugerir a Schoening que no volviera a intentar la ascensión.
Cincuenta o cien metros más arriba del lugar donde habíamos hallado el cuerpo se encontraba el arranque de las cuerdas fijas, a partir de donde la ruta ganaba verticalidad, ascendiendo sobre la helada pared del Lhotse. Neal sugirió que dejáramos allí las cuerdas y volviéramos al Campo II, porque los clientes no llevaban consigo crampones ni piolet y no podían ascender con seguridad por las cuerdas. Pero yo miré el reloj y dije que prefería continuar por la línea fija y trabajar un poco equipando la ruta que habría de llevarnos al Campo III.
Saqué de mi mochila los crampones, un arnés de escalada y un jumar, y a continuación tomé la cuerda que llevaba Neal. Instalé el jumar sobre la cuerda fija mientras Neal volvía para escoltar a los clientes en el camino de descenso. Todos ellos tenían un aspecto más animado después del letargo de la mañana, y me sentí tranquilo sabiendo que estarían a salvo con Neal, ya que hacía buen tiempo y la huella estaba claramente marcada. Me dio un poco de envidia pensar en el almuerzo del Campo II, pero también me alegraba tener la oportunidad de sobrecargar un poco a mi organismo trabajando a una altitud ligeramente mayor. Según mi experiencia, cuanto más intensamente trabajo en una nueva cota antes de bajar a descansar, mejor adaptado estoy a esa altitud cuando vuelvo a ella.
En algo menos de una hora Bukreev escaló hasta aproximadamente 6900 metros, punto en el que habían interrumpido su trabajo los sherpas que habían subido anteriormente. Allí se detuvo y sacó una cuerda de su mochila. Durante la siguiente hora y media, trabajando a un ritmo regular, Bukreev continuó preparando la ruta, instalando las dos cuerdas que él y Beidleman habían subido y tendiendo más de doscientos metros de línea hasta la cota 7100. Alrededor de las 4:00 de la tarde, todavía con fuerzas pero deseoso de descender la Cascada de Hielo del Khumbu antes que oscureciera, Bukreev inició el descenso, contento por los avances conseguidos en la ruta. En sólo unos pocos días, después de haber descansado de su primera excursión al Campo II, los clientes estarían en marcha hacia las cuerdas fijas y el Campo III, y Bukreev no quería retrasarse respecto al calendario previsto. El paréntesis de buen tiempo para el asalto a la cima podría durar, cuando llegara, un día o una semana, pero un paréntesis de buen tiempo no tendría valor alguno si en ese momento los clientes no estaban preparados para escalar hasta la cumbre. Debían, por tanto, mantener su calendario de aclimatación, y para avanzar necesitaban las cuerdas fijas.
Descender me resultó fácil y en aproximadamente una hora cubrí la distancia entre las cotas 7100 y 6500. Como ya suponía, Neal y los clientes habían partido ya, pero aún había actividad en torno a las tiendas mientras los sherpas continuaban sus tareas consolidando el campamento. Gyalzen, nuestro cocinero, me saludó ofreciéndome comida y té caliente, y después de descansar unos minutos continué mi descenso y llegué al Campo Base antes del anochecer. Me reuní con el resto de los miembros de la expedición en la tienda comedor, cambié unas palabras con Scott y Neal y luego me fui a mi tienda, porque después de un día entero de trabajo en altitud me sentía muy fatigado y necesitaba los días de descanso que se avecinaban.
Aquella misma tarde Sandy Hill Pittman transmitió su informe del 19 de abril para la NBC. Al comentar el hallazgo del cuerpo por Bukreev, subrayaba: «El descubrimiento fue un final macabro para una ascensión que de otro modo hubiera sido un éxito».
En la mañana del día 20 de abril, Bukreev no tuvo «ningún deseo particular» de salir de su saco de dormir cuando el sol tocó su tienda a eso de las 8:00 de la mañana. Incluso después de tomarse una taza de café que le trajo a la tienda uno de los sherpas, siguió un rato remoloneando, saboreando la oportunidad de descansar después de la excursión y del trabajo del día anterior. Por fin, en un arrebato de acción, salió de su saco, se vistió y se encaminó a la tienda comedor.
La mayoría de los miembros del grupo habían desayunado ya y estaban sentados en sus sillas fuera de la tienda comedor, unos tomando el sol y otros conversando. Después de un rápido desayuno yo también salí a calentarme al sol, y entonces vi que Scott se estaba preparando para salir con Pete Schoening, que quería volver a subir al Campo II e intentar pernoctar. Scott parecía cansado, y yo sabía que no podía entusiasmarle la idea de tener que subir, porque me daba la impresión de que estaba agotado por todos los problemas logísticos que había tenido que capear, y porque no había descansado suficiente después de su anterior salida de aclimatación.
Scott se acercó a mí y me saludó de un modo amigable, y a continuación me sorprendió por completo al decir: «Anatoli, no hiciste muy bien tu trabajo durante la última excursión».
Bukreev quedó desconcertado, totalmente cogido por sorpresa, porque él se sentía satisfecho de sus esfuerzos y resultados de los últimos días, así que preguntó a Fischer «¿Qué pasa con mi trabajo?».
Fischer respondió de manera amistosa pero firme: «Me han dicho que no has sido demasiado atento con los clientes. No les ayudaste a montar sus tiendas en el Campo II». Totalmente inconsciente de que aquello hubiera podido resultar un problema, Bukreev explicó a Fischer que al llegar al Campo II, antes de que aparecieran los clientes, él se había puesto a ayudar a los sherpas que estaban instalando la tienda comedor. Estuvo ocupado trabajando en esto y después se sentó a descansar. Es cierto que no había ayudado a los clientes, porque no parecían necesitar ayuda y porque él pensaba que trabajar un poco en altitud les vendría bien para aclimatarse. Fischer no lo veía así.
Comencé a comprender que había una diferencia en el entendimiento de las razones por las que yo había sido contratado, o bien que las expectativas respecto a mí habían cambiado. Yo había interpretado que el interés primordial que Scott sentía por mí radicaba en mi experiencia y en lo que yo podría aportar para garantizar la seguridad de los clientes y su éxito el día de la cumbre. Por lo tanto había trabajado con esta idea en la cabeza, concentrándome especialmente en los detalles que en mi opinión contribuirían al éxito y tratando de anticipar los problemas que pudieran obstaculizar nuestro intento de cumbre. Ahora, ya no estaba seguro de que para él no fuera igual de importante, o incluso más, que yo charlara con los clientes y los tuviera contentos, ocupándome de su felicidad personal. Yo conocía a varios guías en América, mucho mejor cualificados para ese cometido, aunque tal vez con menor experiencia en altitud.
Bukreev, que se sentía muy orgulloso de sus capacidades como escalador, estaba en un dilema. ¿En qué debía centrarse? ¿Podría razonablemente cumplir con lo que en su opinión se esperaba de él y además satisfacer las expectativas de Scott? Habló con Beidleman para solicitar su opinión.
Compartí este problema con Neal y le expliqué mi preocupación ante las palabras de Scott. Cuando le pregunté por su parecer, Neal me dijo: «Anatoli, para muchos de nuestros clientes ésta es su primera experiencia en altitud, y no comprenden muchas cosas muy simples. Quieren que les llevemos de la mano por todas partes». Le contesté que aquello era una posición absurda. Volví a expresarle mi idea de que nosotros deberíamos alentar su confianza en ellos mismos, y de que nuestra contribución a la instalación de cuerdas y preparación de la ruta tenía idéntica importancia. Neal no estuvo de acuerdo en esto último, alegando que teníamos suficientes sherpas para estas tareas. Dije a Neal que, en mi opinión y a juzgar por la actual situación, íbamos a retrasarnos en la instalación de los campamentos de altura, y nuestras rutinas de aclimatación podrían quedar comprometidas.
Neal, que casi siempre tenía una disposición reposada y pacífica, me tranquilizó: «Anatoli, todo irá bien. Durante la última excursión nos sentimos perfectamente, y eso es lo más importante. La mitad de los clientes no tienen ninguna oportunidad de éxito. Para muchos, la ascensión terminará en el Collado Sur (7900 m). No tengo la menor duda de que en los momentos cruciales, por encima de los ocho mil metros, saldrá a la luz tu trabajo y todo el mundo lo comprenderá y apreciará».