Cuando permanecía con un Tintín abierto sobre las rodillas nadie sabía que estaba leyendo. Creían que me limitaba a mirar los dibujos. En secreto, leía la Biblia. El Antiguo Testamento resultaba incomprensible, pero en el Nuevo había cosas que parecían escritas para mí.
Me encantaba el pasaje en el que Jesús perdona a María Magdalena, pese a que no comprendía la naturaleza de sus pecados, aunque ese detalle me resultaba indiferente: me gustaba que se arrodillase ante él y que le frotase los pies con sus largos cabellos. Me habría gustado que me hicieran algo así.
El calor se disparó. Julio inauguró la época de lluvias. Empezó a llover casi todos los días. La lluvia, tibia y hermosa, me sedujo desde el primer momento.
Me encantaba permanecer días enteros en la terraza, mirando cómo el cielo se encarnizaba sobre la tierra. Jugaba a ser el árbitro de aquel cosmogónico combate haciendo el recuento de los puntos. Las nubes resultaban mucho más impresionantes que el sol, y sin embargo éste siempre acababa por vencer, ya que era el gran campeón de la fuerza de inercia. Cuando el sol veía acercarse los espléndidos nubarrones cargados de agua, mascullaba su leitmotiv:
—Venga, vapuléame, mándame tu stock de municiones, despáchate a gusto, aplástame, no diré nada, no gemiré, nadie encaja como yo, y cuando ni siquiera existas por culpa de haberme escupido encima demasiadas veces, yo seguiré estando ahí.
A veces, abandonaba mi refugio para tumbarme sobre la víctima y compartir su suerte. Elegía el momento más fascinante, el de la tempestad: el pugilato definitivo, la fase del combate en la que el asesino golpea la cara al ritmo del granizo, sin parar, en un aparatoso estruendo de osamenta que cruje.
Intentaba mantener los ojos abiertos para mirar al enemigo a la cara. Su belleza resultaba espantosa. Me entristecía saber que, tarde o temprano, perdería. En aquel duelo, había elegido mi bando: estaba vendida al adversario. Aun cuando vivía en la Tierra, era partidaria de las nubes: resultaban tan seductoras. No habría dudado en cometer traición por ellas.
Nishio-san venía a buscarme para obligarme a refugiarme bajo el techo de la terraza.
—Estás loca, te pondrás enferma.
Mientras me quitaba la ropa empapada y me friccionaba con una toalla, contemplaba la cortina de agua que proseguía con su obra pleonástica: terraplenar la Tierra. Tenía la impresión de vivir en un gigantesco túnel de lavado.
A veces sucedía que la lluvia ganaba. Aquella provisional victoria recibía el nombre de inundación.
El nivel del agua subió en el barrio. En el Kansai, aquel tipo de fenómeno se producía todos los veranos y no se consideraba una catástrofe: era un ritual previsto y en vista del cual se tomaban medidas, como por ejemplo dejar abiertas las o-miso (las honorables alcantarillas) de las calles.
En coche, era conveniente circular lentamente con el fin de evitar las excesivas proyecciones de agua. Me daba la impresión de viajar en barco. Las estaciones de lluvia me satisfacían por múltiples razones.
El Pequeño Lago Verde casi había doblado su superficie, sepultando las azaleas circundantes. Tenía dos veces más espacio para nadar y me parecía deliciosamente extraño el hecho de tropezar, en ocasiones, con un matorral florecido bajo los pies.
Un día, aprovechando una tregua pasajera, mi padre quiso dar un paseo por el barrio.
—¿Me acompañas? —me preguntó tendiéndome la mano.
Imposible negarse.
Así pues, nos marchamos los dos a dar una vuelta por las calles inundadas. Me encantaba pasear con mi padre, que, absorto en sus pensamientos, me dejaba hacer las tonterías que quisiera. Mi madre nunca me habría permitido saltar con los pies juntos en los torrentes del borde de la calle, mojando mi falda y el pantalón paterno. Él ni siquiera se daba cuenta.
Era un auténtico barrio japonés, tranquilo y hermoso, bordeado de paredes culminadas por tejas niponas, con los ginkgos sobresaliendo de los muros de los jardines. A lo lejos, la callejuela se transformaba en un camino que serpenteaba por la montaña hacia el Pequeño Lago Verde. Aquél era mi universo: y, por única vez en mi vida, me concedió la profunda sensación de sentirme en casa. Tenía la mano levantada para sujetar la de mi padre. Todo estaba en su sitio, empezando por mí, cuando de pronto me percaté de que mi mano estaba vacía.
Miré a mi alrededor: no había nadie. Estaba segura de que, un segundo antes, mi padre estaba allí. Había bastado girar la cabeza un momento para que se esfumase. Ni siquiera había notado el instante en el que me había soltado la mano.
Una angustia indescriptible se apoderó de mí: ¿cómo un hombre podía volatilizarse de aquel modo? ¿Acaso los seres eran algo tan precario que uno podía perderlos sin motivo ni explicación? ¿Podía desaparecer una mole como aquélla en un abrir y cerrar de ojos?
De repente, escuché la voz paterna que me llamaba: desde ultratumba, sin duda, ya que, por más que mirase a mi alrededor, seguía sin aparecer. Su voz parecía atravesar el mundo para llegar hasta mí.
—Papá, ¿dónde estás?
—Estoy aquí —respondió con calma.
—¿Dónde?
—No te muevas. Sobre todo no avances hacia donde estaba yo.
—¿Dónde estabas tú?
—A un metro de ti, a tu derecha.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Estoy debajo de ti. Había una alcantarilla abierta, me he caído dentro.
Miré a mi lado. En medio de la calle, convertida en río, no se distinguía ninguna trampilla. Pero, observando con más detenimiento, me pareció apreciar una especie de torbellino que debía de indicar la apertura de las alcantarillas.
—¿Estás en el miso, Papá? —pregunté con hilaridad.
—Sí, querida —dijo él serenamente con la intención de tranquilizarme.
Se equivocaba: habría hecho mejor alarmándome. No estaba asustada en absoluto. Aquel episodio me parecía de lo más cómico y no veía dónde estaba el peligro. Observaba fijamente el agujero de agua que lo había engullido, maravillada de que pudiera hablarme a través de aquella muralla líquida: me habría gustado reunirme con él para ver cómo era su refugio acuático.
—¿Estás bien donde estás, Papá?
—Sí. Vuelve a casa, y dile a Mamá que estoy en la alcantarilla, ¿de acuerdo? —contestó con tanta sangre fría que no me di cuenta de la urgencia de mi misión.
—Voy.
Di media vuelta y me puse a juguetear.
Por el camino, me detuve, asaltada de pronto por una evidencia: ¿y si el oficio de mi padre consistía precisamente en eso? ¡Pues claro! Cónsul significaba alcantarillero. No había querido contármelo porque no se sentía orgulloso de su profesión. ¡Qué callado se lo tenía!
Me reí: por fin había aclarado el misterio de las actividades paternas. Salía temprano por la mañana y regresaba por la noche sin que yo supiera adónde iba. Ahora ya lo sabía: se pasaba el día en las canalizaciones.
Pensándolo mejor, me alegré de que mi padre tuviera un trabajo relacionado con el agua: el hecho de que fuera agua sucia no quitaba que fuera agua, mi aliado elemento, el que más se parecía a mí, aquél en el que mejor me sentía, a pesar de haber estado a punto de ahogarme en él. Por otra parte, ¿acaso no resultaba lógico que hubiera estado a punto de morir en el elemento con el que más identificada me sentía? Todavía ignoraba que los amigos eran los mejores traidores en potencia, pero sabía que las cosas más seductoras tenían que ser, a la fuerza, las más peligrosas, como inclinarse demasiado por la ventana o tumbarse en medio de la calle.
Aquellos interesantes pensamientos borraron el recuerdo de la misión que me había sido encomendada por el alcantarillero. Empecé a jugar al borde de la callejuela, a saltar con los pies juntos sobre auténticos ríos mientras cantaba canciones que me iba inventando; sobre una pared, localicé un gato que, por miedo a mojarse, no se atrevía a cruzar: lo cogí en brazos y lo deposité sobre la pared de enfrente, no sin antes soltarle un discurso sobre los placeres de la natación y las ventajas que le reportaría. El minino huyó sin darme siquiera las gracias.
Mi padre había elegido una curiosa manera de confesarme cuál era su profesión. En lugar de explicármela, me había llevado a su lugar de trabajo, al fondo del cual se había lanzado a escondidas con la intención de causarme una impresión todavía mayor. ¡Dichoso Papá! También debía de ser allí donde ensayaba sus lecciones de no, ésa era la razón por la cual nunca lo había oído cantar.
Sentada sobre la acera, fabriqué un barco con hojas de ginkgo y lo solté en medio de la corriente.
Lo perseguí correteando. ¡Extraños los japoneses, que necesitaban a un belga para sus alcantarillas! Sin duda era en Bélgica donde se encontraban los más eminentes alcantarilleros. En fin, todo aquello no tenía demasiada importancia. El próximo mes celebraría mi tercer aniversario: ¡si por lo menos pudieran regalarme aquel elefante de peluche! Había multiplicado las alusiones para que mis padres comprendieran mi deseo, pero esa gente, a veces, daba muestras de no enterarse de nada.
Si no se hubiera producido la inundación, habría jugado a mi juego favorito, que yo denominaba «el desafío»: consistía en tumbarse en medio de la calle, en cantar mentalmente una canción y en permanecer allí hasta el final del estribillo, sin moverse, ocurriese lo que ocurriese. Siempre me había preguntado si habría permanecido en el supuesto de que hubiera pasado un coche: ¿habría tenido el arrojo de no abandonar mi puesto? Mi corazón latía muy fuerte ante esa idea. Por desgracia, las raras veces que logré zafarme de la vigilancia de los adultos para jugar al desafío, no había pasado ningún vehículo. Así pues, no había podido obtener una respuesta a mi científica pregunta.
Tras aquellas múltiples aventuras mentales, físicas, subterráneas y navales, llegué a casa. Me instalé en la terraza y me puse a hacer girar mi peonza con obstinamiento. No sé cuánto tiempo transcurrió así.
Mi madre acabó por verme.
—Ah, ya habéis vuelto —dijo.
—He vuelto sola.
—¿Y tu padre?
—Está trabajando.
—¿Ha ido al consulado?
—Está en las alcantarillas. Incluso me pidió que te lo dijera.
—¿Qué?
Mi madre saltó dentro del coche y me ordenó que la guiara hasta la alcantarilla en cuestión.
—¡Por fin llegáis! —gimió el alcantarillero.
Como no conseguía subirlo a la superficie, buscó la ayuda de algunos vecinos, uno de los cuales tuvo la feliz idea de coger una cuerda. La lanzó dentro del miso. Mi padre fue arrastrado por algunos matasietes. Se formó un grupo de gente para ver emerger al belga anadiómena. Merecía la pena: igual que existen muñecos de nieve, aquél parecía un muñeco de barro. El olor tampoco era excesivamente normal.
Vista la sorpresa general, comprendí que el responsable de mis días no era alcantarillero y que acababa de asistir a un accidente. Aquello me produjo cierta decepción, no sólo porque me parecía divertida la idea de tener familia en el sector de aguas usadas, sino también porque eso suponía regresar a la casilla inicial en mi elucidación del significado de la palabra «cónsul».
La consigna fue dejar de pasear por las calles antes del final del diluvio.
Lo ideal, cuando llueve sin cesar, es, además, ir a nadar. El remedio contra el agua es más agua todavía.
En adelante, me pasaba la vida en el Pequeño Lago Verde. Nishio-san me acompañaba cada día, agarrada a su paraguas: ella no había renunciado a tomar partido en favor de lo seco. Yo, de entrada, había elegido el bando opuesto: salía de casa con el traje de baño puesto para estar mojada antes de nadar. No tener nunca tiempo de secarme, ése era mi lema.
Me tiraba de cabeza al lago y no salía de allí. El momento más hermoso era el chaparrón: ascendía entonces a la superficie para hacer el muerto y recibir la sublime ducha perpendicular. El mundo caía sobre mi cuerpo entero. Abría la boca para tragarme la cascada, no rechazaba ni una sola gota de lo que la lluvia me ofrecía. El universo era generosidad y yo tenía la sed suficiente para beberme hasta el último sorbo.
El agua debajo de mí, el agua encima de mí, el agua dentro de mí: yo era el agua. No era casual que, en japonés, mi nombre incluyera el agua. A su imagen y semejanza, me sentía preciosa y peligrosa, inofensiva y mortal, silenciosa y tumultuosa, odiosa y feliz, dulce y corrosiva, anodina y rara, pura y embargante, insidiosa y paciente, musical y cacofónica, pero, por encima de todo, más que cualquier otra cosa, me sentía invulnerable.
Uno podía protegerse de mí permaneciendo bajo un techo o un paraguas sin que eso me perturbase. A corto o largo plazo, nada podía serme impermeable. Siempre podían reescupirme o blindarse contra mí, de todos modos acabaría por infiltrarme. Ni siquiera en el desierto uno podía estar absolutamente seguro de no encontrarme, y sí, en cambio, estar totalmente seguro de pensar en mí. Uno podía maldecir observando cómo yo continuaba cayendo tras cuarenta días de diluvio sin que eso me afectase lo más mínimo.
Desde lo alto de mi experiencia antediluviana, sabía que llover constituía la cumbre del placer. Algunas personas habían observado que era recomendable aceptarme, dejarse inundar por mí sin oponer resistencia. Pero lo mejor era ser directamente yo misma, ser la lluvia: no había voluptuosidad mayor que derramarse, llovizna o chaparrón, fustigar los rostros y los paisajes, alimentar los manantiales o desbordar los ríos, estropear las bodas o celebrar los entierros, abatirse con profusión, don o maldición del cielo.
Mi infancia pluvial transcurría en Japón como pez en el agua.
Harta de mi interminable noviazgo con mi elemento, Nishio-san acabó por llamarme:
—¡Sal del lago! ¡Te vas a derretir!
Demasiado tarde. Hacía mucho tiempo que me había derretido.
Agosto. «Mushiatsui», se quejaba Nishio-san. En efecto, el calor era el de un baño turco. Licuefacciones y sublimaciones se sucedían a un ritmo insostenible. Mi cuerpo anfibio rebosaba de satisfacción. Debía de ser el único.
A mi padre le parecía infernal tener que cantar con aquel calor. Durante unas representaciones al aire libre, deseaba que la lluvia interrumpiese el espectáculo. Yo también lo deseaba, no sólo porque aquellas horas de no me llenaban de aburrimiento, sino sobre todo por la alegría del chaparrón. El estruendo del trueno en la montaña era el ruido más hermoso del mundo.