Capítulo 1. Mountain Madness

Una estrella intrusa apareció en el cielo nocturno del Himalaya en el mes de marzo de 1996. Durante varios días consecutivos la estrella había estado moviéndose sobre las montañas, arrastrando una larga cola que se desplegaba en la oscuridad como un abanico. Aquella «estrella» era el cometa Hyakutake. Era a comienzos de la temporada de primavera en el Everest (8848 m). Ese intervalo de tiempo comprendido entre el final del invierno y el advenimiento de los monzones del verano ha sido históricamente la época en la que las expediciones al Everest han conseguido un mayor número de éxitos, y la estelar transgresión de Hyakutake era interpretada como un signo siniestro por los sherpas, en cuyas aldeas aquella mancha cósmica estaba siendo motivo de conversaciones y preocupación.

Los sherpas, un grupo étnico originario del Tíbet, muchos de cuyos descendientes habitan hoy día en los valles altos de las montañas del Nepal, obtienen buena parte de sus ingresos familiares a partir de las expediciones montañeras que acuden al Himalaya. Algunos sherpas trabajan como porteadores, cocineros o conductores de yaks; otros asumen papeles más peligrosos y lucrativos como personal de apoyo en altitud, acompañando a las expediciones extranjeras en su compromiso último: la técnica y la resistencia, unidas contra un entorno físico que excluye de su seno cualquier tipo de existencia humana prolongada.

Para el año 1996, cuando se cumplían setenta y cinco años de la primera expedición a la cumbre en 1921, habían perecido más de 140 personas en el Everest. Casi un 40 por ciento de aquellas víctimas habían sido sherpas. Por esta razón, cada vez que se alteraba el orden natural, los sherpas lo tenían muy en cuenta.

Kami Noru tiene alrededor de treinta y cinco años, está casado y es padre de tres niños. Pertenece a esa nueva generación de sherpas que, desde los años cincuenta, han cambiado su vestimenta tradicional por anoraks de goretex y se han decantado por la economía del montañismo. En 1996, como venía sucediendo desde hacía varios años, Kami Noru había sido contratado por la compañía Himalayan Guides, dedicada a actividades comerciales de aventura y radicada en Edimburgo, a fin de que prestara sus servicios como sirdar (organizador) en una expedición al Everest.

Dirigida por el barbudo y corpulento inglés Henry Todd, jugador retirado de rugby de cincuenta y un años de edad y reconvertido en promotor de expediciones, la compañía Himalayan Guides gozaba del prestigio de no haber perdido jamás un cliente. El sentido práctico y la buena suerte de Todd en las montañas y su relación de cooperación con Kami Noru se habían aunado para brindar a ambos un éxito notable en el Himalaya.

En la primavera de 1995, Todd había organizado una expedición comercial al Everest, llevando a sus clientes escaladores por la vertiente norte de la montaña, a la que se accede desde el Tíbet. La expedición había sido un éxito incuestionable. Ocho escaladores de su grupo habían alcanzado la cumbre en el curso del mismo día. Después de aquel éxito, Todd y Kami Noru se sintieron muy satisfechos, aunque no hasta el punto de caer en el exceso de confianza. De hecho, en marzo de 1996 ambos sentían cierta inquietud al pensar en la temporada que estaba a punto de comenzar.

Kami Noru había señalado a Todd la presencia de la «estrella» errante, y Todd recuerda que a Kami esta presencia le perturbaba. Cuando Todd quiso saber qué significaba este hecho para él y para los otros sherpas, Kami respondió simplemente: «No lo sabemos. Pero no nos gusta».

«Hacía ya algún tiempo que se estaba viendo por allí el cometa», decía Todd, «y, según los sherpas, presagiaba que las cosas no iban a ir del todo bien». Una superstición, claro, pensaba Todd, pero era un asunto digno de preocupación, aunque sólo fuera porque inquietaba a la gente que mejor conocía aquellas montañas.

Al incierto significado de aquella irregularidad estelar, Todd podía añadir sus propios problemas. Siendo ya finales de marzo, las nieves invernales aún no se habían fundido lo suficiente como para permitir sin riesgos el paso de su caravana de yaks por el camino que llevaba hasta el Campo Base del Everest (5300 m). Por una estrecha huella en la nieve profunda estaban subiendo algunos porteadores sherpas, pero pocos más podrían hacerlo. Debido a que la gran cantidad de suministros y víveres que necesita una expedición requiere la capacidad de transporte que ofrecen las caravanas de yaks de porteo, el ritmo del proceso de traslado de cargas estaba viéndose considerablemente ralentizado. Era una contrariedad, aunque todavía no una pesadilla, pero podría acabar siéndolo si los caminos permanecían intransitables muchos más días. El período de buen tiempo para intentar la cumbre del Everest es breve, y concluye bruscamente con la llegada del monzón. Si una expedición no cuenta con todo lo necesario cuando llega el momento de atacar la cumbre, todo el viaje a la montaña habrá sido en vano.

Como cualquiera frente a la incertidumbre, Todd y Kami Noru comenzaron a tomar las medidas necesarias para anticipar o minimizar los problemas a los que cada uno de ellos se enfrentaba. En Katmandú, capital de Nepal (1400 m), quedaban por resolver numerosas cuestiones logísticas mientras esperaban que, más al norte, las nieves siguieran fundiéndose. Ahí Todd recibió varias cajas de whisky escocés J&B como regalo de uno de sus escaladores, esponsorizado en parte por esta destilería. Al dar cuidadosas instrucciones de embalaje a los sherpas encargados de transportar el licor hasta el Campo Base, Todd preveía ciertas noches en las que la libación serviría para relajar tiranteces. Kami Noru, que no bebía whisky, se preparaba a su manera para los acontecimientos que habían de venir.

El día 29 de marzo, en su casa de tejado de pizarra de la aldea de Pangboche (4000 m), extendida sobre un conjunto de terrazas por encima del sendero que serpentea hacia la base del Everest, Kami Noru celebraba una puja, ritual de agradecimiento a la montaña y plegaria de bendición. Al amanecer, en una amplia habitación del segundo piso, encima de una estancia que hacía las veces de granero, se sentaban en círculo cinco monjes budistas vestidos con túnicas de colores castaño y azafrán. A su alrededor se hallaban Kami Noru y otros sherpas de Pangboche que habían sido contratados para trabajar en el Everest. La única luz era un resplandor vacilante de color amarillo pálido, procedente de las lámparas de mantequilla de yak, y unos pocos rayos de sol extraviados del amanecer mellaban aquí y allá el entramado de rojos y azules de las alfombras tibetanas que cubrían los suelos de tarima serrada a mano. Espirales de humo se elevaban del fuego del hogar, dejando escapar el olor denso y dulce de las ramas de enebro que ardían a manera de ofrenda.

Los cánticos de los monjes rebotaban en las paredes y volvían haciendo ecos a sus estribillos. Con cada redoble llegaban la calma y la paz, asegurando que, si los sherpas la honraban, la montaña les protegería y les devolvería a sus hogares. Al terminar la puja, los monjes entregaron a cada uno de los participantes un cordón rojo cerrado con un nudo, a manera de amuleto protector. Con callada reverencia y una agradecida inclinación de cabeza, los sherpas aceptaron el regalo y se colocaron al cuello los cordones rojos.

A los pocos días, en vista de que las nieves continuaban fundiéndose, Kami Noru y los otros sherpas partieron de sus hogares encaminándose hacia el Campo Base del Everest, donde se reunirían con la expedición que les había contratado. Trabajando a cambio de un jornal que fluctuaba entre 2.50 y 50 dólares al día, los sherpas ayudarían a instalar los campamentos, transportarían las cargas montaña arriba, cocinarían y servirían a los occidentales que llegaban al Everest en contingentes cada vez mayores.

A principios de los años ochenta, el número de escaladores y personal de soporte expedicionario que se reunía en el Campo Base del Everest durante la temporada de primavera podría haber cabido en un vagón del metro de París. En 1996, más de cuatrocientas personas llegaban cada temporada e instalaban allí sus tiendas, dando al lugar el aspecto de una acampada de oyentes de un concierto de rock. Un escalador describió el Campo Base de 1996 diciendo que tenía «el aspecto de un circo, pero con más payasos dentro de las tiendas». Por muchas razones, sí es cierto que había unos cuantos «títeres» en la montaña aquella temporada de 1996.

Una expedición taiwandesa dirigida por Makalu Gau constituía una fuente inagotable de chascarrillos, que velaban sutilmente una genuina preocupación acerca de la aptitud de aquel grupo y de su capacidad para descender vivos de aquella montaña. Un escalador comentó respecto a ellos: «Hubiera preferido estar en el Everest con un equipo jamaicano de patinaje en hielo». También estaba allí la expedición de Sunday Times, de Johannesburgo, que había recibido públicamente los parabienes de Nelson Mandela. Sobre el whisky escocés de Henry Todd circulaban chismes relativos a la inexperiencia de muchos de sus componentes e interrogantes acerca de la veracidad de Ian Woodall, el tenso y destemplado líder de esta expedición.

Al escalador americano y veterano del Everest Ed Viesturs se le había oído declarar: «Aquí arriba están muchos que no deberían estar». Viesturs, de treinta y siete años, trabajaba allí como guía y doblaba como estrella principal para la expedición IMAX/IWERKS de MacGillivray Freeman, dirigida por el escalador y cineasta americano David Breashears. La producción cinematográfica, dotada con uno de los mayores presupuestos jamás adjudicados a un documental sobre el Everest, debía convertirse en una película de gran formato que se estrenaría en 1998. Diseñada para proyectarse en salas equipadas con pantallas gigantes y sistemas de sonido de alta tecnología, esta película ofrecería el Everest virtual al alcance del sillón de cualquiera que deseara verlo.

A sus cuarenta y pocos años, Breashears se había convertido en una especie de leyenda en el Himalaya. Más que ningún otro escalador, excepto quizás Sir Edmund Hillary, primero en pisar con Tenzing Norgay la cumbre más alta del mundo en 1953, Breashears había conseguido hacer del Everest una fuente continua de beneficios económicos, que constituían para él una parte sustancial de sus ingresos. En 1985 se distinguió por haber guiado hasta la cumbre al millonario y hombre de negocios Dick Bass, de Texas. A sus cincuenta y cinco años, Bass se convirtió así en el escalador más viejo que jamás había puesto pie en la cima del Everest. Este logro representó para muchos un punto de inflexión en la historia de las tentativas en la gran montaña. Los aventureros y los adinerados tomaron buena nota de aquel evento: si un tipo de cincuenta y cinco años provisto de motivación y dinero a discreción pudo hacerlo, ¡entonces cualquiera podría! Las compañías promotoras de expediciones comerciales se aprestaron a satisfacer la demanda así alentada y a dar servicio a aquellos clientes capaces de pagar grandes cifras por ascender grandes montañas[2].

Ya durante la marcha de aproximación hacia el Campo base del Everest, Breashears y sus compañeros del equipo expedicionario IMAX/IWERKS causaron una cierta impresión. No lejos del hogar de Kami Noru en Pangboche, varios miembros de la expedición hicieron un alto en una casa de té y ocuparon varias mesas. Pidieron té, pero rechazaron la comida local, consumiendo a cambio golosinas que habían traído de los Estados Unidos en sus sacos de equipaje. Un veterano del Campo Base del Everest, que encontró a los componentes del grupo un poquitín demasiado repeinados y asépticos, les colocó el sobrenombre de «los chicos Gucci».

Cerca de la expedición IMAX/IWERKS en el Campo Base del Everest acampaba también el grupo de Himalayan Guides de Henry Todd y algunas otras expediciones comerciales que, como la de Todd, habían traído clientes de pago a la montaña. Entre aquellos «perros del dólar», como un cronista del Everest denominaba en privado a los miembros de las expediciones comerciales, se hallaba el grupo de Adventure Consultants, liderado por el neozelandés Rob Hall.

Hall, cuya imagen recordaba a la de Lincoln, con su barba negra y su presencia imponente, emanaba una intensidad y una sosegada reserva, que le hacían aparentar más de los treinta y cinco años que en realidad tenía. Desde 1990, año en que su empresa comenzó a llevar expediciones al Everest, Hall había acompañado hasta la cumbre a un total de treinta y nueve escaladores (entre clientes y personal expedicionario). Los anuncios de su compañía que se publicaban en las revistas internacionales de escalada eran grandes, atractivos y no inmodestos. Uno de ellos, publicado a principios de 1995, proclamaba: «¡100% de éxitos! Solicite gratis nuestro catálogo a todo color». Esto es, cien por cien de éxitos hasta mayo del 95, temporada en la que hizo darse la vuelta a todos sus clientes en la tentativa de cumbre, ya que la nieve profunda de las zonas altas había ralentizado en exceso su progresión. En aquella ocasión, nadie alcanzó la cumbre.

En 1996 Rob Hall estaba allí otra vez, dispuesto a probar suerte y a situarse de nuevo, si era posible, en las listas de éxitos. La presión crecía. Las victorias, y no las retiradas, era lo que atraía nuevos negocios, y en 1996 la situación presentaba un desafío adicional: un nuevo competidor había entrado en el juego.

Scott Fischer, procedente de Seattle, en Washington, estaba a punto de llegar a la montaña. Este alpinista de más de un metro noventa, rostro cincelado y simétrico y cabello rubio, largo y flotante, dirigía en Seattle su compañía de actividades de aventura llamada Mountain Madness, a modo de una extensión de su ambición personal: escalar montañas por todo el mundo y pasarlo en grande[3].

Con su talento, buena presencia y encanto, era un perfecto «chico de póster» alpinístico. Poseía una personalidad carismática, con el poder de atracción de un imán industrial. Lograba atraer a sus clientes, motivarlos y conseguir que se comprometieran, que firmaran sus cheques de pago y que hicieran sus mochilas. Era un luchador, pero era nuevo en el negocio de guiar expediciones comerciales al Everest.

Sus motivos para convertirse en un «perro del dólar» eran, tal y como explicaba uno de sus socios, bastante simples: «Creo que contemplaba el éxito de Rob Hall y pensaba: “Si él puede, yo también”. Y no de un modo competitivo ni chulesco, sino sencillamente diciéndose: “¿Qué pasa? Soy un buen escalador. ¿Por qué no hacerlo?… Conseguiré clientes e iré para allá”». También él podía ir y ganar dinero…

La antigua gerente de Mountain Madness, Karen Dickinson, describió la decisión de la compañía de organizar expediciones al Everest como «una licenciatura superior en el montañismo de gran altitud. Había una demanda por parte de nuestros clientes y nosotros deseábamos ofrecerles este servicio, o bien perder clientela a favor de la competencia. Si funciona, puede ser muy lucrativo, así pues también existía una motivación económica. Por supuesto, estaba claro que del mismo modo podríamos perder hasta la camisa… Desde el punto de vista financiero, era un juego en el que había que apostar fuerte».

Fischer se fijaba especialmente en los fructíferos resultados que podrían derivarse de una expedición con éxito. Llevaba tiempo pensando en introducir algunos cambios en su vida. Como decía Karen Dickinson: «El año anterior, Scott había cumplido cuarenta años; sus negocios le habían llevado por fin al punto deseado… Había escalado el K2 (8611 m); había escalado el Everest; estaba considerado un guía de talento… Decía que tal vez no iba a volver otra vez a la cumbre del Everest, que contrataría a otros para que lo hicieran».

Estos planes estaban sólo someramente trazados, apenas había habido más que alguna conversación informal entre Fischer y Dickinson, pero quienes le conocían bien opinan que Fischer estaba planteándose el cambio seriamente. Su vida personal, su papel en la compañía, su personalidad pública, todo estaba a la espera de una revisión en el ecuador de su vida.

Fischer llevaba trabajando desde principios de los 80 para desarrollar el negocio de Mountain Madness, pero éste nunca le había proporcionado unos ingresos sustanciosos y estables. Su vida era la escalada: su trabajo se lo había permitido, pero él nunca había formado parte del círculo de alpinistas verdaderamente prestigiosos. Sabía, sin embargo, que un éxito comercial en el Everest podría cambiar notablemente las cosas. Si lograba atraer suficientes clientes a 65 000 dólares por cabeza (precio de Hall), y si era capaz de establecer un buen calendario de expediciones a grandes montañas, conseguiría resolver numerosos problemas y financiar muchos cambios.

Parte del reto implícito en esa búsqueda de una nueva dirección venía impuesto por su falta de relevancia internacional. Fischer carecía de la reputación de muchos de los protagonistas del montañismo de altitud, que adornaban las portadas y páginas de las revistas de escalada y de los catálogos de material técnico. Si es cierto que se había esforzado mucho para mejorar como jefe de expedición, su carrera personal como alpinista había quedado relegada a un segundo plano. Había llegado a sentir, como expresaba uno de sus amigos, «que no se le estaba haciendo justicia en los medios informativos… La prensa no jugaba limpio con él, no se le consideraba con respeto; su nombre no estaba en candelero; quería reconocimiento».

Las dificultades, en opinión de algunas personas de su círculo, derivaban de su imagen: un buen escalador, instructor, guía y fotógrafo, sí, pero también fanfarrón, despreocupado, amigo de juergas. Estas características le brindaban cierto tipo de notoriedad, pero no ofrecían la imagen que haría sentirse cómodo a un cliente opulento, o que lograse atraer a un espónsor realmente interesante. Para este tipo de personajes, Fischer resultaba demasiado «aleatorio». Una expedición con éxito al Everest, que fuera muy sonada, podría cambiar mucho las cosas…

A golpe de teléfono desde su oficina en West Seattle, Dickinson, Fischer y sus empleados repasaban sus listas de clientes para promocionar la expedición. Enviaban cientos de trípticos publicitarios, impresos a dos colores y con el mismo atractivo gráfico que desplegaría el manual de una cortacésped. Mountain Madness no alcanzaba los registros de esplendor que caracterizaban la publicidad de Rob Hall, pero lanzaba a la calle su mensaje: «Los escaladores que participen en la expedición de 1996 podrán probar suerte en la montaña más alta del mundo… Instalaremos una pirámide de campamentos, cada uno de los cuales se aprovisionará desde el inmediatamente inferior. Los guías y sherpas de altitud fijarán cuerdas, instalarán y aprovisionarán los campamentos y servirán de guía en todos los intentos a la cumbre. Los escaladores llevarán cargas ligeras, lo que les permitirá reservar sus energías para la cumbre».

Para los competidores de Fischer en el juego del Everest, no fue una buena noticia oír que Mountain Madness había decidido entrar en el mercado. El estilo relajado de Fischer y su oferta de expediciones a los destinos más lejanos de África, Asia y Sudamérica habían atraído a una multitud de clientes de todo el mundo, y su éxito, si se diera el caso, constituiría un problema especialmente para Rob Hall, que había conseguido unos resultados increíbles reclutando clientes americanos para sus expediciones al Everest.

***

En un esfuerzo por alcanzar mayor eco en la prensa, tanto para Mountain Madness como para el propio Fischer, él y sus colaboradores lanzaron sus anzuelos a los medios de comunicación con tanta energía como a sus clientes escaladores, y lo cierto es que pronto picó alguien que prometía ofrecer una oportunidad importante.

Outside, la revista de mayor tirada en los Estados Unidos en el campo del ocio y el aire libre, tenía la intención de esponsorizar al escritor y escalador Jon Krakauer, periodista de Seattle y autor de éxitos de venta, con la intención de que escribiera un artículo acerca del auge de las expediciones comerciales en el Everest. Deseaban comprar para Krakauer un puesto en el equipo de Fischer, pero querían llegar a un acuerdo favorable.

Muy interesado en la oportunidad de contar con un periodista tan competente entre sus filas, Mountain Madness negoció audazmente con los ejecutivos de Outside. Exploraron una amplia gama de acuerdos e intercambios que pudieran beneficiar a ambas compañías y echaron toda la leña al fuego. Un socio de Fischer recuerda: «Karen [Dickinson] estaba todo el rato encendiéndoles hogueras debajo de los pies a los de Outside, diciéndoles: “¡Claro que sí!”».

Las negociaciones iban bien, y Fischer estaba muy entusiasmado ante las oportunidades que podrían derivarse de esta eventual relación. A cambio de un descuento para Outside, Mountain Madness presionaba por conseguir un espacio para publicidad y además un artículo, lleno de fotos en color, y que suponían iba a contener preciosos párrafos de inestimable valor promocional. También Krakauer mostraba su entusiasmo, llegando a comentar a uno de los socios de Fischer que le apetecía ir al Everest con Scott, porque su equipo contaba con mejores escaladores que otras compañías y porque Scott era un personaje local y un carácter interesante.

Fischer pensaba que esto podría ser el tipo de propaganda que necesitaba: difusión en la revista más vendida del ramo, cuyos adeptos incluían muchos montañeros y aventureros de alto poder adquisitivo, que podían pagar el precio de las grandes montañas. Recuerda Dickinson: «Durante un largo período estábamos seguros de que Jon iba a venirse con nosotros… Y nosotros le reservamos un puesto, pensando que iba a ser suyo, en tanto negociábamos intensamente con Outside las condiciones del pago…, una combinación de publicidad y talón bancario».

Pero, como recuerda un socio de Mountain Madness, «En realidad estaban regateando con Karen, y lo que querían, creo yo, era que Mountain Madness no les cobrara nada, que le llevaran gratis sólo por contar con alguien importante en la expedición… Por fin, en un momento dado, los de Outside fueron a ver a Rob [Hall] y le preguntaron: “Bueno, ¿en cuánto nos lo vas a dejar tú?” y Rob dijo: “En menos de lo que os cobran ellos”. ¡Bingo!». En el último momento, Outside compró el billete de Krakauer a Adventure Consultants.

Un portavoz de Outside dice, recordando la decisión de la revista de aceptar la oferta de Hall, que ellos no eligieron a Adventure Consultants únicamente por motivos económicos, sino que también tomaron en consideración el hecho de que Rob Hall «poseía mayor experiencia como guía en el Everest, mejor historial en materia de seguridad y, según Jon Krakauer, llevaban mejores aparatos de oxígeno».

Fischer se encolerizó ante la decisión de Outside, diciendo: «Dios mío, eso es típico de los medios de comunicación. Típicos cerdos». Uno de sus amigos recuerda así la indignación de Fischer: «Él opinaba que había sido una cochinada por parte de Outside aprovecharse de aquella idea y sacarle toda esa información a Karen [Dickinson, para luego, por una diferencia de tal vez mil dólares —no sé cuánto sería, pero probablemente no fuera una cantidad muy grande— marcharse con Rob».

Se pierde una oportunidad pero aparece otra, tal vez mejor. Mountain Madness consiguió fichar a Sandy Hill Pittman, de cuarenta años, editora colaboradora de Allure y de Condé Nast Travelling. Pittman había escalado ya la más alta montaña en seis de los siete continentes, pero el Everest se le estaba resistiendo. En sus dos intentos previos, uno de ellos guiado por David Breashears, del equipo de IMAX/IWERKS, Sandy se había tenido que dar la vuelta antes de lograr la cumbre.

Pittman era un buen fichaje. Poseía más experiencia en gran altitud que Krakauer, y había llegado a un acuerdo con NBC Interactive Media para transferir información diaria a una página de la World Wide Web (www.nbc.com/everest)[4], de modo que si Fischer lograba que subiera a la cumbre, obtendría por ello más publicidad de la que jamás podría comprar un Papa desde su púlpito. Pero tenía que conseguir llevarla a la cima, y Fischer lo sabía.

«Creo que al principio Scott la consideró alguien importante, una especie de chollo», comentaba un amigo de Fischer. «Si logra que suba a la cumbre, ¡cielos!… ella escribirá sobre él, hablará de él, le llevará consigo sobre la ola de buena fortuna que la transporta». Pero, si no consiguiera hacer cumbre, Scott podría sufrir un fracaso publicitario. Uno de sus socios decía imaginarse a Pittman exclamando: «Fue Scott Fischer, fue Scott Fischer. Fue él quien no me dejó escalar. Yo podría haber subido perfectamente».

***

Fischer se había asegurado los servicios de tres guías para que acompañaran a los clientes a la cumbre, y no dudó en promocionar ante los posibles interesados el alto grado de cualificación de sus profesionales. En sus folletos publicitarios identificaba así a los guías de la expedición: Nazir Sabir, de Pakistán, guía veterano y organizador de expediciones, con varias cumbres de más de ocho mil metros en su haber; Neil Beidleman, ingeniero aeroespacial, escalador y corredor de ultramaratón, procedente de Aspen, Colorado. Y además, Anatoli Bukreev.

Bukreev, de treinta y ocho años, de nacionalidad rusa y residente en Alma Ata, Kazajstán, estaba considerado como uno de los ochomilistas más destacados del mundo. En la primavera de 1996 había escalado siete de los ochomiles más difíciles del mundo (algunos de ellos más de una vez), y siempre sin utilizar equipos de oxígeno[5].