Llegó finalmente el día de mi tercer cumpleaños. Era el primer aniversario del que tenía conciencia. El acontecimiento me pareció de una importancia planetaria. Aquella mañana me desperté imaginando que Shukugawa sería una fiesta.
Salté sobre la cama de mi hermana, todavía dormida, y la sacudí:
—Quiero que seas la primera en felicitarme.
Me parecía que se sentiría muy honrada. Refunfuñó feliz cumpleaños y se dio la vuelta con ademán descontento.
Me alejé de aquella ingrata y bajé a la cocina. Nishio-san estuvo perfecta: se arrodilló ante la niña-dios que yo era y me felicitó por mi proeza. Tenía razón: cumplir tres años no estaba al alcance de cualquiera.
Luego se prosternó ante mí. Experimenté una alegría intensa.
Le pregunté si los lugareños iban a acudir a aclamarme a mi casa o si era yo quien debía salir a pasear por la calle para recibir sus aplausos. Nishio-san tuvo un instante de perplejidad antes de encontrar la siguiente respuesta:
—Estamos en verano. La gente está de vacaciones. De no ser así, habrían organizado un festival en tu honor.
Pensé que era mejor para mí. Sin duda, semejantes fastos me habrían agotado. Nada mejor que la intimidad para celebrar mi triunfo. Mientras recibiera mi elefante de peluche, la jornada alcanzaría la cumbre de su fasto.
Mis padres me anunciaron que recibiría mi regalo a la hora de la merienda. Hugo y André me comunicaron que, excepcionalmente, se abstendrían de incordiarme durante un día. Kashima-san no me dijo nada.
Pasé las horas que siguieron en un estado de alucinada impaciencia. Aquel elefante sería el regalo más fabuloso que me hubieran ofrecido en mi vida. Me interrogaba acerca de la longitud de su trompa y el peso que tendría una vez en mis brazos.
Bautizaría aquel elefante con el nombre de Elefante: sería un hermoso nombre para un elefante.
A las cuatro de la tarde me llamaron. Llegué a la mesa de la merienda con unos latidos del corazón que alcanzaban el grado 8 de la escala de Richter. No vi ningún paquete. Debía de estar escondido.
Formalidades. Pastel. Tres velas encendidas que soplé para despachar el asunto. Canciones.
—¿Dónde está mi regalo? —terminé por preguntar.
Mis padres esbozaron una sonrisa taimada.
—Es una sorpresa.
Inquietud:
—¿No es lo que había pedido?
—¡Es mejor!
No existía nada mejor que un paquidermo de peluche. Me temí lo peor.
—¿Qué es?
Me condujeron hasta el pequeño estanque de piedra del jardín.
—Mira dentro del agua.
Tres carpas vivas jugueteaban en su interior.
—Hemos observado que sentías pasión por los peces y en particular por las carpas. Así que te hemos comprado tres: una por año. Es una buena idea, ¿verdad?
—Sí —respondí con educada consternación.
—La primera es naranja, la segunda verde, la tercera plateada. ¿No te parece encantador?
—Sí —dije pensando cuán inmundo resultaba.
—Tú te ocuparás de ellas. Te hemos preparado un stock de galletas de arroz abuñuelado: las cortas en trocitos y se las tiras, así. ¿Estás contenta?
—Mucho.
Infierno y maldición. Habría preferido que no me regalasen nada.
No era tanto por cortesía por lo que había mentido. Era porque ningún lenguaje conocido podría haberse acercado a la magnitud de mi despecho, porque ninguna expresión habría podido llegarle a la suela del zapato a mi decepción.
A la infinita lista de preguntas humanas sin respuesta, hay que añadirle ésta: ¿qué pasa por la cabeza de los padres bien intencionados cuando, no satisfechos con hacerse ideas asombrosas respecto a sus hijos, toman iniciativas en su lugar?
Cuando uno es pequeño, es tradicional preguntarle qué quiere ser de mayor. En mi caso, resulta más interesante formularles la pregunta a mis padres: sus sucesivas respuestas dan la imagen exacta de lo que nunca quise ser.
Cuando tenía tres años, proclamaban «mi» pasión por la cría de carpas. Cuando cumplí siete años, anunciaron «mi» decisión de ingresar en la carrera diplomática. Mis doce años vieron acrecentarse su convicción de tener por retoño a un líder político. Y cuando cumplí diecisiete años declararon que sería la abogada de la familia.
A veces les preguntaba de dónde procedían aquellas extrañas ideas. A lo cual me respondían, siempre con el mismo aplomo, que «saltaba a la vista» y que «era la opinión de todo el mundo». Y cuando quería saber quién era «todo el mundo», ellos decían:
—¡Pues todo el mundo!
No había que contrariar su buena fe.
Volvamos a mis tres años. Ya que mi madre y mi padre tenían para mí proyectos en el mundo de la piscicultura, me apliqué con benevolencia filial a mimar los signos externos de ictofilia.
Con mis lápices de colores, en mis cuadernos de dibujos, me puse a crear peces a miles, con aletas grandes, pequeñas, múltiples, ausentes, escamas verdes, rojas, azules con lunares amarillos, naranjas con rayas malvas.
—¡Hicimos bien en regalarle las carpas! —decían mis padres encantados al contemplar mis obras.
Aquella historia habría resultado cómica de no haber sido por mi deber cotidiano de alimentar a aquella acuática fauna.
Acudía a la despensa a buscar algunas galletas de arroz abuñuelado. Y, de pie junto al estanque de piedra, desmenuzaba aquel alimento aglomerado y lo lanzaba al agua con calibre de palomita.
Resultaba más bien divertido. El problema era que aquellos asquerosos bichos acudían a la superficie, con la jeta abierta, para zamparse su jalancia.
La visión de aquellas tres bocas sin cuerpo emergiendo del estanque para comer me dejaba estupefacta de repugnancia.
Mis padres, siempre sobrados de buenas ideas, me dijeron:
—Tu hermano, tu hermana y tú sois tres, igual que las carpas. Podrías llamar André a la tercera, Juliette a la verde, y la plateada llevaría tu nombre.
Encontré un amable pretexto para evitar aquel desastre onomástico.
—No. Hugo se pondría triste.
—Es cierto. ¿Podríamos comprar una cuarta carpa?
Rápido, inventar algo, lo que sea.
—No. Ya las he bautizado.
—Ah. ¿Y cómo las has llamado?
«¿Qué es lo que se agrupa en forma de a tres, por cierto?», me pregunté a la velocidad del rayo. Respondí:
—Jesús, María y José.
—¿Jesús, María y José? ¿No te parecen unos nombres muy curiosos para unos peces?
—No —afirmé.
—¿Y quién es quién?
—El naranja es José, el verde es María y el plateado es Jesús.
Mi madre acabó riéndose ante la idea de que una carpa pudiera llamarse José. Mi bautizo fue aceptado.
Adquirí la costumbre de acudir a alimentar aquella trinidad cada día hacia las doce, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo. Cual sacerdotisa piscícola, bendecía la galleta de arroz, la desmenuzaba y la lanzaba al agua diciendo:
—Éste es mi cuerpo y yo os lo ofrezco.
Las sucias jetas de Jesús, María y José se presentaban de inmediato. Entre un gran estruendo de agua fustigada por los golpes de sus aletas, se lanzaban sobre su pitanza, se peleaban por tragarse lo antes posible aquella porquería de jalancia.
¿Tan buena era como para justificar semejantes disputas? Mordisqueé aquella especie de frigolito: no sabía a nada. Igual que comer pasta de papel.
Y, sin embargo, había que ver cómo aquellos besugos de peces luchaban por aquel maná que, hinchado por el líquido, debía de resultar simple y llanamente infecto. Aquellas carpas me inspiraban un desprecio infinito.
Me esforzaba, dispersando el arroz aglomerado, por mirar lo menos posible las jetas de aquella masa. Las de los humanos que comen ya constituyen un espectáculo lamentable, pero no eran nada comparadas con las bocas de Jesús, María y José. Una boca de alcantarilla habría resultado más apetitosa. El diámetro de su orificio era casi idéntico al diámetro de su cuerpo, lo cual habría podido hacer pensar en la sección de una tubería de no haber sido por sus labios piscícolas, que me miraban con mirada de labios, ¡esos labios desagradables que se abrían y cerraban con un ruido obsceno, esas bocas en forma de salvavidas que se zampaban mi comida antes de devorarme a mí!
Me acostumbré a realizar aquella tarea con los ojos cerrados. Era una cuestión de supervivencia. Mis manos de ciego desmenuzaban la galleta y la lanzaban hacia adelante, al azar. Una salva de «pluf pluf glup glup» me indicaba que la trinidad, al igual que una población hambrienta, había seguido el rastro de mis experimentos de balística alimentaria. Incluso sus ruidos resultaban innobles, pero me habría sido imposible taparme los oídos.
Fue aquélla la primera vez que sentí asco. Es curioso. Antes de la edad de tres años, recuerdo haber contemplado ranas atropelladas, haber moldeado cerámica artesanal con mis heces, haber analizado con detalle el contenido del pañuelo de mi hermana acatarrada, haber puesto mi dedo sobre un trozo de hígado crudo de ternera, todo ello sin un ápice de repulsión, animada por una noble curiosidad científica.
Así que ¿por qué la boca de las carpas provocaba en mí aquel vértigo horrorizado, aquella consternación de los sentidos, aquellos sudores fríos, aquella mórbida obsesión, aquellos espasmos del cuerpo y de la mente? Misterio.
A veces pienso que nuestra única especificidad individual radica precisamente en esto: dime lo que te da asco y te diré quién eres. Nuestras personalidades son nulas, nuestras inclinaciones resultan a cual más banal. Sólo nuestras repulsiones nos definen realmente.
Diez años más tarde, estudiando latín, me tropecé con la siguiente frase: Carpe diem.
Antes de que mi cerebro pudiera analizarla, un viejo instinto interior ya había traducido: «Una carpa al día». Repugnante adagio donde los haya, que resumía mi calvario de antaño.
La traducción correcta era, por supuesto, «Goza del día». ¿Goza del día? ¡Qué te crees tú eso! ¿Cómo quieres gozar de los frutos de lo cotidiano cuando, antes del mediodía, sólo piensas en el suplicio que te espera y si, por la tarde, te machaca lo que has visto?
Intenté no pensar en ello. Por desgracia, no existía aprendizaje más difícil. Si fuéramos capaces de dejar de pensar en nuestros problemas, seríamos una especie feliz.
Era tanto como decirle a Santa Blandine, en la fosa de su martirio: «¡Venga, no pienses en los leones, venga!».
Comparación fundada: cada vez más, tenía la impresión de que era mi propia carne la que alimentaba las carpas. Adelgacé. Tras la comida de los peces, me llamaban para comer; no podía probar bocado.
De noche, en mi cama, la oscuridad se poblaba de bocas abiertas. Bajo mi almohada, lloraba de terror. La autosugestión era tan intensa que los enormes cuerpos escamosos y flexibles me acompañaban entre las sábanas, me abrazaban, y su jeta bezuda y fría me morreaba. Era la impúber amante de fantasmas pisciformes.
¿Jonás y la ballena? ¡Menuda broma! Estaba a buen recaudo en el vientre cetáceo. Si por lo menos hubiera podido servir de relleno de la panza de la carpa, habría estado a salvo. No era su estómago lo que me repugnaba, sino su boca, el movimiento de válvula de sus mandíbulas que me violaba los labios durante eternidades nocturnas. A fuerza de frecuentar criaturas dignas de Jerónimo Bosco, mis insomnios, antaño maravillosos, se convirtieron en un martirio.
Angustia añadida: de tanto padecer los besos piscícolas, ¿acaso iba a cambiar de especie? ¿No iba a convertirme en pez? Mis manos recorrían mi cuerpo, al acecho de alucinantes metamorfosis.