Jugaba a contarle mentiras a mi hermana. Todo valía con tal que fuera inventado.
—Tengo un burro —le dije.
¿Por qué un burro? Un segundo antes no sabía qué iba a decirle.
—Un burro de verdad —proseguí al azar, con un gran valor frente a lo desconocido.
—¿Qué dices? —acabó por espetarme Juliette.
—Sí. Tengo un burro. Vive en un prado. Lo veo cuando voy al Pequeño Lago Verde.
—No hay ningún prado.
—Es un prado secreto.
—¿Y cómo es tu burro?
—Gris, con unas orejas largas. Se llama Kaniku —inventé.
—¿Cómo sabes que se llama así?
—Yo le puse ese nombre.
—No tienes derecho a hacerlo. No es tuyo.
—Sí, es mío.
—¿Cómo sabes que es tuyo y no de otro?
—Él me lo dijo.
Mi hermana se rió a carcajadas.
—¡Mentirosa! Los burros no hablan.
¡Maldita sea! Me había olvidado de ese detalle. Sin embargo, me obstiné:
—Es un burro mágico que habla.
—No te creo.
—Peor para ti —concluí con altivez.
Me repetía para mis adentros: «La próxima vez debo acordarme de que los animales no hablan».
Volví a la carga:
—Tengo una cucaracha.
Por razones que se me escapan, aquella mentira no surtió ningún efecto.
Intenté una verdad, para probar:
—Sé leer.
—Y qué más.
—Es cierto.
—Sí, seguro.
Bueno. La verdad tampoco funcionaba.
Sin desesperarme, proseguí mi búsqueda de credibilidad.
—Tengo tres años.
—¿Por qué te pasas la vida mintiendo?
—No miento. Tengo tres años.
—¡Dentro de diez días!
—Sí. Casi tengo tres años.
—Casi tres años no es lo mismo que tres años. ¿Ves como te pasas la vida mintiendo?
Tenía que acostumbrarme a aquella idea: no tenía credibilidad. No era grave. En el fondo, me daba lo mismo que me creyeran o no. Yo seguiría inventado para mi propia satisfacción.
Empecé, pues, a contarme historias. Yo, por lo menos, me creía lo que decía.