Capítulo 8. De Khumbu al Campo II

Antes de las primeras luces del día 11 de abril, los clientes de Mountain Madness salieron de sus tiendas y comenzaron a prepararse para ascender a la Cascada de Hielo del Khumbu. El día que Fischer había elegido para esta primera salida de su expedición era, según recuerda Bukreev, despejado y prometedor. Hubiera sido un día excelente para un intento de cumbre, porque el tiempo había permanecido muy estable durante varios días y los vientos habían sido moderados.

Era imposible adivinar las condiciones en las que estaría la montaña cuando los clientes de Fischer estuvieran por fin aclimatados. La meteorología de las montañas es algo imposible de predecir con un cierto grado de fiabilidad, como tampoco puede predecirse el estado de las personas que tratan de escalarlas. Cabía la posibilidad de que la montaña no estuviera a punto cuando los escaladores se encontraran preparados, y en ese caso nadie les devolvería el dinero. Tendrían que marcharse a casa sin haber realizado la ascensión.

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La reacción de la mayoría de los clientes de Mountain Madness ante el ligero incremento de altitud entre Gorak Shep y el Campo Base no había sido demasiado notoria. El ritmo respiratorio en reposo de todos ellos había vuelto a la normalidad, aunque la mayoría experimentaba una rápida y desconcertante falta de aliento como consecuencia de cualquier ligero esfuerzo. Una de las participantes lo había expresado diciendo que en el Campo Base, donde sólo había la mitad de oxígeno que a nivel del mar, se sentía como si sólo le funcionara un pulmón y viviera en medio de una niebla de dos martinis.

Unos pocos clientes aún sufrían náuseas y dolor de cabeza, pero ninguno se quejaba demasiado, para aparentar que estaban bien. No querían «hablar del hecho de que se sentían espantosamente», tal y como describió la situación uno de los residentes en el Campo Base.

Fischer solía animar a sus clientes diciendo «es la actitud, no la altitud». Según la mayor parte de los componentes del grupo, Scott tenía un aspecto fuerte y no parecía experimentar problema alguno. Pero en opinión de Jane Bromet, había una diferencia considerable entre dichas percepciones y la realidad física de Fischer. «Se levantaba por la mañana y necesitaba cinco minutos para lograr ponerse en pie… Scott estaba agotado». También afirma que estaba tomando Diamox, 125 mg cada dos días, lo que sugiere que estaba tratando de acelerar su aclimatación[24].

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Para Beidleman y para todos los clientes con excepción de Sandy Hill Pittman, esta salida iba a ser su primera incursión a la Cascada de Hielo. Aunque todos trataban de parecer despreocupados y relajados, la mayoría de ellos conocía la historia del obstáculo que les esperaba. Desde que se había empezado a llevar la cuenta, en la Cascada de Hielo habían muerto diecinueve personas.

La Cascada de Hielo del Khumbu es una masa azul, irregular y peligrosa, que se cierne sobre el Campo Base del Everest, en estado de transformación permanente. Esta enorme mole, perpetuamente sometida a la acción de la gravedad, fluye hacia abajo fracturándose y abriéndose, formando torres desgajadas de la masa principal que se conocen con el nombre de seracs, algunos de los cuales son más altos que un edificio de diez plantas. Entre los seracs se abre un entramado de fisuras o grietas, que pueden llegar a alcanzar más de cien metros de profundidad.

Cruzar la Cascada de Hielo para llegar al campo I, a 6100 metros de altitud, implica superar un desnivel de setecientos metros a lo largo de una distancia de más de un kilómetro y medio. Para facilitar el paso de los escaladores es preciso «abrir» la Cascada al inicio de cada temporada, tarea cuya realización se encarga a los equipos de trabajadores nativos. En marzo de 1996 los sherpas acondicionaron la ruta bajo la dirección de los británicos Henry Todd y Mal Duff, líderes de sendas expediciones comerciales.

El «Doctor de la Cascada de Hielo», como se denomina en el Campo Base al sherpa que coordina las operaciones, supervisa la extremadamente peligrosa tarea de instalar escaleras de aluminio (en 1996 fueron más de setenta) que permiten a los escaladores ascender tramos verticales o bien cruzar horizontalmente las grietas. A causa de la gran anchura de algunas grietas, en ocasiones se hace necesario empalmar entre sí tres o cuatro tramos de escalera, atándolos con cuerdas de escalada. La dificultad consiste en pasar por encima de las escaleras, unido cada escalador a las cuerdas fijas, una especie de pasamanos de cuerdas, que se instalan cada temporada. Para conectarse a ellas el escalador suele utilizar un mosquetón, unido a su vez a un corto tramo de cuerda que lleva fijo a su arnés de escalada. El mosquetón es una pieza de aleación de aluminio, cuyo diseño recuerda a un eslabón de cadena (oval o en forma de D), provisto de un cierre de resorte que permite al escalador abrirlo o cerrarlo para conectarse o desconectarse a voluntad en la cuerda fija. Con menor frecuencia, y sobre todo para remontar tramos verticales, pueden utilizarse unos aparatos de metal llamados jumars o bloqueadores mecánicos, que se llevan en la mano y están diseñados, como su nombre indica, para bloquearse sobre las cuerdas. Una vez instalado sobre la cuerda fija, el jumar puede avanzar por ella si lo empujamos con la mano a medida que ascendemos. Pero si tiramos del jumar hacia abajo o nos caemos hacia atrás, una leva comprime la cuerda impidiendo el retroceso del aparato, que nos sujetará o nos permitirá traccionar de él. Esta característica permite utilizarlo para ascender por las cuerdas, empujándolo hacia delante y traccionando sobre él sucesiva y alternativamente.

A lo largo del recorrido por la Cascada de Hielo el escalador oye los crujidos, quebramientos y gemidos de la masa glaciar, porque el paisaje que atraviesa, al igual que el del Campo Base, está en perpetuo movimiento. A medida que avanza, el escalador desea con todo su corazón que ninguno de esos sonidos esté anunciando un movimiento catastrófico del hielo, que podría ensanchar súbitamente la grieta que está atravesando, o derribarle encima un bloque cristalino tan grande como un edificio de oficinas.

Fischer había dicho a sus clientes que para poder continuar hacia las secciones superiores de la montaña, era indispensable poder recorrer la Cascada de Hielo, desde abajo hasta arriba, en menos de cuatro horas. La apuesta era fuerte y Klev Schoening había dicho: «¡Se acabaron los aperitivos, llegó la hora de la carne con patatas!».

Como recuerda uno de los clientes, las instrucciones recibidas por los participantes acerca de cómo transitar por la Cascada de Hielo fueron breves y concisas: «Más que “cuidado con esto y cuidado con aquello”, lo que se nos dijo fue, en realidad, “¡cuidado con vosotros mismos!” y eso fue todo».

Para la mayoría de los escaladores los peores momentos no eran cuando había que ascender impresionantes tramos verticales, sino cuando llegaba el momento de cruzar las grietas, caminando sobre los trozos de escalera empalmados entre sí. Al avanzar, pasando de un peldaño a otro, oyendo el entrechocar metálico de los crampones que a veces se enganchaban aquí y allá, los participantes de la expedición se veían a menudo balanceándose peligrosamente sobre las fauces de hielo de la grieta, que les tragaría de modo irremisible si cayeran sin estar correctamente asegurados a las cuerdas fijas. Suponiendo que se les pudiera encontrar y alcanzar después de una caída semejante, se imaginaban a sí mismos saliendo de la grieta como muñecos de trapo, cuerpos fríos e inertes colgando, sin vida, de un arnés de escalada.

Según recuerda Martin Adams, «algunas personas caminaban sobre las escaleras, otras gateaban. Y, para ser sinceros, Sandy y Lene cruzaban sobre las escaleras tan bien como cualquier otro o incluso mejor… Poseían un buen sentido del equilibrio y no tenían miedo». Charlotte Fox, según uno de los informes de Pittman en internet, descubrió que, en ocasiones, cruzar arrastrando el trasero por las escaleras era bastante menos terrorífico que titubear sobre los crampones contemplando de reojo el interior de una bóveda de hielo con la capacidad de un párking municipal. El día 10 de mayo Fox cumpliría cuarenta años y quería llegar viva a ese día.

Todos los escaladores cumplieron el objetivo en un tiempo inferior a las cuatro horas propuestas por Scott, de modo que en general me sentí satisfecho, aunque me sorprendió comprobar que muchos clientes no tenían suficiente confianza en sí mismos como para moverse sin tener que estar casi constantemente pendientes del guía. Yo me temía que algunos de ellos estaban convencidos de que el guía tenía la obligación de controlar todas las situaciones que ellos pudieran encontrarse. Me pregunté qué ocurriría cuando no tuvieran a nadie que les llevara de la mano.

Bukreev había comenzado a estudiar la ecuación planteada por la expedición de Mountain Madness. Éstos eran los factores: los guías, los clientes y los sherpas. Si todos seguían sanos y se aclimataban bien, si tomaban las decisiones adecuadas y sus esfuerzos se sumaban y multiplicaban correctamente y, finalmente, si el tiempo les acompañaba, él sabía que todo el mundo podría bajar vivo. Pero ¿hasta qué punto se podía confiar en la capacidad de los clientes para mirar por sí mismos y para tomar la decisión correcta en una situación crítica cuando no hubiera ningún guía junto a ellos?

Lo que Bukreev introdujo en sus cálculos fue su propia experiencia en altitud y su preparación, atributos por los que Henry Todd le había contratado el año anterior. «Cuando utilicé sus servicios en el año 95, fue todo perfecto. Bukreev fue absolutamente magnífico. Hizo exactamente lo que debía hacer. Yo le conocía y sabía de lo que era capaz… Si algo iba mal, yo quería una bala que subiera a resolver el problema. Un arpón». En opinión de Todd, Bukreev no era una niñera. Contratarle con aquella idea equivalía, según Todd, a subestimar sus talentos del modo más burdo. «Él no está hecho para eso. Es como utilizar un coche de carreras para llevar a los niños al colegio».

Nuestro camino de vuelta a través de la Cascada de Hielo se realizó con normalidad y todos volvieron al Campo Base un poco más seguros y satisfechos por los buenos resultados obtenidos. Tal y como estaba previsto, los clientes tenían por delante dos días de descanso, mientras los sherpas instalaban las tiendas del campo I y lo aprovisionaban para nuestra próxima excursión, en la que los clientes pernoctarían allí por vez primera.

Durante este período de descanso, Bukreev comenzó a cuestionarse abiertamente la disposición de algunos de los clientes de la expedición. Aunque en general satisfecho por el rendimiento de los participantes, Bukreev tenía ciertas reservas acerca de Dale Kruse y de Pete Schoening, preocupándole las aptitudes de ambos con vistas al resto de la ascensión. Pero Fischer le tranquilizó, recuerda Bukreev, diciéndole: «Pete me hará caso. Tiene experiencia, no confunde la ambición con la realidad». Y en cuanto a Kruse: «Dale es un viejo amigo. Me resultará fácil conseguir que se dé la vuelta. Para él no será un problema muy grave. Comerá bien y beberá un poco de cerveza en el Campo Base. No habrá problema».

En privado, Fischer expresó a un miembro de su grupo de apoyo la preocupación y la frustración que estaba sintiendo respecto a Kruse. Tanto durante la marcha de aproximación como en los primeros días en el Campo Base, Kruse se estaba distanciando del grupo, volviéndose un poco «antisocial» y yendo «a su aire». Fischer sabía que Kruse estaba luchando, pero «desde muy pronto aquello estaba preocupando a Scott. Y Scott decía: “Tendrá que solucionarlo él solo”». Fischer pensaba que Kruse tendría que superar aquel problema. Según la perspectiva de uno de los observadores, «Creo que Dale sufría todo el tiempo… En su estado emocional, si se le consideraba como un jugador de un equipo, era indudable que constituía el eslabón más débil, aunque no en un sentido ofensivo. Estaba todo el tiempo muy, muy callado, y creo que le afectaba mucho la altitud… Me parece que sufría hipoxia desde los 4900 o 5000 metros, pero estaba siempre tan callado que resultaba verdaderamente difícil deducir algo acerca de él».

Del mismo modo que los clientes estaban adaptándose a la altitud, también tuvieron que adaptarse los unos a los otros.

«Mira, muchos de nosotros no nos conocíamos antes de llegar a Katmandú», dice uno de los participantes. «Fue algo así como una cita a ciegas. Al principio, lo único que todos teníamos en común era nuestro objetivo, esto es, la cumbre de la montaña. Así que transcurrió un período sin sentimientos, de conocerse unos a otros. En una gran montaña, uno debe saber con quién está escalando. Si las cosas se tuercen, no podrás llamar a un taxi y marcharte a casa… Sorprendentemente, y dada la aleatoriedad de la mezcla, éramos con pocas excepciones un grupo relativamente homogéneo».

En ciertos aspectos, Tim Madsen era callado, una especie de solitario. «Era tan callado como Dale», dice de él un miembro del equipo de Mountain Madness. «Como un libro cerrado, totalmente silencioso». Aunque Madsen y Kruse eran «tipos raros», se llevaban bien con todo el mundo. De hecho, como recuerda un miembro de la compañía, todo el mundo se llevaba «perfectamente bien» excepto Sandy Pittman y Lene Gammelgaard.

«Lo que yo observé», dice uno de los residentes del Campo Base, «es que al cabo de un cierto tiempo Sandy y Lene mantenían una especie de competición. Lene veía a Sandy como una enorme presumida. Sandy era la típica multimillonaria que siempre tiene en la boca el nombre de algún famoso… siempre hablando de famosos y haciendo ostentación de lo que ella escribe y de lo que hace y de lo poderosa que es. Lene, por su parte, se las da de llevar una vida independiente y de no necesitar a nadie. Pienso que su impulso no procedía tanto de un gusto innato por escalar montañas como de un empeño de afianzar su identidad. A Neal le ponían enfermo aquellas dos; no es que estuviera tenso, era más bien como si tuviera que apretar los dientes para llevarse bien con esas dos personalidades femeninas… Empezó a volverse realmente malhumorado».

Según la misma fuente de información, las dificultades que Beidleman tenía con Pittman se agravaban aún más debido a los problemas que ella tenía con su equipo de comunicación. «Sandy no sabía manejar su material… Apuesto a que Beidleman invirtió más de veinticinco horas trabajando con aquel equipo, y yo le decía: “Neal, antes de echar más horas con estos trastos llama a la NBC, tío, y consigue que te paguen por horas”. Ellos no mandaron ningún técnico para ayudarla. “Cóbrales por ello”, le decía yo. Pero él contestaba “No, no…”. Yo pensaba: “¡Dios mío, mira que eres tonto!”».

En medio de todo esto, dice una de las personas de confianza de Fischer, «Scott trataba de mantener la cabeza fría. No quería involucrarse en absoluto en el tira y afloja de Pittman y Gammelgaard». En privado, Fischer admitía que quizás había cometido un error al traer a Pittman. «Parecía un fichaje muy interesante, pero si ella no consigue la cumbre, culpará de ello a Scott. Y si llega a la cima, ni siquiera mencionará su nombre… Ambos habíamos hablado mucho de este asunto».

Mi relación con los miembros del grupo fue formándose a medida que transcurría la expedición, y era diferente con cada uno de ellos. Antes de la expedición conocía bastante bien a Neal Beidleman y a Martin Adams, a raíz de nuestra expedición al Makalu en la primavera de 1994. Lene Gammelgaard me miraba con mucho respeto. Había oído hablar de mí a Michael Joergensen, el primer danés en alcanzar la cumbre del Everest, hecho que logró la primavera del pasado año cuando tomó parte en la expedición de Henry Todd. Lene, como yo, no era americana, y eso la hacía sumamente diferente al resto de los miembros de la expedición. Además no era especialmente adinerada y no había podido costearse por sí sola todos los gastos de la expedición. Todos estos factores la aislaban un poco, a mi entender, del resto de los componentes del grupo. También fue tomando forma mi relación con Charlotte Fox y Tim Madsen. Espiritualmente estábamos muy cerca debido a la común devoción que sentíamos por las montañas. Los otros miembros de la expedición actuaban con cautela en su relación conmigo. Pete Schoening y su sobrino Klev estaban siempre juntos, aislados de los demás. Para ellos no había mucha diferencia entre un montañero ruso contratado para la expedición y los porteadores sherpas de altitud. Puede que algunas de sus reacciones tuvieran su explicación en los recuerdos de la no tan lejana guerra fría. Por añadidura, mi dominio del inglés dejaba mucho que desear y no siempre podía responder con soltura a sus preguntas, y viceversa. No me era posible tomar la iniciativa y dar consejos prácticos como se supone que debe hacer un guía, y explicar lo importante que es seguir tales consejos.

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El sábado 13 de abril los escaladores de Mountain Madness volvieron a la Cascada de Hielo y la remontaron sin incidente en dirección al Cwm Occidental[25], un panorama de tal extensión que resultaba imposible de abarcar con un objetivo gran angular, independientemente del punto donde se colocara el escalador con su cámara.

El Cwm Occidental es una oquedad glaciar, una ondulada rampa de nieve y hielo de cuatro kilómetros de longitud y pendientes cada vez más pronunciadas. En tres de sus costados está cerrada por las cumbres y aristas que conectan entre sí el Everest, el Lhotse y el Nuptse, principales cumbres del macizo del Everest. Desde ese punto privilegiado se disfruta de un panorama invisible desde el Campo Base: la amenazadora, magnífica e intimidante cumbre del Everest.

Gammelgaard, cuya personalidad voluntariosa y estilo estoico eran, según algunos, un poco pretenciosos, quedó sobrecogida por la belleza que se extendía frente a ella. «Me considero a mí misma bastante endurecida y pocas cosas me emocionan tan profundamente como esto». Al encontrarse frente a la enorme extensión, suavemente ascendente, del Cwm Occidental y frente a la montaña que había venido a escalar, Gammelgaard se apartó de los demás escaladores y lloró en silencio.

A media hora de distancia del término de la Cascada, sobre la nieve y el hielo del Cwm Occidental, situamos nuestro campo I en un lugar un poco más alto que el que normalmente hubiéramos elegido para poner las tiendas, ya que varias expediciones habían apiñado ya las suyas allí donde nosotros hubiéramos preferido. Sin embargo el nuevo emplazamiento era seguro y no le hubieran afectado de modo importante las avalanchas.

Conscientes de la necesidad de rehidratarse y entrar en calor tan pronto llegaron al Campo I, los escaladores de Mountain Madness comenzaron a fundir nieve en sus cocinas de altitud, colgadas en la bóveda de las tiendas. Pittman, que transmitió su experiencia en el Campo I al espacio de internet de la NBC, comentaba que la altitud le «ahuecaba» la mente de tal modo que el hecho de observar cómo se funde la nieve se convertía en una experiencia entretenida, algo así como ver la televisión. También expresaba su agradecimiento a Gammelgaard, que compartía con ella la tienda, y que a la hora de cenar rebuscó en su mochila y fue sacando exquisitos bocados, cortesía de uno de sus patrocinadores daneses. Mientras en las tiendas vecinas sus compañeros debían conformarse con sobres de preparados deshidratados, ellas dos se regalaban, sin ningún reparo, con frutos secos y nueces, y comían a cucharadas algo que Pittman definió como «un exótico plato nómada del Medio Oriente». El montañismo a gran altitud puede inhibir el apetito, pero este efecto no quedó documentado en el informe de Pittman para internet. Fueran cuales fueren las diferencias personales entre Gammelgaard y Pittman, lo cierto es que estaban luchando por un objetivo común. Amigas o no, estaban juntas en aquello hasta el cuello, y optaron por cooperar en aquel esfuerzo compartido.

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A la mañana siguiente, Bukreev y algunos de los otros participantes continuaron por el Cwm Occidental hasta el punto en que estaría situado el Campo II (6500 m), en tanto el resto del grupo descendía directamente hasta el Campo Base. No obstante, a la hora en que la cena salió a la mesa en la tienda comedor del Campamento Base, todo el mundo estaba de regreso sano y salvo.

Los días 15 y 16 de abril, los escaladores dejaron aparcados sus crampones y se recrearon en el descanso obligatorio. Pancakes, tortillas de queso de yak y café para el desayuno, ducha caliente y baño de sol, lectura del libro preferido o una película en el Watchman: tales fueron los retos de la rutina de aclimatación de Mountain Madness. El día 17 de abril, los miembros del grupo volvían a la tarea.

Todos los componentes del equipo excepto Sandy y Tim partieron temprano para realizar nuestro tercer recorrido por la Cascada de Hielo. Scott y yo pensábamos que los clientes eran capaces de atravesar ésta sin necesidad de una estrecha supervisión. Sandy se retrasó porque debía realizar algunas tareas en su tienda de comunicaciones. Tim, que sufría síntomas agudos de mal de altura, había descendido el día anterior hacia Pheriche junto con Ingrid, nuestra doctora, igualmente afectada… En ellos no me sorprendían demasiado estos problemas, ya que ninguno de los dos había estado previamente en cotas altas y el desafío era nuevo para sus organismos.

A pesar de las preocupaciones de Jane Bromet acerca del modo en que Pittman trataría a Fischer en los medios de comunicación, él continuaba participando en la página web de Pittman para la NBC. En la mañana de su tercera excursión pasó más de una hora con ella en su tienda de comunicaciones, tomando parte en una charla on line en internet, junto a Pittman y a Sir Edmund Hillary, que por aquellos días se hallaba en Katmandú. Hillary había aceptado tomar parte en la conversación aunque mantenía una bien conocida actitud crítica respecto a las expediciones comerciales en el Everest, en la convicción explícita de que resultan denigrantes para las montañas. Había ofrecido algunos sabios consejos: «En cualquier tipo de expedición debemos tratar la montaña con un tremendo respeto. Si eres deportista y te sientes afectado por la altitud, desciende hacia cotas más bajas y recupérate. En última instancia, el éxito en el Everest exige un cierto nivel de condición física».

Mientras Pittman se despedía y atendía otras tareas, Fischer y Bukreev abandonaron el Campo Base para hacer de «escobas», animando y ayudando a los rezagados.

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Aquel día, Bukreev calculó que había más de cien escaladores en la Cascada de Hielo. Sherpas de diversas expediciones, cargados con petates y mochilas llenas de material y provisiones ascendían hacia las zonas superiores de la montaña para instalar los campamentos de altura. Como los clientes de Fischer, multitud de escaladores de otras expediciones estaban también en marcha, realizando ascensiones de aclimatación.

De camino hacia el campo I, Scott y yo observamos a los escaladores de otras expediciones comerciales. Estuvimos de acuerdo en que, comparativamente, nuestros escaladores parecían mucho mejores, aunque por mi parte también observé que el nivel general de aptitud y preparación de todos los clientes, incluyendo los nuestros, parecía inferior al de las personas que estaban escalando por el lado tibetano el año anterior.

Con un poco de suerte lo lograríamos, pensé. Scott, Neal y yo tendríamos que planificar nuestra ascensión de tal modo que todos los miembros del grupo que estuvieran capacitados para la cumbre se encontraran en el Campo IV en el momento más adecuado para realizar un intento. Sin embargo, incluso aunque eso nos saliera bien, nuestro éxito seguiría dependiendo del tiempo. Para esto no disponíamos de seguro alguno. Ninguno de nosotros podría proteger a los clientes de los peligros de los vientos de altitud u otros cambios meteorológicos bruscos. Quizás, si teníamos mala suerte, podríamos descender y reconsiderar las oportunidades. Si había ganas, tiempo y fuerzas, tal vez podríamos aguardar una situación más favorable y volver a intentarlo. Pero para entonces, ¿cuál sería la condición física de los clientes y cómo estarían nuestras existencias de oxígeno? Yo dudaba que muchos de los clientes tuvieran fuerzas suficientes para permanecer en altitud hasta que la meteorología se volviera más favorable, y no sabía si, llegado el momento, tendríamos suficiente oxígeno para realizar un segundo intento. En definitiva, estaba seguro de que la montaña tomaría muchas decisiones por nosotros.

Si para Bukreev hubo un día de transición en la expedición, probablemente fue éste. Fischer se detuvo a esperar a Pittman, que venía escalando detrás de ellos, y Bukreev se quedó solo, pensando en su propia decisión de trabajar para la expedición de Mountain Madness. Jamás había visto una cosa así: todo aquel fastidioso despliegue electrónico, los trapicheos publicitarios, las lisonjas y el politiqueo.

Al reflexionar acerca de mis experiencias pasadas y de la variabilidad del tiempo por encima de los ocho mil metros, barajé nuestras posibilidades. Traté de pensar qué ocurriría si nos encontráramos en una situación crítica a gran altitud. ¿Bastarían mis fuerzas y las de Scott, Neal y los sherpas para controlar cualquier situación que pudiera desarrollarse?

Con gran sensatez, nuestros clientes habían partido hacia el campo I a primera hora de la mañana, porque a medida que avanzaba el día el tiempo comenzó a deteriorarse, y al anochecer la nieve comenzó a caer en grandes copos. Sólo Sandy estaba aún de camino para entonces, pero a causa de su experiencia en el Everest, en ningún momento pensé que pudiera verse en peligro.

* * *

El 18 de abril al amanecer había más de quince centímetros de nieve en el campamento de Mountain Madness. Había estado nevando mientras los escaladores dormían, pero la precipitación cesó al salir el Sol y el grupo decidió continuar hacia el Campo II para pernoctar allí. Bukreev examinó con detenimiento a los clientes y concluyó que todos ellos, a sus ojos, estaban en buena forma.

Los guías, llevando cada uno una pequeña carga, nos movíamos con los clientes a un ritmo constante sobre la nieve recién caída. Charlotte y Lene caminaban más lentas aquel día que los otros participantes, pero Sandy tenía un aspecto robusto y alegre. Su único problema era la continua tos, que, como en el caso de Neal, se agravaba a consecuencia del aire seco de la montaña.

Después de adelantar a la hilera de clientes que avanzaban, Bukreev llegó, en sólo tres horas, hasta el lugar donde los sherpas de Mountain Madness habían depositado los suministros necesarios para instalar el Campo II. Resguardados en la base de la ladera, montaron el campamento sobre un llano recubierto de piedrecillas, fragmentadas por la acción del hielo. Las tiendas del campamento quedaron bastante protegidas en un lugar en el que recibirían la tibieza del sol por la mañana, pero haría demasiado calor por la tarde.

Cuando el aire está en calma y hace sol, el emplazamiento del Campo II se satura de radiación solar, y el calor de mediodía puede llegar a ser muy intenso provocando deshidratación y somnolencia. Así pues, cuando llegué al Campo II empecé a ayudar a los sherpas, que todavía no habían levantado la tienda comedor. Mientras trabajaba, comenzaron a llegar los clientes, los primeros formando un grupo y luego el resto, siguiéndoles los pasos a unos trescientos metros de distancia.

Mientras iban llegando los clientes, Bukreev siguió trabajando con los sherpas, y cuando la tienda comedor quedó instalada, los sherpas se dispersaron a fin de ayudar a algunos de los clientes a montar las suyas. Después de haber pasado varios días trabajando con los mismos sherpas en el Campamento Base, Bukreev quedó sorprendido al ver el entusiasmo con que éstos se lanzaban a la tarea, deseando demostrar que «trabajaban bien» y buscando el favor de los clientes, que cuando quedaban contentos con sus servicios solían repartir propinas al concluir la expedición.

Bukreev no deseaba parecer «un competidor que les disputa el pan a los sherpas», y como además se sentía cansado por su rápida ascensión a lo largo de la columna de escaladores, optó por servirse un poco de té caliente y se sentó en una roca a descansar.