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ENTUSIASMO

En este capítulo me propongo hablar de lo que a mí me parece el rasgo más universal y distintivo de las personas felices: el entusiasmo.

Tal vez la mejor manera de comprender lo que se entiende por entusiasmo sea considerar los diferentes comportamientos de las personas cuando se sientan a comer. Para algunos, la comida no es más que un aburrimiento; por muy buena que esté, a ellos no les parece interesante. Han comido platos excelentes con anterioridad, posiblemente en casi todas las comidas de su vida. Jamás han sabido lo que es pasarse sin comer hasta que el hambre se convierte en una pasión turbulenta, y han llegado a considerar que las comidas son simples actos convencionales, dictados por las costumbres de la sociedad en que viven. Como cualquier otra cosa, las comidas pueden ser un fastidio, pero no sirve de nada quejarse de ello, porque todo lo demás será aún más fastidioso. Están también los inválidos que comen por puro sentido del deber, porque el médico les ha dicho que es necesario tomar un poco de alimento para conservar la energía. Tenemos, por otra parte, a los epicúreos, que empiezan muy animados y van descubriendo que nada está tan bien cocinado como debería. Otra categoría es la de los glotones, que se lanzan sobre la comida con voracidad, comen demasiado y se quedan hinchados y llenos de gases. Por último, están los que empiezan a comer con buen apetito, disfrutan de la comida y dejan de comer cuando consideran que ya han tenido bastante. Los que participan del banquete de la vida adoptan actitudes similares ante las cosas buenas que la vida les ofrece. El hombre feliz corresponde a nuestro último tipo de comensales. Lo que es el apetito en relación con la comida, es el entusiasmo en relación con la vida. El hombre al que le aburren las comidas es el equivalente de la víctima de infelicidad byroniana. El inválido que come por sentido del deber corresponde al ascético; el glotón equivale al voluptuoso. El epicúreo es ese tipo de persona tan fastidioso que condena la mitad de los placeres de la vida por motivos estéticos. Lo más curioso es que todos estos tipos, con la posible excepción del glotón, sienten desprecio por el hombre de apetito sano y se consideran superiores a él. Les parece una vulgaridad disfrutar de la comida porque se tiene hambre, o disfrutar de la vida porque esta ofrece toda una variedad de espectáculos interesantes y experiencias sorprendentes. Desde las alturas de su falta de ilusión contemplan con desprecio a los que consideran almas simples. No siento ninguna simpatía por este punto de vista. Para mí, todo desencanto es una enfermedad que, desde luego, puede ser inevitable debido a las circunstancias, pero que, aun así, cuando se presenta hay que curarla tan pronto como sea posible, y no considerarla como una forma superior de sabiduría. Supongamos que a una persona le gustan las fresas y a otra no; ¿en qué sentido es superior la segunda? No existe ninguna prueba abstracta e impersonal de que las fresas sean buenas ni de que sean malas. Para el que le gustan, son buenas; para el que no le gustan, no lo son. Pero el hombre al que le gustan las fresas tiene un placer que el otro no tiene; en este aspecto, su vida es más agradable y está mejor adaptado al mundo en que ambos deben vivir. Y lo que es cierto en este sencillo ejemplo lo es también en cuestiones más importantes. En ese aspecto, el que disfruta viendo fútbol es superior al no aficionado. El que disfruta con la lectura es aún más superior que el que no, porque hay más oportunidades de leer que de ver fútbol. Cuantas más cosas le interesen a un hombre, más oportunidades de felicidad tendrá, y menos expuesto estará a los caprichos del destino, ya que si le falla una de las cosas siempre puede recurrir a otra. La vida es demasiado corta para que podamos interesarnos por todo, pero conviene interesarse en tantas cosas como sean necesarias para llenar nuestra vida. Todos somos propensos a la enfermedad del introvertido, que al ver desplegarse ante él los múltiples espectáculos del mundo, desvía la mirada y solo se fija en su vacío interior. Pero no vayamos a imaginar que existe algo de grandeza en la infelicidad del introvertido.

Érase una vez dos máquinas de hacer salchichas, exquisitamente construidas para la función de transformar un cerdo en las más deliciosas salchichas. Una de ellas conservó su entusiasmo por el cerdo y produjo innumerables salchichas; la otra dijo: «¿A mí qué me importa el cerdo? Mi propio mecanismo es mucho más interesante y maravilloso que cualquier cerdo». Rechazó el cerdo y se dedicó a estudiar su propio interior. Pero al quedar desprovisto de su alimento natural, su mecanismo dejó de funcionar, y cuanto más lo estudiaba, más vacío y estúpido le parecía. Toda la maquinaria de precisión que hasta entonces había llevado a cabo la deliciosa transformación quedó inmóvil, y la máquina era incapaz de adivinar para qué servía cada pieza. Esta segunda máquina de hacer salchichas es como el hombre que ha perdido el entusiasmo, mientras que la primera es como el hombre que lo conserva. La mente es una extraña máquina capaz de combinar de las maneras más asombrosas los materiales que se le ofrecen, pero sin materiales procedentes del mundo exterior se queda impotente; y a diferencia de la máquina de hacer salchichas, tiene que conseguirse ella misma los materiales, porque los sucesos solo se convierten en experiencias gracias al interés que ponemos en ellos. Si no nos interesan, no sacamos de ellos nada en limpio. Así pues, el hombre cuya atención se dirige hacia dentro no encuentra nada digno de su interés, mientras que el que dirige su atención hacia fuera puede encontrar en su interior, en esos raros momentos en que uno examina su alma, los ingredientes más variados e interesantes, desmontándose y recombinándose en patrones hermosos o instructivos.

El entusiasmo adopta innumerables formas. Recordemos, por ejemplo, que Sherlock Holmes recogió un sombrero que encontró tirado en la calle. Tras mirarlo un momento, comentó que su propietario había venido a menos a causa de la bebida y que su mujer ya no le quería como antes. La vida jamás puede ser aburrida para un hombre al que los objetos triviales ofrecen tal abundancia de interés. Pensemos en las diferentes cosas que pueden llamarnos la atención durante un paseo por el campo. A uno le pueden interesar los pájaros, a otro la vegetación, a otro la agricultura, a otro la geología, etc. Cualquiera de estas cosas es interesante si a uno le interesa; y siendo iguales todas las demás condiciones, el hombre interesado en cualquiera de ellas está mejor adaptado al mundo que el no interesado.

Qué extraordinariamente diferentes son las actitudes de las distintas personas hacia su prójimo. Durante un largo viaje en tren, un hombre puede no fijarse en ninguno de sus compañeros de viaje, mientras que otro los tendrá a todos estudiados, habrá analizado el carácter de cada uno, habrá deducido sagazmente su situación en la vida, y puede que hasta haya averiguado asuntos secretísimos de varios de ellos. Las personas se diferencian tanto en lo que sienten por los demás como en lo que llegan a saber de ellos. Hay gente que casi todo lo encuentra aburrido; a otros no les cuesta nada desarrollar rápidamente sentimientos amistosos para con la gente que entra en contacto con ellos, a menos que exista una razón concreta para sentir de otro modo. Consideremos otra vez la cuestión del viaje: algunas personas viajan por muchos países, alojándose siempre en los mejores hoteles, comiendo exactamente la misma comida que comerían en su casa, encontrándose con los mismos ricos ociosos que se encontrarían en casa, hablando de los mismos tópicos de los que hablarían en el comedor de su casa. Cuando regresan, lo único que sienten es alivio por haber acabado ya con el fastidio de los viajes caros. Otras personas, vayan donde vayan, ven lo característico de cada lugar, conocen a gente típica, observan todo lo que tenga interés histórico o social, comen la comida del país, aprenden sus costumbres y su idioma, y regresan a casa con un nuevo acopio de pensamientos agradables para las noches de invierno.

En todas estas diferentes situaciones, el hombre con entusiasmo por la vida tiene ventaja sobre el hombre sin entusiasmo. Incluso las experiencias desagradables le resultan útiles. Yo me alegro de haber olfateado una multitud china y una aldea siciliana, aunque no puedo decir que experimentara mucho placer en el momento. Los aventureros disfrutan con los naufragios, los motines, los terremotos, los incendios y toda clase de experiencias desagradables, siempre que no lleguen al extremo de perjudicar gravemente su salud. Si hay un terremoto, por ejemplo, se dicen: «Vaya, de modo que así son los terremotos», y les produce placer este nuevo añadido a su conocimiento del mundo. No sería cierto decir que estos hombres no están a merced del destino, porque si perdieran la salud lo más probable sería que perdieran también su entusiasmo, aunque esto no es seguro, ni mucho menos. He conocido hombres que murieron después de años de lenta agonía, y aun así conservaron su entusiasmo casi hasta el último momento. Algunas enfermedades destruyen el entusiasmo y otras no. Yo no sé si los bioquímicos son capaces de distinguir un tipo de otro. Puede que cuando la bioquímica haya avanzado más, podamos tomar pastillas que nos hagan sentir interés por todo, pero hasta que llegue ese día estaremos obligados a depender del sentido común para observar la vida y distinguir cuáles son las causas que permiten a algunas personas sentir interés por todo, mientras que a otras no les interesa nada.

A veces, el entusiasmo es general; otras veces, es especializado. De hecho, puede estar muy especializado. Los lectores de Borrow recordarán un personaje que aparece en Romany Rye. Ha perdido a su esposa, a la que adoraba, y durante algún tiempo siente que la vida ya no tiene ningún sentido. Pero empieza a interesarse por las inscripciones chinas de las teteras y las cajas de té y, con ayuda de un diccionario francés-chino, para lo cual tiene antes que aprender francés, se dedica a descifrarlas poco a poco, adquiriendo así un nuevo interés en la vida, aunque nunca llega a utilizar sus conocimientos de chino para otros propósitos. He conocido hombres que estaban completamente absortos en la tarea de aprenderlo todo sobre la herejía gnóstica, y otros cuyo principal interés consistía en cotejar los manuscritos de Hobbes con las primeras ediciones. Es totalmente imposible saber de antemano qué le va a interesar a un hombre, pero casi todos son capaces de interesarse mucho en una u otra cosa, y cuando se despierta ese interés la vida deja de ser tediosa. Sin embargo, las aficiones muy especializadas son una fuente de felicidad menos satisfactoria que el entusiasmo general por la vida, ya que difícilmente pueden llenar toda la vida de un hombre y siempre se corre el peligro de llegar a saber todo lo que se puede saber sobre el asunto concreto que uno ha convertido en su afición.

Hay que recordar que entre los diferentes tipos de comensales en el banquete incluíamos al glotón, al que no dedicábamos ningún elogio. El lector podría pensar que el hombre con entusiasmo al que tanto hemos elogiado no se diferencia del glotón en ningún aspecto definible. Ha llegado el momento de establecer distinciones más concretas entre los dos tipos.

Los antiguos, como todo el mundo sabe, consideraban que la moderación era una de las virtudes fundamentales. Bajo la influencia del Romanticismo y la Revolución francesa, este punto de vista fue rechazado por muchos, y las pasiones arrolladoras despertaban admiración aunque fueran, como las de los héroes de Byron, de tipo destructivo y antisocial. Sin embargo, está claro que los antiguos tenían razón. En la buena vida debe existir equilibrio entre las diferentes actividades, y ninguna de ellas debe llevarse tan lejos que haga imposibles las demás. El glotón sacrifica todos los demás placeres al de comer, y de este modo disminuye la felicidad total de su vida. Hay otras muchas pasiones, además de la gula, que pueden llegar a excesos similares. La emperatriz Josefina era una glotona en lo referente a la ropa. Al principio, Napoleón pagaba las facturas de su modista, aunque protestando cada vez más. Por fin, le dijo que tenía que aprender a moderarse y que en el futuro solo pagaría las facturas cuando la cantidad le pareciera razonable. Cuando llegó la siguiente factura del modista, Josefina no supo qué hacer al principio, pero finalmente se le ocurrió una estratagema. Se dirigió al ministro de la Guerra y le exigió que pagara la factura con fondos de guerra. Como el ministro sabía que ella podía hacer que le destituyeran, pagó la factura y, como consecuencia, los franceses perdieron Génova. Al menos, eso dicen algunos libros, aunque no puedo garantizar que la historia sea absolutamente verídica. Para nuestros propósitos da lo mismo que sea verdadera o exagerada, ya que sirve para demostrar hasta dónde puede llevar la pasión por la ropa a una mujer que tiene posibilidades de entregarse a ella. Los dipsómanos y las ninfómanas son ejemplos obvios de lo mismo. También es obvio el principio que hay que aplicar en estos casos. Todos nuestros gustos y deseos tienen que encajar en el marco general de la vida. Para que sean una fuente de felicidad tienen que ser compatibles con la salud, con el cariño de nuestros seres queridos y con el respeto de la sociedad en que vivimos. Algunas pasiones se pueden satisfacer casi en cualquier grado sin traspasar estos límites; otras, no. Supongamos que a un hombre le gusta el ajedrez; si es soltero y económicamente independiente, no tiene por qué reprimir su pasión en grado alguno, pero si tiene esposa e hijos y carece de medios económicos, tendrá que reprimirla considerablemente. El dipsómano y el glotón, aunque carezcan de ataduras sociales, actúan en contra de sus propios intereses, ya que su vicio perjudica la salud y les proporciona horas de sufrimiento a cambio de minutos de placer. Hay ciertas cosas que forman una estructura a la que deben adaptarse todas las pasiones si no queremos que se conviertan en una fuente de sufrimientos. Dichas cosas son la salud, el dominio general de nuestras facultades, unos ingresos suficientes para cubrir las necesidades y los deberes sociales más básicos, como los que se refieren a la esposa y los hijos. El hombre que sacrifica estas cosas por el ajedrez es en realidad tan censurable como el dipsómano. Si no le condenamos tan severamente es solo porque es mucho menos corriente y porque hay que poseer facultades especiales para dejarse absorber por un juego tan intelectual. La fórmula griega de la moderación se aplica perfectamente a estos casos. Si a un hombre le gusta tanto el ajedrez que se pasa toda su jornada de trabajo anticipando la partida que jugará por la noche, es afortunado; pero si deja el trabajo para jugar todo el día al ajedrez, ha perdido la virtud de la moderación. Se dice que Tolstói, en sus años de locuras juveniles, ganó una medalla militar por su valor en el campo de batalla, pero cuando llegó el momento de ser condecorado, estaba tan absorto en una partida de ajedrez que decidió no ir. No es que critiquemos la conducta de Tolstói, ya que probablemente le daba igual ganar condecoraciones militares o no, pero en un hombre de menos talento un acto similar habría sido una estupidez.

Existe una limitación a la doctrina que acabamos de exponer: hay que admitir que algunos comportamientos se consideran tan esencialmente nobles que justifican el sacrificio de todo lo demás. Al hombre que da la vida en defensa de su patria no se le censura, aunque su esposa y sus hijos queden en la miseria. Al que se dedica a realizar experimentos con vistas a un gran invento o descubrimiento científico no se le culpa de la pobreza en que ha mantenido a su familia, siempre que al final sus esfuerzos se vean coronados por el éxito. Sin embargo, si nunca llega a conseguir el invento o el descubrimiento que buscaba, la opinión pública le llamará chiflado, lo cual parece injusto, ya que en este tipo de empresas nunca se puede estar seguro del éxito. Durante el primer milenio de la era cristiana, se ensalzaba al hombre que abandonaba a su familia para seguir una vida de santidad, mientras que ahora se le exigiría que dejara cubiertas sus necesidades.

Creo que siempre existe una profunda diferencia psicológica entre el glotón y el hombre de apetito sano. Los que se dejan dominar por un deseo a expensas de todos los demás suelen ser personas con algún problema interior, que intentan escapar de un espectro. En el caso del dipsómano, la cosa es evidente: bebe para olvidar. Si no hubiera espectros en su vida, la embriaguez no le resultaría más agradable que la sobriedad. Como decía el chino del chiste: «Mí no bebe por beber; mí bebe para emborracharse». Esto es típico de todas las pasiones excesivas y desproporcionadas. Lo que se busca no es placer en la cosa misma, sino el olvido. Sin embargo, una cosa es buscar el olvido de un modo embrutecedor y otra muy diferente buscarlo mediante el ejercicio de facultades positivas. El personaje de Borrow que aprendía chino para soportar la pérdida de su esposa también buscaba el olvido, pero lo buscaba mediante una actividad que no tenía efectos perjudiciales; al contrario, mejoraba su inteligencia y su cultura. No hay nada que decir contra estas formas de escape; pero es muy distinto el caso de quienes buscan el olvido en la bebida, el juego o algún otro tipo de excitación no beneficiosa. Es cierto que existen casos ambiguos: ¿qué diríamos del hombre que arriesga la vida haciendo locuras en un aeroplano o escalando montañas porque la vida se ha convertido para él en un fastidio? Si el riesgo sirve para algún fin público, podemos admirarle, pero si no, le clasificaremos muy poco por encima del jugador y el borracho.

El auténtico entusiasmo, no el que en realidad es una búsqueda del olvido, forma parte de la naturaleza humana, a menos que haya sido destruido por circunstancias adversas. A los niños les interesa todo lo que ven y oyen; el mundo está lleno de sorpresas para ellos, y siempre están fervientemente empeñados en la búsqueda de conocimientos; no de conocimiento escolástico, naturalmente, sino ese tipo de conocimiento que consiste en familiarizarse con los objetos que llaman la atención. Los animales conservan su entusiasmo incluso cuando son adultos, siempre que tengan salud. Un gato que entre en una habitación desconocida no se sentará hasta que haya olfateado todos los rincones, por si acaso hay olor a ratón en alguna parte. El hombre que no haya sufrido algún trauma grave mantendrá su interés natural por el mundo exterior; y mientras lo mantenga, la vida le resultará agradable a menos que le coarten excesivamente su libertad. La pérdida de entusiasmo en la sociedad civilizada se debe en gran parte a las restricciones a la libertad, necesarias para mantener nuestro modo de vida. El salvaje caza cuando tiene hambre, y al hacerlo obedece un impulso directo. El hombre que va a trabajar cada mañana a la misma hora actúa motivado fundamentalmente por el mismo impulso, la necesidad de asegurarse la subsistencia, pero en este caso el impulso no actúa directamente ni en el momento en que se siente, sino que actúa indirectamente, a través de abstracciones, creencias y voliciones. En el momento de salir camino del trabajo, el hombre no tiene hambre, ya que acaba de desayunar. Simplemente, sabe que el hambre volverá y que ir a trabajar es un medio de satisfacer el hambre futura. Los impulsos son irregulares, mientras que los hábitos, en una sociedad civilizada, tienen que ser regulares. Entre los salvajes, hasta las empresas colectivas, cuando las hay, son espontáneas e impulsivas. Cuando la tribu va a la guerra, el tamtan despierta el ardor guerrero, y la excitación colectiva inspira a cada individuo para la actividad necesaria. Las empresas modernas no se pueden gestionar de este modo. Cuando un tren tiene que salir a cierta hora, es imposible inspirar a los mozos de equipajes, al maquinista y al encargado de las señales por medio de una música bárbara. Cada uno ha de hacer su tarea simplemente porque tiene que hacerla; es decir, su motivo es indirecto: no sienten ningún impulso que les empuje a la actividad, sino solo hacia la recompensa ulterior de dicha actividad. Gran parte de la vida social tiene el mismo defecto. Muchas personas hablan con otras, no porque deseen hacerlo, sino pensando en algún beneficio ulterior que esperan obtener de esa cooperación. A cada momento de su vida, el hombre civilizado se ve frenado por restricciones a los impulsos. Si se siente alegre no debe cantar y bailar en la calle, y si se siente triste no debe sentarse en la acera a llorar, porque obstruiría el tránsito de los viandantes. Cuando es niño, coartan su libertad en la escuela, y en la vida adulta se la coartan durante las horas de trabajo. Todo esto hace que sea más difícil mantener el entusiasmo, porque las continuas restricciones tienden a provocar fastidio y aburrimiento. No obstante, la sociedad civilizada es imposible sin un considerable grado de restricción de los impulsos espontáneos, ya que éstos solo dan lugar a las formas más simples de cooperación social, y no a las complejísimas formas que exige la organización económica moderna. Para superar estos obstáculos al entusiasmo, se necesita salud y energía en abundancia, o bien tener la buena suerte de trabajar en algo que sea interesante por sí mismo. La salud, a juzgar por las estadísticas, ha mejorado de manera constante en todos los países civilizados durante los últimos cien años, pero la energía es más difícil de medir, y dudo de que ahora se tenga tanto vigor físico en momentos de salud como se tenía en otros tiempos. El problema es, en gran medida, de tipo social, y como tal no es mi intención comentarlo en este libro. Sin embargo, el problema tiene un aspecto personal y psicológico que ya hemos comentado al hablar de la fatiga. Algunas personas mantienen el entusiasmo a pesar de los impedimentos de la vida civilizada, y muchas más podrían hacerlo si se libraran de los conflictos psicológicos internos en que gastan una gran parte de su energía. El entusiasmo requiere más energía que la que se necesita para el trabajo, y para esto es necesario que la maquinaria psicológica funcione bien. En los próximos capítulos hablaremos más sobre la manera de facilitar su buen funcionamiento.

Entre las mujeres —ahora menos que antes, pero todavía en muy gran medida—, se ha perdido mucho entusiasmo por culpa de un concepto erróneo de la respetabilidad. Estaba mal visto que las mujeres se interesaran abiertamente por los hombres y que se mostraran demasiado animadas en público. En su intento de aprender a no interesarse por los hombres, aprendían con mucha frecuencia a no interesarse por nada, exceptuando ciertas normas de comportamiento correcto. Evidentemente, inculcar una actitud de inactividad y apartamiento de la vida es inculcar algo muy perjudicial para el entusiasmo, lo mismo que fomentar cierto tipo de concentración en sí mismas, característico de muchas mujeres respetables, sobre todo si no han tenido mucha educación. No les interesan los deportes como suelen interesarles a los hombres, no les importa la política, su actitud hacia los hombres es de estirada frialdad, y su actitud hacia las mujeres de velada hostilidad, basada en la convicción de que las otras mujeres son menos respetables que ellas. Presumen de no necesitar a nadie; es decir, su falta de interés por los demás les parece una virtud. Por supuesto, no hay que culparlas de esto: lo único que hacen es aceptar la doctrina moral que ha estado vigente durante miles de años para las mujeres. Sin embargo, son víctimas, dignas de compasión, de un sistema represivo cuya iniquidad no han sido capaces de percibir. A estas mujeres les parece bien todo lo que es mezquino y les parece mal todo lo que es generoso. En su propio círculo social hacen todo lo posible por aguar las fiestas, en política son partidarias de las leyes represivas. Afortunadamente, este tipo es cada vez menos común, pero todavía predomina más de lo que creen los que viven en ambientes emancipados. Si alguien duda de lo que digo, le recomiendo que haga un recorrido por las casas de huéspedes, buscando alojamiento, y que tome nota de las patronas que encuentre durante su búsqueda. Verá que estas mujeres viven fieles a un concepto de la excelencia femenina que conlleva, como elemento imprescindible, la destrucción de todo entusiasmo por la vida, y que, como consecuencia, sus corazones y sus mentes se han atrofiado y desarrollado mal. Entre la excelencia masculina y la femenina bien entendidas no existe ninguna diferencia; en cualquier caso, ninguna de las diferencias que la tradición inculca. Tanto para las mujeres como para los hombres el entusiasmo es el secreto de la felicidad y del bienestar.