Capítulo 5. Camino del Everest

El día 13 de marzo, Bukreev voló desde Alma Ata hasta Delhi y de ahí a Katmandú, adonde llegó el día 15. La llegada a Katmandú suponía para él una mezcla de sentimientos. Le inspiraba una grata emoción por tratarse del punto de partida para una expedición, pero a lo largo de los años Bukreev había presenciado cómo Katmandú dejaba de ser un lugar relativamente aislado para convertirse en una ciudad de medio millón de habitantes, y este crecimiento demográfico trajo consigo muchos problemas.

En Katmandú, el aire está contaminado la mayor parte del tiempo con partículas de metales pesados en suspensión, procedentes de los gases de escape de los motores diesel, y asimismo de los residuos humanos. Ello contribuye a irritar los pulmones y puede generar enfermedades respiratorias. Por añadidura, en algunos restaurantes y puestos callejeros proliferan bacterias susceptibles de producir problemas gastrointestinales. Cualquiera de estos trastornos puede afectar a los escaladores visitantes y menoscabar gravemente su capacidad física, de modo que para quienes vienen a Nepal a escalar el Everest, uno de los primeros retos consiste en salir de Katmandú con buena salud.

***

Poco después de su llegada a la capital de Nepal, Bukreev fue a ver a Henry Todd para gestionar la entrega del oxígeno que éste había de suministrar a la expedición de Mountain Madness, pero para disgusto de Todd esta entrega no pudo realizarse. Varias semanas antes se había cargado el pedido de oxígeno en un camión que debía transportarlo desde San Petersburgo hasta Ámsterdam y desde Ámsterdam llegaría a Katmandú a bordo de un reactor. Sin embargo, según Todd, «el camión fue detenido en Rusia porque un artículo que también viajaba en el camión, y que no tenía nada que ver con nosotros, no tenía en regla los documentos necesarios para pasar la aduana, y el caso es que en lugar de sacar del camión el artículo en cuestión lo dejaron todo en tierra».

Lo único que sabía Todd era que el oxígeno que él había pedido para Fischer y para algunas otras expediciones estaba probablemente aparcado junto a la carretera en algún paso fronterizo de Rusia. Dijo que le habían prometido que el envío llegaría algún día, cualquier día, pero no sabían cuándo. Bukreev no se compadeció del problema de Todd. El oxígeno no era algo que se pudiera conseguir en cualquier tienda de la esquina. El tema del oxígeno seguía dándoles quebraderos de cabeza. Y cada vez peores.

Todd trató de tranquilizar a Bukreev. Habían hecho un trato y él cumpliría. En el peor de los casos, si el oxígeno no llegaba, Todd les cedería la provisión de oxígeno de su propia expedición.

El 22 de marzo llegó Fischer a Katmandú para reunirse con Bukreev y con P. B. Thapa. Inmediatamente se enteró del asunto del oxígeno, pero se tranquilizó ante la promesa de Todd de sacar adelante su pedido. Después, también Bukreev tuvo que dar alguna mala noticia. La tienda de altitud que había encargado hacer en los Urales a medida de sus indicaciones todavía estaba en Rusia, como el oxígeno. En principio, tendría que haber llegado en un vuelo chárter que traía a una expedición rusa, pero el chárter se había retrasado. ¡Y los clientes de Mountain Madness llegarían dentro de cuatro días!

Aquella noche Scott me invitó a cenar. Se reunieron con nosotros P. B. Thapa y dos de los sherpas contratados por Scott para la expedición, Ngima Kale y Lopsang Jangbu. Ngima sería nuestro sirdar del Campo Base y tendría bajo su responsabilidad a los porteadores, el personal de cocina, las provisiones y las operaciones generales. Lopsang había sido contratado como sirdar en la escalada, y se haría cargo de los sherpas de altitud, que trabajarían y escalarían con nosotros a lo largo de toda la ascensión hacia la cumbre.

A Bukreev le satisfacía la elección de Ngima por parte de Fischer. Ngima era un veterano que había participado en otras ocho expediciones al Everest. Con sólo veintiséis años, tenía un aspecto muy maduro para su edad y un sentido del humor que, en opinión de Bukreev, ayudaría a mantener las cosas en calma cuando llegaran los problemas logísticos que inevitablemente se producen en todas las expediciones. Con respecto a Lopsang, Bukreev se sentía menos seguro. Lopsang, de veintitrés años, había llegado con Fischer a la cumbre del Everest en su expedición de 1994 y también le había acompañado a la cima del Broad Peak al año siguiente[13]. Era la juventud de Lopsang, y no su experiencia en cotas altas, lo que creaba resquicios de duda en la mente de Bukreev.

Comentando la elección de Lopsang por parte de Fischer, Henry Todd hacía las consideraciones siguientes: «Llegar a la posición de sirdar exige mucho tiempo y es preciso demostrar la propia valía una y otra vez, tanto guiando como escalando… Nadie cuestiona las cualidades de Lopsang como escalador, pero como guía, no lo conozco». Todd opinaba que un joven sirdar que no ha tenido suficiente experiencia como líder podría «cometer todo tipo de errores y liar alguna buena».

Durante la cena hablamos de los importantes problemas del oxígeno y de la tienda de altitud que nos faltaba, y nos dividimos las tareas necesarias para lograr que llegaran al Campo Base todas las provisiones necesarias. Yo tenía que comprar algo más de cuerda de polipropileno para escalar. P. B. Thapa quedó encargado de embalar el material y los víveres y de enviarlos al aeropuerto el día 25 de marzo, fecha en que Ngima y yo habíamos de volar junto con el equipo hasta Syangboche (3900 m), con el fin de ponernos en contacto con los porteadores y conductores de yaks que habrían de trasladar nuestro equipo hasta el Campamento Base del Everest.

Terminé rápidamente con las tareas que me habían sido asignadas, así que pude disponer de algún tiempo libre antes de partir. Pasé la mayor parte de estos días con mis amigos rusos: Vladimir Bashkirov, reconocido alpinista y Serguei Danilov, piloto de helicóptero contratado por Asian Airlines. Danilov es una persona amante de la diversión y un magnífico piloto. Creo que su trabajo, que le lleva a volar entre montañas casi a diario, es tan peligroso como ser guía en gran altitud y siento hacia él una gran admiración.

Para Bukreev, pasar algún tiempo con sus amigos rusos era una forma de permanecer en contacto con su hogar y con su idioma. Durante al menos dos meses, en el Campo Base del Everest y durante los reiterados trayectos de ascenso y descenso en la montaña, Anatoli viviría y trabajaría en la compañía casi exclusiva de americanos y sherpas, para quienes el inglés sería la lengua común. Durante los dos últimos años había practicado su inglés de modo casi religioso, logrando grandes progresos respecto a los tiempos de sus primeras expediciones con alpinistas americanos y británicos, en que se limitaba casi exclusivamente a hablar por señas y a decir «sí» y «no». No obstante, aún se perdía algunas de las sutilezas propias de los chistes, cotilleos y charla general. Pero, como en cierta ocasión comentó a un amigo suyo, «no es tan importante que un guía sea un buen conversador como que sea un buen escalador». En el transcurso de la expedición, Bukreev podría comprobar la veracidad de tal precepto.

La noche del domingo antes de nuestra partida de Katmandú hacia el Everest volví a cenar con Scott, y esta vez se nos unió Lene Gammelgaard, que acababa de llegar de Dinamarca, unos días antes de la fecha en que el resto de los clientes partieran de los Estados Unidos. Cuando fuimos presentados, ella indicó que ya nos habíamos visto en el Campamento Base del Dhaulagiri en la primavera de 1991. Francamente, yo no me acordaba, porque habían sido varios los visitantes procedentes de Dinamarca que habían estado en nuestro Campo Base. Como no quería ofender, fingí que la recordaba. Scott, que escuchaba nuestra conversación, sabía que no estaba diciendo la verdad. Sonrió abiertamente y me dijo bajito: «Anatoli, eres increíble». Supongo que pensaba que resultaba imposible olvidar a alguien tan espectacular como Lene.

Después de excusarme y dejar que Scott y Lene prosiguieran su conversación, volví a mi hotel a fin de preparar todo lo necesario para partir al día siguiente, ya que Scott deseaba que yo saliera antes que él y los clientes, con objeto de supervisar a los sherpas en las tareas de instalación de nuestro Campo Base y en la coordinación de esfuerzos para el establecimiento de los campamentos superiores.

* * *

El día 25 de marzo, después del almuerzo y al mando de un helicóptero ruso de transporte, Serguei, el piloto amigo de Bukreev, despegó llevando consigo los suministros de Mountain Madness. Le acompañaban Anatoli y Ngima. No había té, café ni cócteles para los pasajeros, ni tampoco salidas de emergencia. Sólo un poco de algodón para los oídos, que les protegía contra el ruido ensordecedor de los rotores.

En menos de una hora, burlando las congregaciones de nubes y buscando el mejor camino a lo largo del valle del Khumbu, Serguei dio con el área de aterrizaje de Syangboche y tomó tierra en medio de una niebla que se espesaba progresivamente.

La niebla no permitió a Serguei retornar a Katmandú, de modo que decidió pernoctar en un lodge local mientras Ngima y yo descendíamos a Namche Bazar, donde yo había proyectado pasar la noche a fin de partir a la mañana siguiente en dirección al Campo Base del Everest. Pero el 26 de marzo estuvo lloviendo todo el día. Los empinados senderos que partían de Namche Bazar hacia Thyangboche (3860 m) estaban muy resbaladizos y eso constituía un grave problema para los porteadores y las caravanas de yaks.

El camino que lleva al Campo Base del Everest presentaba aún otros problemas en sus tramos superiores. En muchos lugares quedaba todavía abundante nieve, que en algunos puntos alcanzaba un espesor de más de un metro. Los porteadores y conductores de yaks que habían abandonado el camino, permanecían en los lodges y áreas de campamento esperando que las condiciones mejoraran.

Mi idea era recorrer en sólo cinco días la marcha de aproximación hasta el Campo Base del Everest, siempre y cuando el tiempo lo permitiera, porque aquella temporada me había preparado físicamente a conciencia. En Alma Ata había realizado en una semana dos ascensiones a montañas de más de cuatro mil metros de altitud, y el año anterior había pasado más de cinco meses en el Himalaya escalando tres ochomiles, incluyendo el Everest en 1995. Si no hubiera pasado tanto tiempo en cotas altas a lo largo de los últimos meses habría calculado para la aproximación un tiempo de diez a doce días, que era lo que Scott y yo habíamos planeado para nuestros clientes. Algunos de ellos procedían del nivel del mar y necesitarían al menos ese período para poder adaptarse gradualmente a la altitud.

Por fin, el día 27 de marzo, Bukreev pudo reanudar la marcha y partió de Namche Bazar, descendiendo al río Dudh Kosi (3250 m) y desde allí ascendiendo otra vez hasta Thyangboche. Para la mayor parte de los caminantes esta etapa resultaba sumamente dura y Bukreev llegó cansado, pero sin padecer ninguna consecuencia del incremento de altitud con respecto a Katmandú.

Al día siguiente, de nuevo en el sendero, me encontré con Ed Viesturs, David Breashears y su equipo del IMAX junto a una cascada en el Dudh Kosi, y tuve que retirarme de su vista panorámica para no estorbar la filmación. Aquella tarde llegué a Pangboche (4000 m), cerca del límite de las áreas arboladas, y en el lodge de Pangboche pude contemplar la puesta de Sol sobre el Everest y charlar un rato con Ed Viesturs y su guapa esposa.

El 29 de marzo gané mil metros de altitud, y mientras ascendía me topé aquí y allá con caravanas de yaks que se habían aventurado audazmente a través de la nieve y el barro, para frustración de los sherpas que los conducían. La marcha de estas caravanas era lenta y peligrosa, ya que con frecuencia los yaks se hundían en la costra de nieve y quedaban allí, incapaces de moverse, hasta que los sherpas los descargaban y arrastraban hacia terreno más firme.

Bukreev pasó la última noche de aproximación en Lobuche (4940 m), en una posada sherpa en la que coincidió con el equipo del IMAX. Los dormitorios colectivos sin calefacción, donde todos se acomodaban juntos sobre unas tarimas, no proporcionaban mucha intimidad pero sí refugio frente a las temperaturas por debajo de cero que aún prevalecían.

El día 30 de marzo, a eso de las 11 de la mañana, llegué al Campo Base del Everest. Había otros grupos que, como nosotros, se habían adelantado al grueso de sus equipos expedicionarios a fin de reservar sitio para sus respectivos campamentos, eligiendo sobre el rocoso terreno las parcelas donde se ubicarían las tiendas del grupo. Por el momento ya se habían montado algunas de ellas, destinadas a alojar a los sherpas que trabajaban instalando los campamentos y marcando los perímetros del territorio de cada expedición. Por lo general, las propias tiendas montadas bastan para establecer el área de un grupo determinado, pero este año uno de los equipos había ido un poco más lejos. Los trabajadores de la expedición de Adventure Consultants, de Rob Hall, habían señalado un enclave especialmente conveniente y bastante extenso pintando con un spray las letras NZ (de Nueva Zelanda) sobre unos grandes bloques de roca. Yo ya había oído comentar esta situación antes de salir de Katmandú, y también había escuchado bromas acerca de la reacción que tendría David Breashears, conocido por su preocupación ambientalista, cuando viera aquel estropicio. También Rob Hall era conocido por su actitud respetuosa hacia la naturaleza y las montañas, y todo el mundo estaba convencido de que la tropelía había sido obra de algún sherpa afectado de exceso de celo profesional, y sin consentimiento de Hall. Quienquiera que lo hubiera hecho, pensé yo, tendría que trabajar bastante para arreglar el desaguisado.

En el área del campamento de Mountain Madness llevaba trabajando casi una semana Tashi Sherpa, un joven de Pangboche y amigo de Ngima. Él y un pequeño equipo habían acudido con antelación, encargados de construir plataformas de grava y piedras sobre las que después se montarían las tiendas, a fin de evitar que se formaran debajo charcos de agua en los días más cálidos. Además, él y los otros sherpas habían levantado muros de piedra para lo que había de ser nuestra cocina, y también habían aplanado caminos de tienda a tienda para que nadie se rompiera un tobillo, como a veces ocurre.

Pasé aquella tarde realizando tareas físicas en compañía de los sherpas y seguí trabajando diariamente con ellos hasta que llegaron nuestros clientes. Me levantaba a las ocho de la mañana cuando el sol alcanzaba las tiendas, tomaba té caliente con leche e inmediatamente me ponía a trabajar. Alrededor de las diez de la mañana parábamos para desayunar chapatis con huevos, copos de avena cocidos o tsampa, que son gachas hechas con harina de cebada. Al anochecer tomábamos una comida fuerte: arroz, lentejas, sopa de ajo y cualquier tipo de verdura fresca traída por los porteadores los días anteriores. Para muchos occidentales ésta resultaría, probablemente, una dieta monótona, pero yo me había acostumbrado a ella a lo largo de muchas temporadas en el Himalaya y la prefería a los alimentos envasados y exóticos que muchas expediciones traían a las montañas. La dieta sherpa, rica en carbohidratos y acompañada siempre con muchos líquidos calientes, está perfectamente adaptada a las demandas físicas del esfuerzo en cotas altas.

A aquella altitud estas tareas resultaban bastante duras, pero para mí el trabajo forma parte del proceso de aclimatación. Creo que es muy importante exigir esfuerzo al organismo y procurarle ejercicio y actividad, ya que todo ello favorece la aclimatación. Me gustaba el horario regular y mesurado y los ritmos del trabajo, y cada noche me sentía tan cansado físicamente que conciliaba el sueño con facilidad.