En la casa reinaba un silencio anormal. Quise averiguar qué ocurría y bajé por la larga escalera. En el salón, mi padre lloraba: espectáculo inimaginable, que nunca más he vuelto a ver. Mi madre lo abrazaba como si de un gigantesco bebé se tratara.
Con gran delicadeza, me dijo:
—Tu padre ha perdido a su madre. Tu abuela ha muerto.
Adopté una expresión terrible.
—Por supuesto —prosiguió—, tú no sabes lo que significa la muerte. Sólo tienes dos años y medio.
—¡Muerte! —afirmé con el tono de una aserción sin réplica, antes de dar media vuelta.
¡Muerte! ¡Como si yo no supiera lo que eso significa! ¡Como si mis dos años y medio me alejaran de ella, cuando, en realidad, no hacían sino acercarme! ¡Muerte! ¿Quién mejor que yo para saber qué significaba? ¡Pero si apenas acababa de abandonar el sentido de aquella palabra! Lo conocía mucho mejor que los otros niños, yo, que la había prolongado más allá de los límites humanos. ¿Acaso no había vivido dos años en coma, si es que se puede vivir en coma? ¿Qué creían que hacía, pues, tanto tiempo dentro de mi cama-jaula, sino morir mi vida, morir el tiempo, morir el miedo, morir la nada, morir el letargo?
La muerte, había analizado aquella cuestión con detalle: la muerte era el techo. Cuando uno conoce el techo mejor que a sí mismo, a eso se le llama muerte. El techo es lo que impide que los ojos y el pensamiento se eleven. Y quien dice techo dice sepultura: el techo es la losa del cerebro. Cuando llega la muerte, una losa gigante cae sobre vuestra cazuela craneal. Me había ocurrido algo poco común: había vivido aquello en sentido inverso, a una edad en la que mi memoria quizás no podía recordarlo pero sí conservar una vaga impresión de lo vivido.
Cuando el metro sale a la luz del día, cuando las cortinas negras se abren, cuando termina la asfixia, cuando los únicos ojos necesarios vuelven a mirarnos, es la losa de la muerte la que se levanta, es nuestra sepultura craneal la que se convierte en un cerebro a cielo abierto.
Aquellos que, de un modo u otro, han conocido la muerte desde demasiado cerca y han regresado tienen dentro de sí su propia Eurídice: saben que en su interior existe algo que se acuerda perfectamente de la muerte y que más vale no mirarla de frente. Y es que la muerte, como una madriguera, como una habitación con las persianas bajadas, como la soledad, es a la vez terrible y tentadora: uno siente que podría sentirse bien con ella. Bastaría abandonarse para reunirse con esa hibernación interior. Eurídice es tan seductora que tendemos a olvidar por qué hay que resistirse a su influjo.
Y hay que hacerlo por la simple razón de que, en general, el trayecto es únicamente de ida. De no ser así, no sería necesario.
Me siento en la escalera pensando en la abuela del chocolate blanco. Ella contribuyó a liberarme de la muerte, y poco tiempo después le llegó su hora. Era como si se hubiera producido un intercambio. Había pagado con su vida a cambio de la mía. ¿Acaso fue consciente de ello?
Por lo menos mi recuerdo le conserva la existencia. Mi abuela había estrenado mi memoria. En justa compensación: sigue estando viva, precedida por su barrita de chocolate, como si de un cetro se tratara. Es mi manera de devolverle lo que ella me dio.
No lloré. Subí a mi habitación para jugar al más hermoso de los juegos: la peonza. Tenía una peonza de plástico que valía por todas las maravillas del universo. La hacía rodar y la observaba fijamente durante horas. Aquella rotación perpetua me hacía ponerme seria.
La muerte, ya sabía lo que era. Pero eso no significaba que la comprendiera. Me quedaban montones de preguntas por responder. El problema era que oficialmente sólo disponía de seis palabras, de las cuales ningún verbo, ninguna conjunción, ningún adverbio: así resultaba difícil formular preguntas. En realidad, es cierto que en mi cabeza disponía del vocabulario necesario, pero ¿cómo pasar de repente de seis a mil palabras sin desvelar mi impostura?
Afortunadamente, existía una solución: Nishio-san. Sólo hablaba japonés, lo cual limitaba sus conversaciones con mi madre. Podía hablar con ella a escondidas, camuflada detrás de su lengua.
—Nishio-san, ¿por qué nos morimos?
—¿Hablas?
—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto.
—Tus padres se alegrarían mucho si supieran que ya hablas.
—Quiero darles una sorpresa. ¿Por qué nos morimos?
—Porque Dios así lo quiere.
—¿De verdad lo crees?
—No lo sé. He visto morir a tanta gente: mi hermana, atropellada por el tren, mis padres, muertos a causa de los bombardeos durante la guerra. No sé si Dios quiso todo eso.
—Entonces, ¿por qué morimos?
—¿Te refieres a tu abuela? Es normal que uno muera cuando es viejo.
—¿Por qué?
—Cuando uno ha vivido mucho, está cansado. Morir, para un viejo, es como quedarse dormido. Está bien.
—¿Y morirse cuando uno no es viejo?
—Eso no sé por qué es posible. ¿Entiendes todo lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—¿Así que hablas japonés antes de hablar francés?
—No. Es lo mismo.
Para mí no existían idiomas, sino una única e inmensa lengua de la cual uno podía elegir las variantes japonesa o francesa, según. Nunca había oído una lengua que no entendiese.
—Si es lo mismo, ¿cómo te explicas que yo no hable francés?
—No lo sé. Cuéntame los bombardeos.
—¿Estás segura de que quieres oírlo?
—Sí.
Empezó un relato de pesadilla. En 1945, ella tenía cinco años. Una mañana, empezaron a llover bombas. En Kobe no era la primera vez que, aunque lejos, se oían. Pero aquella mañana Nishio-san sintió que esta vez iban a por ellos y no se equivocó. Se había quedado tumbada sobre el tatami, esperando que la muerte la sorprendiera dormida. De repente, justo a su lado, se produjo una explosión tan extraordinaria que, en un primer momento, la pequeña pensó que la habían despedazado. A continuación, sorprendida de haber sobrevivido, quiso cerciorarse de que sus miembros seguían unidos a su cuerpo, pero algo se lo impedía: había tardado un rato en comprender que estaba enterrada.
Así que entonces empezó a cavar con sus propias manos, esperando estar dirigiéndose hacia arriba, pero sin estar muy segura de que así fuera. En un momento dado, revolviendo la tierra, había tocado un brazo: ignoraba a quién pertenecía, ignoraba incluso si aquel brazo seguía unido a un cuerpo: la única certeza era que aquel brazo estaba muerto, separado de su propietario.
Se había equivocado de rumbo. Dejó de cavar para escuchar: «Tengo que dirigirme hacia el ruido: allí es donde está la vida». Había oído gritos y había intentado cavar en aquella dirección. Reanudó su trabajo de topo.
—¿Y cómo respirabas? —pregunté.
—No lo sé. Existe un modo. Al fin y al cabo, hay animales que viven bajo tierra y que respiran. El aire llegaba con dificultad, pero llegaba. ¿Quieres saber qué ocurrió después?
Lo estaba reclamando con entusiasmo.
Finalmente, Nishio-san llegó a la superficie. «Allí es donde está la vida», le había dicho su instinto. Se equivocaba: allí estaba la muerte. Entre las casas destrozadas había pedazos de seres humanos. La pequeña tuvo tiempo para reconocer la cabeza de su padre antes de que una enésima bomba explotase y la hundiese muy profundamente bajo los escombros.
Protegida por su mortaja de tierra, se preguntó primero si no quedarse allí: «Aquí es donde estoy más segura y hay menos horrores que ver». Poco a poco, empezó a ahogarse. Había cavado hacia el ruido, aterrorizada ante la idea de lo que iba a descubrir esta vez. Hacía mal en preocuparse: no pudo ver nada ya que, apenas había emergido a la superficie, volvía a encontrarse cuatro metros más abajo.
—No sé cuántas horas duró aquello. Yo cavaba y cavaba y cada vez que conseguía salir a la superficie volvía a quedar enterrada por una nueva explosión. Ya no sabía por qué, aun siendo así, volvía y volvía a subir, porque era más fuerte que yo. Ya sabía que mi padre había muerto y que me había quedado sin hogar: pero todavía ignoraba qué suerte habían corrido mi madre y mis hermanos. Cuando la lluvia de bombas cesó, no podía dar crédito al hecho de seguir con vida. Al retirar los escombros fueron encontrando, poco a poco, los cadáveres, enteros o no, de aquellos que me faltaban, entre ellos los de mi madre y mis hermanos. Envidiaba a mi hermana que, atropellada por el tren dos años antes, se había librado de aquel espectáculo.
La verdad es que Nishio-san tenía hermosas historias que contar: los cuerpos siempre terminaban destrozados.
Como acaparaba a mi aya cada vez más, mis padres decidieron contratar a una segunda japonesa para ayudarles. Pusieron un anuncio en el pueblo de Shukugawa.
No tuvieron problemas de elección: sólo se presentó una señora.
Kashima-san se convirtió, pues, en la segunda aya. Era totalmente opuesta a la primera. Nishio-san era joven, dulce y amable; no era guapa y procedía de un medio pobre y popular. Kashima-san tenía unos cincuenta años y una belleza tan aristocrática como sus orígenes: su espléndido rostro nos miraba con desprecio. Pertenecía a la antigua nobleza nipona abolida por los americanos en 1945. Durante cerca de treinta años había sido una princesa, y de la noche a la mañana se había encontrado sin título y sin dinero.
Desde entonces, vivía de trabajos domésticos como el que le habíamos ofrecido. Culpaba a todos los blancos de su decadencia y nos odiaba en bloque. Sus rasgos, de una finura perfecta, y su altiva delgadez inspiraban respeto. Mis padres se dirigían a ella con la consideración debida a una gran señora; ella no les hablaba y trabajaba lo menos posible. Cuando mi madre le pedía que la ayudase en una u otra faena, Kashima-san suspiraba y le dirigía una mirada que significaba: «¿Por quién me ha tomado?».
La segunda aya trataba a la primera como a un perro, no sólo a causa de su origen modesto, sino también porque la consideraba una traidora que contemporizaba con el enemigo. Dejaba que Nishio-san hiciera todo el trabajo, aprovechando que ésta tenía un desafortunado instinto de obediencia hacia su soberana. La reprendía a la menor ocasión:
—¿Has visto cómo les hablas?
—Ellos también me hablan.
—No tienes ningún sentido del honor. ¿No te basta con que nos humillaran en 1945?
—No fueron ellos.
—Eran los mismos. Esta gente eran los aliados de los americanos.
—Durante la guerra eran niños, como yo.
—¿Y qué? Sus padres eran nuestros enemigos. Los gatos no se entienden con los perros. Y los desprecio.
—No deberías decir eso delante de la niña —dijo Nishio-san señalándome con la barbilla.
—¿Este bebé?
—Entiende lo que dices.
—Mejor.
—Yo la quiero, a esta pequeña.
Decía la verdad: me quería tanto como a sus dos hijas, dos gemelas de diez años a las que nunca llamaba por su nombre ya que le resultaba imposible diferenciarlas. Siempre las llamaba futago y durante mucho tiempo creí que aquella palabra dual era el nombre de un único hijo, al ser las marcas del plural muy ambiguas en la lengua nipona. Un día, las niñas vinieron a casa y Nishio-san las llamó desde lejos: «¡Futago!». Acudieron como siamesas, revelándome con este hecho el sentido de aquella palabra. En Japón ser gemelo debe de ser más problemático que en otros lugares.
Rápidamente me di cuenta de que mi edad me confería un estatus especial. En el país del Sol Naciente, desde el nacimiento hasta el parvulario inclusive, uno es un dios. Nishio-san me trataba como a una divinidad. Mi hermano, mi hermana y las futago habían abandonado la edad sagrada: les hablaban de un modo ordinario. Yo era un okosama: una honorable excelencia infantil, un señor niño.
Cuando por la mañana entraba en la cocina, Nishio-san se prosternaba para ponerse a mi altura. Me lo consentía todo. Si yo expresaba el deseo de comer de su plato, algo que ocurría con frecuencia ya que prefería lo que comía ella a lo que me daban a mí, ella dejaba de tocar su pitanza: esperaba a que yo hubiese terminado antes de reanudar su alimentación, suponiendo que yo hubiera tenido la grandeza de espíritu de dejarle algo.
Un mediodía, mi madre se percató de mis maniobras y me riñó severamente. Luego le ordenó a Nishio-san que no aceptara más mi tiranía. En vano: en cuanto Mamá le dio la espalda, mis picoteos en su plato se reanudaron. Y tenía motivos para ello: el okonomiyaki (tortita de col, con gambas y al jengibre) y el arroz al tsukemono (rábano silvestre marinado en salmuera amarillo azafrán) eran mucho más apetitosos que los tacos de carne con zanahorias hervidas.
Había dos comidas: la del comedor y la de la cocina. Comiscaba en la primera y me reservaba para la segunda. Rápidamente, elegí mi bando: entre unos padres que me trataban igual que a los demás y un aya que me divinizaba, no había duda.
Sería japonesa.