Decididamente, tener tres años no traía nada bueno. Los nipones tenían razón al situar en esa edad el final de la edad divina. Algo —¡tan pronto!— se había perdido, más valioso que todo y que no se recuperaba jamás: una forma de confianza en la perennidad benevolente del mundo.

Les había oído comentar a mis padres que pronto iría al parvulario japonés: una intención que sólo auguraba desastres. ¿Cómo? ¿Abandonar el paraíso? ¿Unirme a un rebaño de niños? ¡Menuda ocurrencia!

Y había algo más grave. Incluso en el mismo seno del jardín, se detectaba cierta inquietud. La naturaleza había alcanzado una especie de saturación. Los árboles eran demasiado verdes, demasiado frondosos, la hierba era demasiado rica, las flores explotaban como si se hubieran alimentado demasiado. Desde la segunda mitad del mes de agosto, las plantas rebosaban del mohín ahito de la mañana siguiente a una orgía. La fuerza vital que yo había experimentado, contenida en cada cosa, se estaba convirtiendo en pesadez.

Sin saberlo, veía revelarse dentro de mí una de las leyes más terribles del universo: lo que no avanza retrocede. Existe el crecimiento y existe la decadencia; entre ambos no hay nada. El apogeo no existe. Se trata de una ilusión. Así, no había verano. Existía una larga primavera, un aumento espectacular de las savias y de los deseos: pero a partir del momento en que aquel crecimiento terminaba, comenzaba la decadencia.

A partir del quince de agosto, la muerte gana la partida. Es cierto que ninguna hoja da la menor señal de chamuscarse; es verdad que los árboles siguen siendo tan frondosos y que su inminente alopecia resulta inimaginable. Las plantas abundan más que nunca, los arriates prosperan, todo huele a edad de oro. Y, sin embargo, no se trata de la edad de oro, por la simple razón de que la edad de oro es imposible, por la simple razón de que la estabilidad no existe.

A los tres años, no sabía nada de todo eso. Me hallaba a años luz del rey que, al morir, grita: «Lo que debe terminar ya ha terminado». Habría sido incapaz de formular los términos de mi angustia. Pero sentía, sí, sentía que se preparaba la agonía. La naturaleza había ido demasiado lejos: aquello escondía algo.

Si lo hubiera comentado con alguien, me habrían explicado el ciclo de las estaciones. A los tres años, uno no recuerda el año anterior, todavía no ha podido constatar el eterno retorno de lo idéntico, y una nueva estación constituye un desastre irreversible.

A los dos años, uno no se da cuenta de estos cambios y no les da ninguna importancia. A los cuatro, uno los detecta, pero el recuerdo del año precedente los banaliza y desdramatiza. A los tres años, la ansiedad es absoluta; uno lo ve todo y no comprende nada. No existe jurisprudencia mental que consultar para tranquilizarse. A los tres años uno tampoco tiene el reflejo de preguntar en busca de una explicación: uno no es forzosamente consciente de que los mayores tienen más experiencia, y puede que en eso no se equivoque.

A los tres años, uno es un marciano. Resulta apasionante pero terrorífico ser un marciano recién llegado a la Tierra. Uno observa los fenómenos inéditos, opacos. No posee ninguna llave. Hay que inventarse leyes a partir de estas únicas observaciones. Hay que ser aristotélico durante veinticuatro horas al día, lo cual resulta particularmente extenuante cuando uno nunca ha oído hablar de los griegos.

Una golondrina no hace verano. A los tres años, a uno le gustaría saber a partir de qué cantidad de golondrinas se puede creer en algo. Una flor marchita no hace otoño. Dos cadáveres de flores tampoco, sin duda. Eso no impide que la inquietud se instale. ¿A partir de cuántas agonías florales uno deberá, en su cabeza, activar la señal de alarma de la muerte en camino?

Cual Champollion de un creciente caos, me encerré a solas con mi peonza. Sentía que aquel objeto estaba en posesión de informaciones cruciales que ofrecerme. Por desgracia, no comprendía su idioma.

Finales de agosto. Mediodía. Es la hora del suplicio. Ve a dar de comer a las carpas.

Ánimo. Ya lo has hecho tantas veces. Has sobrevivido. Sólo es un mal rato que hay que pasar.

Cojo las galletas de arroz en la despensa. Me acerco al estanque de piedra. El sol perpendicular hace centellear el agua como si fuera aluminio. La superficie lisa y brillante no tarda en verse maleada por tres saltos sucesivos: Jesús, María y José me han visto y saltan, que es su modo de anunciar que la comida está lista.

Cuando han terminado de tomarse por peces voladores —lo cual, teniendo en cuenta su grosor, resulta totalmente obsceno—, instalan sus jetas abiertas a ras de agua y aguardan.

Les lanzo trozos de comida. El ramillete de bocas se abalanza. Los tubos abiertos engullen. Una vez han deglutido, reclaman todavía más. Su garganta está tan abierta que si uno se inclinara un poco podría verles hasta el estómago. Mientras continúo distribuyendo la pitanza, me siento cada vez más obnubilada por lo que me muestra esa trinidad: normalmente, las criaturas esconden el interior de su cuerpo. ¿Qué ocurriría si la gente exhibiera sus entrañas?

Las carpas han transgredido este tabú primordial: me imponen la visión de su tubo digestivo a la intemperie.

¿Te parece repugnante? En el interior de tu vientre ocurre lo mismo. Si este espectáculo te obsesiona tanto, quizás es porque te reconoces en él. ¿Acaso crees que tu especie es diferente? Los tuyos comen menos suciamente, pero comen, y en el interior de tu madre, de tu hermano, también ocurre algo parecido.

¿Y tú, qué te crees? Eres un tubo procedente de otro tubo. Estos últimos tiempos has tenido la gloriosa sensación de evolucionar, de convertirte en materia pensante. Bagatelas. ¿Acaso la boca de las carpas te pondría tan enferma si no vieras en ellas un innoble reflejo de ti misma? Recuerda que eres tubo y en tubo te convertirás.

Hago callar esa voz que me dice cosas terribles. Hace dos semanas que, cada mediodía, me enfrento al estanque de los peces y constato que, lejos de acostumbrarme a esa abominación, cada vez me afecta más. ¿Y si esa repugnancia, que había considerado una débil menudencia, un capricho, fuese un mensaje sagrado? En ese caso, tengo que enfrentarme a él para comprenderlo. Tengo que dejar que hable la voz.

Mira, pues. Mira con los ojos bien abiertos. La vida es lo que ves: membrana, tripas, un agujero sin fondo que exige ser rellenado. La vida es ese tubo que engulle y que permanece vacío.

Mis pies están junto al estanque. Los observo con recelo, ya no me fío de ellos. Mis ojos se levantan y contemplan el jardín. Ya no es aquel cofre que me protegía, aquel recinto de perfección. Contiene la muerte.

Entre la vida —bocas de carpas que engullen— y la muerte —vegetales en lenta putrefacción—, ¿qué eliges? ¿Qué es lo que te da menos ganas de vomitar?

Ya no reflexiono. Tiemblo. Mis ojos vuelven a las jetas de los animales. Tengo frío. Siento náuseas. Me flojean las piernas. No lucho. Hipnotizada, me dejo caer en el estanque.

Mi cabeza se golpea contra el fondo de piedra. Casi inmediatamente, el dolor del golpe desaparece. Mi cuerpo, convertido en algo independiente a mi voluntad, se da la vuelta, y me encuentro en posición horizontal, a media profundidad, como si hiciera el muerto un metro debajo del agua. Y allí permanezco, inmóvil. La calma se restablece a mi alrededor. Mi angustia se ha hundido. Me siento muy bien.

Es curioso. La última vez que me ahogué sentía dentro de mí una rebelión, una rabia, una intensa necesidad de librarme de todo aquello. Esta vez, en absoluto. Es cierto que lo he elegido. Ni siquiera noto que me falte el aire.

Deliciosamente serena, contemplo el cielo a través de la superficie del estanque. La luz del sol nunca resulta tan hermosa como vista desde debajo del agua. Es algo que ya pensé durante mi primer ahogamiento.

Me siento bien. Nunca me había sentido mejor. Visto desde aquí, el mundo me parece perfecto. El líquido me ha digerido hasta tal punto que ya no provoco ni un solo remolino. Asqueadas por mi intrusión, las carpas se mantienen agazapadas en un rincón y no se mueven. El fluido ha cuajado en una calma de aguas muertas que me permite contemplar los árboles del jardín como a través de un gigantesco monóculo. Elijo mirar exclusivamente los bambúes: nada, en nuestro universo, merece ser tan admirado como los bambúes. El metro de espesor acuático que me separa de ellos exalta su belleza.

Sonrío de felicidad.

De repente, algo se interpone entre los bambúes y yo: una débil silueta humana aparece y se inclina hacia mí. Pienso con disgusto que esa persona intentará repescarme. Una ya no puede ni suicidarse tranquila.

Pero no. El prisma del agua me va revelando lentamente los rasgos del ser humano que ha descubierto mi presencia: se trata de Kashima-san. Inmediatamente dejo de sentir miedo. Es una auténtica japonesa de antaño y, además, me odia: dos buenas razones para que no me salve.

Efectivamente. El rostro elegante de Kashima-san se mantiene impasible. Sin moverse, me mira fijamente a los ojos. ¿Acaso se da cuenta de que estoy contenta? No lo sé. A saber lo que puede pasar por la cabeza de una japonesa de antaño.

De una cosa estoy segura: esa mujer dejará mi muerte a salvo.

A medio camino entre el más allá y el jardín, empiezo a hablar, en silencio, dentro de mi cráneo:

«Sabía que acabaríamos entendiéndonos, Kashima-san. Ahora todo va bien. Cuando me estaba ahogando en el mar y veía a la gente que, desde la playa, me miraba sin intentar salvarme, me ponía enferma. Ahora, gracias a ti, los comprendo. Permanecían tan tranquilos como lo estás tú. No querían perturbar el orden universal, el cual exigía mi muerte a causa del agua. Sabían que salvarme resultaría inútil. El que debe morir ahogado morirá ahogado. La prueba es que mi madre me sacó del agua y ahora vuelvo a estar aquí».

¿Se trata de una ilusión? Me parece que Kashima-san está sonriendo.

«Haces bien en sonreír. Cuando el destino de alguien se cumple, hay que sonreír. Me alegra saber que no volveré nunca más a dar de comer a las carpas y que no abandonaré nunca Japón».

Esta vez lo veo con claridad: Kashima-san sonríe —¡por fin me sonríe!— y se aleja sin darse prisa. A partir de ese momento, me quedo a solas con la muerte. Sé con certeza que Kashima-san no avisará a nadie. No me equivoco.

Diñarla requiere su tiempo. Hace una eternidad que estoy entre dos aguas. Vuelvo a pensar en Kashima-san. Nada resulta más fascinante que la expresión de un ser humano que os mira morir sin intentar salvaros. Le habría bastado con meter la mano en el estanque para devolverme a la vida de niña de tres años. Pero si lo hubiera hecho, no habría sido Kashima-san.

De todo lo que me está ocurriendo, lo que más me alivia es que ya no volveré a tenerle miedo a la muerte.

En 1945, en Okinawa, isla del sur del Japón, ocurrió, ¿qué? No encuentro las palabras para describir aquello.

Fue justo después de la capitulación. Los habitantes de Okinawa sabían que la guerra estaba perdida y que los americanos, que ya habían desembarcado en su isla, iban a avanzar sobre su territorio entero. También sabían que la nueva consigna era no luchar.

Allí se acababa su información. Poco antes, sus jefes les habían dicho que los americanos los matarían a todos: los insulares se habían quedado con esa convicción. Y cuando los soldados blancos empezaron a avanzar, la población empezó a retroceder. Y fueron retrocediendo a medida que el enemigo victorioso iba ganando terreno. Y llegaron al extremo de la isla, que terminaba en un alto y abrupto acantilado dominando el mar. Y como estaban convencidos de que iban a matarles, la inmensa mayoría de ellos se lanzó hacia la muerte desde lo alto del promontorio.

El acantilado era muy elevado y, debajo, la orilla estaba erizada de afilados arrecifes. Ninguno de los que se precipitó al vacío sobrevivió. Cuando los americanos llegaron, se quedaron horrorizados ante lo que vieron.

En 1989 visité aquel acantilado. Nada, ni siquiera una pancarta, recuerda lo que allí ocurrió. Miles de personas se suicidaron durante horas sin que el lugar parezca sentirse afectado. El mar engulló los cuerpos que se habían despachurrado contra las rocas. En Japón, el agua sigue siendo una causa de muerte más corriente que el seppuku.

Resulta imposible permanecer en ese lugar sin intentar ponerse en la piel de los que se lanzaron a aquella muerte colectiva. Es probable que muchos se suicidaran por temor a ser torturados. También resulta verosímil que el esplendor de aquel lugar animara a otros a cometer aquel acto que simbolizaba la soberbia patriótica.

Eso no quita que la ecuación primera de aquella hecatombe sea la siguiente: desde lo alto de aquel magnífico acantilado, miles de personas se mataron porque no querían que les mataran, miles de personas se lanzaron hacia la muerte porque le tenían miedo a la muerte. Hay aquí una lógica de la paradoja que me deja estupefacta.

No se trata de aprobar o desaprobar un gesto semejante. No les sirve de nada, por otra parte, a los cadáveres de Okinawa. Pero insisto en pensar que la mejor razón para el suicidio es el miedo a la muerte.

A los tres años no vi nada de todo aquello. Espero a palmarla en el estanque de las carpas. Debo de estar aproximándome al gran momento, ya que veo cómo mi vida empieza a desfilar ante mí. ¿Acaso es porque mi vida es corta? No consigo ver los detalles de mi existencia. Es como cuando uno viaja en un tren tan rápido que no consigue leer los nombres de las estaciones teóricamente sin importancia. Me da lo mismo. Me sumerjo en una maravillosa ausencia de angustia.

La tercera persona del singular retoma poco a poco posesión del «yo», que me sirvió durante seis meses. La cosa cada vez menos viva siente que vuelve a convertirse en el tubo que quizás nunca dejó de ser.

Pronto, el cuerpo no será más que tubo. Se dejará invadir por el elemento adorado que proporciona la muerte. Finalmente liberado de sus funciones inútiles, la canalización dejará paso al agua, a nada más.

De repente, una mano agarra el bulto yaciente por la piel del cuello, lo sacude y lo devuelve brutalmente, dolorosamente, a la primera persona del singular.

El aire penetra en mis pulmones, que habían creído ser branquias. Me duele. Grito. Estoy viva. Recupero los ojos. Veo que es Nishio-san la que me ha sacado del agua.

Grita, pide ayuda. Ella también está viva. Corre hacia la casa llevándome en brazos. Encuentra a mi madre, que, al verme, exclama:

—¡Rápido, vamos al Hospital de Kobe!

Nishio-san la acompaña corriendo hasta el coche. En una mezcla de japonés, de francés, de inglés y de gemidos, le chapurrea en qué estado me ha repescado.

Mamá me lanza sobre el asiento trasero y arranca. Circula a toda pastilla, lo que resulta absurdo cuando uno intenta salvar la vida de alguien. Debe de pensar que estoy inconsciente, ya que me cuenta lo que me ha ocurrido:

—Estabas dando de comer a los peces, has resbalado y te has caído al estanque. En circunstancias normales, habrías nadado sin ningún problema. Pero en tu caída tu frente ha chocado contra el fondo de piedra y has perdido el conocimiento.

La escucho con perplejidad. Sé perfectamente que eso no es lo que me ha ocurrido.

Insiste preguntándome:

—¿Me entiendes?

—Sí.

Entiendo que no tengo que decirle la verdad. Entiendo que vale más limitarse a esa versión oficial. De hecho, ni siquiera veo con qué palabras podría contarle eso. No conozco el término suicidio.

Hay, sin embargo, algo que deseo dejar claro:

—¡No quiero dar de comer a las carpas nunca más!

—Pues claro. Te comprendo. Te da miedo volverte a caer al agua. Te prometo que no volverás a darles de comer.

Por lo menos, algo hemos salido ganando. Mi gesto no habrá sido en vano.

—Te cogeré en brazos e iremos juntas a darles de comer.

Cierro los ojos. Vuelta a empezar.

En el hospital, mi madre me lleva a urgencias. Dice:

—Tienes un agujero en la cabeza.

Eso sí es noticia. Estoy encantada y quiero saber más:

—¿Dónde?

—En la frente, donde te has dado el golpe.

—¿Un agujero grande?

—Sí: estás perdiendo mucha sangre.

Me pone los dedos sobre la sien y me los muestra cubiertos de sangre. Fascinada, meto mi dedo índice en la herida abierta, sin saber que estoy subrayando mi propia locura.

—Siento una fuente.

—Sí. Se te ha abierto la piel.

Contemplo mi sangre con deleite.

—¡Quiero verme en un espejo! ¡Quiero ver el agujero de mi cabeza!

—Cálmate.

Las enfermeras se ocupan de mí y tranquilizan a mi madre. No escucho lo que dicen. Pienso en el agujero de mi frente. Ya que no me dejan verlo, lo imagino. Imagino mi cráneo agujereado a un lado. Me estremezco de éxtasis.

Vuelvo a poner el dedo: quiero entrar por el agujero en mi cabeza y explorar el interior. Una enfermera me toma suavemente la mano para impedírmelo. Uno no puede poseer ni siquiera su propio cuerpo.

—Vamos a coserte la frente —dice mi madre.

—¿Con hilo y aguja?

—Más o menos.

No recuerdo que me durmieran. Todavía me parece estar viendo al médico encima de mí, con un enorme hilo negro y una aguja, cosiendo el ojal de mi sien, como un costurero retocando un modelo ante la misma cliente.

Así terminó lo que fue mi primera —y hasta el día de hoy, única— tentativa de suicidio.

Nunca les conté a mis padres que no fue un accidente.

Tampoco les conté la extraña ausencia de reacción de Kashima-san. Sin duda le habría ocasionado problemas. Me odiaba y debió de sentirse satisfecha con mi próxima muerte. Sin embargo, no excluyo la posibilidad de que sospechara la auténtica naturaleza de mi gesto y respetara mi elección.

¿Acaso experimentaba despecho por continuar con vida? Sí. ¿Me sentía aliviada de que me hubieran repescado a tiempo? Sí. Opté, pues, por la indiferencia. Me daba lo mismo, en el fondo, estar viva o muerta. Aquello sólo significaba un aplazamiento.

Todavía hoy, soy incapaz de responder con seguridad a la siguiente pregunta: ¿habría sido mejor que el camino terminase a finales de agosto de 1970 en el estanque de las carpas? ¿Cómo saberlo? La existencia nunca me ha molestado, ¿pero quién me asegura que, en el otro lado, todo habría sido más interesante?

No tenía demasiada importancia. De todos modos, la salvación sólo es una escapatoria. Un día, ya no será posible andarse con dilaciones, y ni siquiera las personas mejor intencionadas del mundo podrán hacer nada.

Lo que recuerdo con certeza es que, cuando estaba entre dos aguas, me sentía bien.

A veces me pregunto si no estaba soñando, si aquella aventura iniciática no era un espejismo. Entonces me miro al espejo y veo, sobre mi sien izquierda, una cicatriz de una admirable elocuencia.

Luego ya no volvió a ocurrir nada más.