Con junio llegó el calor. Me pasaba el día en el jardín y sólo lo abandonaba, a mi pesar, para dormir. El primer día del mes, el mástil y la bandera piscícola fueron retirados: los chicos ya no eran merecedores de honor alguno. Era como si hubieran echado abajo la estatua de alguien que no me gustara. Se acabaron las carpas en el cielo. Junio me resultaba todavía más simpático.
La temperatura permitía los espectáculos al aire libre. Me anunciaron que todos estábamos invitados a escuchar cantar a mi padre.
—¿Papá canta?
—Canta no.
—¿Y eso qué es?
—Ya lo verás.
Nunca había oído cantar a mi padre: se aislaba para sus ejercicios, o quizás los practicara en su escuela, junto a su maestro de no.
Veinte años más tarde, me enteré de cuál fue la singular casualidad que hizo que el responsable de mis días, al que nada predisponía para una carrera lírica, se convirtiera en cantante de no. Había desembarcado en Osaka en 1967, en calidad de cónsul de Bélgica. Era su primer destino asiático y aquel joven diplomático de treinta años había experimentado hacia aquel país un flechazo recíproco. Japón se convirtió —y siguió siéndolo— en el amor de su vida.
Con el entusiasmo del neófito, quería descubrir todas las maravillas del Imperio. Como todavía no hablaba la lengua local, una brillante intérprete nipona lo acompañaba a todas partes. También le hacía de guía y de iniciadora en las diferentes formas de artes nacionales. Al comprobar hasta qué punto era abierto de espíritu, se le ocurrió mostrarle una de las joyas menos accesibles de la cultura tradicional: el no. En aquella época, los occidentales se mostraban tan cerrados al no como abiertos al kabuki.
Así pues, le hizo visitar una venerable escuela de no del Kansai, cuyo maestro era un Tesoro viviente. Mi padre tuvo la sensación de haber retrocedido mil años en el tiempo. Aquel sentimiento se agravó cuando escuchó el no: de entrada, pensó que se trataba de borborigmos procedentes de la noche de los tiempos. Experimentó el tipo de malestar hilarante que inspiran las reconstrucciones de escenas prehistóricas en los museos.
Lentamente, fue comprendiendo que se trataba de lo contrario, que se hallaba ante la sofisticación misma y que no existía nada tan estilizado y civilizado. De ahí a que le gustase, todavía había un trecho que no podía recorrer.
A pesar de aquellos extraños decibelios que lo asustaban, mantuvo la expresión afable y encantada de un auténtico diplomático. Al final de la melopeya —que, por supuesto, se alargó durante horas—, no manifestó ni un ápice del aburrimiento que había experimentado.
Mientras tanto, su presencia había provocado la perplejidad de toda la escuela. El viejo maestro de no acabó plantándose ante él para decirle:
—Honorable huésped, es la primera vez que un extranjero penetra en estos lugares. ¿Puedo pedirle su opinión acerca de los cantos que acaba de escuchar?
La intérprete hizo su trabajo.
Confundido por la ignorancia, mi padre se aventuró a expresar amables tópicos sobre la importancia de la cultura ancestral, la riqueza del patrimonio artístico de aquel país y otras estupideces, a cual más conmovedora.
Consternada, la intérprete decidió no traducir una respuesta tan tonta. Así pues, aquella japonesa culta sustituyó la opinión del responsable de mis días por la suya propia y la expresó con las palabras justas.
A medida que iba «traduciendo», el viejo maestro abría cada vez más los ojos. ¡Cómo! ¡Aquel ingenuo blanco, que apenas acababa de desembarcar y escuchaba no por vez primera había comprendido la esencia y la sutileza de aquel arte supremo!
Con un gesto impensable en un nipón, y mucho menos en un Tesoro viviente, tomó la mano del extranjero con solemnidad y le dijo:
—Honorable huésped, ¡usted es un mago! ¡Un ser excepcional! ¡Tiene que convertirse en mi alumno!
Y como mi padre es un excelente diplomático, contestó en el acto por mediación de la dama:
—Era mi más preciado deseo.
De entrada, no calibró las consecuencias de su buena educación, al suponer que todo quedaría en papel mojado. Pero, sin más dilación, el viejo maestro le ordenó que acudiera a la escuela a recibir su primera lección al día siguiente, a las siete de la mañana.
Un hombre en su sano juicio lo habría anulado por la mañana con una llamada telefónica de su secretaria. El responsable de mis días, en cambio, se levantó al amanecer del día señalado y acudió a la hora indicada. El venerable profesor no pareció sorprenderse lo más mínimo y le prodigó su áspera lección sin asomo de indulgencia, considerando que un alma tan profunda merecía el honor de ser tratada con dureza.
Al final de la lección, mi pobre padre estaba reventado.
—Muy bien —comentó el viejo maestro—. Regrese mañana a la misma hora.
—Es que… yo empiezo a trabajar a las ocho y media en el consulado.
—Ningún problema. Venga a las cinco de la mañana.
Hundido, el alumno obedeció. Acudió a la escuela cada mañana a aquella hora inhumana para un hombre que ya tenía un oficio con muchas obligaciones, salvo los fines de semana, en los que podía permitirse empezar sus clases a las siete, lo que constituía un auténtico lujo de pereza.
El discípulo belga se sentía arrollado por aquel monumento de civilización nipona al cual intentaba incorporarse. Él, al que, antes de su llegada al Japón, le gustaba el fútbol y el ciclismo, se preguntaba por qué infausta metedura de pata del azar se encontraba sacrificando su existencia en aras de un arte tan oculto. Aquello le convenía tan poco como el jansenismo a un vividor o la ascesis a un tragón.
Se equivocaba. El viejo maestro había tenido más razón que un santo. No tardó en hacer salir a flote, desde el fondo del ancho pecho del extranjero, un órgano de primer orden.
—Es usted un cantante admirable —le dijo a mi padre, que, entretanto, había aprendido japonés—. Así pues, completaré su formación y le enseñaré a bailar.
—¿A bailar…? Pero, honorable maestro, ¡míreme! —balbuceó el belga mostrando su espesa y palurda silueta.
—No veo cuál es el problema. Empezaremos la lección de danza mañana por la mañana, a las cinco.
Al día siguiente, al final de la clase, le tocó al profesor sentirse consternado. En tres horas, a pesar de su paciencia, no consiguió arrancarle al responsable de mis días ni un solo movimiento que no fuera lamentable en su torpeza y simplicidad.
Educado y entristecido, el Tesoro viviente concluyó con las siguientes palabras:
—Haremos una excepción con usted. Será un cantante no que no bailará.
Más tarde, muerto de risa, el viejo maestro no perdería la oportunidad de contar a sus coristas a qué se parecía un belga aprendiendo el baile del abanico.
El pobre bailarín, sin embargo, se convirtió en un artista si no pasmoso, sí apreciable. Como se trataba del único extranjero del mundo en poseer ese talento, se hizo famoso en el Japón con el nombre que le quedó para siempre: «el cantante no de los ojos azules».
Todos los días, durante los cinco años que duró su consulado en Osaka, acudió, al amanecer, a perder sus tres horas de lección en la escuela del venerable profesor. Se estableció entre ambos una magnífica relación de amistad y admiración que unió, en el país del Sol Naciente, al discípulo con el sensei.
A los dos años y medio, yo no sabía nada de aquella historia. No tenía ni la más remota idea de cómo ocupaba mi padre sus jornadas. De noche, regresaba a casa. Ignoraba de dónde venía.
—¿A qué se dedica Papá? —le pregunté un día a mi madre.
—Es cónsul.
Otra vez una palabra desconocida cuyo significado acabaría averiguando.
Llegó la tarde del anunciado espectáculo. Mi madre llevó al templo a Hugo y a sus tres hijos. El escenario ritual del no había sido instalado al aire libre en el jardín del santuario.
Como el resto de los espectadores, recibimos cada uno un cojín duro para poder arrodillarnos. El lugar era muy hermoso y yo me pregunté qué iba a ocurrir.
La ópera empezó. Vi aparecer a mi padre en el escenario con la extremada lentitud requerida. Llevaba un vestido precioso. Sentí un inmenso orgullo de tener un progenitor tan bien vestido.
Luego se puso a cantar. Reprimí una expresión de terror. ¿Qué eran aquellos extraños y espantosos sonidos procedentes de su vientre? ¿Cuál era aquel idioma incomprensible? ¿Por qué la voz paterna se había transformado en un lamento irreconocible? ¿Qué le había ocurrido? Sentí deseos de llorar, como si acabara de presenciar un accidente.
—¿Qué le ocurre a Papá? —le murmuré a mi madre, que me ordenó callar.
¿Era aquello cantar? Cuando Nishio-san me cantaba canciones infantiles me gustaba. Ahora, los ruidos que salían de la boca de mi padre no sabía si me gustaban; sólo sabía que me horrorizaban, que me producían pánico, que me habría gustado estar en otro lugar.
Más tarde, mucho más tarde, aprendí a amar el no, a adorarlo, al igual que el responsable de mis días, que necesitó aprender a cantarlo para amarlo con locura. Pero un espectador inculto y sincero que escucha no por vez primera no puede sino sentir un profundo malestar, como el extranjero que prueba por primera vez la áspera ciruela marinada a la sal que se come en el desayuno tradicional japonés.
Viví una tarde temible. Al miedo inicial le sucedió el aburrimiento. La ópera duró cuatro horas, durante las cuales no ocurrió estrictamente nada. Me preguntaba qué hacíamos allí. No parecía ser la única en hacerse aquella pregunta. Hugo y André mostraban su mortal aburrimiento. En cuanto a Juliette, simplemente: se había quedado dormida sobre su cojín. Sentí envidia de aquella bienaventurada. Incluso a mi madre le resultaba difícil reprimir algunos bostezos.
Mi padre, arrodillado para no tener que bailar, salmodiaba su interminable melopeya. Me preguntaba qué debía de pasar por su cabeza. A mi alrededor, el público japonés lo escuchaba con impasibilidad, señal de que cantaba bien.
Al atardecer, el espectáculo terminó por fin. El artista belga se levantó y abandonó el escenario mucho más deprisa de lo autorizado por la tradición, y eso por una razón técnica: para un cuerpo nipón, permanecer de rodillas durante horas no plantea ningún problema, mientras que las piernas paternas se habían quedado profundamente dormidas. No quedaba otra opción que correr hacia los bastidores para desplomarse allí mismo, lejos de las miradas. De todos modos, en el no el cantante no regresa al escenario a recibir los aplausos, que, por otra parte, suelen ser muy poco generosos. Ovacionar a un artista habría parecido el colmo de la vulgaridad.
Por la noche, mi padre me preguntó qué me había parecido la representación. Respondí con otra pregunta:
—¿En eso consiste ser cónsul? ¿En cantar?
Se puso a reír.
—No, no es eso.
—¿Qué es, entonces, ser cónsul?
—Es más difícil de explicar. Te lo diré cuando seas mayor.
«Eso esconde algo», pensé. Debía de implicar actividades comprometedoras.