La isla no era del gusto de Irene. Los árboles demasiado cercanos, demasiado apelotonados. Troncos de un palmo de ancho, no más, separados entre sí por una distancia de un metro, el espacio entre ellos repleto de ramas bajas muertas, finos arcos apuntando al suelo, frágiles, partiéndose a medida que ella pasaba. Ni un solo espacio libre, sin sitio para correr o para contemplar montañas y valles. Si se topaba con un alce, estaría tan cerca que podría tocarlo con la mano. No le haría falta el arco. Enredada en la maraña del ramaje. A cada momento tenía que zafarse de su abrazo. Caminaba a paso vivo, casi corriendo. Era lo que se suponía que tenía que hacer, andar deprisa o correr por la nieve y el bosque. Un paisaje más abierto, quizá, pero eran el mismo frío y la misma nieve. Incontables generaciones antes que ella.
Sujetaba el arco contra su cuerpo para que no se balanceara. La sensación era de euforia. Atenta a cualquier movimiento, escuchando los sonidos del bosque que no fueran los de sus propios pasos y el roce de las ramas. La sangre fluyendo espesa, los latidos resonando en el bosque, una especie de sónar. Nada podía esconderse de ella.
Se detuvo en seco, separó los pies, alzó el arco y ajustó una flecha por el culatín. Tiró de la cuerda con fuerza, notó cómo giraban las poleas dando paso al tramo fácil del tensado, pegó la flecha a la mejilla, y siguiendo la línea recta del astil hizo puntería sobre el tronco de un álamo que estaba a unos quince metros. Soltó la flecha, el chasquido consiguiente al salir disparada, y la flecha se empotró en el tronco. Al instante convertida en recuerdo, demasiado veloz como para que su vuelo pudiera asimilarse en tanto que experiencia vivida. Irene corrió hasta el álamo y examinó la flecha incrustada en la carne del árbol, cuatro hendiduras más claras en la corteza oscura, casi invisibles, irradiando del tubo, y si miraba por dichas hendiduras casi alcanzaba a ver el borde posterior de las cuchillas. Imposible recuperar la flecha, de modo que se ajustó el arco y continuó corriendo.
Agotamiento. Era lo que ella quería. Correr hasta no poder más. Pero había otra cosa que la impulsaba en ese momento, algo además de los músculos y la sangre. No se cansaba nunca. Continuó hasta llegar a la orilla en el otro extremo de la isla, salió a unos montículos de hierba y la playa pedregosa, vio la Frying Pan, su grácil curva, encajó una flecha, apuntó alto y la mandó en vuelo parabólico hacia otro bosque. Caminó al borde del agua, al acecho de piedras grandes y sombras de reflejos y de hielo, encajó otra flecha y rasgó con ella la superficie. La flecha desaparecida, oculta por las ondas, y le pareció oír el chasquido de las hojas metálicas al contacto con la roca. Pero tal vez habían sido imaginaciones suyas.
Le quedaban dos flechas. Estas las reservaría. Necesitaba árboles otra vez y volvió rápidamente a cubierto, siguió trechos de musgo, remontó altozanos y bajó a hondonadas, coronó colinas. La excesiva proximidad, los árboles tan prietos entre sí. Libre del tirón de la gravedad, llevada en volandas, rasguñada en su travesía. No sabía ya cuántas horas llevaba despierta, lo cual, de alguna manera, le proporcionaba nuevas fuerzas, sus pisadas livianas en la nieve, como si el aire pudiera tirar de ella. Y parecía que la isla entera basculara, se inclinara lentamente, como si quisiera dar una vuelta de campana. Para mantenerse derecha tenía que seguir avanzando. La isla nacida en el lecho del lago mucho tiempo atrás, emergiendo como al extremo de una especie de tallo, y ahora ese tallo se había cortado y el peso de las colinas rocosas, de los árboles, volcaría la isla hasta que su cara inferior, llana, quedase mirando hacia arriba, mojada y oscura, conocida solo por el lago durante miles de años pero nueva para el cielo. ¿Y qué pasaría entonces? Pero Irene ya no estaría allí.
Orígenes. Ahí estaba el problema. Sin saber dónde empezaba uno, era imposible saber dónde, o cómo, debía uno terminar. Ella perdida de principio a fin, extraviada. Bajo la influencia de Gary, había errado el rumbo de su vida.
Irene tenía claro que esto no era el principio. Nadie la iba a crear otra vez. Y que se llevaría a Gary consigo. Ese fue el error de su madre, irse ella sola. No estuvo bien que el padre de Irene hubiera seguido adelante, que hubiera tenido una vida sin su esposa o su hija, una vida al margen de sus orígenes, independiente y desconectada de Irene. No debería haber sido así, esa otra vida no debería haber sido consentida.
Irene había pasado toda la noche en vela otra vez, y en aquellas primeras horas lloró de rabia contra Gary, contra las injusticias, deseando castigarlo pero al mismo tiempo deseando acercarse a él. A pesar de los pesares quería continuar con Gary. Buscó en vano un camino de regreso, y al final, más calmada, se dio cuenta de que no había vuelta atrás. Él no la quería, nunca la había querido, y sin embargo se había servido de ella, la había utilizado. Era verdad. Nada que ella hiciera podría cambiar eso. Estaba por encima de sus posibilidades. Insomne durante horas, había imaginado su mente como una oquedad, un espacio barrido por el viento, y finalmente, mientras esperaba a que amaneciera, le había sobrevenido esa euforia, una suerte de regalo final. Tuvo casi la sensación de que el dolor iba a desaparecer, pero seguía hostigándola; seguía ejerciendo aquella presión, pero como si prometiera dejar de hacerlo pronto.
Siguió adelante, abriéndose paso entre el ramaje, cuesta abajo, a una velocidad que impedía fijarse en nada. Conocía de antes ese bosque, y si hubiera aminorado el paso tal vez habría descubierto signos, reconocido las flores violeta del acónito, que se doblaban bajo su propio peso. Pero Irene avanzaba muy deprisa, a la carrera, sin detenerse para nada y sin molestarse ya en utilizar los brazos como escudo. Que las ramas le arañaran el rostro.
Pisadas en la nieve y el musgo, una quemazón en la piel de manos, cara y cuello, el cielo encapotado y frío, y mientras tanto su cuerpo zigzagueando por sí solo entre los árboles. Irene, o todo aquello que podía nombrarse «Irene», apartada, silenciosa. Cuando estuvo cerca de la cabaña, sus piernas aflojaron el ritmo, de casi correr a caminar, y luego muy despacio, furtiva, como en tiempos hiciera con Gary, sigilosa, evitando las ramas, apartándolas con sumo cuidado, inclinándose a un lado o al otro para no partirlas. Salió al descubierto entre las dos tiendas, justo en la parte de atrás de la cabaña. Inmóvil, aguzando los oídos, nada se movía, silencio absoluto salvo por la ligera brisa y el murmullo de las olas en la orilla. Agua y aire, y la sangre que ahora latía más deprisa. Gary no iba a estar metido en una de las tiendas. Estaría en la cabaña o en la playa. Irene cogió una flecha, la colocó y la encajó, arco negro, flecha negra contra un fondo blanco de nieve. Caminó sigilosa hacia la puerta de la cabaña.
El marco nuevo montado en el exterior, de color blanco, fuera de lugar con los troncos. Bolsas de basura, paquetes de latas de comida amontonados aquí y allá. Estaba casi en el umbral y seguía sin oír ningún sonido. La cabaña le pareció más grande, la pared posterior alta. Corteza áspera, resquicios, unos troncos que sobresalían más que otros. No había reparado hasta entonces en las irregularidades de la superficie, sus valles y sus cordilleras, todo un paisaje en vertical. Esperó en la entrada dando tiempo a que su vista se adaptase a la mayor oscuridad del interior, la única luz la que entraba por la ventana y por los resquicios, suficiente como para ver el suelo de contrachapado. La ventana propiamente dicha todavía oculta, más a su derecha, tapada por la puerta. Un espacio en penumbra y sin rastro de Gary.
Irene franqueó el umbral. El arco listo para disparar.
¿Irene? La voz de Gary. Estaba sentado en un taburete junto a la ventana, a un metro y medio de ella. Iluminado en relieve, las arrugas de su cara. Viejo. ¿Qué haces, Irene?
Ella retrocedió. Ahora era más difícil, estando ya dentro y hablándole. Gary se puso de pie, las manos abiertas hacia ella, dedos en relieve. Irene, dijo otra vez.
Ella tensó el arco y pegó la flecha a la mejilla.
Te quiero, Irene, dijo él, y de pronto todo fue fácil otra vez. Irene soltó la flecha y la vio hundirse en el pecho de Gary. Solo las plumas negras asomando del anorak. Él había girado sobre sí mismo, mirándose el pecho, y había caído de bruces al suelo. La punta de flecha y el astil apuntaban al techo.
Y Gary que lloraba. O gritaba. El sonido trató de colarse en su cabeza entre el rumor de la sangre. Irene acopló la última flecha y avanzó unos pasos. Las piernas y los brazos de él como si nadara en el suelo, yendo hacia la pared. ¿Qué podía buscar, una vez allí? Irene tensó el arco, pegó la flecha a su mejilla y apuntó a la espalda de Gary. Disparó. Otro grito, la flecha tan veloz que no pudo verla siquiera. Pero allí estaba, sobresaliendo del cuerpo. Lo había dejado clavado al suelo. Gary ya no podía arrastrarse. Sus extremidades seguían moviéndose, pero no iba a ninguna parte. Aún estaba con vida, y ella no tenía más flechas. Los gritos fueron perdiendo intensidad, un sonido que no parecía humano. Irene soltó el arco y no supo qué hacer después. Permaneció allí de pie esperando a que él muriera, pero no se moría. Un sonido espantoso, animal, el último sonido que emite un ser vivo. Su marido. Gary.
Irene salió de la cabaña y caminó hasta la orilla. El lago como un cielo ampliado, blanco y cubierto, frío. Irene se sentía arder, como si a su paso el agua, el cielo y la nieve, la roca incluso, pudieran quedar abrasados. Era una giganta, con su fuerza tremenda podía aplastar montañas o beberse un lago con la mano. Caminó por la orilla. Aquella era su orilla. No notaba el viento. Sintió la necesidad de correr y eso hizo, corrió, más rápido que nunca en su vida, con pie firme, ajena a las irregularidades del terreno. El mundo no había sido nunca real. No existía gravedad, nada que aminorara su paso ni que la anclara al suelo. Corrió al albur de su mente, el entorno una extensión de su persona. Las olas, la hierba, la nieve, todo ello creado al unísono.
Pero tuvo que aflojar, empezaba a cansarse. Continuó andando hasta la punta, cerca ya de Frying Pan, y contempló la otra orilla. Sintió el apremio de ir hasta allí a nado, atravesar el agua, abandonar Caribou, pero algo la retuvo. Le quedaba una cosa que hacer. No había terminado todavía. Dio media vuelta y regresó andando a la cabaña.
Sabía que la euforia se le iba a pasar. Era un regalo, pero un regalo provisional. Estaba notando ya cómo disminuía, cómo se disipaba. Echó a correr otra vez, tratando de recuperarla, pero los tobillos se le torcían a cada momento. Sus pies ya no tenían alas, el contacto con las piedras era duro y persistente, no corría con pie firme. Tuvo que dejarlo y andar.
Las cumbres de las montañas ocultas a la vista, los picos, las calderas de volcán. Solamente ladera bajo la línea de nubes. Quería ir hasta allí. El lago debería haber estado helado, como en su visión. Lo atravesaría a pie y escalaría la montaña. Así era como tenía que ser. Lo que había hecho debería haber sucedido más tarde, ya en pleno invierno, pero ella no habría sido capaz de esperar tanto.
Láminas de hielo a lo largo de toda la orilla. Las olas las iban rompiendo. Pequeñas charcas que se volvían opacas. Rocas oscuras, húmedas de la niebla o de las salpicaduras. Una estrecha franja entre el lago y la tierra. En ese momento disponía del breve lapso de tiempo en que cualquier cosa era posible, en que su vida estaba abierta a muchas posibilidades, aunque sabía que esas se reducían a una sola.
Fue hasta la barca y soltó el cabo de proa. Una soga gruesa y recia, casi diez metros, más que suficiente. Se dirigió muy despacio hacia la cabaña. Una parte de ella no quería hacerlo.
Ramas de aliso azotándola a su paso, recorrer por última vez lo que casi era ya un sendero, la maleza aplastada de tanto ir y venir por él. Un lugar que no fue concebido para ser el hogar de ellos dos, sino el final del viaje. Y ella, pese a saberlo, le había seguido la corriente. ¿Y Gary? ¿Lo había sabido él también?
Llegó a donde estaba tendido. Gary había dejado de moverse y no emitía sonido alguno, aquel ruido inhumano que ella no deseaba volver a oír. Estaba quieto. Silencioso, descansando boca abajo.
Irene colocó el taburete en el otro extremo de la cabaña, a unos palmos de la pared lateral. Estiró el brazo y pasó la cuerda por encima de una viga. El aluminio del tejado casi no dejaba espacio, pero haciendo fuerza logró pasar la cuerda lo suficiente como para un lazo. Aún no sabía cómo iba a anudarlo. No se fijó en cómo lo había hecho su madre. En las películas siempre era un nudo gordo con muchas vueltas, de modo que hizo una vuelta redonda y medios cotes, tal como Gary le había enseñado para la barca. No le quedó muy bien, pero tendría que apañarse con eso.
Clavó un clavo a cada lado de la viga, por delante de la soga, a fin de que esta no resbalara. Luego apiló unos tacos de madera, trozos de tabla, encima del taburete, para estar más elevada y que de este modo la caída fuese más larga. En precario equilibrio sobre esa pila, se ajustó el nudo corredizo al cuello y lo ciñó con fuerza, pero entonces se dio cuenta de que la soga tenía que estar floja para el momento final. Así pues, se bajó con cuidado, tomó la medida cuando estuvo en el peldaño inferior del taburete, y tensó la cuerda. Tacto áspero en el cuello, húmeda. Tenía que atar el cabo suelto a un lugar seguro.
Irene miró a su alrededor y no encontró nada. Ningún punto de anclaje, ningún poste lo bastante recio. Pero entonces vio a Gary y se le ocurrió una idea hermosa. Ató el extremo alrededor del tórax de su esposo. Tuvo que levantarle la cabeza y un hombro, y luego el otro. Olía. Al morir había vaciado las tripas. Olor a sangre también. Todo lo cual parecía estar incrementando la presión dentro de su cabeza. Irene había creído que eran los últimos coletazos, pero no. Un dolor insufrible. Se apresuró a terminar. Una vez asegurada la cuerda alrededor del cuerpo, hizo un nudo. No resbalaría porque las flechas clavadas servirían de tope.
Tuvo que salir otra vez. Los olores, las punzadas en la cabeza. No sabía si iba a poder llegar hasta el final. Era demasiado. Llevarse a sí misma al matadero, como un animal. No sabía cómo su madre había tenido la suficiente entereza. Y ella, su madre, no estaba tan atrapada. No había asesinado a nadie. Irene no tenía elección, pero para su madre aún había una. ¿Cómo había sido capaz?
Irene fue hacia los árboles. Se sintió a gusto escondida entre ellos. Caminó sin rumbo entre los troncos, siguiendo trechos de musgo entre la nieve, la nieve fina y liviana, apenas polvo en algunos puntos, las ramas no la habían dejado pasar. Se tumbó de costado en un trecho grande de musgo, las piernas encogidas. A esa distancia era como tener delante un bosque en miniatura, cada dedo de musgo tan grande y majestuoso como un abeto, y de formas más primorosas. Ni inclinado ni contrahecho, sino simétrico, con capas de ramas exactamente igual que un árbol, y desafiando la gravedad en pequeña escala, los extremos de sus ramas rectos. Cientos de árboles minúsculos surgiendo del suelo. Alargó la mano y tocó uno, lo empujó hacia un lado y el arbolito recuperó la vertical. Lo arrancó por la base, arrancó varios de sus vecinos, taló un bosque.
De pie otra vez, se adentró en la arboleda sin saber adónde se dirigía ni qué estaba haciendo. Dio un rodeo en dirección a la cabaña y, cuando emergió de entre los árboles, se detuvo y miró las tiendas, la cabaña, el hornillo allí en medio. El campamento. Su marido muerto. Una asesina. Ese sería su epitafio. Primero hija, luego maestra de preescolar, después esposa, madre, asesina, suicida. Los primeros epítetos serían olvidados. Solamente los dos últimos quedarían para el recuerdo. Fue hasta la puerta de la cabaña, entró, aguantó la respiración. Caminó despacio hasta el taburete y se ajustó el nudo corredizo alrededor del cuello, tirando hacia abajo con la barbilla. Tocó el suelo con la punta del pie, comprobando el lugar en donde caería. Tenía que haber espacio suficiente debajo de ella. Si chocaba con el suelo, no serviría de nada.
Levantó ambos brazos para sujetar la cuerda, se colgó de ella y movió las puntas de los pies hacia abajo. Todavía no tocaba. Quedó balanceándose en el aire y no le fue fácil volver al taburete. Por un momento le entró pánico de quedarse así, mal ahorcada. Finalmente logró alcanzar el taburete, se quitó el nudo y colocó los trozos de tabla encima del escalón superior, tres capas, suficiente como para asegurar una buena caída.
Sujetando la cuerda, subió con cuidado a la improvisada montaña y se puso el nudo alrededor del cuello mientras se balanceaba a punto de caer. Pero le entró miedo a hacer uso de las manos. ¿Cómo evitar cogerse de la cuerda en el momento mismo de la caída? Era una cosa instintiva.
Irene se quitó el nudo una vez más, bajó con cuidado del taburete y fue a la tienda donde Gary tenía las herramientas a buscar una navaja. Regresó a la cabaña, se acercó a donde yacía Gary, buscó el extremo suelto de la cuerda con que le había rodeado el tórax, cortó un tramo de dos o tres palmos, más allá del nudo, tiró la navaja al suelo y se ató un extremo alrededor de la muñeca.
Por qué era tan difícil. La vida no tenía el menor tipo de dignidad. Hasta la propia muerte se veía obstaculizada por cosas de escaso gusto, por nimiedades. No había derecho. Y el dolor no había desaparecido. Parecía que llevaba ese camino, pero no. Con la de cosas que le habían pasado. Irene furiosa, subiendo al taburete y poniéndose el nudo al cuello otra vez. De nuevo en precario equilibrio sobre los tacos de madera, cogió con cuidado el tramo de cuerda que le colgaba de la muñeca, se lo pasó entre las piernas y se lo ató a la otra muñeca. No era fácil hacer un nudo en esas condiciones, pero procuró que quedara lo más apretado posible.
Ya no podía echarse atrás. Atadas las manos, haciendo equilibrio sobre unas maderas, el nudo corredizo al cuello. Respirando por la boca, presa del pánico, el corazón crispado. Sangre y miedo. No la serenidad que ella había imaginado. Ninguna sensación de paz. Irene no quería quitarse la vida. Todo le decía que eso no estaba bien. Pero lo hizo, movió las piernas y se lanzó al aire, un aullido retador desde lo más hondo de sus pulmones, y entonces el nudo agarró, y al principio parecía que no había para tanto, pero enseguida le comprimió el cuello con violencia, todos sus músculos tirantes, un dolor atroz, dejándola sin aire, la garganta aplastada, e Irene quedó allí suspendida, en aquel lugar desangelado y vacío, sin que sus manos lograran desatarse. No se lo perdonaría nunca.
Porque iba a ser Rhoda quien entrara y lo descubriera. Irene lo vio con claridad. Cómo no lo había imaginado antes. Se sintió estafada. Iba a hacerle a Rhoda lo mismo que le habían hecho a ella. Un día frío, encapotado, igual que el de hoy, su madre colgando de una viga con el mejor vestido de domingo, un vestido beige y blanco, con puntillas, que había venido de Vancouver. Ahora sí lo recordaba. Medias blancas, zapatos marrones. Pero también el rostro de su madre, las arrugas en la cara, la tristeza, el cuello grotescamente estirado. Todo lo que no se podía mencionar. Irene comprendió entonces que no debió de ser una cosa rápida, que su madre supo sin duda lo que estaba haciendo. Tuvo tiempo de saber lo que acababa de hacerle a su hija.