Capítulo 3. Las negociaciones

Me sentía agradecido por la invitación de Scott para unirme a su expedición al Everest, y estaba muy impaciente por desarrollar una estrecha relación de colaboración con él. Pensé en mis amigos, montañeros como yo, que nunca tendrían una oportunidad igual. Destruidos sus sueños bajo el peso de las realidades económicas que sucedieron a la desintegración de la Unión Soviética, muchos de ellos jamás volverán a las montañas. Pensé en los escaladores que habían muerto en sus tentativas de hacer avanzar el montañismo soviético, tentativas que eran ya auténticas leyendas en la historia del himalayismo. A mi modo de ver, resultaba insultante presenciar cómo la causa por la que muchos de ellos habían muerto estaba hoy, también ella, muriendo lentamente.

A principios de noviembre, Bukreev y los miembros del equipo kazajo continuaban sus preparativos para la ascensión del Manaslu. Todavía cansado, tanto psicológica como físicamente, después de la escalada al Dhaulagiri que había realizado poco más de un mes antes, Bukreev se sentía comprometido en la empresa común de los escaladores kazajos y se concentraba en el desafío que ésta presentaba.

Como todas las tentativas en alta montaña, ésta presentaba una serie de riesgos propios a los que había que añadir el hecho de tratarse de una ascensión invernal y que algunos de los miembros del grupo eran jóvenes y relativamente inexpertos. Estos elementos combinados —los caprichos de la climatología invernal y las personalidades aún no puestas a prueba— no contribuían a mejorar las probabilidades de éxito, pero Bukreev, alentado por la fortaleza de los escaladores de más edad, algunos de los cuales habían alcanzado con él la cumbre del Kangchenjunga (8586 m) en 1989, no se sentía en exceso preocupado. Más tarde, Bukreev diría al respecto: «El final de una carretera es sólo el comienzo de otra nueva, aún más larga y difícil». La carretera hacia el Manaslu estuvo a punto de resultar mortal.

Fischer, que había volado a Dinamarca después de contratar a Bukreev, empezando a andar por su propia carretera, reuniendo al equipo humano que había de acompañarle al Everest. Había acudido a Copenhague para pasar algún tiempo con Lene Gammelgaard, de treinta y cuatro años, abogada, terapeuta y aventurera, a quien había conocido en el Himalaya en 1991 y con la cual se carteaba desde entonces. En su correspondencia, ambos habían sido abiertos y sinceros, Fischer acerca de su carrera y ambiciones personales, Gammelgaard acerca de su vida, sus ambiciones y su interés por la escalada, y ambos acerca del futuro.

Gammelgaard recuerda: «Después de conocernos en 1991 continuamos escribiéndonos cartas, pensando que tal vez podríamos reunirnos para escalar en Europa, o bien yo podría ir a Alaska y realizar una ascensión allí. Finalmente, en 1995, todo pareció cuajar».

Fischer había animado a Gammelgaard para que se uniera a su expedición de 1995 al Broad Peak y escalara así su primer ochomil, pero en los años que habían transcurrido desde su primer encuentro, Gammelgaard había tomado una decisión. No iba a escalar más montañas grandes. Ahora tenía nuevas prioridades y las llevó consigo a Pakistán para comentarlas personalmente con Fischer.

«Fui allá sabiendo que acabaría dejando el montañismo», afirma Lene. «Yo deseaba tener una familia, quería tener niños, asentarme, mantener mi trayectoria, pero para hacer eso no podía seguir por ahí escalando montañas».

Junto al resto del grupo expedicionario, Fischer y Gammelgaard realizaron la marcha de aproximación al Campo Base del Broad Peak, y Gammelgaard expuso claramente su decisión a Fischer. «Para mí fue una especie de punto de inflexión, en el que decidí: “Muy bien, ahora me voy a contentar con hacer sólo el trekking y veré si me siento bien así”. Fue, por tanto, una decisión muy consciente. “Bien, ahora ya soy adulta. Estoy tomando la decisión correcta”».

Gammelgaard estaba decidida, resuelta y firme en su propósito. «Entonces Scott me preguntó si quería ir al Everest en la primavera de 1996». Sin dudarlo, sin un momento de reflexión, Gammelgaard respondió inmediatamente: «¡Sí!». Ninguna mujer escandinava había alcanzado la cumbre del Everest, y éste había sido su sueño durante años. De modo que aún le quedaba una montaña por escalar.

«Volví a Dinamarca pensando: “Voy a tranquilizarme hasta ver si este tipo sobrevive al Broad Peak, porque de lo contrario no habrá expedición al Everest”. Así que, como si dijéramos, retuve el aliento un tiempo hasta que me llegó el mensaje de que había bajado sano y salvo. Entonces empecé a trabajar para conseguir financiación».

Fischer quería que Gammelgaard formara parte de la expedición y se había ofrecido para ayudarla a conseguir fondos. Gammelgaard recuerda: «Fue un trabajo muy duro, ocho o diez horas al día, continuamente llamando, escribiendo, promocionando, sirviéndome de la prensa para crearme cierta imagen pública y atraer algún patrocinador. Así que fue una especie de tarea estratégicamente planeada, con utilización de los medios de comunicación, para conseguir reunir el dinero».

En el pasado, también Fischer había tenido que reunir fondos de esta misma forma y fue de gran ayuda para Gammelgaard, pero no era el Scott de siempre. «Tenía prevista una gran expedición al Kilimanjaro para enero de 1996», recuerda ella. «Tenía un programa realmente apretado desde enero hasta la fecha de la expedición al Everest; me llamó la atención su estado de agotamiento. Estaba completamente extenuado. Siempre se encontraba cansado. Siempre estaba sintiéndose mal. Él era mi amigo, así que probé con todo cuanto se puede sugerir a un hombre adulto: tienes que descansar, realmente debes parar, tal vez tomarte un respiro de medio año, o tal vez de un año entero. Porque llevaba toda la vida obligándose a sí mismo, y hasta entonces había podido soportarlo, porque físicamente era un hombre muy fuerte».

Gammelgaard sabía que Fischer estaba luchando contra sus límites personales. Él le había escrito después de su éxito y su lesión en el K2 en 1992, reflexionando acerca de estos hechos y diciéndose a sí mismo que «tenía que volverse humilde, tenía que aprender a ser humilde, porque no quería morir en las montañas».

En opinión de Gammelgaard, uno de los problemas era la imagen que la gente tenía de él, y que Scott se sentía en la obligación de mantener. «En Pakistán, era realmente chocante ver cómo la gente que formaba parte del grupo de apoyo sólo veía en él la imagen de un héroe. Eran incapaces de apreciar al ser humano. Sencillamente, se mostraban ciegos por completo a la realidad. Tenían la imagen de lo que debe ser un héroe y se dirigían a él como si lo fuera, pero no lo veían, y yo pensaba “¿Es eso un síntoma americano? ¿Cómo pueden estar tan ciegos?” Y creo que quizás la gente de Mountain Madness, sus compañeros de trabajo, tampoco trataban de sujetarle, de decirle: “Ahora tienes que calmarte y volver al suelo”. Ellos le necesitaban para generar dinero y también él jugaba al mismo juego, así pues la culpa era suya. A nadie más se podía culpar; Scott era un hombre adulto».

***

El 6 de diciembre los kazajos y yo, diez personas en total, habíamos ascendido hasta 6800 metros en el Manaslu, y allí pasamos una noche increíblemente fría. Las temperaturas exteriores descendieron a cuarenta grados bajo cero. Al día siguiente avanzamos hasta 7400 metros y, sobre una plataforma de nieve acumulada y endurecida, instalamos lo que sería nuestro campamento más alto, el Campo IV, lugar desde el cual planeábamos realizar el ataque a la cumbre. En cada una de las dos tiendas de cuatro plazas nos comprimimos cinco escaladores y así pasamos una noche en la que el viento alcanzó casi los 100 kilómetros por hora. Mirando periódicamente el termómetro, comprobé que la temperatura apenas subió de los veinte grados bajo cero.

A las 4:00 de la mañana siguiente, con intención de partir los dos al mismo tiempo, los diez escaladores iniciaron sus preparativos para el ataque final, pero en el reducido espacio de las tiendas resultaba imposible prepararse todos al mismo tiempo, así pues decidieron escalonar las salidas. A las 6:00 de la mañana los primeros escaladores comenzaron a ascender las graduales pendientes de hielo y nieve dura que llevaban a la arista cimera, cargada de cornisas. Entre las 10:00 y las 11:30 de la mañana, ocho de los diez escaladores hicieron cumbre. Otros dos, Michael Mikhaelov y Demetri Grekov, fatigados en etapas anteriores de la ascensión, volvieron atrás antes de alcanzar la cima.

Alrededor de las 2:00 de la tarde los ocho escaladores que habían coronado la cumbre estaban de vuelta en el Campo IV, donde esperaban Michael Mikhaelov y Demetri Grekov, que habían descendido previamente. Permanecimos allí un rato para entrar en calor y acto seguido iniciamos el descenso. Mientras bajábamos hacia el Campo III, observé que muchos de mis compañeros se movían con lentitud y lo estaban pasando mal debido a la prolongada exposición al frío y a la altitud. Sobre las 6:00 de la tarde, en medio de la oscuridad, ocho de nosotros habíamos llegado al Campo III, pero algo había sucedido a Mikhaelov y a Grekov. En el Campo IV parecían estar bien y dispuestos a descender con nosotros, pero ahora no se les veía por ningún sitio. Un mensaje de radio emitido desde el Campo Base nos proporcionó alguna información, pero ninguna respuesta.

Con los prismáticos y teleobjetivos se había podido localizar desde el Campo Base a los escaladores ausentes, que a poco de iniciar el descenso se habían sentado en la nieve en una fuerte pendiente al pie del Campo IV. Imaginé que habían calculado mal sus fuerzas y que ahora estaban agotados.

Recibido el mensaje acerca de los dos ausentes, el joven escalador Marhat Gataullin y yo empezamos a subir otra vez, sin haber tenido siquiera la oportunidad de calentarnos o de tomar una bebida caliente. Nuestra ascensión se vio dificultada por la oscuridad y por miedo a que las baterías de nuestras linternas frontales fallaran en un momento crítico; encendíamos las luces sólo cuando resultaba imprescindible. Por fin, tres horas más tarde, encontramos a nuestros compañeros tendidos sobre el hielo. A uno de ellos se le habían salido los crampones[9] y no tuvo fuerzas para volver a abrochárselos sobre las botas. Les pusimos en pie y les aseguré a mi arnés de escalada, y con la asistencia de Gataullin descendimos, en medio de la niebla y con temperaturas casi tan bajas como las de la noche previa a nuestro ataque a la cumbre.

Justo antes de llegar al Campo III un par de escaladores kazajos, que habían visto las luces de los compañeros que descendían, se aproximaron al encuentro de Bukreev y los demás para ofrecerles té caliente. Mikhaelov y Grekov se relajaron al ver las tiendas iluminadas un poco más abajo del punto en que se encontraban, y comenzaron a beber ávidamente el té caliente. Uno de ellos, distraído por el té y por la proximidad de las abrigadas tiendas, perdió el equilibrio y resbaló en el hielo. Al caer, arrastró en pos de sí al otro escalador y a Bukreev, y los tres cayeron por un muro de hielo de quince metros en dirección a las fuertes pendientes de aquella vertiente de la montaña.

Sentí un tirón que me arrancó de las manos el piolet con el que estaba asegurando a los dos compañeros. Resbalamos por la ladera y caímos más de veinte metros, hasta que al fin nos detuvo una cuerda que yo había fijado a un anclaje justo un instante antes de detenernos para beber el té. Ninguno había resultado herido, pero no sé cómo perdí mis guantes en la caída. En los quince minutos que tardamos en llegar a las tiendas del Campo III mis manos se habían congelado, pero afortunadamente la exposición al frío fue tan breve que no sufrí ninguna lesión duradera.

Bukreev diría más tarde: «En el mundo no hay tanta suerte para todos. Aquella noche, supongo que yo gasté la ración de algún otro».

***

De vuelta en Katmandú con el grupo kazajo, todos a salvo y sin congelaciones, Bukreev fue a ver a P. B. Thapa, de Him-Treks, el agente de Fischer. Durante las semanas que Bukreev había estado en el Manaslu habían llegado varios faxes a su nombre, procedentes de las oficinas de Mountain Madness. Fischer quería que Bukreev comenzara, tan pronto le fuera posible, las negociaciones con Poisk, en San Petersburgo, a fin de conseguir el oxígeno necesario para la expedición, y asimismo que encargara a la fábrica de los Urales la tienda de la que había hablado con Bukreev en Katmandú.

Desgastado después de haber ascendido a dos montañas de ocho mil metros en tan corto lapso de tiempo, y deseoso de ver a su madre, viuda desde hacía un año, Bukreev volvió a Kazajstán para descansar algunos días, y después de celebrar el Año Nuevo en compañía de algunos amigos, marchó a Rusia para realizar las necesarias diligencias.

Bukreev viajó a San Petersburgo un día helado y gris, con la misión de visitar la fábrica de equipos de oxígeno de Poisk. Por el camino, pensaba que había sido muy afortunado al recibir y aceptar la proposición de Fischer. Bukreev sabía que durante el invierno muchos kazajos, georgianos, ucranianos y otros «forasteros» pasaban el día vendiendo en la calle shish kebabs, de pie en las esquinas, mientras los rusos conseguían trabajo junto a los hornos de las fundiciones. A pesar de haber nacido en Rusia, Bukreev se identificaba fuertemente con los kazajos de su país de adopción, y como montañero himalayista solía decir en broma que merecía su minoritaria posición social. Estaba contento de no tener que estar de pie en la calle, alimentando un brasero.

Bukreev se esforzó cuanto pudo en las negociaciones, pero el 29 de enero todavía no habían llegado a un acuerdo con respecto al oxígeno. Habían surgido complicaciones y las tentativas de negociación habían alcanzado un punto muerto. A través de las conversaciones con los representantes del fabricante, Bukreev supo que Henry Todd, de Himalayan Guides, con quien había estado en el Everest en 1995, había monopolizado el mercado del oxígeno, realizando un acuerdo de compra por adelantado con la condición de ser el único proveedor para el Everest, lo que de hecho le convertía en distribuidor exclusivo de Poisk. Bukreev estaba perplejo, porque había sido él mismo quien, un año antes, presentara a Todd a los fabricantes de Poisk.

Era un grave problema para Bukreev y Karen Dickinson, que llevaba los asuntos de Mountain Madness mientras Fischer estaba en África dirigiendo una ascensión en el Kilimanjaro. A finales de marzo partirían hacia Katmandú los clientes de la expedición al Everest, y para la primera semana de mayo muy bien pudieran estar a punto de realizar el ataque a la cumbre. Necesitarían oxígeno para escalar, y Mountain Madness todavía no tenía nada.

Agraviado por el intento de Todd de monopolizar la distribución del oxígeno de Poisk, Bukreev sugirió a Dickinson la posibilidad de probar suerte con Zvesda, otro proveedor radicado en Moscú, con el que Bukreev podría conseguir mejor precio que el que Todd les imponía.

En su apartamento de Edimburgo, Henry Todd recibió una llamada telefónica de Poisk. «Henry, ¿qué está pasando? Anatoli nos ha amenazado con acudir a Zvesda si no llega a un acuerdo con nosotros». Todd comenzó a rezongar, como el fuego de carbón que ardía en su sala de estar. «Soy muy malo con la gente que quiere jugar con ventaja. Me gusta ser yo quien lleve la delantera. No voy a disparar, pero me gusta llevar la delantera».

Bukreev entró en conversaciones con Zvesda pero continuó la negociación con Poisk. Si Poisk cedía y llegaba a un acuerdo con él, podría ahorrar a Mountain Madness casi una tercera parte del precio que estaba pidiéndoles Todd, y quizás incluso podría ganar una pequeña comisión para sí mismo. En West Seattle, Dickinson se apresuró a renovar su pasaporte, porque, como le dijo Bukreev, si Mountain Madness cerraba el trato con Poisk, éstos iban a pedir el dinero en metálico y por adelantado. Así que tendría que estar lista para volar a Rusia con una maleta llena de dólares.

Fischer había sido explícito en sus preferencias. Deseaba que los cartuchos de oxígeno pesaran lo menos posible. En altitud el peso cuenta mucho, y él quería que sus clientes tuvieran las mejores perspectivas posibles de hacer cumbre en el Everest. Así que Mountain Madness optó por una solución de compromiso: comprarían a Todd solamente los cartuchos que los clientes iban a utilizar en el tirón final hacia la cima. El resto del oxígeno, es decir, el que según sus cálculos emplearían los clientes a altitudes menores, así como el oxígeno para los sherpas, lo encargarían a Zvesda. Los cartuchos de Zvesda, que llevaban cuatro litros de oxígeno en lugar de los tres de las botellas de Poisk, eran además proporcionalmente más pesados.

La propuesta fue transmitida a Todd, que comentó al respecto: «Sabiendo lo indeciso que era Scott, yo no estaba muy seguro de que el trato fuera a funcionar». Los de Poisk volvieron a llamar, queriendo saber qué estaba pasando. «¿Has llegado a algún acuerdo con Mountain Madness o no habéis llegado a nada?». «No os preocupéis, todo va bien, hay un trato». Aparentemente, Todd estaba contra las cuerdas. Los de Poisk estaban nerviosos ante la perspectiva de perder el negocio y Bukreev continuaba jugando la carta de Zvesda. Todd se arriesgó a pasar a la línea dura. Llamó a Karen Dickinson y optó por presionarla.

«“¿Qué tal?”, le dije, y respondió “Bien, estamos tratando de…” “Mira”, le interrumpí. “Tengo un acuerdo con Poisk. Yo vendo Poisk. Ellos no van a vender a nadie más que a mí, no harán negocios con nadie más. El negocio es conmigo o con nadie, y hay unos juegos de máscaras y reguladores que van todos en el mismo trato. O lo tomáis todo, o… ¿sabes?, no me hace tanta falta ese dinero. No hay trato y ya está”». Dickinson, cumpliendo su papel, paró el golpe: «Pero Anatoli dice que puede conseguirnos un acuerdo mejor». Todd, cada vez más impaciente, pero con la frialdad que le era característica en situaciones extremas, respondió: «Mira, ése es el trato. Lo tomáis o lo dejáis. Firma el fax que voy a enviarte… u olvídate. A mí me da igual».

Mountain Madness capituló. Se hizo el pedido. Se firmó el acuerdo. Dickinson canceló sus planes para volar a Rusia. «Anatoli hizo cuanto pudo, y sé que probó todo para conseguir la mejor opción para nosotros, pero creo que, simplemente, se nos echó el tiempo encima, y creo que Henry Todd nos manipuló. Ya se sabe, en la guerra y en el amor todo vale. Vamos, que esta vez nos ganó por la mano».

Aunque desquiciante para los participantes en el trato, en realidad nada hubo de particular en todo el asunto. Los negocios de las expediciones, los movimientos de dinero detrás de bastidores hasta lograr poner en la montaña a los clientes, no son más dramáticos que comprarse un coche de segunda mano en Trento, en Manchester o en Osaka. En todas las aguas nadan tiburones, todo el mundo quiere el mejor precio, la factura tiene la última palabra.

En una nota de confirmación enviada a Bukreev, Karen Dickinson resume así el pedido: «En relación al oxígeno, hemos comprado a Henry Todd los siguientes artículos: 55 cartuchos Poisk de 3 litros; 54 cartuchos Zvesda de 4 litros; 14 reguladores; 14 máscaras». Números en una hoja de papel, números que más tarde serían sometidos a un minucioso escrutinio, números acerca de los cuales surgirían, más tarde, infinitas y dolorosas preguntas.

De vuelta en su oficina de Mountain Madness, Fischer envió por fax el día 9 de febrero una nota personal a Bukreev. En ella volvía a expresar su satisfacción por el papel que Anatoli jugaría en la expedición, diciéndole: «Estoy entusiasmado ante la idea de que me acompañes como guía en el Everest. Tenemos potencial para hacer cosas fantásticas. Espero de verdad que nuestra expedición resulte todo un éxito. Y si las cosas no salen bien esta vez, podremos probar suerte en otras montañas. ¿Te parece?». Así empezaba su misiva, afable y solícita, pero unas pocas frases después se centraba en un asunto resbaladizo. «Puede que el rumor no sea cierto, pero a través de unos amigos de Dinamarca he oído que existe la posibilidad de que acompañes como guía a Michael Joergensen en el Lhotse. Estás contratado para toda la temporada del Everest. Si trabajas como guía en el Lhotse, lo harás para Mountain Madness».

Michael Joergensen había formado parte de la expedición de Himalayan Guides de Henry Todd en el Everest en el año 1995 —en la que Bukreev había participado como guía— y había llegado a la cumbre, convirtiéndose en el primer danés en ascender al Everest. Él y Bukreev habían hablado de la posibilidad de hacer juntos el Lhotse, pero no habían concertado plan alguno. Bukreev no tenía intención de comprometerse con Joergensen hasta aclarar las cosas con Fischer, pero como éste había estado de viaje, Anatoli no había tenido la oportunidad de tratar con él este tema. Sabiendo que Scott estaba planeando ascender el Manaslu inmediatamente después del Everest, en compañía de Rob Hall, Ed Viesturs y algunos escaladores más, Bukreev asumió que también él estaría libre, pero Fischer no lo veía así.

Fischer, que siempre procuraba que todo el mundo quedara satisfecho, propuso un trato a Bukreev. Sabía que algunos de los clientes con los que estaba en conversaciones para ir al Everest podrían estar interesados en intentar también el Lhotse después de la expedición al Everest. «¿Qué te parece esta oferta?», preguntó a Bukreev por fax. «Tú guías al Lhotse a los clientes que nos han confirmado su interés, y nosotros te pagamos tu parte del coste de permiso y, además, otros tres mil dólares. Si Michael quiere que tú le guíes, tendrá que negociar directamente con Mountain Madness». Bukreev, que no tenía la menor intención de crear problemas, aceptó la oferta a vuelta de fax y envió a Fischer los nombres de los escaladores que quizás tuvieran interés en probar suerte en el Lhotse. Nuevo en las aguas del capitalismo, Anatoli tenía la sensación de estar nadando a contracorriente. Cuando llegara a las montañas, pensaba él, se encontraría en su medio: el hielo y la altitud. Allí, gozaba de la reputación de cometer pocos errores.