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LA FAMILIA

De todas las instituciones que hemos heredado del pasado, ninguna está en la actualidad tan desorganizada y mal encaminada como la familia. El amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres puede ser una de las principales fuentes de felicidad, pero lo cierto es que en estos tiempos las relaciones entre padres e hijos son, en el 90 por ciento de los casos, una fuente de infelicidad para ambas partes, y en el 99 por ciento de los casos son una fuente de infelicidad para al menos una de las dos partes. Este fracaso de la familia, que ya no proporciona la satisfacción fundamental que en principio podría proporcionar, es una de las causas más profundas del descontento predominante en nuestra época. El adulto que desea tener una relación feliz con sus hijos o proporcionarles una vida feliz debe reflexionar a fondo sobre la paternidad; y después de reflexionar, debe actuar con inteligencia. El tema de la familia es demasiado amplio para tratarlo en este libro, excepto en relación con nuestro problema particular, que es la conquista de la felicidad. E incluso en relación con este problema, solo podemos hablar de mejoras que estén al alcance de cada individuo, sin tener que alterar la estructura social.

Por supuesto, ésta es una grave limitación, porque las causas de infelicidad familiar en nuestros tiempos son de tipos muy diversos: psicológicas, económicas, sociales, de educación y políticas. En los sectores más acomodados de la sociedad, dos causas se han combinado para hacer que las mujeres consideren la maternidad como una carga mucho más pesada que lo que era en tiempos pasados. Estas dos causas son: por una parte, el acceso de las mujeres solteras al trabajo profesional; y por otra parte, la decadencia del servicio doméstico. En los viejos tiempos, las mujeres se veían empujadas al matrimonio para huir de las insoportables condiciones de vida de las solteronas. La solterona tenía que vivir en casa, dependiendo económicamente, primero del padre y después de algún hermano mal dispuesto. No tenía nada que hacer para ocupar sus días y carecía de libertad para pasarlo bien fuera de las paredes protectoras de la mansión familiar. No tenía oportunidad ni inclinación hacia las aventuras sexuales, que consideraba una abominación excepto en el seno del matrimonio. Si, a pesar de todas las salvaguardas, perdía su virtud a causa de los engaños de algún astuto seductor, su situación se hacía lamentable en extremo. Está descrita con mucha exactitud en El vicario de Wakefield:

La única solución para ocultar su culpa,

para esconder su vergüenza de todas las miradas,

para conseguir el arrepentimiento de su amante

y arrancarle su cariño es… la muerte.

La soltera moderna no considera necesario morir en estas circunstancias. Si ha tenido una buena educación, no le resulta difícil vivir con desahogo, y así no necesita la aprobación de los padres. Desde que los padres han perdido el poder económico sobre sus hijas, se abstienen mucho más de expresar su desaprobación moral de lo que éstas hacen; no tiene mucho sentido regañar a una persona que no se va a quedar a que la regañen. De este modo, la joven soltera que tiene una profesión puede ya, si su inteligencia y su atractivo no están por debajo de la media, disfrutar de una vida agradable en todos los aspectos, con tal de que no ceda al deseo de tener hijos. Pero si se deja vencer por este deseo, se verá obligada a casarse y casi con seguridad perderá su empleo. Y entonces descenderá a un nivel de vida mucho más bajo que aquél al que estaba acostumbrada, porque lo más probable es que el marido no gane más de lo que ganaba ella antes, y con eso hay que mantener a toda una familia en lugar de a una mujer sola. Después de haber gozado de independencia, le resulta humillante tener que mirar hasta el último céntimo en los gastos necesarios. Por todas estas razones, a estas mujeres les cuesta decidirse a ser madres.

La que, a pesar de todo, da el paso, tiene que afrontar un nuevo y abrumador problema que no tenían las mujeres de anteriores generaciones: la escasez y mala calidad del servicio doméstico. Como consecuencia, queda atada a su casa, obligada a realizar mil tareas triviales, indignas de sus aptitudes y su formación; y si no las hace ella misma, se amarga el carácter riñendo a criadas negligentes. En lo referente al cuidado físico de los hijos, si se ha tomado la molestia de informarse bien del asunto, decidirá que es imposible, sin grave riesgo de desastre, confiar los niños a una niñera o incluso dejar en manos de otros las más elementales precauciones en cuestión de limpieza e higiene, a menos que pueda permitirse pagar a una niñera que haya estudiado en alguna institución cara. Abrumada por una masa de detalles insignificantes, tendrá mucha suerte si no pierde pronto todo su encanto y tres cuartas partes de su inteligencia. Muy a menudo, por el mero hecho de estar realizando tareas necesarias, estas mujeres se convierten en un fastidio para sus maridos y una molestia para sus hijos. Cuando llega la noche y el marido vuelve del trabajo, la mujer que habla de sus problemas domésticos resulta aburrida, y la que no habla parece distraída. En relación con los hijos, los sacrificios que tuvo que hacer para tenerlos están tan presentes en su mente que es casi seguro que exija una recompensa mayor de la que sería lógico esperar; y el constante hábito de atender a detalles triviales la volverá quisquillosa y mezquina. Ésta es la más perniciosa de todas las injusticias que tiene que sufrir: que precisamente por cumplir con su deber para con su familia pierde el cariño de ésta, mientras que si no se hubiera preocupado por ellos y hubiera seguido siendo alegre y encantadora, probablemente la seguirían queriendo[3].

Estos problemas son básicamente económicos, lo mismo que otro que es casi igual de grave. Me refiero a las dificultades para encontrar vivienda, a consecuencia de la concentración de población en las grandes ciudades. En la Edad Media, las ciudades eran tan rurales como lo es ahora el campo. Los niños aún cantan la canción infantil que dice:

En el campanario de San Pablo crece un árbol

todo cargado de manzanas.

Los niños de Londres vienen corriendo

con palos para tirarlas.

Y corren de seto en seto

hasta llegar al puente de Londres.

El campanario ha desaparecido, y no sé cuándo desaparecieron los setos que había entre San Pablo y el puente de Londres. Han pasado muchos siglos desde que los niños de Londres podían gozar de las diversiones que describe la canción, pero hasta hace poco la gran masa de la población vivía en el campo. Los pueblos no eran muy grandes, era fácil salir de ellos y no era nada raro que muchas casas tuvieran huertos. En la Inglaterra actual, la preponderancia de la población urbana sobre la rural es absoluta. En Estados Unidos esta preponderancia no es aún tan grande, pero va aumentando con rapidez. Ciudades como Londres y Nueva York son tan grandes que se tarda mucho tiempo en salir de ellas. Los que viven en la ciudad suelen tener que conformarse con un piso que, por supuesto, no tiene ni un centímetro cuadrado de tierra al lado, y la gente con pocos medios económicos tiene que conformarse con un espacio mínimo. Si hay niños, la vida en un piso es dura. No hay espacio para que los niños jueguen, ni hay espacio para que los padres escapen del ruido que hacen los niños. Como consecuencia, los profesionales tienden cada vez más a vivir en los suburbios. Indudablemente, esto es mejor desde el punto de vista de los niños, pero aumenta considerablemente la fatiga del padre y disminuye mucho su participación en la vida familiar.

Sin embargo, no es mi intención comentar estos graves problemas económicos, ya que son ajenos al problema que nos interesa: qué puede hacer el individuo aquí y ahora para encontrar la felicidad. Nos aproximaremos más a este problema si consideramos las dificultades psicológicas que existen actualmente en las relaciones entre padres e hijos. Dichas dificultades forman parte de los problemas planteados por la democracia. En los viejos tiempos, había señores y esclavos; los señores decidían lo que había que hacer, y en general apreciaban a sus esclavos ya que éstos se ocupaban de su felicidad. Es probable que los esclavos odiaran a sus amos, aunque esto no era, ni mucho menos, tan universal como la teoría democrática quiere hacernos creer. Pero aunque odiaran a sus señores, los señores ni se enteraban, y en todo caso los señores eran felices. Todo esto cambió con la aceptación general de la democracia: los esclavos que antes se resignaban dejaron de resignarse; los señores que antes no tenían ninguna duda acerca de sus derechos empezaron a dudar y a sentirse inseguros. Se produjeron fricciones que ocasionaron infelicidad en ambas partes. Todo esto que digo no debe entenderse como un argumento contra la democracia, porque problemas como los mencionados son siempre inevitables en toda transición importante. Pero no tiene sentido negar el hecho de que el mundo se vuelve muy incómodo durante las transiciones.

El cambio en las relaciones entre padres e hijos es un ejemplo particular de la expansión general de la democracia. Los padres ya no están seguros de sus derechos frente a sus hijos; los hijos ya no sienten que deban respeto a sus padres. La virtud de la obediencia, que antes se exigía sin discusión, está pasada de moda, y es justo que así sea. El psicoanálisis ha aterrorizado a los padres cultos, que temen hacer daño a sus hijos sin querer. Si los besan, pueden generar un complejo de Edipo; si no los besan, pueden provocar ataques de celos. Si ordenan a los hijos hacer ciertas cosas, pueden inculcarles un sentimiento de pecado; si no lo hacen, los niños pueden adquirir hábitos que los padres consideran indeseables. Cuando ven a su bebé chupándose el pulgar, sacan toda clase de aterradoras inferencias, pero no saben qué hacer para impedírselo. La paternidad, que antes era un triunfal ejercicio de poder, se ha vuelto timorata, ansiosa y llena de dudas de conciencia. Se han perdido los sencillos placeres del pasado, y eso ha ocurrido precisamente en un momento en que, debido a la nueva libertad de las mujeres solteras, la madre ha tenido que sacrificar mucho más que antes al decidirse a ser madre. En estas circunstancias, las madres conscientes exigen muy poco a sus hijos, y las madres inconscientes les exigen demasiado. Las madres conscientes reprimen su cariño natural y se vuelven tímidas; las inconscientes buscan en sus hijos una compensación por los placeres a los que han tenido que renunciar. En el primer caso, la parte afectiva del niño queda desatendida; en el segundo, recibe una estimulación excesiva. En ninguno de los dos casos queda nada de aquella felicidad simple y natural que la familia puede proporcionar cuando funciona bien.

En vista de todos estos problemas, ¿es de extrañar que disminuya la tasa de natalidad? El descenso de la tasa de natalidad en la población en general ha alcanzado un punto que índica que la población empezará pronto a decrecer, pero entre las clases acomodadas este punto se superó hace mucho, no solo en un país, sino en prácticamente todos los países más civilizados. No existen muchas estadísticas sobre la tasa de natalidad en la clase acomodada, pero podemos citar dos datos incluidos en el libro de Jean Ayling antes mencionado. Parece que en Estocolmo, entre los años 1919 y 1922, la fecundidad de las mujeres profesionales era solo un tercio de la de la población general, y que entre 1896 y 1913, los cuatro mil licenciados de la Universidad estadounidense de Wellesley solo tuvieron unos tres mil hijos, cuando para evitar un descenso de la población tendrían que haber tenido ocho mil, y que ninguno de ellos hubiera muerto prematuramente. No cabe duda de que la civilización creada por las razas blancas tiene esta curiosa característica: a medida que los hombres y las mujeres la adoptan, se vuelven estériles. Los más civilizados son los más estériles; los menos civilizados son los más fértiles; y entre los dos hay una gradación continua. En la actualidad, los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas. Y en cuanto los inmigrantes absorban la civilización de su país adoptivo, también ellos se volverán relativamente estériles. Está claro que una civilización con esta característica es inestable; si no se la puede inducir a reproducirse, tarde o temprano se extinguirá y dejará sitio a otra civilización en que el instinto de paternidad haya conservado la fuerza suficiente para impedir que la población disminuya.

En todos los países occidentales, los moralistas oficiales han procurado resolver este problema mediante exhortaciones y sentimentalismos. Por una parte dicen que el deber de toda pareja casada es tener tantos hijos como Dios quiera, independientemente de las expectativas de salud y felicidad que dichos hijos puedan tener. Por otra parte, los predicadores varones no paran de hablar de los sagrados gozos de la maternidad, tratando de hacer creer que una familia numerosa llena de niños enfermos y pobres es una fuente de felicidad. El Estado contribuye con el argumento de que se necesita una cantidad suficiente de carne de cañón, porque ¿cómo van a funcionar como es debido todas estas exquisitas e ingeniosas armas de destrucción, si no hay suficientes poblaciones para destruir? Por extraño que parezca, el padre individual puede llegar a aceptar estos argumentos aplicados a los demás, pero sigue haciendo oídos sordos cuando se trata de aplicárselos a él. La psicología de los sacerdotes y los patriotas ha fracasado. Los curas pueden tener éxito mientras puedan amenazar con el fuego del infierno y les hagan caso, pero ya solo una minoría de la población se toma en serio esta amenaza. Y ninguna amenaza de este tipo es capaz de controlar la conducta en un asunto tan privado. En cuanto al Estado, su argumento es simplemente demasiado feroz. Puede haber quienes estén de acuerdo en que otros deban proporcionar carne de cañón, pero no les atrae la posibilidad de que se utilice a sus hijos de ese modo. Así pues, lo único que puede hacer el Estado es procurar mantener a los pobres en la ignorancia, un esfuerzo que, como demuestran las estadísticas, está fracasando visiblemente excepto en los países occidentales más atrasados. Muy pocos hombres y mujeres tendrán hijos movidos por su sentido del deber social, aunque estuviera claro que existe dicho deber social, que no lo está. Cuando los hombres y las mujeres tienen hijos, lo hacen porque creen que los hijos contribuirán a su felicidad o porque no saben cómo evitarlo. Esta última razón todavía influye mucho, aunque su influencia va disminuyendo rápidamente. Y no hay nada que el Estado y las Iglesias puedan hacer para evitar que esta tendencia continúe. Por tanto, si se quiere que las razas blancas sobrevivan, es necesario que la paternidad vuelva a ser capaz de hacer felices a los padres.

Si consideramos la condición humana prescindiendo de las circunstancias actuales, creo que está claro que la paternidad es psicológicamente capaz de proporcionar la mayor y más duradera felicidad que se puede encontrar en la vida. Sin duda, esto se aplica más a las mujeres que a los hombres, pero también se aplica a los hombres mucho más de lo que tienden a creer casi todos los modernos. Es algo que se da por supuesto en casi toda la literatura anterior a nuestra época. Hécuba se preocupa más de sus hijos que de Príamo; MacDuff quiere más a sus hijos que a su esposa. En el Antiguo Testamento, hombres y mujeres desean fervientemente dejar descendencia; en China y Japón esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Se dirá que este deseo se debe al culto a los antepasados, pero yo creo que ocurre precisamente lo contrario: que el culto a los antepasados es un reflejo del interés que se pone en la persistencia de la familia. Volviendo a las mujeres profesionales de las que hablábamos hace poco, está claro que el instinto de tener hijos debe de ser muy fuerte, pues de lo contrario ninguna de ellas haría los sacrificios que son necesarios para satisfacerlo. En mi caso personal, la paternidad me ha proporcionado una felicidad mayor que ninguna otra de las que he experimentado. Creo que cuando las circunstancias obligan a hombres o mujeres a renunciar a esta felicidad, les queda una necesidad muy profunda sin satisfacer, y esto provoca una sensación de descontento e indiferencia cuya causa puede permanecer totalmente desconocida. Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro. Como sentimiento consciente, expresado en términos rigurosos, está claro que esto conlleva una visión del mundo intelectual e hipercivilizada; pero como vaga emoción instintiva es algo primitivo y natural, y lo hipercivilizado es no sentirla. Un hombre capaz de grandes logros, tan notables que dejen huella en épocas futuras, puede satisfacer esta tendencia por medio de su trabajo, pero para los hombres y mujeres que carezcan de dotes excepcionales, el único modo de lograrlo es tener hijos. Los que han dejado que se atrofien sus impulsos procreativos se han separado del río de la vida, y al hacerlo corren grave peligro de desecarse. Para ellos, a menos que sean excepcionalmente impersonales, con la muerte se acaba todo. El mundo que habrá después de ellos no les interesa y por eso les parece que todo lo que hagan es trivial y sin importancia. Para el hombre o la mujer que tiene hijos y nietos y los quiere con cariño natural, el futuro es importante, por lo menos hasta donde duren sus vidas, no solo por motivos morales o por un esfuerzo de la imaginación, sino de un modo natural e instintivo. Y el hombre que ha podido extender tanto sus intereses, más allá de su vida personal, casi seguro que puede extenderlos aún más. Como a Abraham, le producirá satisfacción pensar que sus descendientes heredarán la tierra prometida, aunque esto tarde muchas generaciones en ocurrir. Y gracias a estos sentimientos, se salva de la sensación de futilidad que de otro modo apagaría todas sus emociones.

La base de la familia es, por supuesto, el hecho de que los padres sienten un tipo especial de cariño por sus hijos, diferente del que sienten entre ellos y del que sienten por otros niños. Es cierto que algunos padres tienen muy poco o ningún amor paterno, y también es cierto que algunas mujeres son capaces de querer a los niños ajenos casi tanto como quieren a los suyos propios. No obstante, sigue en pie el hecho general de que el amor de los padres es un tipo especial de sentimiento que el ser humano normal experimenta hacia sus propios hijos, pero no hacia ningún otro ser humano. Esta emoción la hemos heredado de nuestros antepasados animales. En este aspecto, me parece que la visión de Freud no era suficientemente biológica, pues cualquiera que observe a una madre animal con sus crías puede advertir que su comportamiento para con ellas sigue una pauta totalmente diferente de la de su comportamiento para con el macho con el que tiene relaciones sexuales. Y esta misma pauta diferente e instintiva, aunque en una forma modificada y menos definida, se da también en los seres humanos. Si no fuera por esta emoción especial, no habría mucho que decir sobre la familia como institución, ya que se podría dejar a los niños al cuidado de profesionales. Pero, tal como son las cosas, el amor especial que los padres sienten por sus hijos, siempre que sus instintos no estén atrofiados, tiene un gran valor para los padres mismos y para los hijos. Para los hijos, el valor del amor de los padres consiste principalmente en que es más seguro que cualquier otro afecto. Uno gusta a sus amigos por sus méritos, y a sus amantes por sus encantos; si los méritos o los encantos disminuyen, los amigos y los amantes pueden desaparecer. Pero es precisamente en los momentos de desgracia cuando más se puede confiar en los padres: en tiempos de enfermedad e incluso de vergüenza, si los padres son como deben ser. Todos sentimos placer cuando somos admirados por nuestros méritos, pero en el fondo solemos ser bastante humildes para darnos cuenta de que esa admiración es precaria. Nuestros padres nos quieren porque somos sus hijos, y esto es un hecho inalterable, de modo que nos sentimos más seguros con ellos que con cualquier otro. En tiempos de éxito, esto puede no parecer importante, pero en tiempos de fracaso proporciona un consuelo y una seguridad que no se encuentran en ninguna otra parte.

En todas las relaciones humanas es bastante fácil garantizar la felicidad de una parte, pero es mucho más difícil garantizar la felicidad de las dos. El carcelero puede disfrutar manteniendo encerrado al preso; el jefe puede gozar intimidando al empleado; el dictador puede disfrutar gobernando a sus súbditos con mano dura; y, sin duda, el padre a la antigua usanza disfrutaba instilando virtud a sus hijos con ayuda de un palo. Sin embargo, estos placeres son unilaterales; para la otra parte del negocio la situación es menos agradable. Hemos acabado por convencernos de que estos placeres unilaterales tienen algo que no resulta satisfactorio: creemos que una buena relación humana debería ser satisfactoria para las dos partes. Esto se aplica sobre todo a las relaciones entre padres e hijos, y el resultado es que los padres obtienen mucho menos placer que antes, mientras que los hijos sufren menos a manos de sus padres que en generaciones pasadas. Yo no creo que exista alguna razón real para que los padres obtengan menos felicidad de sus hijos que en otras épocas, aunque está claro que es lo que ocurre en la actualidad. Tampoco creo que exista ninguna razón para que los padres no puedan aumentar la felicidad de sus hijos. Pero esto exige, como todas las relaciones de igualdad a las que aspira el mundo moderno, cierta delicadeza y ternura, cierto respeto por la otra personalidad, y la belicosidad de la vida normal no favorece esto, ni mucho menos. Vamos a considerar la alegría de la paternidad, primero en su esencia biológica y después tal como puede llegar a ser en un padre inspirado por ese tipo de actitud hacia otras personalidades que hemos sugerido como imprescindible para un mundo que crea en la igualdad.

La raíz primitiva del placer de la paternidad es dual. Por un lado está la sensación de que una parte del propio cuerpo se ha exteriorizado, prolongando su vida más allá de la muerte del resto de nuestro cuerpo, y con posibilidades de exteriorizar a su vez parte de sí misma del mismo modo, y de esta manera asegurar la inmortalidad del plasma germinal. Por otro lado hay una mezcla perfecta de poder y ternura. La nueva criatura está indefensa y sentimos el impulso de atender sus necesidades, un impulso que no solo satisface el amor de los padres por el niño, sino también el deseo de poder de los padres. Mientras el niño no pueda valerse por sí mismo, las atenciones que se le dedican no son altruistas, ya que equivale a proteger una parte vulnerable de uno mismo. Pero desde una edad muy temprana empieza a haber un conflicto entre el afán de poder paternal y el interés por el bien del niño, ya que, aunque el poder sobre el niño está hasta cierto punto impuesto por la situación, también es deseable que el niño aprenda cuanto antes a ser independiente en todos los aspectos posibles, lo cual contraría el afán de poder de los padres. Algunos padres nunca llegan a ser conscientes de este conflicto, y siguen portándose como tiranos hasta que los hijos están en condiciones de rebelarse. Otros, en cambio, son conscientes de ello y como consecuencia caen presa de emociones contradictorias. En este conflicto se pierde la felicidad parental. Después de todos los cuidados que han dedicado a su hijo, descubren consternados que éste ha salido muy diferente de lo que esperaban. Querían que fuera militar y resulta que es pacifista; o, como en el caso de Tolstói, querían que fuera pacifista y él se alista en el ejército. Pero no es solo en esta época posterior de la vida cuando surgen dificultades. Si damos de comer a un niño que es ya capaz de comer solo, estamos anteponiendo el afán de poder al bienestar del niño, aunque parezca que solo estamos siendo amables y ahorrándole una molestia. Si le metemos mucho miedo al advertirle de los peligros, probablemente actuamos movidos por el deseo de mantenerle dependiente de nosotros. Si le damos muestras de cariño esperando una respuesta, probablemente estamos tratando de atarle a nosotros por medio de sus emociones. El impulso posesivo de los padres puede descarriar al niño de mil maneras, grandes y pequeñas, a menos que tengan mucho cuidado o sean muy puros de corazón. Los padres modernos, conscientes de estos peligros, pierden a veces la confianza en su capacidad de tratar a los hijos y el resultado es peor que si se permitieran cometer errores espontáneos, porque nada perturba tanto a un niño como la falta de seguridad y confianza en sí mismo por parte de un adulto. Así pues, más vale ser puro que ser cuidadoso. El padre que verdaderamente desea más el bien del niño que tener poder sobre él no necesitará libros de psicología que le digan lo que tiene que hacer y lo que no, porque su instinto le guiará correctamente. Y en este caso, la relación entre padres e hijo será armoniosa de principio a fin, sin provocar rebelión en el hijo ni sentimientos de frustración en los padres. Pero para esto es necesario que los padres, desde un principio, respeten la personalidad del hijo, un respeto que no debe ser simple cuestión de principios morales o intelectuales, sino algo que se siente en el alma, con convicción casi mística, en tal medida que resulta totalmente imposible mostrarse posesivo u opresor. Por supuesto, esta actitud no solo es deseable para con los niños: es muy necesaria en el matrimonio, y también en la amistad, aunque en esta última no resulta tan difícil. En un mundo ideal, se aplicaría también a las relaciones políticas entre grupos de personas, aunque esta esperanza es tan remota que más vale no pensar en ella. Pero aunque este tipo de afecto sea necesario en todas partes, es mucho más importante cuando se trata de niños, porque son seres indefensos y porque su pequeño tamaño y escasa fuerza hacen que las almas vulgares los desprecien.

Pero volviendo al problema que nos interesa en este libro, la plena alegría de la paternidad solo pueden alcanzarla en el mundo moderno los que sientan sinceramente esta actitud de respeto hacia el hijo, porque a ellos no les molestará reprimir sus ansias de poder y no tendrán que temer la amarga desilusión que experimentan los padres despóticos cuando sus hijos adquieren libertad. Al padre que tenga esta actitud, la paternidad le ofrecerá numerosas alegrías que jamás estuvieron al alcance de los déspotas en los tiempos de apogeo de la autoridad paterna. Porque el amor al que la nobleza ha purgado de toda tendencia a la tiranía puede proporcionar una alegría más exquisita, más tierna, más capaz de transmutar los metales vulgares de la vida cotidiana en el oro puro del éxtasis místico, que cualquiera de las emociones que pueda sentir el hombre que sigue luchando y esforzándose por mantener su autoridad en este resbaladizo mundo.

Aunque concedo mucha importancia a las emociones de los padres, no por ello soy de la opinión, tan extendida, de que las madres deben hacer personalmente todo lo que se pueda por sus hijos. Este convencionalismo tenía su razón de ser en los tiempos en que no se sabía nada sobre el cuidado de los niños, aparte de unos cuantos consejos anticientíficos que las viejas transmitían a las jóvenes. En la actualidad, hay muchos aspectos del cuidado de los niños que es mejor dejar en manos de especialistas que hayan estudiado las materias correspondientes. Esto se acepta en lo referente a esa parte de su educación que se llama «educación». A ninguna madre se le pide que enseñe cálculo a su hijo, por mucho que lo quiera. En lo que se refiere a la adquisición de conocimientos intelectuales, todos están de acuerdo en que los niños los aprenderán mejor de alguien que los pose a que de una madre que no los tenga. Pero en lo referente a otros muchos aspectos del cuidado de los niños, esto no se acepta, porque aún no se reconoce que se necesite experiencia para ello. Sin duda alguna, hay ciertas cosas que es mejor que las haga la madre, pero a medida que el niño crece habrá cada vez más cosas que es mejor que las haga otra persona. Si todos aceptaran esto, las madres se ahorrarían una gran cantidad de trabajo que para ellas resulta fastidioso porque carecen de competencia profesional en ese campo. Una mujer que haya adquirido algún tipo de destreza profesional debería, por su propio bien y por el de la comunidad, tener libertad para seguir ejerciendo su profesión a pesar de la maternidad. Seguramente, no podrá hacerlo durante los últimos meses de embarazo y durante la lactancia, pero un niño de más de nueve meses no debería constituir una barrera insuperable para la actividad profesional de su madre. Siempre que la sociedad exija a una madre que se sacrifique por su hijo más allá de lo razonable, la madre, si no es excepcionalmente santa, esperará de su hijo más compensaciones de las que tiene derecho a esperar. Las que solemos llamar madres sacrificadas son, en la mayoría de los casos, extraordinariamente egoístas para con sus hijos porque, aunque la paternidad es un elemento muy importante de la vida, no resulta satisfactoria si constituye lo único que hay en la vida, y los padres insatisfechos tienden a ser emocionalmente avaros. Por eso es importante, por el bien de los hijos y por el de la madre, que la maternidad no la prive de todos sus demás intereses y ocupaciones. Si tiene auténtica vocación por el cuidado de los niños y dispone de los conocimientos necesarios para cuidar bien de sus hijos, habría que aprovechar más su talento, contratándola profesionalmente para que cuidara de un grupo de niños, entre los que podrían figurar los suyos. Es justo que los padres que cumplan los requisitos mínimos estipulados por el Estado puedan decidir cómo han de ser criados sus hijos y por quién, con tal de que lo hagan personas cualificadas. Pero no se debería exigir por costumbre a todas las madres que hagan cosas que otra mujer podría hacer mejor. Las madres que se sienten desconcertadas e incompetentes cuando se enfrentan con sus hijos, y esto les ocurre a muchas madres, no deberían vacilar en encomendar el cuidado de sus hijos a mujeres con aptitudes para este trabajo y con la formación necesaria. No existe un instinto de origen celestial que enseñe a las mujeres lo que tienen que hacer con sus hijos, y la solicitud más allá de cierto punto no es más que un disfraz del afán de posesión. Muchos niños han quedado malogrados psicológicamente a causa del trato ignorante y sentimental que les dieron sus madres. Siempre se ha admitido que no se puede esperar que los padres hagan mucho por sus hijos, y sin embargo los niños suelen querer tanto a sus padres como a sus madres. En el futuro, la relación madre-hijo se parecerá cada vez más a la que los hijos tienen ahora con sus padres, y así las mujeres se librarán de una esclavitud innecesaria y los niños se beneficiarán del conocimiento científico que se va acumulando en lo referente al cuidado de sus mentes y sus cuerpos en los primeros años.