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FATIGA

Hay muchas clases de fatiga, algunas de las cuales constituyen un obstáculo para la felicidad mucho más grave que otras. La fatiga puramente física, siempre que no sea excesiva, tiende en todo caso a contribuir a la felicidad; provoca sueño profundo y buen apetito, y añade atractivo a los placeres posibles en los días de fiesta. Pero cuando es excesiva se convierte en algo muy malo. Excepto en las comunidades más avanzadas, las mujeres campesinas son viejas a los treinta años, consumidas por el trabajo excesivo. En los primeros tiempos del industrialismo, los niños sufrían problemas de crecimiento y con frecuencia morían prematuramente a causa del exceso de trabajo. Lo mismo sigue sucediendo en China y en Japón, donde el industrialismo es reciente; en cierta medida, también ocurre en los países suramericanos. El trabajo físico, más allá de ciertos límites, es una tortura atroz, y con mucha frecuencia se ha llevado a extremos que hacen la vida insoportable. En las partes más avanzadas del mundo moderno, sin embargo, la fatiga física se ha reducido muchísimo gracias a las mejoras de las condiciones industriales. En las comunidades avanzadas, la clase de fatiga más grave en nuestros tiempos es la fatiga nerviosa. Curiosamente, este tipo de fatiga es mucho más acusado entre las personas acomodadas, y tiende a darse mucho menos entre los asalariados que entre los hombres de negocios y profesionales intelectuales.

Escapar de la fatiga nerviosa en la vida moderna es una cosa muy difícil. En primer lugar, durante las horas de trabajo y sobre todo en el tiempo que pasa entre su casa y el trabajo, el trabajador urbano está expuesto a ruidos, aunque es cierto que ha aprendido a no oír conscientemente la mayor parte de ellos; pero aun así le van desgastando, a lo que contribuye el esfuerzo subconsciente que hace para no oírlos. Otra cosa que causa fatiga sin que seamos conscientes de ello es la presencia constante de extraños. El instinto natural del hombre, y de otros animales, es investigar a todo desconocido de su misma especie, con objeto de decidir si debe tratarle de modo amistoso u hostil. Este instinto tiene que ser reprimido por los que viajan en metro a las horas punta, y el resultado de la inhibición es que sienten una rabia difusa y general contra todos los desconocidos con los que entran en contacto involuntario. También hay que tener en cuenta la prisa por coger el tren por la mañana, con la consiguiente dispepsia. En consecuencia, para cuando llega a la oficina y comienza su jornada laboral, el trabajador urbano tiene ya los nervios de punta y una tendencia a considerar que la raza humana es una molestia. Su jefe, que llega con el mismo humor, no hace nada por disiparlo en su empleado. El miedo al despido obliga a éste a comportarse con cortesía, pero esta conducta antinatural acentúa la tensión nerviosa. Si una vez a la semana se permitiera a los empleados tirarle de las narices al jefe e indicarle de otras maneras lo que piensan de él, se aliviaría su tensión nerviosa; pero para el jefe, que también tiene sus problemas, esto no arreglaría las cosas. Lo que para el empleado es el miedo al despido, para el jefe es el miedo a la bancarrota. Es cierto que algunos son lo bastante grandes para estar por encima de este miedo, pero, por lo general, para alcanzar una posición tan elevada han tenido que pasar años de lucha agotadora, durante los que tuvieron que esforzarse para estar al corriente de lo que ocurría en todas las partes del mundo y frustrar constantemente las maquinaciones de sus competidores. El resultado de todo esto es que cuando les llegó el éxito sus nervios estaban ya destrozados, tan acostumbrados a la ansiedad que no se pueden librar de ese hábito cuando la necesidad ya ha pasado. Es cierto que algunos son hijos de padres ricos, pero por lo general han conseguido fabricarse ansiedades lo más parecidas posible a las que habrían sufrido si no hubieran nacido ricos. Con el juego y las apuestas se granjean la desaprobación de sus padres; al perder horas de sueño para gozar de sus diversiones, debilitan su mente; y para cuando sientan la cabeza, se han vuelto tan incapaces de ser felices como lo fueron sus padres. Voluntaria o involuntariamente, por elección o por necesidad, casi todos los modernos llevan una vida exasperante, y están siempre demasiado cansados para ser capaces de disfrutar sin la ayuda del alcohol.

Dejando aparte a los ricos que simplemente son tontos, consideremos el caso más corriente de aquéllos cuya fatiga se deriva del trabajo agotador para ganarse la vida. En gran medida, la fatiga en estos casos se debe a las preocupaciones, y las preocupaciones se pueden evitar con una mejor filosofía de la vida y con un poco más de disciplina mental. La mayoría de los hombres y de las mujeres son incapaces de controlar sus pensamientos. Con esto quiero decir que no pueden dejar de pensar en cosas preocupantes en momentos en que no se puede hacer nada al respecto. Los hombres se llevan sus problemas del trabajo a la cama y, durante la noche, cuando deberían estar cobrando nuevas fuerzas para afrontar los problemas de mañana, no paran de darles vueltas en la cabeza a problemas con los que en ese momento no pueden hacer nada, pensando en ellos, pero no de un modo que inspire una línea de conducta adecuada para el día siguiente, sino de esa manera medio loca que caracteriza las atormentadas meditaciones del insomnio. Parte de esta locura nocturna se les queda pegada por la mañana, nublando su entendimiento, poniéndoles de mal humor y haciendo que se enfurezcan ante cualquier obstáculo. El sabio solo piensa en sus problemas cuando tiene algún sentido hacerlo; el resto del tiempo piensa en otras cosas o, si es de noche, no piensa en nada. No pretendo sugerir que en una gran crisis —por ejemplo, cuando la ruina es inminente o cuando un hombre tiene motivos para sospechar que su mujer le engaña— sea posible, excepto para unas pocas mentes excepcionalmente disciplinadas, dejar de pensar en el problema en momentos en que no se puede hacer nada. Pero es perfectamente posible dejar de pensar en los problemas de los días normales, excepto cuando hay que hacerles frente. Es asombroso cuánto pueden aumentar la felicidad y la eficiencia cultivando una mente ordenada, que piense en las cosas adecuadamente en el momento adecuado, y no inadecuadamente a todas horas. Cuando hay que tomar una decisión difícil o preocupante, en cuanto se tengan todos los datos disponibles, hay que pensar en la cuestión de la mejor manera posible y tomar la decisión; una vez tomada la decisión, no hay que revisarla a menos que llegue a nuestro conocimiento algún nuevo dato. No hay nada tan agotador como la indecisión, ni nada tan estéril.

Muchas preocupaciones se pueden reducir si uno se da cuenta de la poca importancia que tiene el asunto que está causando la ansiedad. A lo largo de mi vida he hablado en público un considerable número de veces; al principio, el público me aterrorizaba y el nerviosismo me hacía hablar muy mal; me daba tanto miedo pasar por ello que siempre deseaba romperme una pierna antes de tener que pronunciar el discurso, y cuando terminaba estaba agotado por la tensión nerviosa. Poco a poco, fui aprendiendo a sentir que no importaba si hablaba bien o mal; en cualquiera de los dos casos, el universo seguiría prácticamente igual. Descubrí que cuanto menos me preocupara de si hablaba bien o mal, menos mal hablaba, y poco a poco la tensión nerviosa disminuyó hasta casi desaparecer. Gran parte de la fatiga nerviosa se puede combatir de este modo. Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa. Se puede sobrevivir incluso a las grandes penas; las aflicciones que parecía que iban a poner fin a la felicidad para toda la vida se desvanecen con el paso del tiempo hasta que resulta casi imposible recordar lo intensas que eran. Pero por encima de estas consideraciones egocéntricas está el hecho de que el ego de una persona es una parte insignificante del mundo. El hombre capaz de centrar sus pensamientos y esperanzas en algo que le trascienda puede encontrar cierta paz en los problemas normales de la vida, algo que le resulta imposible al egoísta puro.

Se ha estudiado demasiado poco lo que podríamos llamar higiene de los nervios. Es cierto que la psicología industrial ha realizado complicadas investigaciones sobre la fatiga, y se ha demostrado mediante concienzudas estadísticas que si uno sigue haciendo una cosa durante un tiempo suficientemente largo, acaba bastante cansado; un resultado que podría haberse adivinado sin tanto despliegue de ciencia. Los estudios psicológicos de la fatiga se ocupan principalmente de la fatiga muscular, aunque también se han hecho algunos estudios sobre la fatiga en los niños en edad escolar. Sin embargo, ninguno de estos estudios aborda el problema importante. En la vida moderna, la clase de fatiga que importa es siempre emocional; la fatiga puramente intelectual, como la fatiga puramente muscular, se remedia con el sueño. Una persona que haya tenido que hacer una gran cantidad de trabajo intelectual desprovisto de emoción —como por ejemplo una serie de cálculos complicados— se duerme al final de cada jornada y así se libra de la fatiga que el día le ocasionó. El daño que se atribuye al exceso de trabajo casi nunca se debe a esta causa, sino a algún tipo de preocupación o ansiedad. Lo malo de la fatiga emocional es que interfiere con el descanso. Cuanto más cansado está uno, más imposible le resulta parar. Uno de los síntomas de la inminencia de una crisis nerviosa es creerse que el trabajo de uno es terriblemente importante y que tomarse unas vacaciones acarrearía toda clase de desastres. Si yo fuera médico, recetaría vacaciones a todos los pacientes que consideraran muy importante su trabajo. La crisis nerviosa que parece provocada por el trabajo se debe en realidad, en todos los casos que he conocido personalmente, a algún problema emocional del que el paciente intenta escapar por medio del trabajo. Se resiste a dejar de trabajar porque, si lo hace, ya no tendrá nada que le distraiga de pensar en sus desgracias, sean las que sean. Por supuesto, el problema puede ser el miedo a la bancarrota, y en ese caso su trabajo está directamente relacionado con su preocupación, pero incluso en este supuesto es probable que la preocupación le empuje a trabajar tanto que su entendimiento se nuble y la bancarrota llega antes de lo que habría llegado si hubiera trabajado menos. En todos los casos, es el problema emocional, no el trabajo, lo que ocasiona la crisis nerviosa.

La psicología de la preocupación no es nada simple. Ya he hablado de la disciplina mental, es decir, el hábito de pensar en las cosas en el momento adecuado. Esto tiene su importancia: primero, porque hace posible aguantar la jornada de trabajo con menos desgaste mental; segundo, porque proporciona una cura para el insomnio; y tercero, porque aumenta la eficiencia y permite tomar mejores decisiones. Pero los métodos de este tipo no afectan al subconsciente o inconsciente, y cuando el problema es grave ningún método sirve de mucho a menos que penetre bajo el nivel de la conciencia. Los psicólogos han realizado numerosos estudios acerca de la influencia del subconsciente en la mente consciente, pero muchos menos sobre la influencia de la mente consciente en el subconsciente. Sin embargo, esto último tiene una enorme importancia en el terreno de la higiene mental, y hay que entenderlo si se quiere que las convicciones racionales actúen en el reino de lo inconsciente. Esto se aplica en particular a la cuestión de la preocupación. Es bastante fácil decirse a uno mismo que si ocurriera tal o cual desgracia no sería tan terrible, pero mientras ésta sea solo una convicción consciente no funcionará en las noches de insomnio ni impedirá las pesadillas. Personalmente, creo que se puede implantar en el subconsciente una idea consciente si se hace con suficiente fuerza e intensidad. La mayor parte del subconsciente está formado por pensamientos con mucha carga emocional que alguna vez fueron conscientes y han quedado enterrados. Este proceso de enterramiento se puede hacer deliberadamente, y de este modo se puede conseguir que el subconsciente haga muchas cosas útiles. Yo he descubierto, por ejemplo, que si tengo que escribir sobre algún tema difícil, el mejor plan consiste en pensar en ello con mucha intensidad —con la mayor intensidad de la que soy capaz— durante unas cuantas horas o días, y al cabo de ese tiempo dar la orden —por decirlo de algún modo— de que el trabajo continúe en el subterráneo. Después de algunos meses, vuelvo conscientemente al tema y descubro que el trabajo está hecho. Antes de descubrir esta técnica, solía pasar los meses intermedios preocupándome porque no obtenía progresos. Esta preocupación no me hacía llegar antes a la solución y los meses intermedios eran meses perdidos, mientras que ahora puedo dedicarlos a otras actividades. Con las ansiedades se puede adoptar un proceso análogo en muchos aspectos. Cuando nos amenaza alguna desgracia, consideremos seria y deliberadamente qué es lo peor que podría ocurrir. Después de afrontar esta posible desgracia, busquemos razones sólidas para pensar que, al fin y al cabo, el desastre no sería tan terrible. Dichas razones existen siempre, porque, en el peor de los casos, nada de lo que le ocurra a uno tiene la menor importancia cósmica. Cuando uno ha considerado serenamente durante algún tiempo la peor posibilidad y se ha dicho a sí mismo con auténtica convicción «Bueno, después de todo, la cosa no tendría demasiada importancia», descubre que la preocupación disminuye en grado extraordinario. Puede que sea necesario repetir el proceso unas cuantas veces, pero al final, si no hemos eludido afrontar el peor resultado posible, descubriremos que la preocupación desaparece por completo y es sustituida por una especie de regocijo.

Esto forma parte de una técnica más general para evitar el miedo. La preocupación es una modalidad de miedo, y todas las modalidades de miedo provocan fatiga. Al hombre que ha aprendido a no sentir miedo le disminuye enormemente la fatiga de la vida cotidiana. Ahora bien, el miedo, en su forma más dañina, surge cuando existe cierto peligro que no queremos afrontar. Hay momentos en que nuestras mentes son invadidas por pensamientos horribles; la clase varía con las personas, pero casi todo el mundo tiene algún tipo de miedo oculto. Para uno puede ser el cáncer, para otro la ruina económica, para un tercero el descubrimiento de un secreto vergonzoso, a un cuarto le atormentan los celos, un quinto pasa las noches en vela pensando que tal vez sean ciertas las historias que le contaban de niño sobre el fuego del infierno. Probablemente, todas estas personas utilizan una técnica errónea para combatir su miedo; cada vez que éste se apodera de su mente, procuran pensar en otra cosa; se distraen con diversiones, con el trabajo o con lo que sea. Pero todas las variedades de miedo empeoran si no se les hace frente. El esfuerzo invertido en desviar los pensamientos da la medida de lo horrible que es el espectro que nos negamos a mirar. El mejor procedimiento con cualquier tipo de miedo consiste en pensar en el asunto racionalmente y con calma, pero con gran concentración, hasta familiarizarse por completo con él. Al final, la familiaridad embota los terrores, todo el asunto nos parece anodino y nuestros pensamientos se alejan de él, no como antes, por un esfuerzo de la voluntad, sino por pura falta de interés en el asunto. Cuando se sienta usted inclinado a preocuparse por algo, sea lo que fuere, lo mejor es siempre pensar en ello aún más de lo que haría normalmente, hasta que por fin pierda su morbosa fascinación.

Una de las cuestiones en las que más falla la moral moderna es esta del miedo. Es cierto que se espera que los hombres tengan valentía física, sobre todo en la guerra, pero no se espera de ellos ninguna otra forma de valor, y de las mujeres no se espera que muestren valor de ningún tipo. Una mujer que sea valerosa tiene que ocultar que lo es si quiere gustar a los hombres. También se tiene mala opinión del hombre valeroso en cualquier aspecto que no sea ante el peligro físico. La indiferencia ante la opinión pública, por ejemplo, se considera un desafío, y el público hará todo lo que pueda por castigar al hombre que se atreve a burlarse de su autoridad. Todo esto es lo contrario de lo que debería ser. Toda forma de valor, tanto en hombres como en mujeres, debería ser tan admirada como lo es la valentía física en un soldado. El hecho de que el valor físico sea tan corriente entre los varones jóvenes demuestra que el valor se puede desarrollar en respuesta a la opinión pública que lo exige. Si hubiera más valor, habría menos preocupaciones y, por tanto, menos fatiga; y es que una gran proporción de las fatigas nerviosas que sufren en la actualidad hombres y mujeres se debe a los miedos, conscientes o inconscientes.

Una causa muy frecuente de fatiga es el afán de excitación. Si un hombre pudiera pasarse su tiempo libre durmiendo, se mantendría en buena forma; pero las horas de trabajo son espantosas y siente necesidad de placer durante sus horas de libertad. El problema es que los placeres más fáciles de obtener y más superficialmente atractivos son casi todos de los que agotan los nervios. El deseo de excitación, cuando pasa de cierto punto, indica un carácter retorcido o alguna insatisfacción instintiva. En los primeros días de un matrimonio feliz, casi ningún hombre siente necesidad de excitación, pero en el mundo moderno muchos matrimonios tienen que aplazarse tanto tiempo que, cuando por fin resultan económicamente posibles, la excitación se ha convertido en un hábito que solo se puede dominar durante un corto tiempo. Si la opinión pública permitiera a los hombres casarse a los veintiún años sin asumir las cargas económicas que actualmente conlleva el matrimonio, muchos hombres nunca irían en busca de placeres agotadores, tan fatigosos como su trabajo. Sin embargo, sugerir esta posibilidad se considera inmoral, como se ha visto en el caso del juez Lindsey, que ha quedado deshonrado, a pesar de su larga y honorable carrera, por el único crimen de querer salvar a los jóvenes de las desgracias que les caen encima como consecuencia de la intolerancia de sus mayores. Pero de momento no voy a seguir hablando de esta cuestión, que corresponde al apartado de la envidia, del que nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

Al individuo particular, que no puede alterar las leyes y las instituciones que regulan su vida, le resulta difícil estar a la altura de la situación creada y perpetuada por moralistas opresores. Sin embargo, vale la pena darse cuenta de que los placeres excitantes no conducen a la felicidad, aunque, mientras sigan siendo inalcanzables otras alegrías más satisfactorias, a algunos la vida puede resultarles imposible de soportar si no es con la ayuda de la excitación. En semejante situación, lo único que puede hacer un hombre prudente es dosificarse, y no permitirse una cantidad de placeres fatigosos que perjudique su salud o interfiera con su trabajo. La cura radical para los problemas de los jóvenes consiste en un cambio de la moral pública. Mientras tanto, lo mejor que puede hacer un joven es pensar que acabará llegando el momento en que pueda casarse, y que sería una tontería vivir de un modo que haga imposible un matrimonio feliz, como es fácil que suceda con los nervios alterados y una incapacidad adquirida para los placeres más suaves.

Uno de los peores aspectos de la fatiga nerviosa es que actúa como una especie de cortina que separa al hombre del mundo exterior. Las impresiones le llegan como amortiguadas y apagadas; ya no se fija en la gente más que para irritarse por sus pequeños vicios y manías; no saca ningún placer de la comida ni del sol, sino que tiende a concentrarse tensamente en unas pocas cosas, indiferente a todo lo demás. Esta situación le impide descansar, y la fatiga va aumentando constantemente hasta llegar a un punto en que se hace necesario el tratamiento médico. En el fondo, todo esto es un castigo por haber perdido ese contacto con la tierra de que hablábamos en el capítulo anterior. Pero no es fácil encontrar la manera de mantener ese contacto en las grandes aglomeraciones de nuestras ciudades modernas. No obstante, otra vez hemos llegado al borde de importantes cuestiones sociales que no es mi intención tratar en este libro.