En la Cumbre Sur, cien metros por debajo de la cumbre del Everest, Martin Adams encontró a un Beidleman no demasiado contento. «No sé por qué, pero apenas hablaba, parecía estar de mal humor. Me senté, me quité la mochila y saqué la botella de agua porque tenía sed, y ofrecí de beber a Neal, que la aceptó porque la suya estaba completamente congelada».
Durante un rato, tal vez veinte minutos según recuerda Adams, permanecieron allí casi sin hablarse, y entonces Beidleman se levantó y descendió a una especie de sala natural, justo debajo de la Cumbre Sur, que ofrecía algo más de protección frente al viento. Adams le siguió, y según él, una vez sentados, Beidleman preguntó a Adams: «¿Cuánto oxígeno te queda?». Adams se quitó la mochila, porque su medidor de presión iba instalado, como el de todos los demás equipos de oxígeno, sobre la parte superior del cartucho. «“En mi medidor pone cinco libras”, y entonces yo le pregunté: “¿Cuánto tienes tú?” y él me dijo: “También tengo cinco libras, pero Toli me ha dado su botella llena”».
La impaciencia de Adams ante el cariz de la ascensión comenzó a sumarse a su inclinación natural a la acción.
No era de los que se quedan sentados sin más. Incluso en su estado levemente hipóxico comprendía con claridad que estaba respirando el último oxígeno de su segunda botella.
«Así que, aunque sabía que eso pudiera ser estirar demasiado mi suerte, le dije a Neal: “¡Vámonos! Dame esa botella llena y vámonos”. Pero él dijo: “No, no voy a darte esa botella”. Así que insistí: “Bueno, yo tengo cinco libras, dame tus cinco libras y vámonos de aquí”. Y él accedió a eso, pero no nos fuimos a ningún sitio».
Adams empezó a sentir una sana preocupación. Miraba sin cesar hacia atrás, tratando de ver a alguno de los sherpas de Mountain Madness que debían llegar con los nuevos cartuchos de oxígeno, y recuerda que prácticamente sólo pensaba una cosa: «¿Cuándo van a empezar a funcionar bien las cosas?». Aún faltaba bastante tiempo para ello.
Justo antes de llegar a la Cumbre Sur dejé que Tim Madsen pasara delante en las cuerdas fijas, y me alentó ver que se movía con rapidez, vigorizado por el oxígeno. Cuando llegué a la Cumbre Sur encontré allí a Martin, Neal, Ang Dorje, Tim y algunos otros, pero nadie se movía. Parecía que no tenían ganas de seguir adelante. Estaba despejado y hacía sol, y aunque empezaba a levantarse viento, todos estábamos entrando en calor en el interior de nuestros trajes de pluma. Debido al largo tiempo que llevábamos moviéndonos, nuestras energías estaban empezando a disminuir y nadie parecía tener prisa.
Al cabo de más de una hora de haber llegado a la Cumbre Sur, Adams reconoció al primero de los sherpas de Mountain Madness y se dirigió a su encuentro para pedirle su tercera y última botella. Tiró su cartucho casi vacío y el que le había dado Beidleman, conectó el tubo a la botella llena y comenzó a respirar con más facilidad. Tenía al menos otras seis horas de oxígeno: más que suficiente, pensó él, para hacer la cumbre y volver al Campo IV. Adams, un tipo generalmente sagaz, asumió como válida aquella suposición que había basado literalmente en la nada. Estaba equivocado.
Mirando a mi alrededor mientras descansaba, observé que Ang Dorje parecía cansado. Tampoco los otros sherpas parecían muy dispuestos a seguir adelante, aunque yo tenía entendido, ya desde antes del tirón final, que serían los sherpas quienes fijaran las cuerdas en el Escalón Hillary.
Allí en la Cumbre Sur comencé también a preguntarme dónde estaba Scott. Quizás fuera necesario enviar de vuelta a algunos clientes desde este punto, pero Scott no estaba aquí para hacerlo. Y yo no me sentía con derecho a tomar una decisión como esa. Los clientes habían pagado mucho dinero y era Scott, y no yo, la persona autorizada por ellos.
Adams, quien probablemente conocía a Bukreev mejor que ningún otro cliente, ha dicho que tal vez éste no hubiera podido enviar de vuelta a los escaladores, pero piensa que Beidleman sí podría haberlo hecho. «Desde luego, hubiera sido una tarea desagradable, pero creo que si él hubiera ejercido como líder, ellos se hubieran dado la vuelta… Claro, que es concebible que alguien no hubiera accedido a obedecerle».
Y probablemente así habría sitio. Gammelgaard ha dicho que el día de cumbre su estado mental la hubiera hecho desobedecer cualquier intento de hacerla descender. «Sabes, estar ahí arriba es un juego muy aventurado. Cuando decides intentar la cumbre, sabes que te arriesgas a morir. Es una parte de la ascensión tremendamente peligrosa… pero te gusta el riesgo, eres un aventurero, estás loco o algo así, de lo contrario no lo harías». Sin embargo, añade Gammelgaard, si hubieran existido unas normas impuestas con antelación, ella las habría respetado. «Está claro, somos una expedición. Si hubiéramos aceptado unas reglas, yo me hubiera guiado por ellas, no importa cuáles fueran». Sin embargo, dice Gammelgaard, «Nunca oí a nadie hablar de una hora límite para iniciar el retorno. La única vez que se dijo que había un punto de retorno fue el primer día que ascendimos por la Cascada de Hielo, y todo el mundo se guio por aquella regla».
***
En un artículo sobre Scott Fischer que apareció en el Seattle Weekly seis semanas después del día de cumbre, el periodista Bruce Barcott comentaba la filosofía de Fischer acerca de la instauración de horas límite. «Todo escalador tiene una lista de normas personales que acostumbra a seguir, a modo de reglas de supervivencia. Una de las normas de Fischer era la Regla de las Dos en Punto. Si no estás en la cumbre a las dos, date la vuelta. La oscuridad no es una buena amiga».
Fischer nunca estableció una hora límite para el día de cumbre. Nunca dijo: «Si no estáis en el lugar X a la hora que sea en punto, debéis iniciar el retorno». En lugar de ello, había ideado junto con Beidleman y Bukreev una sencilla estrategia, adaptada de la táctica que había estado utilizando a lo largo de toda la expedición. Su sirdar, Lopsang Jangbu, y sus guías Bukreev y Beidleman, se turnarían a la cabeza del grupo. Él iría en la retaguardia, e instaría a descender a aquellos clientes que fueran quedándose rezagados. Si surgía algún problema, Scott establecería contacto con Lopsang Jangbu, quien se suponía iba a mantenerse siempre en la cabeza del grupo o en sus proximidades. Ni Beidleman ni Bukreev llevaban radio.
Hall, por su parte, había evadido la cuestión de establecer una hora límite específica. Algunos de sus escaladores habían entendido que ésta sería la una; otros pensaban que las dos; algunos más creían que podría ser la una o las dos, y que la decisión final se tomaría en marcha.
Después de esperar casi una hora en la Cumbre Sur empecé a comprender que nadie iba a iniciar acción alguna, así que hablé con Neal y decidimos que entre los dos fijaríamos las cuerdas necesarias hasta la cumbre. De nuevo en la arista, desenterré de la nieve varios tramos de cuerdas antiguas, pero con el fin de agilizar la ascensión decidí seguir hasta el Escalón Hillary y dejar que los guías y sherpas que venían detrás equiparan aquella sección de la ruta.
El Escalón Hillary es un resalte de la arista sureste, una torre de roca de unos diez metros de altura y tan conspicua que algunos de los clientes de Mountain Madness la habían divisado desde Thyangboche con la ayuda de un teleobjetivo. Ofrece un formidable reto físico y psicológico a los escaladores que llegan a su base, después de doce horas de ascensión, agotados y respirando tres o cuatro veces por cada paso. Su inmediata presencia resulta intimidante y desalentadora, y no es raro que muchas personas abandonen la ascensión en este punto.
Este obstáculo me resultaba familiar porque cuando en 1991 subí al Everest por esta misma ruta hube de ascender el Escalón Hillary solo y sin cuerdas fijas. De todos modos la escalada de este tramo exige bastante destreza, y era necesario asegurar a nuestros clientes. Neal permaneció abajo desplegando la cuerda que le había dado uno de los sherpas, y en tanto él me aseguraba yo iba fijándola a los anclajes instalados allí por expediciones anteriores.
Llegué a la parte superior del Escalón Hillary y fijé la cuerda, y al poco subió Neal seguido por Andy Harris, uno de los guías de Rob Hall, y por uno de los clientes más fuertes, Jon Krakauer.
Apremiado por la necesidad de seguir avanzando para acondicionar las secciones superiores del itinerario que llevaba a la cumbre, Bukreev había dejado sin equipar un tramo de la ruta por debajo del Escalón Hillary, en el entendimiento de que se ocuparían de ello los guías que venían detrás. Sin embargo Harris y Krakauer habían pasado de largo sin instalar cuerda alguna, por lo que aquel punto se transformó en «la parte más expuesta de la ruta, en la que los escaladores se veían obligados a realizar sin protección alguna una travesía bastante precaria donde un resbalón podría resultar fatal», tal y como más tarde lo describiría Martin Adams.
En lo alto del Escalón Hillary, Krakauer sacó un rollo de cuerda que Ang Dorje le había entregado en la Cumbre Sur, y discutieron el modo en que habían de actuar. Por encima del Escalón Hillary, la arista sureste obliga a los escaladores a seguir una pendiente de nieve suavemente ondulada, y como el viento era cada vez más fuerte a medida que pasaba el tiempo, decidieron fijar una cuerda más. Al ver muchas manos dispuestas a realizar este trabajo, Bukreev decidió adelantarse y seguir abriendo huella a lo largo de las pendientes superiores.
Partió Bukreev, y Krakauer, cada vez más preocupado por su reserva de oxígeno, explicó su «problema» a Beidleman y le preguntó si habría algún inconveniente en que él, Krakauer, prosiguiera su camino hacia la cumbre dejando a Beidleman la tarea de fijar la cuerda. Beidleman accedió. «Le dije, de acuerdo, márchate, y deslié la cuerda… Martin [Adams] estaba un poco más abajo, y le pregunté si podía ayudarme dándome cuerda y fijando el extremo a un anclaje, y él aceptó. Ascendí seis u ocho metros, hasta que la cuerda se enredó en las rocas… Finalmente, Martin me ayudó a desatascar la cuerda de entre las piedras. Continué hasta llegar a una estaca de nieve, en la que fijé la cuerda. Luego continué otros catorce o quince metros, buscando un nuevo anclaje. No encontré ninguno».$
Beidleman no pudo encontrar ningún otro punto adecuado para fijar la cuerda. Para no dejarla extendida sobre la nieve, con el consiguiente peligro de que algún escalador se conectara a ella creyendo erróneamente que estaba fija, Beidleman lanzó la cuerda sobrante hacia el lado de Tíbet.
La longitud del tramo de cuerdas fijas que inicialmente se habían propuesto instalar había quedado, en última instancia, reducido a menos de la mitad.
A la 1:07 de la tarde, Bukreev alcanzó la cumbre del Everest, con más sensación de alivio que de júbilo. El objetivo marcado era llegar a la cumbre lo antes posible para que los clientes pudieran retornar al Campo IV aún con oxígeno, y a pesar de que ya era bastante más tarde de lo que hubieran deseado, Bukreev creía que todavía podrían conseguir su objetivo, siempre que el resto de los participantes no tardaran mucho en llegar. El margen de tiempo era bastante estrecho, pero aún resultaba factible. E incluso si alguno de ellos se quedaba sin oxígeno poco antes de llegar al Campo IV, las consecuencias no tendrían por qué ser desastrosas, porque una vez en la ruta de descenso es posible moverse durante bastante tiempo incluso sin oxígeno. Aunque es imposible predecir durante cuánto tiempo.
A la 1:12 de la tarde, siguiendo la huella abierta por Bukreev, Krakauer pisó la cumbre, y al poco le siguió Harris. Beidleman, en pos de Harris, «se movía bastante despacio», según Adams. «Me pidió que abriera un poco más el flujo de su botella de oxígeno, y así lo hice, y ambos continuamos nuestro camino hacia la cumbre. Cuando estábamos casi llegando, me pidió que lo abriera otro poco, de modo que lo abrí del todo».
En torno a la 1:25 de la tarde llegaron a la cumbre Beidleman y Adams, después de haberse cruzado con Krakauer y Harris que descendían. Preocupado por su reserva de oxígeno, Krakauer había decidido bajar rápidamente. A diferencia de Beidleman, todavía estaba respirando de su segunda botella, por lo cual aún podría estirar su reserva y su suerte.
A eso de la 1:45 de la tarde Klev Schoening apareció sobre la última pendiente antes de la cima, y Bukreev le hizo una foto. Levantando los brazos en actitud jubilosa, se aproximó al trípode de aluminio que señala el punto más alto y minutos más tarde su rostro estaba bañado en lágrimas.
Después de la llegada de Schoening cesó el movimiento de escaladores en dirección a la cúspide. A las dos de la tarde no había aparecido ninguna otra cabeza sobre la última parte de la arista cimera, y Bukreev comenzó a sentirse inquieto.
Todas las personas de mi grupo que vi en la cumbre tenían buen aspecto y parecían estar fuera de peligro, no causándome preocupación alguna. Pero empecé a preguntarme: «¿Dónde están los demás clientes?». Habían transcurrido más de quince minutos desde la llegada de Klev y seguía sin venir nadie.
Pero se hallaban de camino, y allá abajo en el Campo II, donde varias expediciones esperaban turno para realizar su propia tentativa, comenzaba a cundir una cierta preocupación. Ed Viesturs, de la expedición IMAX/IWERKS, y algunas otras personas, habían estado siguiendo la ascensión de los escaladores con ayuda de un telescopio, barriendo la ruta desde la Cumbre Sur hasta el Escalón Hillary, y veían cómo a las dos de la tarde todavía había personas ascendiendo. «Les veíamos allí, parados o moviéndose muy despacio… y también veíamos nubes de viento que pasaban a toda velocidad sobre la cumbre, y yo dije: “Dios mío, se les está haciendo muy tarde… se la están jugando”. No sólo era tarde, sino que además… sólo tenían dieciocho horas de oxígeno. Asumiendo que se tardan doce horas en llegar a la cumbre, y otras seis en descender, me pareció que iban a quedarse sin oxígeno. No sólo se iban a quedar sin luz, también se les iba a acabar todo el oxígeno».
También Henry Todd, de Himalayan Guides, observaba desde el Campo II la progresión de los escaladores por encima de la Cumbre Sur, como asimismo lo hacían Mat Duff, uno de sus colaboradores, y diversas personas más, quizás más de veinte, según recuerda Todd. Mientras observaban, y del mismo modo que Ed Viesturs se inquietaba por lo avanzado de la hora, los sherpas empezaron a ponerse nerviosos, según Henry, «impresionados a causa de la estrella». Al principio Todd no sabía de lo que estaban hablando, hasta que finalmente se la señalaron: una estrella en pleno día, por encima de la Cumbre Sur. «Y no estoy loco. La vi[34]».
«Esto no es bueno. Esto no es bueno», repetían una y otra vez los sherpas, y también Todd convino en ello. Buscó una radio y llamó al Campo Base de Rob Hall, preguntando: «¿Cuál es vuestra hora límite de retorno?». Le respondieron: «La hora límite eran las dos de la tarde». Las dos de la tarde habían pasado ya.
Todd, con su experiencia en la organización de expediciones, podía imaginar las causas psicológicas que habían conducido a aquella situación: «Te sientes absolutamente agotado… Dejas de pensar con lógica… Simplemente, crees que vas a lograrlo».
***
Adams, como Krakauer, era consciente de estar respirando aire prestado y no se entretuvo en la cumbre. «Que yo recuerde, permanecí unos diez o quince minutos sentado en la cumbre. Tomé algunas fotos con la cámara de Toli, y Neal nos hizo otra a los dos, con la bandera nacional de Kazajstán desplegada entre ambos. Y entonces les dije: “Eh, chicos, yo me largo”. E inmediatamente me levanté y empecé a bajar». Al poco tiempo le siguieron primero Bukreev, y después Schoening.
Había permanecido más o menos una hora en la cumbre. Ni Neal ni yo teníamos radio, de modo que ninguno de los dos sabíamos lo que estaba sucediendo allá abajo. Sospeché que tal vez hubiera algún problema en el Escalón Hillary, y comprendí que debía bajar. A eso de las dos, o un poco más tarde, empecé a descender de la cumbre, y me agaché a coger unas piedrecitas como recuerdo. Al hacerlo vi algo que captó mi atención: una moneda india de cinco rupias, y la guardé en mi bolsillo pensando «Para la buena suerte».