En la mañana del día 12 de mayo se había abandonado toda esperanza de recuperar a Rob Hall, Doug Hansen y Andy Harris, y los restantes miembros de la expedición de Adventure Consultants comenzaron a descender hacia la seguridad del Campamento Base. Beck Weathers y Makalu Gau, gracias a los esfuerzos de Todd Burleson, Pete Athans, Ed Viesturs, David Breashears y algunos miembros de otras expediciones que estaban en la montaña, fueron evacuados al campamento I, en donde pudo aterrizar un helicóptero que los llevó a Katmandú.
Mientras descendían los miembros del grupo de Hall, Beidleman y los clientes de Mountain Madness llegaron al Campo Base, donde pretendían descansar, recuperarse y prepararse para descender a pie hasta Syangboche. Una vez allí volarían en helicóptero hasta Katmandú. Más arriba, Bukreev había recogido cuanto pudo del material expedicionario de Mountain Madness y había emprendido, también él, el camino de descenso, llegando finalmente al Campo Base la noche del 14 de mayo.
A primera hora de la mañana del día 16, Beidleman remitía a Outside Online el informe siguiente: «El grupo parte muy pronto hacia Pheriche, a última hora de esta misma mañana. Todos estamos doloridos, curándonos… así pues, tenemos que descender de esta montaña». El Everest había terminado.
Al final de la mañana del 16 de mayo, Beidleman y los clientes de Mountain Madness comenzaron la marcha de descenso; aquella misma tarde Bukreev inició su ascensión en solitario al Lhotse.
Como Fischer había prometido a Anatoli antes del Everest, él había acordado una expedición al Lhotse, en la que participarían Fox, Madsen y Pittman, guiados por Beidleman y por Bukreev. Destrozado por la muerte de Fischer y lleno de remordimiento por no haber sido capaz de rescatar a Yasuko Namba, Bukreev deseaba internarse otra vez en las montañas. A las 5:46 de la tarde del día 17 de mayo, Anatoli llegó, en solitario, a la cumbre del Lhotse. Desde lo alto de esta montaña contempló la cima del Everest y recorrió mentalmente la ruta que él y los demás escaladores habían seguido en su descenso. Sus ojos se detuvieron unos instantes al llegar a un punto situado a 8350 metros. Era el último punto al que había llegado Scott Fischer en su descenso; Bukreev no había logrado devolverlo a casa.
El día 22 de mayo partió de Katmandú el último de los clientes de Mountain Madness. Algunos llevaban vendas que cubrían pequeñas zonas congeladas, pero ninguno había sufrido lesiones que requirieran amputación alguna. Charlotte Fox cojeaba ligeramente al caminar. Tim Madsen y Lene Gammelgaard tenían congelaciones en los dedos de las manos. Éstos eran nuestros casos más «graves». En cuanto a mí, tuve suerte. Salí adelante con una ligera congelación en la mano, que en los días siguientes me haría perder la piel de la punta de los dedos, y también ligeras congelaciones en la nariz y en los labios. Sinceramente, teniendo en cuenta la experiencia que habíamos vivido, tuvimos suerte al salir de aquello salvando todos nuestros dedos… y nuestras vidas.
Bukreev y Beidleman se quedaron algunos días en Katmandú para resolver los asuntos de la expedición, y según Anatoli, la mayor parte de la responsabilidad recayó sobre Beidleman, que se expresaba mejor en inglés. Después de su penosa experiencia, los dos hombres se sentían física y psicológicamente desgastados, y estaban deseando marchar de Katmandú, alejarse de aquella montaña. Bukreev en particular estaba ansioso por escapar de los medios de comunicación, que les habían estado persiguiendo desde que bajaron de la montaña y se refugiaron en el hotel Yak and Yeti, en Katmandú.
Parecía como si el mundo estuviera interminablemente ávido por la historia de los hechos que habían tenido lugar allá arriba. En toda mi carrera como montañero jamás había visto tanto interés por un suceso acaecido en el Himalaya. Me pregunté por las causas de semejante curiosidad. ¿Qué significa esa fascinación ante los accidentes, guerras, desastres y catástrofes? Me resultaba difícil comprender aquello.
La mayor parte de los miembros de la expedición y yo tratábamos de evitar a la prensa. Deseábamos estar en la intimidad de nuestro grupo. Para todos nosotros, era como si el mundo estuviera ahora pintado de colores más vivos, y apreciábamos con más claridad y significado los placeres simples de la vida. Aquellos que habíamos tenido la suerte de volver vivos disfrutábamos ahora descubriendo la vida por segunda vez.
El día 24 de mayo, Neal y yo conseguimos terminar con todos los asuntos que nos retenían en Nepal. Nos despedimos de los sherpas, concluimos las diligencias en el Ministerio de Turismo y nos desplazamos al aeropuerto. Ambos iniciábamos el viaje juntos hasta Denver, Colorado, y allí Neal tomaría otro avión hasta Aspen y a mí me recogerían unos amigos. Al embarcar, creo que ambos pensábamos que por un lapso de tiempo podríamos olvidar los acontecimientos del día 10 de mayo.
Bukreev y Beidleman acababan de acomodarse en sus asientos del avión de la Thai Airlines, preparándose para la primera parte de su viaje, que les llevaría hasta Bangkok para luego continuar hacia Los Ángeles y finalmente Denver. Bukreev se abrochaba el cinturón, cuando uno de los auxiliares de vuelo se aproximó y le dijo que unos amigos deseaban verle antes que el avión despegara.
Yo no sabía quién podría estar buscándome y bromeé con Neal diciendo que la Interpol buscaba al maleante ruso. Me dirigí a la sala de espera e inmediatamente fui abordado por dos periodistas con cámaras de televisión que me hicieron muchas preguntas ridículas acerca de mi estado y acerca del «significado» de mi experiencia en el Everest. Hablé durante quince minutos con aquella gente. No tiene importancia, pensé. No tiene importancia.
Bukreev se sintió perplejo por el interés de los medios de difusión y frustrado por las preguntas. Lo que había sucedido en las montañas fue una tragedia, imposible de explicar en los breves minutos que pasó con los periodistas. Su primer encuentro importante con la prensa había sido un inconveniente. A lo largo de las semanas siguientes, algunos de estos encuentros resultaron incomprensibles.
Entre Bangkok y Los Ángeles pasé el tiempo durmiendo, pero mi descanso se vio turbado por muchos sueños. Una y otra vez ascendía hacia la cumbre en el límite de mi energía, o debía acudir a rescatar a escaladores extraviados sin tener fuerzas para hacerlo. Aunque las historias eran diferentes, los sueños giraban en torno al mismo tema. Escaladores en dificultades, a quienes yo no lograba ayudar por hallarse fuera de mi alcance.
Cuando por fin llegó a Santa Fe, Nuevo México, en donde una amiga le había invitado a descansar y a prepararse para su retorno otoñal al Himalaya, Bukreev durmió la mayor parte de los primeros días que pasó en la ciudad, a veces hasta veinte horas seguidas, y las pesadillas continuaron.
Los sueños no cesaron con mi llegada a Santa Fe, y dormía de modo muy irregular. Cuando por la mañana me despertaba y desayunaba, me sentía agotado por culpa de las pesadillas y me volvía a la cama, donde volvían a comenzar. Siempre estaba buscando, tratando de encontrar a alguien. Luego sonaba el teléfono y me despertaba. No sé de qué modo, aunque creí haber hallado una cierta privacidad, los medios de la prensa me habían localizado en los Estados Unidos.
El primer periodista que dio con Anatoli fue Peter Wilkinson, editor colaborador de Men´s Journal, quien telefoneó la mañana del día 4 de junio, mientras Bukreev estaba desayunando. Wilkinson explicó que deseaba hacerle una entrevista sobre la marcha y comenzó con un par de preguntas muy concretas. Bukreev, un tanto sorprendido por lo directo de las preguntas y constreñido por su limitado dominio del inglés, tapó con la mano el micrófono del aparato y pidió consejo. «¿Qué debo hacer? No conozco a esta persona ni tampoco sus intenciones».
Luchando por comprender las preguntas y tratando de ayudar a Wilkinson, Bukreev continuó con la entrevista y finalmente abandonó la tentativa, lleno de frustración. Su manejo del inglés no era suficiente para mantenerse a la altura de las complejas preguntas de Wilkinson.
Yo no quería mantener en secreto todos aquellos asuntos, porque comprendía que aquel periodista estaba poniendo mucho interés y tratando de entender la historia desde mi perspectiva profesional, pero yo deseaba que se me comprendiera claramente.
Bukreev llegó a un acuerdo, según el cual se prestaría a continuar con la entrevista si Wilkinson conseguía un intérprete ruso. Ansioso por conseguir su objetivo, Wilkinson tenía al día siguiente una intérprete al otro lado de la línea, y Bukreev volvió a intentarlo. Se esforzó tanto como el día anterior, pero esta vez en su lengua nativa. Finalmente colgó el teléfono, exasperado. «No saben nada acerca de las montañas. ¡Y yo hablo el inglés mejor de lo que ella habla el ruso!».
Al leer la transcripción de la entrevista, que Wilkinson le había enviado por fax para que él la revisara, Bukreev se llevó las manos a la cabeza. «¡Esto es imposible! ¡No sirve! ¡No sirve!». Sus respuestas a las cuestiones de Wilkinson habían quedado completamente falseadas después del proceso de traducción. El texto, según dijo a Wilkinson, era inutilizable, y contenía tantos errores que Anatoli no podía autorizar su empleo.
La recapitulación de los acontecimientos y mis esfuerzos por responder las preguntas agravaron mis sueños, y yo luchaba para poder dormir sin aquella historia en la cabeza.
Wilkinson envió por fax sus preguntas a Bukreev, pidiéndole que las respondiera cuando estuviera seguro de haberlas comprendido.
El día 7 de junio por la mañana volé de Alburquerque a Seattle e inmediatamente me dirigí a casa de Jane Bromet y continué mi trabajo para Pete Wilkinson. Al día siguiente, justo antes de acudir al funeral público en memoria de Scott, le envié por fax los resultados de mi esfuerzo, pese a estar incompletos.
Al funeral acudieron personas de todas las partes del mundo, deseosas de honrar la memoria de Scott. Su familia y sus amigos fueron muy amables conmigo a pesar de su aflicción, y me agradecieron mis esfuerzos. Yo agradecí sus palabras, pero era muy difícil. Me sentía desolado por dentro, desconectado de la realidad del oficio que se estaba celebrando. Yo había hecho todo lo posible, pero no había logrado salvar las vidas de Scott y de Yasuko Namba. Para mí aquel funeral fue muy difícil, y aquel día permanecí inmerso en mis pensamientos, sin deseo alguno de ver o hablar a los muchos amigos míos que allí se encontraban.
Al día siguiente se celebraba otro funeral, esta vez privado, dedicado a recordar a Scott. Sus padres y amigos hablaron de modo íntimo acerca de su trabajo y su vida, y lo mismo que el día anterior, todo me resultó muy difícil. Era muy duro permanecer allí sentado y al poco me vi paseando de un lado para otro y contemplando una exposición de algunas de las fotografías de Scott. Él y yo éramos parecidos en muchos aspectos; distintos en otros; teníamos nuestras diferencias y malentendidos, pero yo sentía hacia él un gran respeto como escalador y como persona. Dentro de cinco años, o quizás menos, sólo le recordarían su familia y sus amigos más íntimos, pero yo tenía la esperanza de que todas las cosas positivas que él aportó y que le rodearon pudieran pervivir en el montañismo. En sus relaciones con sus compañeros de escalada y con sus clientes, Scott transmitía un entusiasmo y una energía que cautivaba a la gente. Quizás fue más romántico que hombre de negocios, y yo le valoraba por ello. Su fuerza, su amor por la vida y su benevolencia despertaban algo en mi interior, y yo esperaba recordar en los momentos difíciles cuánto él aportó a la escalada, y también deseaba que algunos aspectos de su modo de ser se transmitieran a mi propio estilo de vida.
Para sorpresa y disgusto de Bukreev, los funerales de Scott no supusieron tregua alguna en el acoso por parte de los medios de prensa. Acudieron varios periodistas, y él trató de responder lo mejor posible a sus demandas. Life y Turning Point de la ABC solicitaron sendas entrevistas, y Bukreev habló con ellos esforzándose al máximo por hacerse entender y deseando que su aportación lograra responder en parte a la pregunta que todos parecían hacerse: ¿Qué había pasado? Bukreev sólo conocía algunos fragmentos de la historia, y él mismo estaba aún intentando comprender qué era lo que se había torcido.
También se entrevistó con Jon Krakauer, quien estaba abordando a todos los miembros de la expedición para que narraran sus versiones de la historia. Al recordar este encuentro, Bukreev dijo que la perspectiva de la entrevista era bastante restringida y que Krakauer parecía frustrado por las limitaciones de su manejo del inglés. Con la intención de comunicar mejor su historia a Krakauer, Anatoli le entregó una fotocopia de sus propias respuestas a las preguntas de Wilkinson. En aquella copia se relataba el momento en que él y Scott Fischer se encontraron encima del Escalón Hillary, cuando este último se dirigía hacia la cumbre:
«Llegó Scott y estuvimos hablando. Le quedaba aún media hora o una hora para llegar a la cumbre. No sé si iba deprisa o no. Scott era el jefe y yo pensaba que él era muy capaz de decidir por sí mismo. Podía detenerse y esperar a los clientes, o seguir. ¿Qué iba yo a pensar? Scott era Scott. Era el responsable de la expedición. Tenía grandes cualidades naturales. Era muy fuerte. Nadie se siente demasiado bien a semejante altitud. Continuó en dirección a la cumbre. Cuando le pregunté qué tal se sentía, dijo que no muy bien, pero que “okey”. Había que conocer a Scott. Para él, todo estaba “okey”. Era un escalador muy fuerte, uno de los más fuertes de América, por tanto era difícil predecir la situación con él. Yo tenía que pensar en los demás participantes, pero nunca creí que a Scott le pudiera suceder nada malo, y le hablé sobre todo de las condiciones en que se hallaban los clientes, diciéndole que todos se sentían bien. Mi idea era que yo no sería de ninguna utilidad si esperaba allí arriba, helándome de frío. Era más práctico que yo volviera al Campo IV a fin de estar en condiciones de subir oxígeno a los escaladores que retornaban, o de ayudarles si alguno se debilitaba en el descenso. Si te quedas inmóvil a esta altitud, pierdes las fuerzas con el frío y acabas incapacitado para la acción».
A finales de julio, Anatoli obtuvo su copia del artículo de Krakauer, y casualmente el mismo día llegó Martin Adams a Santa Fe para ver a Bukreev. No se habían vuelto a encontrar desde Katmandú. En las últimas luces de una tarde de verano, sentados en un patio en torno a una gran mesa circular con varios amigos, Bukreev y Adams escuchaban mientras alguien leía el artículo en voz alta. Cuando Krakauer se refirió a él, Anatoli se inclinó hacia delante, tratando de comprender las palabras y su significado: «Bukreev llegó al Campo IV a las 4:30 de la tarde, cuando la tormenta aún no era muy fuerte, después de bajar a toda prisa desde la cumbre sin haber esperado a los clientes: un comportamiento extremadamente cuestionable en un guía».
Bukreev miró a su alrededor, preguntándose si la gente que había en torno suyo había oído lo mismo que él.
En los párrafos siguientes, el artículo de Krakauer venía a decir que si Bukreev hubiera bajado con los clientes, tal vez no hubieran tenido los problemas que tuvieron durante el descenso, y aquella sugerencia le resultó pasmosa.
«No tuve una idea clara de que el mal tiempo iba a convertirse en un problema hasta que estuve muy abajo. Lo que más me preocupaba, como a Scott, era que los clientes iban a quedarse sin oxígeno. Hice lo que Scott me dijo que hiciera. Si me hubiera encontrado más arriba en la montaña cuando la tormenta se desató con plena fuerza, es muy probable que yo hubiera muerto con los clientes. Lo creo honestamente. No soy ningún supermán. Todos podríamos haber muerto con ese tiempo».
Bukreev se excusó de la mesa y entró en la casa de su amiga para buscar su diccionario ruso-inglés. Volvió a la mesa y empezó a pasar páginas de acá para allá, buscando palabras a medida que continuaba la lectura: «La impaciencia de Bukreev por descender se debía probablemente al hecho de que no estaba utilizando oxígeno y a que llevaba relativamente poca ropa, y por lo tanto debía descender».
Esta vez Bukreev no dijo nada cuando se levantó de la mesa, pero volvió a los pocos momentos con unas fotografías en la mano. Las dejó en la mesa entre las botellas de vino y Martin Adams tomó una, en la que aparecían él y Bukreev en la cumbre. «Toli», dijo Adams, «No necesito las fotografías. Estabas tan bien vestido como cualquiera de nosotros. Fui yo quien te regaló el traje que llevabas». Quitándose el cigarro de la boca, Adams sacudió la cabeza: «¡Este tipo está fumado!». La foto que Adams tenía en la mano mostraba a Anatoli vestido con el traje de altura que Martin le compró como regalo cuando, justo antes de la expedición, adquirió para sí exactamente el mismo modelo.
En cuanto al tema del oxígeno, Bukreev se sintió tan perplejo como respecto al asunto de la ropa.
«Llevo más de veinticinco años escalando montañas, y sólo una vez lo he utilizado en un ochomil. Para mí nunca ha supuesto un problema escalar sin oxígeno, y Scott me había autorizado a ello».
Al final del artículo, Krakauer ofrecía una dramática narración de cómo, muy poco antes de llegar al Campo IV, se había encontrado con Andy Harris, uno de los guías de Rob Hall, y de cómo él había advertido a éste del peligro de una pendiente helada que se interponía entre ellos y la seguridad de las tiendas. Según Krakauer, Harris se había resbalado y caído por la pendiente, y luego probablemente había seguido cayendo por la pared del Lhotse, desapareciendo para siempre. Adams, que escuchaba en silencio la lectura de aquel fragmento, interrumpió para decir, con cierto cinismo en la voz: «Era yo. Era yo a quien vio encima del Campo IV, y ya se lo he dicho». Unas semanas antes de que Adams viniera a Santa Fe, Krakauer le había telefoneado para preguntarle si pudiera haber sido él y no Andy Harris la persona a quien había encontrado durante su descenso, antes de llegar al Campo IV. Adams colgó el teléfono y releyó una entrevista que le habían hecho a Krakauer poco después del desastre. Al volver a considerar la descripción física de los hechos por encima del Campo IV y recurriendo a sus propios recuerdos, Adams llegó a la conclusión de que Krakauer había cometido un error. Volvió a telefonear a Krakauer para decirle que estaba convencido de que la persona a quien Krakauer había encontrado antes del Campo IV no había sido Andy Harris, sino él. Como Krakauer parecía reacio a aceptar esa posibilidad, Adams le dijo: «Vamos a hacer una apuesta. Noventa y nueve contra uno, a que era yo». Krakauer, según Adams, quería más pruebas y no aceptó la apuesta.
Bukreev se sintió pasmado y ofendido por el artículo, pero sobre todo desconcertado. ¿Qué motivo podía tener Krakauer para representarle del modo en que lo había hecho? Bukreev había entregado a Krakauer una copia de las respuestas que había ofrecido a Wilkinson, y en aquellas respuestas explicaba por qué había descendido antes que los clientes. ¿Quizás Bukreev no había comprendido las preguntas de Krakauer? ¿O tal vez Krakauer no le había comprendido a él? Además, cuando a principios de junio Anatoli fue invitado a las oficinas de Outside para discutir la posible utilización de algunas de sus fotografías de la expedición para ilustrar el artículo de Krakauer, él había llevado al departamento editorial de Outside otra copia de aquella misma entrevista para Wilkinson que había facilitado a Krakauer. Según Bukreev, en Outside nadie había comprobado los detalles relativos a su conversación con Scott Fischer encima del Escalón Hillary, ni a la forma en que iba vestido el día de la cumbre.
El día 31 de julio, con la ayuda de algunos amigos, Anatoli escribió una carta a Mark Bryant, editor de Outside.
31 de julio de 1996
Sr. Mark Bryant, Editor
Revista Outside
400 Market St.
Santa Fe, New Mexico 87501 USA
Apreciado Sr. Bryant:
Le escribo porque pienso que el artículo de Jon Krakauer Into Thin Air, que aparecerá en su número de septiembre de 1996, critica injustamente las decisiones que tomé y las acciones que realicé el día 10 de mayo de 1996 en el Everest. Aunque respeto al Sr. Krakauer, comparto algunas de sus opiniones acerca de la labor del guía a gran altitud, y creo que él hizo cuanto estaba en sus manos para ayudar a sus compañeros escaladores aquel trágico día en el Everest, pienso que su falta de proximidad en algunos de los acontecimientos y su limitada experiencia a gran altitud pueden haber interferido en su capacidad para evaluar objetivamente los sucesos acaecidos el día de la cumbre.
Basé mis actos y decisiones en más de veinte años de experiencia en grandes altitudes. A lo largo de mi carrera he ascendido tres veces al Everest. En doce ocasiones he escalado montañas de más de ocho mil metros. He ascendido siete de los catorce ochomiles de la tierra, siempre sin utilizar oxígeno auxiliar. Sin embargo entiendo que esta experiencia puede no ser una respuesta suficiente para las preguntas que formula el Sr. Krakauer, así pues ofrezco los detalles siguientes.
Después de haber fijado las cuerdas y abierto huella hasta la cima, permanecí en la cumbre del Everest desde la 1:07 de la tarde hasta aproximadamente las 2:30 de la tarde, esperando que llegaran otros escaladores. Durante aquel lapso de tiempo sólo accedieron a la cima dos clientes de Mountain Madness. Eran Klev Schoening, a quien se ve en la fotografía de cumbre, tomada por mí, y Martin Adams, ambos pertenecientes a la expedición de Scott Fischer. Preocupado ante el hecho de que no llegara nadie más a la cima y debido a que no disponía de enlace por radio con las personas que había más abajo, empecé a preguntarme si se encontrarían en una situación difícil, y tomé la decisión de descender.
Justo debajo de la cima encontré a Rob Hall, jefe de la expedición neozelandesa, que parecía estar en buenas condiciones. Después pasé junto a cuatro de los escaladores clientes de Scott Fischer y a cuatro sherpas de la expedición, que aún estaban ascendiendo. Todos tenían buen aspecto. Más tarde, justo encima del Escalón Hillary, encontré a Scott Fischer y estuve hablando con él. Estaba cansado y ascendía con esfuerzo, pero dijo que sólo iba un poco lento. No aparentaba estar sufriendo ningún trastorno, aunque ahora he empezado a sospechar que su reserva de oxígeno estaba ya agotada. Dije a Scott que el ritmo de la ascensión estaba siendo muy lento y que me preocupaba el hecho de que los escaladores pudieran quedarse sin oxígeno antes de llegar al Campamento IV. Le expliqué que quería bajar cuanto antes al Campo IV para calentarme y para preparar una provisión de oxígeno y de bebida caliente por si se presentara la necesidad de volver a subir para auxiliar a los escaladores en su descenso. Como lo había hecho Rob Hall poco antes, también Scott aprobó este plan. Me quedé tranquilo con la decisión, sabiendo que cuatro sherpas, Neal Beidleman (que, como yo, era guía de la expedición), Rob Hall y Scott Fischer podrían encargarse de acompañar a los clientes en su descenso hasta el Campo IV.
Entiéndase que a estas alturas todavía no había indicios claros de que el tiempo fuera a cambiar y a estropearse con tanta rapidez como lo hizo.
Gracias a mis decisiones, (1) pude estar de vuelta en el Campo IV poco antes de las 5:00 de la tarde (retrasado por la tormenta que avanzaba), preparé provisiones y oxígeno, y a las 6:00 de la tarde comencé a ascender solo en plena ventisca para localizar a los escaladores extraviados; y (2) conseguí por fin localizar a los escaladores perdidos e inmovilizados, pude darles oxígeno y té caliente y proporcionarles el soporte físico y la fuerza que necesitaban para volver a la seguridad del campamento.
El Sr. Krakauer formula también una cuestión concerniente a mi ascensión sin oxígeno, y sugiere que mi eficacia pudo haberse visto comprometida por tal decisión. A lo largo de mi carrera, como ya he explicado antes, he escalado habitualmente sin utilizar oxígeno auxiliar. En mi experiencia, y una vez aclimatado, siempre ha sido para mí más seguro escalar sin oxígeno, con el fin de evitar el efecto de pérdida súbita de aclimatación que tiene lugar cuando se termina la reserva de oxígeno auxiliar.
Debido a mi particular fisiología, mis años de escalada a gran altitud, mi disciplina, la particular atención que presto al proceso de aclimatación y el conocimiento de mis propias capacidades, siempre me he sentido cómodo con esta elección. También Scott Fischer estaba conforme con mi decisión, y me había autorizado a escalar sin utilizar oxígeno auxiliar.
A todo esto deseo añadir que como medida de precaución, y para cubrir la posibilidad de que el día de cumbre me viera en la necesidad de hacer frente a una demanda física extraordinaria, llevaba en mi mochila una botella de oxígeno, una máscara y un reductor[49]. A lo largo de la ascensión, estuve escalando cierto tiempo junto a Neal Beidleman. A 8500 metros de altitud, después de haber valorado positivamente mi condición física, decidí entregar mi botella a Neal, cuya reserva de oxígeno me preocupaba. A la vista del prolongado esfuerzo que más tarde hubo de realizar Neal para descender de la montaña acompañando a los clientes, estimo que fue una decisión acertada.
Por último, el Sr. Krakauer plantea la cuestión de cómo iba yo vestido el día de la cumbre, sugiriendo que no iba adecuadamente protegido frente a los elementos. Una ojeada a las fotos de cumbre revela que yo vestía un equipo de altitud del tipo más avanzado y de la máxima calidad, similar, o mejor, a los que llevaban los demás miembros de nuestra expedición.
Finalmente me gustaría decir que desde el día 10 de mayo de 1996, el Sr. Krakauer y yo hemos tenido muchas oportunidades para reflexionar acerca de nuestras respectivas experiencias y recuerdos. He pensado mucho acerca de lo que hubiera sucedido si yo no hubiera realizado un descenso rápido. En mi opinión: debido a las condiciones meteorológicas y a la falta de visibilidad que más tarde se desarrollaron, creo que es posible que yo mismo hubiera muerto junto a los clientes a quienes, en la madrugada del día 11 de mayo, conseguí hallar y traer al Campo IV, o bien hubiera tenido que abandonarles en la montaña e ir a buscar ayuda al Campo IV en donde, como más tarde se hizo patente, no había nadie dispuesto o capacitado para dirigir una operación de rescate.
Sé que, como yo, el Sr. Krakauer lamenta profundamente la pérdida de nuestros compañeros escaladores. Ambos hubiéramos deseado que los acontecimientos se hubieran desarrollado de un modo muy diferente. Lo que ahora podemos hacer es contribuir a que se alcance una comprensión más clara de lo que sucedió aquel día en el Everest, con la esperanza de que las enseñanzas que de ello se deduzcan ayuden a reducir los riesgos a otras personas que, como nosotros, aceptan el desafío de las montañas. Deseo tenderle mi mano y alentar sus esfuerzos.
Atentamente,
Anatoli Nikolaievich Bukreev
2 de agosto de 1996
Sr. Brad Wetzler
Revista Outside
400 Market Street Santa Fe, NM 87501
Estimado Sr. Wetzler:
Al considerar su propuesta del 1 de agosto (que incluyo) en la que me solicita reducir mi respuesta a cuatrocientas palabras, me siento de modo muy parecido a como se sintió Jon cuando dijo que la prensa le asediaba. Mi respuesta a las alegaciones de Jon no es «reducible a frases pegadizas». El asunto viene a ser así.
Cuando Jon escribió sus comentarios acerca de mi decisión de descender, él tenía sobre su mesa la transcripción de una entrevista en la que yo explicaba mi decisión y también la aprobación de ésta por parte de Scott. Esta misma entrevista estaba en manos del personal del departamento de comprobación de hechos de su editorial antes de que el número de septiembre entrara en prensa. Sin duda, Jon está en su derecho de exponer sus especulaciones, opiniones y análisis, pero me pregunto por qué, si contaba con información contraria, no se molestó en telefonearme para tratar de aclarar las cosas. Mi paradero era conocido, y él tenía los números de fax y teléfono en los que contactar conmigo.
Los comentarios de Jon acerca de mi vestimenta del día de cumbre quedan claramente invalidados con una simple ojeada a las fotografías que se tomaron en la cima. No logro imaginar por qué él ha concedido relevancia alguna a este asunto.
Los comentarios de Jon acerca del hecho de que yo no usara oxígeno son igualmente desconcertantes. Cualquiera que conozca mi historial alpinístico, que he facilitado a Jon, sabe que habitualmente escalo sin oxígeno y que mi rendimiento sin él ha sido excepcional. Además, como mencioné en mi carta del 31 de julio, estaba autorizado para escalar sin oxígeno porque Scott Fischer confiaba en mi historial y en mis cualidades como escalador. Creo que mi trabajo y mis esfuerzos de los días 10 y 11 de mayo de 1996 confirman la confianza que Scott había puesto en mí.
Considerando en su totalidad los comentarios, me pregunto lo siguiente: si Krakauer tenía sobre la mesa datos contrarios a la alegación que él presentaba o que hacían dudar de su veracidad, ¿por qué no se comprobaron los hechos, ni se hicieron llamadas, ni se trató de aclarar lo sucedido?
Uno de los editores de Outside, Brad Wetzler, respondió el día 1 de agosto indicando que esta carta era demasiado larga para poder publicarla en la sección «Cartas al Director», pero ofreció resumir la respuesta de Bukreev en una versión de cuatrocientas palabras, que pudiera adaptarse al formato de la sección. Bukreev declinó el ofrecimiento.
Al escribir mi carta del 31 de julio y al responder a su nota del 1 de agosto, en ningún modo deseo sugerir que mis acciones —o las de cualquier otra persona— de aquel día en la montaña estén por encima de todo análisis. Todos nosotros nos hemos obsesionado mil veces con el «¿qué hubiera pasado si…?». Pero, como ya he explicado, no estoy de acuerdo con unos análisis que carecen de base real.
Si lo que aquí se discute fuera un croquis de ruta mal dibujado o una altitud incorrectamente expresada, no tendría inconveniente en restringir mi texto a esas cuatrocientas palabras. Pero aquí se están barajando cosas más importantes, y con todo mi respeto le suplico reconsidere estos aspectos y publique mi carta en su forma íntegra.
Suyo atentamente, Anatoli Bukreev
El día 2 de agosto, Wetzler respondió, ofreciéndose de nuevo a revisar la carta original de Anatoli de modo que quedaran más definidos sus «argumentos» y de que «probablemente» resultara «un escrito dotado de más fuerza». Esta vez, Wetzler ofrecía un espacio de 350 palabras. Bukreev declinó de nuevo.
5 de Agosto
Sr. Brad Wetzler
Revista Outside
400 Market Street Santa Fe, NM 87501
Estimado Sr. Wetzler:
Gracias por su carta del día 2 de agosto y por haber considerado mi petición.
Su oferta de revisión de mi escrito es generosa, pero me resulta imposible responder a Jon Krakauer en 350 palabras. Las cuestiones implicadas son complejas: alegaciones infundadas, insinuaciones, aspectos de ética periodística y profesionalidad, expresión de los sentimientos personales, y mi deseo de alentar un análisis basado en los hechos reales tal y como sucedieron en el Everest.
Corregir mi carta con la intención de que resulte más polémica o de que tenga más fuerza, llevaría a diluir los detalles y a comprometer mis intenciones.
Le agradezco sinceramente la atención prestada a este tema.
Anatoli Bukreev
Nueve meses más tarde, en abril de 1997, salió a la calle el libro de Jon Krakauer Into Thin Air, una versión ampliada de su anterior artículo publicado en Outside. A pesar de las extensas entrevistas que el autor realizó después de escribir el artículo original, la postura de Krakauer respecto al papel de Bukreev en los acontecimientos del Everest había cambiado muy poco. En el libro, sin embargo, citaba los comentarios de Bukreev tal y como se recogían en la entrevista de Wilkinson que él había aportado en junio de 1996. «Estuve en la cumbre alrededor de una hora… Hace mucho frío y eso, lógicamente, me roba energía… En mi opinión, no servía de nada que yo me quedara allí esperando, helándome. Sería más útil si yo volvía al Campo IV para estar en disposición de subir oxígeno a los escaladores que bajaban, o para ayudarles si alguno se debilitaba durante el descenso… Cuando uno se queda inmóvil a esa altitud, el frío le hace perder energías y le vuelve incapaz de hacer cualquier cosa».
Krakauer continúa su narración, diciendo que «por alguna razón, él descendió adelantándose al grupo». Igual que en el artículo original, Krakauer induce al lector a sospechar que Bukreev había actuado de manera unilateral, únicamente preocupado por su propio bienestar.
Comparando la cita de Krakauer con las palabras de Bukreev en su entrevista con Wilkinson, resulta patente que Krakauer suprimió las razones expuestas por Bukreev para explicar su rápido descenso. «Le pregunté, desde mi posición y con mis preocupaciones, qué deseaba él que yo hiciera. ¿Y qué dijo él? Comentamos la necesidad de que abajo hubiera una persona de apoyo. Hablamos sobre mi descenso. Él dijo que le parecía un buen plan. Que, por el momento, todo iba bien».
De nuevo Bukreev quedó sorprendido ante el modo en que Krakauer describió su descenso, y se preguntó por qué Krakauer insistía en ignorar el hecho de que él no había tomado una decisión unilateral, sino que había actuado conforme al criterio de su jefe de expedición, Scott Fischer. Bukreev se sorprendió aún más al escuchar la entrevista que su coautor, Weston DeWaIt, mantuvo en marzo de 1997 con Jane Bromet, agente publicitaria de Fischer en el momento de la tragedia, con la que Scott había tratado numerosos detalles durante la planificación de la expedición. La entrevista había discurrido del modo siguiente:
BROMET: Sabes, hay algo que deseo decirte. No sé si debo contarlo o no, pero el hecho de que Anatoli volviera a subir era una de las cartas que Scott había tenido en la manga; esto es, que formaba parte del plan.
DEWALT: ¿Qué quieres decir con eso de «el plan»?
BROMET: Quiero decir que Scott me había dicho —ya sabes, a modo de especulación— que si en algún momento llegaran a surgir problemas durante el descenso, Anatoli podría bajar rápidamente y volver a subir con oxígeno, o lo que hiciera falta.
DEWALT: ¿Estás diciendo que Scott te hizo este comentario antes del asalto final?
BROMET: Sí, fue en el Campo Base, varios días antes [del asalto final del día 10 de mayo de 1996].
DEWALT: A ver si lo he entendido. Scott te dijo que en caso de que surgiera algún problema, Anatoli recibiría instrucciones de bajar y prepararse para auxiliar a los escaladores en su descenso.
BROMET: Sí, eso es lo que dijo.
DEWALT: ¿Dijiste eso a Krakauer cuando te entrevistó? ¿Le dijiste exactamente lo que acabas de decirme?
BROMET: Sí.
El día 29 de mayo de 1997, apareció en el Wall Street Journal una crítica del libro Into Thin Air de Jon Krakauer. El prestigioso escritor e himalayista Galen Rowell comenta así la visión que Krakauer ofrece del papel de Bukreev en los sucesos acaecidos en el Everest:
«Anatoli Bukreev aparece como un intransigente guía ruso que no ayuda a los clientes y que irresponsablemente se niega a utilizar oxígeno auxiliar. En este relato, Bukreev emerge de la crisis más como un trabajador errante que finalmente cumple con su tarea que como el héroe mítico en que seguramente se hubiera convertido en otra época. Mientras el Sr. Krakauer dormía y ningún otro guía, cliente o sherpa lograba reunir la energía y el valor necesarios para abandonar el campamento, el Sr. Bukreev realizó varias escapadas en solitario en medio de la ventisca y en plena oscuridad, a más de ocho mil metros de altura, para rescatar a tres escaladores que estaban a punto de perecer. La revista Time olvidó mencionarle en un artículo de tres páginas, después que una neoyorquina de buena sociedad se ha negado, inconcebiblemente, a reconocer que él la había salvado.
»El Sr. Bukreev es rotundamente criticado por haber descendido antes que los clientes. Aunque el Sr. Krakauer reconoce al Sr. Bukreev ciertas capacidades, nada hace por reflejar la verdadera historia de uno de los rescates más asombrosos de la historia del montañismo, realizado en solitario y pocas horas después de haber escalado el Everest sin oxígeno, por un hombre que algunos describen como el maestro del himalayismo. El Sr. Bukreev ha escalado muchas de las cumbres más altas de la tierra solo, en el día, en invierno y siempre sin oxígeno (por razones de ética personal). Bukreev, que ya había ascendido en dos ocasiones al Everest, previó que los clientes que descendían hacia el campamento iban a tener problemas y, consciente de la presencia de otros cinco guías en la ruta, se situó en el lugar preciso para estar descansado e hidratado en previsión de una emergencia. Su heroísmo no fue una casualidad».