El marco de la puerta no encajaba bien. Gary lo sostuvo frente a la abertura practicada en la pared de atrás. Pino pintado de blanco y corteza sin desbastar, un mal casamiento de materiales. Había hecho la abertura angosta pensando en ajustarla después, decisión tomada cuando suponía, no, creía que habría más tiempo. Ahora iba a tener que recortar casi cinco centímetros de pared.

Miró hacia atrás, una ojeada rápida, como si Irene pudiera aparecer. No la había visto todavía. Había salido temprano, antes de que él se despertara.

Gary centró el marco de forma que traslapara por ambos costados. Una puerta en el exterior de la pared, con diez centímetros sobrantes. Bueno, ¿y qué? No estaba construyendo la cabaña para que la vieran otros.

Luego cogió el martillo y los clavos, alineó el marco y lo apuntaló con unos tacos de madera. Irene habría podido sujetar el marco para que no se moviera, pero por lo visto no estaba para echarle una mano.

Y lo cierto era que se sentía mal. Se sentía culpable. Incluso se habría disculpado, de haberla visto al despertarse, sí, lo habría intentado. No debió haberla llamado arpía. Mejor no darle más vueltas. Prefería no pensarlo. Pero se lo había dicho, sí. Dos veces, además.

Gary suspiró. Una nubecilla de aliento frente a su boca. Buen día para trabajar, ese también, fresco y cubierto, pero le faltaba motivación. Detestaba llevarse mal con Irene. Quería que entre los dos estuviera todo claro.

Apoyó un hombro en el marco de la puerta, colocó un clavo en ángulo, dio unos golpecitos. Luego uno más fuerte, pero el clavo se dobló al penetrar, y Gary notó que el marco se movía. Ya no estaba alineado.

Cerrando los ojos, se recostó en el marco e intentó calmarse. No hacía nada bien, ahora se daba cuenta. La cabaña era un fracaso, el más reciente de una larga serie de fracasos. Muy bien. Pero tenía que colocar el marco fuera como fuese. Había dormido en la cabaña y había pasado mucho frío, demasiado. Imposible aguantar todo el invierno en aquel plan.

Colocó una vez más el marco, se apoyó en él e intentó clavar otro clavo. Lo hundió casi entero y el marco se agrietó. Gary retrocedió cuatro o cinco pasos y arrojó el martillo contra la pared. Los árboles y la colina del fondo respondieron con un suave eco, y el suelo con un amortiguado golpe.

Gary recogió el martillo caído, intentó alinear de nuevo la puerta y probó con otro clavo. Se hundió hasta el fondo, pero como si hubiera quedado flojo. Al mirar por detrás, vio que apenas se había hincado en la pared de la cabaña. El ángulo no permitía un buen agarre, solo medio centímetro. Así no iba a aguantar. Y ahora la punta asomaba por detrás.

Gary fue a por una barrita de cereales a la tienda de Irene. Arrodillado, estirando los brazos, la cara tan cerca de la almohada que pudo percibir el olor de ella. Se acostó un momento allí y descansó. Encogió las piernas para que quedaran dentro de la tienda de campaña. Le diría que lo sentía mucho. La llegada del frío antes de hora había sido un contratiempo, pero ya no faltaba mucho para terminar la cabaña, y pasar el invierno juntos quizá les ayudaría a enderezar las cosas otra vez.

Pero Gary no quería que Irene le encontrara allí tumbado, daría una impresión de debilidad. Se levantó y se comió la barrita mientras miraba la puerta y el marco.

A la mierda, dijo luego. Claveteó una docena de clavos en los bordes, todos poco hundidos, muchos de ellos doblados o abriendo grietas, pensando que probablemente aguantaría. Puntas asomando por la parte de atrás. Luego agarró la puerta, madera de pino pintada de blanco, y la colocó en el marco. No sabía cómo iba a alinear las bisagras, sobre todo sin contar con nadie que le ayudara.

Lo que no acababa de entender era por qué se había agitado tanto. Irene le había ayudado todo el día —casi en ayunas, aguantando el frío, el dolor de cabeza—, y él encima se había puesto impaciente, cosa que ella había tenido que aguantar también. Y habían adelantado mucho, más que cualquier otro día. Habían instalado el techo, todo el techo. Pero luego Irene no había querido ayudarle con el broche final, clavetear la ventana. En quince minutos lo habrían dejado listo. Y de repente él se había puesto a decir todas aquellas cosas que llevaba semanas, años, queriendo decir. Y cómo había disfrutado. Una sensación de disfrute físico, de placer, y eso que ella se había puesto a llorar. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había podido gozar de una cosa así?

Gary apoyó la puerta en unos calzos y procedió a colocar las bisagras. El marco se movía, endeble, con los martillazos. Tendría que ir al pueblo a por unas cartelas, pero con un poco de suerte de momento aguantaría. Uno tiene que pensar que es buena persona, de acuerdo, pero ¿cómo iba él a pensar eso de sí mismo si disfrutaba haciéndola llorar? Era preocupante, algo no andaba bien. Como si el matrimonio hubiera logrado sacar lo peor que llevaba dentro.

Ahora la ventana. No tenía ganas de esperar a Irene. El marco era delgado, de aluminio, no se agrietaría, y no haría falta meter los clavos en ángulo. Sí, realmente podría haberlo hecho la víspera en solo diez o quince minutos.

Construyendo la cabaña, él solo. Esa era la cruda verdad. El matrimonio simplemente otra manera de estar solo. Puso el taburete junto a la pared, sostuvo la ventana en alto, se apoyó en ella y clavó un clavo. Los otros clavos metidos entre los dientes. Clavó uno a cada lado para poder soltar la ventana. Clavó el resto, todo alrededor. Así no vamos a ninguna parte, dijo.

Gary retrocedió unos pasos y contempló su cabaña. La exteriorización de la mente de un hombre, había pensado. Un reflejo. Pero ahora comprendía que no era verdad. Esa forma externa solo era posible encontrarla si uno se metía en la especialidad adecuada, en la profesión adecuada, si uno seguía su vocación. El que erraba el camino solo podía dar forma a monstruosidades. Lo que tenía delante era, sin ninguna duda, la cabaña más fea que había visto jamás, un engendro, algo mal concebido y mal construido de principio a fin. La exteriorización de cómo había enfocado su vida, pero no de lo que él podía haber sido. Esa forma externa más auténtica se había perdido, no había tenido lugar, pero Gary ya no estaba triste, ni siquiera sentía rabia. Eso era así, por fin lo había comprendido.

Gary fue hacia la parte de atrás. Su idea había sido que la puerta abriera hacia fuera, pero se abría hacia dentro. De modo que entró empujando y puso una piedra para mantener la puerta abierta. La primera vez que entraba en su cabaña terminada, una cabaña con su tejado, su ventana y su puerta. Colocó un taburete frente a la ventana. No era lo que él había imaginado siempre. En sus visiones y ensueños el interior de la cabaña era un lugar acogedor, cálido, y él estaba cómodamente instalado en un sillón, fumando en pipa. Había una estufa de leña, pieles de oso y cabra montés, de muflón y alce, de lobo. No había visto cómo era el suelo, pero de cualquier cosa menos de contrachapado. Y no se colaba aire por las paredes. La cabaña de sus visiones era pequeña, pero él, imbuido de aquella sensación de pertenencia, la sentía extenderse infinitamente. Sus paredes se abrían sin solución de continuidad hacia la tierra virgen. Gary identificado con el lago y las montañas. Sin espacios: lago y montañas eran él. Y nunca salía Irene. Ninguna de las veces que había soñado con la cabaña aparecía ella. Algo en lo que no había reparado hasta ahora. Irene no estaba sentada junto a él, ni tampoco de pie al lado de la estufa. No había lugar para ella en el sueño de Gary. Él estaba fumando, sentado como ahora junto a la ventana, contemplando el agua, y se encontraba solo en la isla. Eso era lo que quería. Lo que había deseado siempre.