Fui japonesa.
A los dos años y medio, en la provincia de Kansai, ser japonesa consistía en vivir en el corazón de la belleza y de la veneración. Ser japonesa consistía en empacharse de las flores exageradamente olorosas del jardín humedecido por la lluvia, sentarse junto al estanque de piedra y contemplar, a lo lejos, las montañas inmensas como el interior de mi propio pecho, hacer que perdurase en el corazón de una el canto místico del vendedor de patatas dulces que, al caer la noche, recorría el barrio.
A los dos años y medio, ser japonesa significaba ser la elegida de Nishio-san. Si yo se lo pedía, y en cualquier momento, ella abandonaba lo que estuviera haciendo para cogerme en brazos, mimarme, cantarme canciones que hablaban de gatitos o de cerezos en flor.
Siempre estaba dispuesta para contarme sus historias de cuerpos mutilados, que me fascinaban, o la leyenda de esta o de aquella bruja que cocía a la gente en un caldero para convertirlos en sopa: aquellos adorables cuentos me maravillaban hasta el embobamiento.
Se sentaba y me mecía como a una muñeca. Yo adoptaba una expresión de sufrimiento sólo justificada por mi deseo de ser consolada: durante horas, Nishio-san me consolaba de mis inexistentes penas, siguiéndome la corriente, se apiadaba de mí con consumado arte.
Y con un dedo delicado seguía el trazo de mis rasgos y alababa su belleza, que calificaba de extrema: ensalzaba las virtudes de mi boca, de mi frente, de mis mejillas, de mis ojos, y llegaba a la conclusión de que nunca había visto a una diosa de rostro tan admirable. Era una buena persona.
Y yo nunca me cansaba de estar en sus brazos, me habría quedado allí para siempre, embobada ante su idolatría. Y ella se pasmaba de idolatrarme de aquel modo, demostrando así lo afinado y excelso de mi divinidad.
A los dos años y medio, tendría que haber sido idiota para no ser japonesa.
No era casual que hubiera manifestado antes mi conocimiento de la lengua nipona que de la lengua materna: el culto a mi persona tenía sus exigencias lingüísticas. Necesitaba un idioma para comunicarme con mis fieles. No eran muy numerosos, pero me bastaban por la intensidad de su fe y la importancia del lugar que ocupaban en mi universo: eran Nishio-san, las futago y los transeúntes.
Cuando paseaba por la calle cogida de la mano de la principal sacerdotisa de mi adoración, esperaba con serenidad las aclamaciones de los curiosos: sabía que nunca dejarían de exclamarse ante mis encantos.
Pero donde más disfrutaba de aquella religión era entre las cuatro paredes del jardín: aquél era mi templo. Una porción de terreno plantada con flores y árboles y rodeada por una cerca: no se ha inventado nada mejor para reconciliarse con el universo.
El jardín de la casa era nipón, lo cual lo convertía en un jardín pleonástico. No era zen, pero su estanque de piedra, su sobriedad y la elección de su pelambre decían mucho sobre el país que, más religiosamente que los demás, ha definido el jardín.
El área geográfica de culto a mi persona alcanzaba su mayor grado de densidad en el jardín. Los muros elevados y culminados de tejas japonesas que los enclaustraban me protegían de las miradas de los laicos y confirmaban que nos hallábamos en un santuario.
Cuando Dios necesita un lugar para simbolizar la felicidad terrenal no opta ni por una isla desierta, ni por una playa de arena fina, ni por un campo de trigo maduro, ni por el pasto que verdece: elige el jardín.
Yo compartía su opinión: no existe mejor territorio para reinar. Dueño y señor del jardín, tenía por subditos a plantas que, si se lo ordenaba, se abrían a ojos vistas. Era la primera primavera de mi existencia y yo no imaginaba que aquella adolescencia vegetal conocería un apogeo seguido de un posterior declive.
Una noche, le había dicho a un tallo culminado por un capullo: «Florece». A la mañana siguiente se había convertido en una blanca peonía en plena deflagración. No había duda, tenía poderes. Se lo comenté a Nishio-san, que no me desmintió.
Desde el nacimiento de mi memoria, en febrero, el mundo no había dejado de manifestarse a mi alrededor. La naturaleza se asociaba a mi advenimiento. Cada día, el jardín era más frondoso que la víspera. Una flor sólo se marchitaba para renacer más hermosa y un poco más lejos.
¡Cómo debería de agradecérmelo la gente! ¡Hasta qué punto su vida debía de ser triste antes de mí! Porque yo era la responsable de haberles traído todas aquellas innumerables maravillas. ¿Qué más comprensible que su adoración?
Sin embargo, seguía existiendo un problema lógico en aquella apologética: Kashima-san.
Ella no creía en mí. Era la única japonesa que no aceptaba la nueva religión. Me odiaba. Sólo los gramáticos son lo bastante ingenuos para creer que la excepción confirma la regla: yo no lo era y el caso de Kashima-san me perturbaba.
Así pues, cuando yo acudía a la cocina para comer por segunda vez, ella no me permitía coger nada de su plato. Estupefacta por su impertinencia, volví a acercar mi mano a sus alimentos: aquello me costó una bofetada.
Pasmada, fui a lamentarme entre lágrimas junto a Nishio-san, esperando que castigaría a la impía; pero no ocurrió nada parecido.
—¿Te parece normal? —le dije con indignación.
—Es Kashima-san. Ella es así.
Me pregunté si aquella respuesta resultaba admisible. ¿Acaso tenían derecho a golpearme por la única razón de ser así? Me parecía un poco fuerte. Eso le costaría a la irreductible quedar al margen de mi influencia.
Ordené que su jardín no floreciese. Aquello no pareció inmutarla. Concluí que era indiferente a los encantos de la botánica. De hecho, no tenía jardín.
Opté entonces por una actitud más caritativa y decidí seducirla. Con una sonrisa magnánima, me planté ante ella y le tendí la mano, como Dios a Adán en la cúpula de la Capilla Sixtina: ella se dio la vuelta.
Kashima-san me rechazaba. Negaba mi existencia. Al igual que existe el Anticristo, ella era el Antiyó.
Experimenté hacia ella una inmensa piedad. ¡Qué siniestro debía de resultar no adorarme! Saltaba a la vista: Nishio-san y mis otros fieles resplandecían de felicidad, ya que quererme resultaba beneficioso para ellos.
Kashima-san no se dejaba arrastrar por aquella dulce necesidad: podía leerse en los hermosos rasgos de su rostro, en su expresión toda dureza y rechazo. Yo daba vueltas a su alrededor sin dejar de observarla, buscando la razón de su nula inclinación hacia mí. Nunca imaginé que la causa pudiera estar dentro de mí, tan fuerte era mi convicción de ser, de pies a cabeza, la indiscutible gema del planeta. Si la aristocrática aya no me quería, significaba que tenía un problema.
Lo encontré: a base de escrutar a Kashima-san, observé que sufría la enfermedad de reprimirse. Cada vez que surgía una ocasión de alegrarse, de reírse, de extasiarse o de divertirse, la boca de la noble dama se crispaba, sus labios se volvían rígidos: se reprimía.
Era como si los placeres fueran indignos de una persona de su condición. Como si para ella la felicidad constituyera una abdicación.
Me entregué a algunos experimentos científicos. Le llevé a Kashima-san la camelia más hermosa del jardín subrayando que la había cogido para ella: boca fruncida, agradecimiento seco. Le pedí a Nishio-san que le preparase un sublime chawan mushi, que fue consumido con remilgos y comentado con silencio. Al percibir un arco iris, corrí a llamar a Kashima-san para que lo admirase: se encogió de hombros.
En mi generosidad, decidí entonces dejarla contemplar el espectáculo más hermoso que pueda concebirse. Me puse el vestido que Nishio-san me había regalado: un pequeño kimono de seda rosa, decorado con nenúfares, con su largo orbi rojo, las geta laqueadas y la sombrilla de papel púrpura decorada con una migración de grullas blancas. Me embadurné la boca con el carmín de mi madre y fui a contemplarme en el espejo: no había lugar a dudas, estaba espléndida. Nadie se resistiría a semejante aparición.
En primer lugar, fui a dejarme admirar por mis feligreses más leales, que profirieron los chillidos que yo ya esperaba. Dando vueltas como la más cortejada de las mariposas, ofrecí luego mi soberbia al jardín, en forma de danza frenética y brincadora. Aproveché la ocasión para adornar mi vestimenta con una peonía gigante con la que me cubrí la cabeza como si de un sombrero bermellón se tratase.
Engalanada de esta guisa, fui a mostrarme a Kashima-san. No tuvo ninguna reacción.
Aquello confirmó mi diagnóstico: se reprimía. De no ser así, ¿cómo había podido quedarse impertérrita ante mi vista? Y al igual que hizo Dios con el pecador, concebí para ella una absoluta conmiseración. ¡Pobre Kashima-san!
Si hubiera sabido que la oración existía, habría rezado por ella. Pero no veía modo alguno de integrar aquella aya aporética en mi visión del mundo y eso me contrariaba.
Me hacía descubrir las limitaciones de mi poder.