Era un día cualquiera. No había ocurrido nada especial. Los padres ejercían su oficio de padres, los niños ejercían su misión de hijos, el tubo se concentraba en su vocación cilindrica.

Fue, sin embargo, el día más importante de su historia. Como tal, no se conserva ningún rastro. De igual modo, tampoco se conservan documentos referidos al primer día en que el primer hombre se puso de pie por primera vez, ni del día en que el hombre comprendió por fin la muerte. Los acontecimientos más fundamentales de la humanidad han pasado casi desapercibidos.

De repente, la casa empezó a retumbar a causa de los gritos. La madre y el aya, primero petrificadas, enseguida intentaron localizar el origen de aquellos gritos. ¿Acaso un mono acababa de penetrar en su domicilio? ¿Un loco se había escapado del manicomio?

Como último recurso, la madre acudió a mirar a su habitación. Lo que vio la dejó estupefacta: Dios estaba sentado en su cama-jaula y gritaba tanto como puede llegar a hacerlo un bebé de dos años.

La madre se acercó al mitológico escenario: ya no reconocía lo que durante dos años había constituido un espectáculo tan relajante. Siempre había tenido aquellos ojos abiertos de par en par, de modo que resultaba fácil identificar su color gris verde; en aquel momento, las pupilas eran totalmente negras, de un negro de paisaje calcinado.

¿Qué cosa lo bastante fuerte había podido incendiar aquellos ojos pálidos y convertirlos en negros como el carbón? ¿Qué temible incidente había podido ocurrir para despertarlo de tan prolongado sueño y transformarlo en aquella máquina de gritar?

La única evidencia era que la criatura estaba furiosa. Una fabulosa cólera la había sacado de su entorpecimiento, y si nadie sabía cuál podía ser el origen, la razón debía de ser muy grave a la vista de la intensidad con que se manifestaba.

La madre, fascinada, acudió a coger en brazos a su retoño. Enseguida lo dejó en la cama-jaula, ya que gesticulaba con todos sus miembros y la golpeaba.

Corrió por la casa gritando: «¡La Planta ha dejado de ser una planta!». Llamó al padre para que acudiera al lugar del fenómeno. Su hermano y su hermana fueron invitados a extasiarse ante la santa cólera de Dios.

Transcurridas algunas horas, dejó de gritar, pero sus ojos seguían negros de rabia. Le dedicó una mirada de enorme enfado a la humanidad que la rodeaba. Y, agotado por tanto mal humor, se acostó y se durmió.

La familia aplaudió. Aquello fue considerado una excelente noticia. La criatura estaba finalmente viva.

¿Cómo explicar aquel nacimiento dos años después del parto?

Ningún médico halló la llave del misterio. Parecía como si hubiera necesitado dos años de embarazo extrauterino suplementario para convertirse en un ser operativo.

Sí, pero ¿por qué aquella cólera? La única causa que podía suponerse era el accidente mental. Algo había aparecido en su cerebro, algo que le había resultado insoportable. Y, en un segundo, la materia gris se había puesto a funcionar. Influjos nerviosos habían circulado por aquella carne inerte. Su cuerpo había empezado a moverse.

Así, los más grandes imperios pueden venirse abajo por razones perfectamente incognoscibles. Admirables criaturas inmóviles como estatuas pueden, en un periquete, transformarse en animales chillones. Y lo más sorprendente es que eso encanta a su familia.

Sic transit tubi gloria.

El padre estaba tan excitado como si acabara de nacer su cuarto hijo.

Telefoneó a su madre, que residía en Bruselas.

—¡La Planta se ha despertado! ¡Coge un avión y ven a conocerla!

La abuela respondió que, antes de acudir, iba a encargar unos cuantos vestidos nuevos: era una mujer muy elegante. Eso pospuso su visita varios meses.

Mientras tanto, los padres empezaban a echar de menos al vegetal de antaño. Dios estaba permanentemente colérico. Casi era necesario lanzarle el biberón desde lejos, por miedo a que les golpeara. Podía calmarse durante algunas horas, pero nadie sabía lo que aquella calma presagiaba.

El nuevo guión era el siguiente: se aprovechaba un momento en el que estuviera tranquilo para coger al bebé y ponerlo en su parque. Allí permanecía primero con aire alelado contemplando los juguetes que le rodeaban.

Lentamente, un vivo disgusto se iba apoderando de él. Se daba cuenta de que aquellos objetos existían fuera de él, al margen de su reinado. Eso le desagradaba y le hacía gritar.

Por otro lado, había observado que, con la boca, los padres y sus satélites producían sonidos articulados muy concretos: aquel proceder parecía permitirles controlar las cosas, anexionárselas.

Le habría gustado hacer lo mismo. ¿Acaso dar nombre al universo no era una de las principales prerrogativas divinas? Entonces señalaba un juguete con el dedo y abría la boca para concederle el don de la existencia: pero los sonidos que emitía no tenían consecuencias coherentes. Él era el primer sorprendido, ya que se consideraba perfectamente capaz de hablar. Una vez superada la sorpresa, aquella situación le parecía humillante e intolerable. La cólera se apoderaba de él y se ponía, mediante chillidos, a manifestar su rabia.

El significado de sus gritos era el siguiente:

—¡Movéis los labios y de ello emana un lenguaje! ¡Yo muevo los míos y sólo sale ruido! ¡Esta injusticia resulta insoportable! ¡Gritaré hasta que mis gritos se conviertan en palabras!

Ésta era la interpretación de la madre:

—Comportarse como un bebé a los dos años no es normal. Se da cuenta de su atraso y eso le pone nervioso.

Falso: Dios no sufría ningún atraso. Y quien dice atraso dice complejo. Dios no se comparaba. Sentía en su interior un poder gigantesco y se ofuscaba al comprobar que era incapaz de ejercerlo. Su boca le traicionaba. Ni por un instante dudaba de su divinidad y se indignaba de que sus propios labios no le respondieran.

Su madre se acercaba a él y, vocalizando exageradamente, pronunciaba palabras simples:

—¡Papá! ¡Mamá!

A él le ponía furioso que ella le propusiera imitaciones tan burdas: ¿acaso no sabía con quién estaba hablando? El maestro del lenguaje era él. Nunca se rebajaría a repetir «Mamá» y «Papá». Como represalia, gritaba con mayor intensidad y de un modo más desagradable si cabe.

Paulatinamente, sus padres empezaron a recordar a su bebé de antaño. ¿Habían salido ganando con el cambio? Tenían un tranquilo y misterioso retoño y ahora se encontraban con un doberman.

—¿Recuerdas lo hermosa que era La Planta, con sus serenos ojazos?

—¡Y qué noches más tranquilas pasábamos!

Se acabó dormir tranquilos: Dios era el insomnio personificado. Apenas dormía dos horas por la noche. Y en cuanto se despertaba, manifestaba su cólera a gritos.

—¡Basta ya! —le decía su padre—. Ya sabemos que te has pasado dos años durmiendo. Pero ésa no es razón para impedir que los demás duerman.

Dios se comportaba como Luis XIV: no toleraba que alguien durmiera si él no dormía, que alguien comiera si él no comía, que alguien anduviera si él no andaba, que alguien hablara si él no hablaba. Este último punto, sobre todo, le sacaba de sus casillas.

Para los médicos, aquel nuevo estado resultaba tan incomprensible como el anterior: la «apatía patológica» pasó a ser «irritabilidad patológica», sin que ningún análisis explicase el diagnóstico. Prefirieron recurrir a una especie de sentido común popular:

—Es para compensar los dos años precedentes. Vuestro bebé acabará por calmarse.

«Si antes no lo he tirado por la ventana», pensaba la madre, exasperada.

Los vestidos de la abuela estaban listos. Los metió en una maleta, pasó por la peluquería y tomó el avión Bruselas-Osaka que, en 1970, efectuaba el trayecto en aproximadamente veinte horas.

Los padres la esperaban en el aeropuerto. No se habían visto desde 1967: el hijo fue abrazado, la nuera felicitada y Japón elogiado.

De camino hacia la montaña, hablaron de los niños: los dos mayores eran maravillosos, el tercero era un problema. «¡Ya no lo queremos!». La abuela aseguró que todo se arreglaría.

La belleza de la casa le encantó. «¡Qué japonés!», exclamó al ver la sala del tatami y el jardín que, en aquel mes de febrero, emblanquecía bajo los cerezos en flor.

Hacía tres años que no veía al hermano y a la hermana. Se extasió ante los siete años del niño y los cinco años de la niña. Pidió entonces que le presentaran al tercer niño, al que todavía no conocía.

No quisieron acompañarla hasta la guarida del monstruo: «La primera puerta a la izquierda, no tiene pérdida». De lejos, se oían gritos roncos. La abuela puso algo dentro del bolso y caminó valientemente hacia la arena.

Dos años y medio. Gritos, rabia, odio. El mundo resulta inaccesible para las manos y la voz de Dios. A su alrededor, los barrotes de la cama-jaula. Dios permanece encerrado. Le gustaría hacer daño, pero no puede. Se ensaña con la sábana y la manta, que martillea a patadas.

Encima de él, el techo y sus grietas, que conoce como la palma de su mano. Son sus únicos interlocutores, así pues, es a ellos a quienes grita su desprecio. Aparentemente, el techo no se da por aludido. Dios se siente contrariado.

De repente, el campo visual es invadido por un rostro desconocido e inidentificable. ¿Qué es? Es un humano adulto, del mismo sexo que la madre, parece. Pasada la sorpresa inicial, Dios manifiesta su disgusto con una larga pataleta.

El rostro sonríe. Dios conoce el paño: intentan engatusarlo. No cuela. Enseña los dientes. El rostro deja caer las palabras con su boca. Dios boxea contra las palabras al vuelo. Sus puños cerrados vapulean los sonidos y los dejan KO.

Dios sabe que, a continuación, el rostro intentará tenderle la mano. Está acostumbrado: los adultos siempre acercan los dedos a su cara. Decide que morderá el índice de la desconocida. Se prepara.

En efecto, una mano aparece en su campo visual, pero —¡sorpresa!— sujeta entre los dedos un bastoncito blanquecino. Dios nunca ha visto nada parecido y se olvida de gritar.

—Es chocolate blanco de Bélgica —le dice la abuela a la criatura al tiempo que lo destapa.

De esas palabras, Dios sólo entiende «blanco»: le suena, la ha visto en los envases de leche y en las paredes. Los otros vocablos son oscuros: «chocolate» y sobre todo «Bélgica». A estas alturas, el bastoncito está cerca de su boca.

—Es para comer —dice la voz.

Comer: Dios sabe lo que eso significa. Ese bastoncito blanquecino desprende un olor que Dios desconoce. Huele mejor que el jabón y la pomada. Dios tiene miedo y deseo a la vez. Hace muecas de asco y saliva de apetito.

En un arranque de valor, atrapa la novedad con los dientes, la mastica aunque no es necesario, se derrite sobre la lengua, enmoqueta el paladar, le llena la boca, y se produce el milagro.

La voluptuosidad se le sube a la cabeza, le hace jirones el cerebro y hace resonar una voz que nunca había oído:

—¡Soy yo! ¡Yo soy la que vive! ¡Yo soy la que habla! No soy «él» ni «éste», ¡soy yo! Ya no tendrás que decir «él» para hablar de ti, tendrás que decir «yo». Y soy tu mejor amigo: el placer es mío.

Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco.

La voz, que desde entonces nunca he dejado de oír, seguía hablando dentro de mi cabeza:

—Es bueno, es dulce, es untuoso. ¡Quiero más!

Volví a morder el bastoncito con un rugido.

—El placer es una maravilla que me enseña a ser yo mismo. Yo sede del placer. El placer soy yo: cada vez que exista placer, existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!

El bastoncito desaparecía dentro de mí. La voz gritaba cada vez más alto dentro de mi cabeza:

—¡Viva yo! ¡Soy tan formidable como la voluptuosidad que experimento y yo mismo he creado! Sin mí, este chocolate es un pedazo de nada. Pero uno lo introduce en la boca y se transforma en el placer. Me necesita.

Aquellos pensamientos se traducían en sonoros eructos cada vez más entusiastas. Abría los ojos de par en par, pataleaba de alegría. Sentía que las cosas dejaban su huella en una parte blanda de mi cerebro que guardaba constancia de todo.

Pedazo a pedazo, el chocolate se había introducido dentro de mí. Descubrí entonces que, en el extremo de aquella difunta golosina, había una mano, y que al final de aquella mano había un cuerpo culminado por un rostro bondadoso. Y yo, la voz, dije:

—No sé quién eres, pero, dado que me has proporcionado comida, eres una buena persona.

Las dos manos levantaron mi cuerpo para sacarme de la cama-jaula y me encontré en unos brazos desconocidos.

Estupefactos, mis padres vieron llegar a la abuela sonriente llevando en brazos a una criatura tranquila y contenta:

—Os presento a una gran amiga —dijo triunfante.

Dócilmente, dejé que me fueran transportando de unos brazos a otros. Mi padre y mi madre no daban crédito a aquella metamorfosis: se sentían felices y molestos a la vez. Interrogaron a la abuela.

Ella se guardó muy mucho de revelar la naturaleza del arma secreta a la que había recurrido. Prefería dejar que el misterio planeara. Le atribuyeron dotes demoníacas. Nadie había previsto que la bestia recordara su exorcismo.

Las abejas saben que sólo la miel proporciona a las larvas el gusto por la vida. No traerían al mundo tan ardientes libadoras alimentándolas con puré con tropezones de carne. Mi madre tenía sus propias ideas respecto al azúcar, al que culpaba de todos los males de la humanidad. Sin embargo, era a aquel «veneno blanco» (así lo denominaba) al que le debía el tener un hijo con un humor aceptable.

Me comprendo. A los dos años, acababa de salir de mi entorpecimiento para descubrir que la vida era un valle de lágrimas en el que se comían zanahorias hervidas con jamón. Debería de haberme sentido estafada. ¿Para qué matarse a nacer si no es para experimentar el placer? Los adultos tienen acceso a todo tipo de voluptuosidades, pero para abrir las puertas al deleite de los niños sólo existen las golosinas.

Mi abuela me había llenado la boca de azúcar: de repente, el animal furioso había comprendido que existía una justificación a tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para gozar y que, por tanto, no había que tomarla ni con el universo ni con uno mismo por el hecho de estar aquí. El placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó Yo, y es un nombre que todavía conservo.

Desde hace mucho tiempo, existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.

El deleite, en cambio, nos hace humildes y admirativos con lo que lo produce, el placer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Se trata de una magia tan potente que, a falta de voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad resulta suficiente. Mientras existe esta noción, el ser está a salvo. Pero la frigidez triunfante está condenada a celebrar su propia insustancialidad.

Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.