Nadie en la cocina: una ocasión para no desaprovechar. Salté sobre la mesa e inicié mi ascensión de la cara norte del armario de provisiones. Un pie sobre la caja de té, otro sobre el paquete de galletas, con la mano sujetando el gancho del cucharón, tarde o temprano acabaría por localizar el botín de guerra, el lugar en el que mi madre escondía el chocolate y los caramelos.

Un cofre de hojalata: mi corazón latía como si fuera a salirse de mi pecho. Con el pie izquierdo dentro del paquete de arroz y el derecho sobre las algas secas, hice explotar el cerrojo con la dinamita de mi codicia. Abrí y descubrí, con los ojos como platos, los doblones de cacao, las perlas de azúcar, los ríos de chicle, las diademas de regaliz y las pulseras de nubes. El botín. Me disponía a plantar mi bandera y a contemplar mi victoria desde la cima de aquel Himalaya de jarabe de glucosa y de antioxidante E428 cuando oí unos pasos.

Pánico. Dejando mis piedras preciosas en lo alto del armario, descendí haciendo rappel y me escondí debajo de la mesa. Unos pies hicieron acto de presencia: reconocí las pantuflas de Nishio-san y las geta de Kashima-san.

Esta última tomó asiento, mientras que la más joven ponía a calentar agua para el té. Le daba órdenes como a una esclava y, no contenta con su dominación, le decía cosas terribles:

—Está claro que te desprecian.

—No es cierto.

—Salta a la vista. La mujer belga te habla como a una subalterna.

—Aquí sólo hay una persona que me trata como a una subalterna: tú.

—Normal: tú eres una subalterna. Yo no soy hipócrita.

—La señora no es hipócrita.

—Esa manera que tienes de llamarla señora resulta ridicula.

—Ella me llama Nishio-san. El equivalente, en su lengua, es señora.

—A tus espaldas, puedes estar segura de que te llama la chacha.

—¿Cómo lo sabes? No hablas francés.

—Los blancos siempre han despreciado a los japoneses.

—Ellos no.

—¡Qué estúpida eres!

—¡El señor canta no!

—¡«El señor»! ¿No te das cuenta de que el hombre belga hace eso para burlarse de nosotros?

—Se levanta cada día al amanecer para acudir a sus clases de canto.

—Es normal que un soldado madrugue para defender su país.

—Es un diplomático, no un soldado.

—Ya vimos para qué sirvieron, los diplomáticos, en 1940.

—Estamos en 1970, Kashima-san.

—¿Y qué? Nada ha cambiado.

—Si son tus enemigos, ¿por qué trabajas para ellos?

—No trabajo. ¿No te has dado cuenta?

—Sí, ya me he fijado. Pero aceptas su dinero.

—Es muy poco comparado con lo que nos deben.

—No nos deben nada.

—Nos han robado el país más hermoso del mundo. Acabaron con él en 1945.

—De todos modos, acabamos ganando. Nuestro país es ahora más rico que el suyo.

—Nuestro país ya no es nada comparado con lo que era antes de la guerra. Tú no conociste aquellos tiempos. Entonces había motivos para sentirse orgulloso de ser japonés.

—Lo dices porque hablas de tu juventud. La idealizas.

—No basta con que uno hable de su juventud para que sea hermoso. Tú, si hablaras de la tuya, resultaría miserable.

—Es cierto. Es porque soy pobre. Antes de la guerra también lo habría sido.

—Antes existía belleza para todos. Para los ricos y para los pobres.

—¿Qué sabes tú?

—Hoy ya no existe belleza para nadie. Ni para los ricos ni para los pobres.

—La belleza no resulta difícil de encontrar.

—Son los restos. Están condenados a desaparecer. Es la decadencia de Japón.

—Eso me suena.

—Ya sé lo que piensas. Aunque no compartas mi opinión, harías bien en preocuparte. Aquí no eres tan apreciada como crees. Eres muy ingenua si no te das cuenta del desprecio que se esconde detrás de su sonrisa. Es normal. La gente de tu origen está tan acostumbrada a ser tratada como un perro que ni siquiera se da cuenta. Yo soy una aristócrata: noto cuando me faltan al respeto.

—Aquí nadie te falta al respeto.

—A mí, no. Les dejé bien claro que más les valía no confundirme contigo.

—El resultado es que yo formo parte de la familia y tú no.

—¿Cómo puedes ser tan estúpida para creer en semejantes cosas?

—Los niños me adoran, sobre todo la pequeña.

—¡Por supuesto! ¡A esa edad sólo son cachorros! ¡Si le das de comer a un cachorro, verás como te quiere!

—Yo los quiero, a esos cachorros.

—Si quieres formar parte de una familia de perros, mejor para ti. Pero no te sorprendas si, un día, también te tratan a ti como a un perro.

—¿Qué quieres decir?

—Yo ya sé lo que me digo —dice Kashima-san, poniendo su tazón de té sobre la mesa, como si quisiera dar por terminada la discusión.

A la mañana siguiente, Nishio-san anunció a mi padre que se despedía.

—Tengo demasiado trabajo, estoy cansada. Debo regresar a casa a ocuparme de mis gemelas. Mis hijas sólo tienen diez años, todavía me necesitan.

Mis padres, abatidos, sólo pudieron aceptar.

Corrí a colgarme del cuello de Nishio-san.

—¡No te vayas! ¡Te lo suplico!

Lloró pero no cambió de resolución. Observé un amago de sonrisa en la comisura de los labios de Kashima-san.

Me apresuré a contarle a mis padres lo que había comprendido de la escena que, desde mi escondrijo, había presenciado. Mi padre, furioso contra Kashima-san, fue a hablar en privado con Nishio-san. Me quedé en brazos de mi madre llorando convulsivamente:

—¡Nishio-san tiene que quedarse conmigo! ¡Nishio-san tiene que quedarse conmigo!

Mamá me explicó con suavidad que, de todos modos, un día tendría que separarme de Nishio-san.

—Tu padre no estará destinado en Japón toda la vida. Dentro de un año, de dos, de tres, nos marcharemos. Y Nishio-san no vendrá con nosotros. Entonces tendrás que hacerte a la idea de separarte de ella.

El universo se hundió bajo mis pies. Acababa de enterarme de tantas abominaciones al mismo tiempo que ni siquiera era capaz de asimilar una sola. Mi madre parecía no darse cuenta de que acababa de anunciarme el Apocalipsis.

Tardé en poder articular un sonido.

—¿No vamos a quedarnos aquí para siempre?

—No. Tu padre será destinado a otro lugar.

—¿Dónde?

—No lo sabemos.

—¿Cuándo?

—Tampoco lo sabemos.

—No. Yo no me marcho. No puedo marcharme.

—¿Ya no quieres vivir con nosotros?

—Sí. Pero vosotros también tenéis que quedaros.

—No tenemos derecho.

—¿Por qué?

—Tu padre es diplomático. Es su profesión.

—¿Y?

—Debe obedecer a Bélgica.

—Pero Bélgica está lejos. Si él la desobedece no podrá castigarlo.

Mi madre se puso a reír. Yo lloraba cada vez más.

—Lo que me has dicho es broma. ¡No nos vamos a marchar!

—No es ninguna broma. Un día nos marcharemos.

—¡No puedo marcharme! ¡Tengo que vivir aquí! ¡Es mi país! ¡Es mi casa!

—¡No es tu país!

—¡Es mi país! ¡Me moriré si me marcho!

Agitaba la cabeza como una loca. Estaba en el mar, había perdido pie, el agua me engullía, me ganaba, perdía los puntos de apoyo, ya no había tierra en ninguna parte, el mundo ya no me quería.

—No, no te morirás.

En efecto: ya me estaba muriendo. Acababa de enterarme de la terrible noticia a la que, un día u otro, todo humano tiene que enfrentarse: lo que amas, lo perderás. «Lo que te ha sido dado te será arrebatado»: así es como me formulaba el desastre que iba a convertirse en el leitmotiv de mi infancia, de mi adolescencia y de las peripecias subsiguientes. «Lo que te ha sido dado te será arrebatado»: tu vida entera se verá marcada por el luto. Luto por el país amado, por las montañas, las flores, la casa, Nishio-san y el idioma que hablas con ella. Y será sólo el primero de una serie de lutos cuya duración ignoras. Luto en el sentido más intenso, ya que nada recuperarás, ya que nada reencontrarás: intentarán engañarte igual que Dios engaña a Job cuando le devuelve otra mujer, otra casa y otros hijos. Por desgracia, no serás lo suficientemente estúpida para dejarte engañar.

—¿Qué es lo que he hecho mal? —dije entre sollozos.

—Nada. No es culpa tuya. Es así.

¡Si por lo menos hubiera hecho algo mal! ¡Si por lo menos aquella atrocidad fuera un castigo! Pero no. Es así porque es así. Que seas o no odiosa no cambia nada. «Lo que te ha sido dado te será arrebatado»: ésa es la norma.

Con casi tres años, uno sabe que un día morirá. No tiene ninguna importancia: ocurrirá dentro de tanto tiempo que será como si no ocurriera. Sólo que, a esa edad, enterarse de que dentro de uno, dos, tres años, uno será expulsado del paraíso, sin siquiera haber desobedecido las consignas supremas, es la enseñanza más dura y más injusta, el origen de infinitos tormentos y angustias.

«Lo que te ha sido dado te será arrebatado»; ¡y si supieras la cantidad de cosas que un día tendrán el descaro de arrebatarte!

Me puse a gritar de desesperación.

En aquel momento, mi padre y Nishio-san reaparecieron. Esta última corrió a cogerme en brazos.

—No te preocupes, me quedo, no me marcho, me quedo contigo, ¡se acabó!

Si me lo hubiera dicho un cuarto de hora antes, habría estallado de alegría. En adelante, sabía que se trataba de una prórroga: el drama quedaba pospuesto para más adelante. Triste consuelo.

Ante el descubrimiento de este futuro expolio, sólo existen dos actitudes posibles: o bien uno decide no encariñarse con las personas y las cosas, con el fin de que la amputación no resulte tan dolorosa; o, por el contrario, uno decide amar todavía más a las personas y las cosas, poner toda la carne en el asador, «ya que no estaremos mucho tiempo juntos, te voy a dar en un año todo el amor que te habría podido dar en una vida».

Ésa fue mi elección inmediata: me abracé a Nishio-san y apreté su cuerpo tanto como me permitían mis inexistentes fuerzas. Eso no impidió que todavía llorase durante largo tiempo.

Kashima-san pasó por allí y presenció la escena: yo abrazada a una Nishio-san aliviada y enternecida. Enseguida comprendió, si no mi espionaje, por lo menos el papel afectivo que había desempeñado en aquel asunto.

Frunció los labios. Vi cómo me lanzaba una mirada de odio.

Mi padre me tranquilizó un poco: nuestra marcha de Japón estaba prevista para dentro de dos o tres años. Para mí, dos o tres años equivalían a la duración de una vida: todavía me quedaba una existencia entera en el país que me había visto nacer. Fue un amargo consuelo, como esos medicamentos que alivian el dolor sin curar al enfermo. Le sugerí al responsable de mis días que cambiara de trabajo. Me respondió que la carrera de alcantarillero no le atraía demasiado.

A partir de entonces viví sumergida en un sentimiento de solemnidad. Aquella misma tarde de la trágica revelación, Nishio-san me llevó a la explanada de juegos; me pasé una hora saltando frenéticamente sobre el pequeño muro del arenal repitiéndome las siguientes palabras:

«¡Tienes que recordar! ¡Tienes que recordar!

»Ya que no siempre vivirás en Japón, ya que serás expulsada del edén, ya que perderás a Nishio-san y la montaña, ya que lo que te ha sido dado te será arrebatado, tienes el deber de recordar todos estos tesoros. El recuerdo tiene el mismo poder que la escritura: cuando ves la palabra “gato” escrita en un libro, su aspecto es muy diferente del minino de los vecinos, que te ha mirado con esos ojos tan hermosos. Y, sin embargo, ver esa palabra escrita te proporciona un placer similar a la presencia del gato, a su dorada mirada dirigida a ti.

»La memoria es igual. Tu abuela murió, pero el recuerdo de tu abuela hace que siga viviendo. Si logras inscribir los tesoros de tu paraíso en la materia de tu cerebro, transportarás en la cabeza si no su milagrosa realidad, sí por lo menos su poder.

»En adelante, sólo vivirás consagraciones. Los momentos que lo merezcan se verán revestidos de un manto de armiño y serán coronados en la catedral de tu cráneo. Tus emociones serán dinastías».