Entre los amigos de mi padre, había un hombre de negocios vietnamita que se había casado con una francesa. A consecuencia de los problemas políticos fácilmente imaginables en el Vietnam de 1970, aquel hombre había tenido que regresar con toda urgencia a su país, llevándose a su esposa pero sin atreverse a cargar con su hijo de seis años, que les fue confiado a mis padres por un tiempo indeterminado.
Hugo era un niño imperturbable y reservado. Me causó buena impresión hasta el momento en que se pasó al enemigo: mi hermano. Los dos muchachuelos se convirtieron en inseparables. Para castigarlo, decidí no pronunciar jamás el nombre de Hugo.
Continuaba diciendo muy pocas palabras en francés, con el objeto de administrar mis reservas. Aquella situación empezaba a resultar insostenible. Sentía la necesidad de proclamar cosas tan cruciales como «Hugo y André son unas cacas verdes». Lamentablemente, se suponía que yo era incapaz de pronunciar tan complicadas aserciones. Tascaba el freno pensando que a los chicos ya les llegaría su hora.
A veces me preguntaba por qué no les demostraba a mis padres la extensión de mi palabra: ¿por qué privarme de un poder semejante? Fiel, sin saberlo, a la etimología de la palabra «niño», intuía de un modo confuso que, al hablar, perdería algunas de las deferencias concedidas a los magos y a los retrasados mentales.
En el sur del Japón, el mes de abril es de una voluptuosa suavidad. Mis padres nos llevaron a la playa. Conocía muy bien el océano, gracias a la playa de Osaka, que, por aquel entonces, rebosaba de inmundicias: era igual que nadar en las cloacas. Así pues, nos trasladamos al otro extremo del país, a Tottori, donde descubrí el mar del Japón, cuya belleza me subyugó. Los nipones califican ese mar de macho, en oposición al océano, al que consideran hembra: esa distinción me dejó perpleja. Todavía hoy sigo sin comprenderla.
La playa de Tottori era grande como el desierto. Atravesé aquel Sahara y llegué hasta la orilla. El agua tenía tanto miedo como yo: a la manera de los niños tímidos, avanzaba y retrocedía sin cesar. Yo la imité.
Todos mis familiares se lanzaron al agua. Mi madre me llamó. No me atreví a seguirla, a pesar del flotador que llevaba a modo de cinturón. Miraba el mar con terror y deseo. Mamá vino a cogerme la mano y me llevó a rastras. De repente, escapé a la pesadez terrestre: el fluido se amparó de mí y me encaramó a su superficie. Emití un grito de placer y éxtasis. Majestuosa como Saturno, con mi flotador por anillo, permanecí en el agua durante horas. Tuvieron que sacarme a la fuerza.
—¡Mar!
Aquélla fue la séptima palabra.
Pronto aprendí a prescindir del flotador. Bastaba mover las piernas y los brazos y se obtenía algo parecido al modo de nadar de un cachorro de perro. Como resultaba cansado, me las apañaba para permanecer allí donde hacía pie.
Un día se produjo el prodigio: entré en el mar, me puse a caminar en línea recta hacia adelante, en dirección a Corea, y constaté que el fondo dejaba de hundirse bajo mis pies. Se había levantado para mí. Cristo caminaba sobre las aguas: yo conseguía que el fondo marino ascendiera. A cada uno sus milagros. Exaltada, decidí caminar con la cabeza erguida hasta el continente.
Avanzaba hacia lo desconocido, pisando el dulce tapiz de aquel fondo tan complaciente. Caminaba, caminaba, alejándome de Japón a pasos de titán, pensando en lo fabuloso que resultaba gozar de semejantes poderes.
Caminaba, caminaba, y de pronto me hundí. El banco de arena que me había llevado hasta allí se agrietó debajo de mí. Perdí pie. El agua me engulló. Intenté mover frenéticamente brazos y piernas para regresar a la superficie, pero cada vez que mi cabeza emergía, una nueva ola volvía a hundirme bajo las olas igual que un torturador que intentara sonsacarme una confesión.
Comprendí que me estaba ahogando. Cuando mis ojos conseguían salir del mar, veía una playa que me parecía lejana, mis padres durmiendo la siesta y varias personas mirándome sin moverse, fieles al viejo principio nipón de jamás salvarle la vida a nadie, ya que eso implicaría obligarle a una gratitud excesiva para él.
Aquel espectáculo de mi público asistiendo a mi propia muerte resultaba todavía más horroroso que mi óbito.
Grité:
—¡Tasukete!
En vano.
Me dije entonces que ya no era momento de andarme con pudores con la lengua francesa y traduje el anterior grito chillando:
—¡Socorro!
Es posible que aquélla fuera la confesión que el agua quería obtener de mí: que hablara la lengua de mis padres. Por desgracia, éstos no oyeron nada. Los espectadores nipones respetaron su regla de no intervención hasta el punto de ni siquiera avisar a los responsables de mis días. Y yo miraba cómo me miraban morir con atención.
Pronto ya no tuve fuerzas para mover mis extremidades y me dejé arrastrar hacia el fondo. Mi cuerpo se deslizó bajo las aguas. Sabía que aquellos momentos eran los últimos de mi vida y no quería perdérmelos: intenté abrir los ojos y lo que vi me fascinó. La luz del sol nunca había sido tan hermosa como a través de las profundidades del mar. El movimiento de las olas propagaba ondas centelleantes.
Aquello hizo que me olvidara del miedo a la muerte. Me parece que permanecí allí durante horas.
Unos brazos me arrancaron y sacaron a la superficie. Respiré de golpe, muy fuerte, y abrí los ojos para ver quién me había salvado: era mi madre que lloraba. Me llevó hasta la playa abrazándome con fuerza sobre su vientre.
Me envolvió en una toalla y frotó mi espalda y mi pecho vigorosamente: vomité mucha agua. Y luego me meció mientras, entre lágrimas, me contaba:
—Hugo te ha salvado la vida. Estaba jugando con André y Juliette cuando, por casualidad, ha visto tu cabeza en el momento en que desaparecía bajo el mar. Ha venido a avisarme enseñándome dónde estabas. ¡De no ser por él, estarías muerta!
Miré al pequeño euroasiático y dije solemnemente:
—Gracias, Hugo, eres muy bueno.
Silencio patidifuso.
—¡Habla! ¡Habla como una emperatriz! —exclamó con júbilo mi padre, que en un instante pasó de los escalofríos inmediatamente anteriores a la carcajada.
—Hace tiempo que hablo —dije, encogiéndome de hombros.
El agua había conseguido su objetivo: había confesado.
Tumbada en la arena cerca de mi hermana, me preguntaba si me sentía feliz de no estar muerta. Miraba a Hugo como si fuera una ecuación matemática: sin él, yo no existiría. ¿Me gustaría no existir? «No habría estado aquí para saber si me gustaba o no», me dije con lógica. Sí, me sentía feliz de no estar muerta, de saber que eso me gustaba.
Junto a mí, la hermosa Juliette. Sobre mí, las magníficas nubes. Delante de mí, el admirable mar. Detrás de mí, la infinita playa. El mundo era hermoso: merecía la pena vivir.
De regreso a Shukugawa, decidí aprender a nadar. No lejos de la casa, en la montaña, había un pequeño lago verde que bauticé como el Pequeño Lago Verde. Era el paraíso líquido. Sus aguas tibias eran de una belleza subyugadora, perdidas entre una profusión de azaleas.
Nishio-san tomó la costumbre de llevarme cada mañana al Pequeño Lago Verde. Sola, descubrí el arte de nadar como un pez, siempre con la cabeza debajo del agua, los ojos abiertos y fijos en los misterios ocultos, cuya existencia había descubierto gracias al ahogamiento.
Cuando mi cabeza emergía, veía cómo se levantaban a mi alrededor las montañas pobladas de árboles. Era el centro geométrico de un círculo de esplendor en constante expansión.
Haber rozado la muerte no quebrantaba mi convicción no formulada de ser una divinidad. ¿Por qué los dioses iban a ser inmortales? ¿En qué medida podía la inmortalidad convertir a alguien en divino? ¿Acaso es menos sublime la peonía por el hecho de marchitarse?
Le pregunté a Nishio-san quién era Jesús. Me contestó que no lo sabía exactamente.
—Sé que es un dios —se aventuró a decir—. Y que tenía el pelo largo.
—¿Crees en él?
—No.
—¿Crees en mí?
—Sí.
—Yo también tengo el pelo largo.
—Sí. Pero a ti, además, te conozco.
Nishio-san era una buena persona: tenía opiniones fundadas.
Mi hermano, mi hermana y Hugo iban a la escuela americana, cerca del monte Rokko. Entre sus libros escolares, André tenía uno titulado My friend Jesús. Todavía no era capaz de leerlo, pero contenía ilustraciones. Hacia el final, podía verse al héroe en una cruz con mucha gente a su alrededor, mirándolo. Aquel dibujo me fascinaba. Le pregunté a Hugo por qué Jesús estaba clavado en una cruz.
—Es para matarlo —contestó.
—¿Estar en una cruz mata a los hombres?
—Sí. Es porque está clavado sobre la madera. Son los clavos los que le matan.
Aquella explicación me pareció de recibo. La imagen resultaba todavía más formidable. Así pues, Jesús se estaba muriendo ante la multitud, ¡y nadie acudía para salvarlo! Me recordaba algo.
Yo también había pasado por aquella situación: estar diñándola mirando cómo la gente me miraba. Habría bastado que alguien acudiera a retirar los clavos del crucificado para salvarlo: habría bastado que alguien acudiera a sacarme del agua, o simplemente que alguien avisara a mis padres. En mi caso, como en el de Jesús, los espectadores habían preferido no intervenir.
Sin duda los habitantes del país del crucificado tenían los mismos principios que los japoneses: salvar la vida de un ser equivalía a convertirlo en un esclavo a causa de una exagerada gratitud. Valía más dejarlo morir que privarlo de su libertad.
No pretendía rebatir aquella teoría; sólo sabía que resultaba terrible sentirse morir ante un público pasivo. Y experimenté una profunda complicidad con Jesús, ya que estaba convencida de comprender el sentimiento de rebeldía que le invadía en aquel momento.
Quise saber más sobre aquella historia. Como la verdad parecía estar encerrada en las rectangulares hojas de los libros, decidí aprender a leer. Anuncié mi decisión; se rieron en mis narices.
Ya que no me tomaban en serio, lo haría yo sólita. No suponía ningún problema. Había aprendido por mí misma a hacer cosas igualmente dignas de admiración: hablar, andar, nadar, reinar y jugar a la peonza.
Me pareció racional empezar con un Tintín por las ilustraciones. Elegí uno al azar, me senté en el suelo y fui pasando las páginas. Me resultaría imposible explicar lo que ocurrió, pero en el momento en que la vaca salió de la fábrica a través de un grifo que fabricaba salchichas, sentí que ya sabía leer.
Me guardé de revelar a otros aquel prodigio, ya que mi deseo de leer les había parecido risible. Abril era el mes de los cerezos del Japón en flor. El barrio lo celebraba por la noche, con sake. Nishio-san me dio un vaso: aquello me hizo gritar de satisfacción.