Los padres del tubo estaban preocupados. Consultaron a los médicos para que analizaran el caso de aquel segmento de materia que parecía carecer de vida.
Los médicos lo manipularon, dieron unos golpecitos sobre algunas de sus articulaciones para comprobar si poseía mecanismos reflejos y constataron que carecía de ellos. Los ojos del tubo no pestañearon cuando los practicantes los examinaron con una lámpara:
—Esta criatura no llora nunca, no se mueve jamás. No emite sonido alguno —dijeron sus padres.
Los médicos diagnosticaron una «apatía patológica», sin reparar en que se trataba de una contradicción en los términos.
—Su bebé es un vegetal. Es muy preocupante.
Los padres se sintieron aliviados por lo que consideraron una buena noticia. Un vegetal era vida.
—Hay que hospitalizarlo —decretaron los doctores.
Los padres ignoraron aquella orden tajante. Tenían ya dos hijos que pertenecían a la especie humana: no les parecía inaceptable tener, además, progenitura vegetal. Incluso les producía cierta ternura.
Le llamaron cariñosamente «La Planta».
Pero todos se equivocaban. Ya que las plantas, incluso las verduras, no por el hecho de tener una vida imperceptible al ojo humano dejan de tener vida. Se estremecen ante la proximidad de la tempestad, lloran de felicidad con el amanecer, se blindan de desprecio cuando alguien las agrede o se entregan a la danza de los siete velos con la llegada de la estación del polen. Poseen una mirada, eso está fuera de toda duda, aunque nadie sepa en qué lugar tienen las pupilas.
El tubo, en cambio, era pura y simple pasividad. Nada le afectaba, ni los cambios de clima, ni el anochecer, ni los cien pequeños tumultos cotidianos, ni los grandes e insondables misterios del silencio.
Los terremotos semanales del Kansai, que hacían llorar de angustia a sus dos hermanos mayores, no le producían ningún efecto. La escala de Richter no iba con él. Una noche, un seísmo de 5,6 derrumbó la montaña que dominaba la casa; unas placas del techo se hundieron sobre la cuna del tubo. Cuando retiraron los escombros, era la viva expresión de la indiferencia: sus ojos miraban fijamente, aunque sin verlos, a aquellos patanes llegados para perturbarle, con lo calentito que estaba debajo de las ruinas.
A los padres les divertía la flema de su Planta y decidieron ponerla a prueba. Dejarían de darle bebida y comida hasta que la reclamase: de este modo se vería obligada, tarde o temprano, a reaccionar.
Pero quien ríe el último ríe mejor: el tubo aceptó la inanición como lo aceptaba todo, sin el menor asomo de desaprobación o de asentimiento. Comer o no comer, beber o no beber, le daba lo mismo: ser o no ser, aquélla no era la cuestión.
Al término del tercer día, los estupefactos padres del tubo lo examinaron: había adelgazado un poco y sus labios entreabiertos estaban resecos, pero, por lo demás, no parecía encontrarse mal. Le administraron un biberón de agua azucarada que se tomó sin pasión alguna.
—Esta criatura se habría dejado morir sin quejarse —dijo la madre horrorizada.
—No le comentemos nada a los médicos —dijo el padre—. Nos tomarían por sádicos.
En realidad, los padres no eran sádicos: estaban simplemente horrorizados al comprobar que su retoño carecía de instinto de supervivencia. Les pasó fugazmente por la cabeza que su bebé no era una planta, sino un tubo: rechazaron de inmediato aquella idea insostenible.
Los padres eran de naturaleza despreocupada y pronto olvidaron el episodio del ayuno. Tenían tres hijos: un niño, una niña y un vegetal. Aquella diversidad les gustaba, más aún teniendo en cuenta que los dos mayores no dejaban de correr, saltar, chillar, pelearse e inventar nuevas estupideces: siempre había que ir detrás de ellos para vigilarles.
Con el menor, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. Podían dejarlo días enteros sin canguro: por la noche, lo encontraban en la misma posición que por la mañana. Le cambiaban los pañales, lo alimentaban, y ya era suficiente. Un pez rojo en un acuario les habría ocasionado más molestias.
Además, a excepción de su ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal: era un hermoso y tranquilo bebé que uno podía mostrar a las visitas sin avergonzarse. Los otros padres incluso sentían envidia.
En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica de las fuerzas: ¿existe acaso algo más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia representa el poder de lo larval. Cuando un pueblo rechaza un adelanto fácil de llevar a cabo, cuando un vehículo empujado por diez personas continúa sin moverse, cuando un niño se apoltrona durante horas delante del televisor, cuando una idea cuya inanidad ya ha sido demostrada sigue causando estragos, uno descubre, con estupefacción, la tremenda influencia de lo inmóvil.
Tal era el poder del tubo.
No lloraba nunca. Ni siquiera en el momento de nacer había emitido quejas ni sonido alguno. Sin duda, el mundo no debió de parecerle ni conmovedor ni apasionante.
Al principio, la madre intentó darle el pecho. Ante la visión del seno alimenticio, ningún fulgor iluminó los ojos del bebé: permaneció quieto, sin hacer nada, con las narices a un centímetro del seno. Molesta, la madre le metió el pezón en la boca. Dios apenas chupó. Entonces la madre decidió no darle el pecho.
Acertó: el biberón se correspondía mejor con la naturaleza del tubo, que se identificaba con aquel recipiente cilindrico, mientras que la rotundidad mamaria no le inspiraba ningún vínculo de familiaridad.
Así pues, la madre le daba el biberón varias veces al día, sin percatarse de que, actuando de aquel modo, estaba garantizando la conexión entre dos tubos. La alimentación divina era una forma de fontanería.
«Todo fluye», «Todo es movimiento», «Nunca nos bañamos en el mismo río», etc. El pobre Heráclito se habría suicidado de haber conocido a Dios, que era la negación de su visión fluida del universo. Si el tubo hubiera poseído alguna forma de lenguaje, le habría respondido al pensador de Éfeso: «Todo se coagula», «Todo es inercia», «Siempre nos bañamos en la misma ciénaga», etc.
Afortunadamente, ninguna forma de lenguaje resulta posible sin la idea de movimiento, que constituye uno de sus motores iniciales. Y ningún tipo de pensamiento resulta posible sin lenguaje. Los conceptos filosóficos de Dios no eran, pues, ni pensables ni comunicables: por consiguiente, no podían perjudicar a nadie y eso era bueno, ya que semejantes principios habrían socavado la moral de la humanidad durante mucho tiempo.
Los padres del tubo eran de nacionalidad belga. Por consiguiente, Dios era belga, lo cual explicaba bastantes de los desastres acaecidos desde el principio de los tiempos. Nada hay de extraño en ello: Adán y Eva hablaban flamenco, como ya demostró científicamente un sacerdote de los Países Bajos hace ya algunos siglos.
El tubo había hallado una ingeniosa solución para resolver los conflictos lingüísticos nacionales: no hablaba, nunca había dicho nada, ni siquiera había emitido el más mínimo sonido.
Pero su mutismo no preocupaba tanto a sus padres como su inmovilidad. Cumplió un año sin haber esbozado su primer movimiento. Los otros bebés daban ya sus primeros pasos, mostraban sus primeras sonrisas, sus primeros algo. Dios, en cambio, no dejaba de hacer su primer nada de nada.
Y todavía resultaba más extraño teniendo en cuenta que crecía. Su crecimiento era absolutamente normal. Era el cerebro el que no respondía. Sus padres lo afrontaban con perplejidad: en su casa existía una nada que ocupaba cada vez más espacio.
Pronto la cuna se le hizo pequeña. Hubo que trasladar al tubo a una cama-jaula que ya habían utilizado su hermano y su hermana.
—Quizás este cambio le haga despertar —deseó la madre.
Aquel cambio nada cambió.
Desde el principio del universo, Dios dormía en la habitación de sus padres. Lo menos que pudiera decirse es que no les molestaba. Una planta verde habría sido más ruidosa. Ni siquiera los miraba.
El tiempo es una invención del movimiento. Aquel que no se mueve no ve pasar el tiempo.
El tubo no tenía conciencia alguna del transcurrir del tiempo. Alcanzó la edad de dos años como habría alcanzado la de dos días o dos siglos. Continuaba sin cambiar de posición, ni siquiera sentía la tentación de intentarlo: permanecía tumbado de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, como una estatua minúscula.
Entonces la madre lo levantó por las axilas para ponerlo en pie: el padre le ayudó a que, con sus pequeñas manos, se sujetara a los barrotes de la cama-jaula para que tuviera una idea de cómo mantenerse por sí mismo. Luego, dejaron que aquel edificio se desmoronase: Dios cayó de espaldas y, en absoluto afectado, prosiguió su meditación.
—Necesita música —dijo la madre—. A los niños les gusta la música.
Mozart, Chopin, los discos de los 101 dálmatas, los Beatles y el shaku hachi produjeron en la sensibilidad de la criatura la misma ausencia de reacción.
Los padres renunciaron a convertirlo en músico. De hecho, renunciaron a convertirlo en un ser humano.
La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Ésa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo.
Vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo. Para vivir, es necesario ser capaz de no situar al mismo nivel, por encima de uno, a mamá y el techo. Hay que renunciar a uno de los dos y elegir interesarse o bien por mamá o bien por el techo. La única mala elección es la ausencia de elección.
Dios no había rechazado nada porque no había elegido nada. Por eso no vivía.
En el momento de su nacimiento, los bebés gritan. Ese grito de dolor ya es en sí mismo una rebelión y esa rebelión ya constituye un rechazo. Ésa es la razón por la cual la vida empieza el día del nacimiento y no antes, pese a lo que puedan decir algunos.
El tubo no había emitido ni el más leve decibelio el día del parto.
Sin embargo, los médicos habían determinado que no era ni sordo, ni mudo, ni ciego. Era simplemente un lavabo al que le faltaba el tapón. Si hubiera podido hablar, habría repetido sin cesar esta única palabra: «sí».
La gente rinde culto a la regularidad. Les gusta creer que la evolución es el resultado de un proceso normal y natural; la especie humana estaría regida por una especie de fatalidad biológica interna que la ha llevado a dejar de andar a cuatro patas hacia la edad de un año o a dar sus primeros pasos tras varios milenios.
Nadie desea creer en los accidentes. Éstos, ya sean la expresión de una fatalidad exterior —lo cual ya de por sí resulta cargante— o del azar —lo que todavía es peor—, son rechazados por el imaginario humano. Si alguien se atreviera a decir: «A la edad de un año di mis primeros pasos accidentalmente» o «Un día el hombre jugó a ser bípedo accidentalmente», le tomarían inmediatamente por chiflado.
La teoría de los accidentes resulta inaceptable, ya que permite suponer que las cosas habrían podido suceder de un modo distinto. La gente no admite que un niño de un año no tenga el pensamiento de andar; eso equivaldría a admitir que podría ser que el hombre nunca hubiera tenido intención de andar sobre dos patas. ¿Y quién podría creer que a una especie tan brillante no habría podido ocurrírsele algo así?
A los dos años, el tubo ni siquiera había intentado el cuadrupedismo, ni el movimiento, por otra parte. Tampoco había probado el sonido. Los adultos dedujeron que existía un bloqueo en su evolución. Nunca se les habría ocurrido deducir que el bebé no había conocido accidente alguno, ya que ¿quién iba a pensar que, sin accidente, el hombre permanecería perfectamente inerte?
Existen los accidentes físicos y los accidentes mentales. La gente niega con rotundidad la existencia de estos últimos: nunca nos referimos a ellos como motor de la evolución.
Sin embargo, nada resulta más fundamental para el devenir humano que los accidentes mentales. El accidente mental es una mota de polvo que, por casualidad, penetra en la ostra del cerebro, pese a la protección de las conchas cerradas que representa la caja del cráneo. De repente, la tierna materia que habita en el corazón del cráneo se ve perturbada, se siente asustada, amenazada por ese cuerpo extraño que acaba de colarse en su interior; la ostra, que vegetaba pacíficamente, activa la alarma e intenta defenderse. Inventa una sustancia maravillosa, el nácar, envuelve la partícula intrusa para incorporarla y así crear la perla.
Puede ocurrir que el accidente mental sea secretado por el propio cerebro: ésos son los accidentes más misteriosos y graves. Sin motivo, una circunvalación de materia gris da a luz una idea terrible, un pensamiento espeluznante, y, en un segundo, se acabó para siempre la tranquilidad de espíritu. El virus actúa. Imposible detenerlo.
Entonces, obligado y a la fuerza, el ser abandona su entorpecimiento. A la pregunta terrible e informulable que le ha asaltado, le busca y encuentra mil respuestas inadecuadas. Empieza a andar, a hablar, a adoptar cientos de actitudes inútiles mediante las cuales espera salir adelante.
Pero no sólo no sale adelante sino que empeora su situación. Cuanto más habla, menos comprende, y cuanto más camina, menos avanza. Muy rápidamente, echará de menos su vida larval, sin atreverse a confesárselo.
Sin embargo, existen seres que no se sienten afectados por la ley de la evolución, que no sufren ningún accidente fatal. Son los vegetales clínicos. Los médicos estudian sus casos. En realidad, son lo que desearíamos ser. Es la vida lo que debería ser considerado un fallo de funcionamiento.