El teléfono llegó aquella tarde por UPS. En un maletín Pelican amarillo, hermético, el teléfono muy bien protegido con espuma aislante. Cables para corriente alterna y corriente continua, un paquete de enchufes para cualquier lugar del mundo. El tipo de aparato que solo Jim podía permitirse comprar. Aprovechando que había poco trabajo, Rhoda se puso a leer las instrucciones sentada a su mesa y conectó el terminal para que se fuera cargando. Había comprado dos baterías de carro de golf, para que su madre pudiera recargar utilizando la toma de corriente continua.
A las cinco recogió sus cosas y subió al coche. Había llegado también un kit del centro turístico de Kauai con detalles completos sobre la organización de la boda, y tenía muchas ganas de abrirlo. Jim y ella se sentarían en el sofá y lo mirarían todo.
Pero cuando Rhoda llegó a casa, Jim estaba ya ejercitándose en la plataforma vibratoria.
Qué pasa, saludó él, resoplando mientras corría. Le había dado por hablar en plan moderno desenfadado. Rhoda no sabía qué cara poner. En la consulta había una recepcionista nueva y ella hablaba así, de modo que quizá se le había pegado.
Dejó el maletín Pelican encima del bar, junto con el sobre de Kauai. Más valía ponerse a preparar la cena. Jim cada vez se demoraba más haciendo ejercicio. Ahora solía dedicar a ello una hora y media diaria, como mínimo, y luego tendría que ducharse. Después cenar y temprano a la cama. Estaban en la misma sala, en ese momento, pero a Jim no le gustaba hablar cuando hacía ejercicio, y de todos modos tenía puesto el iPod.
Rhoda abrió la nevera y se preguntó en qué medida iba a casarse con Jim, con qué porcentaje de él. Un diez por ciento de atención, algo más de un diez en cuanto a afecto, un noventa por ciento de sus necesidades diarias, incluyendo recados, un pequeño porcentaje de su cuerpo y otro también pequeño de su pasado. Se preguntó qué era lo que iba a firmar. Un contrato por la mitad del dinero de Jim. No le gustó pensarlo en esos términos. Se suponía que iban a compartir sus vidas. Se suponía que en ese momento tenían que estar los dos sentados en el sofá, mirando la puesta de sol y los folletos.
Salmón, halibut, caribú, pollo. Nada le llamó la atención. No tenía ganas de cocinar. Cerró la nevera y se acercó a Jim. Esperó hasta que él se hubo quitado los auriculares. Tenía mal aspecto, sudoroso, colorado. He pensado que voy a pedir una pizza, dijo Rhoda. No me apetece cocinar.
Él resoplaba de mala manera. ¿Pizza?, dijo. Uf, con todo ese queso. No es bueno para los michelines.
Había empezado a usar ese término, y estaba a dieta. Nada de alcohol, nada de postres ni productos lácteos.
A mí me apetece una pizza, dijo ella.
¿Qué tal una ensalada? ¿Podrías preparar una buena ensalada, cariño?
Deja de llamarme cariño. ¿Se puede saber qué coño te pasa? ¿Quién eres tú?
Pero ¿qué te ocurre, Rhoda? Quizá te convendría hacer ejercicio, a ti también. Un poco cada día. Te sentirás mejor.
Rhoda se miró la barriga. Todavía era esbelta. Iba a correr tres veces por semana, y le parecía suficiente. ¿Eso no era hacer ejercicio? Estoy bien, dijo. No necesito ponerme más en forma.
No, si no estoy hablando de peso. Solo digo que te sentirías mejor.
Qué conversación más tonta, dijo Rhoda. No me interesa. Quiero hablar de otras cosas. Ha llegado el teléfono vía satélite, tendré que llevárselo a mi madre. Y también ha llegado el kit con la boda organizada, o sea que habrá que echarle un vistazo esta noche.
¿Esta noche? No sé, cariño. Mejor el fin de semana, tendremos más tiempo.
A Rhoda le dio tanta rabia que por un momento se quedó sin habla. No quería decir nada inapropiado. Se suponía que estaban bien, que eran felices planeando la boda y la luna de miel. De modo que asintió y se fue otra vez a la nevera. Había lechuga y tomates, un aguacate todavía verde, salmón ahumado, claro, también podía añadir de eso. Piñones. Suficientes ingredientes para una ensalada. Un resto de pepino. Muy bien, cenarían ensalada. No hacía falta prepararla enseguida. Jim seguiría con lo suyo hasta dentro de una hora y media, por lo menos.
Rhoda fue al dormitorio, abrió el grifo de la bañera y se desvistió. Esperó desnuda en la cama a que se llenara. Tenía un poco de frío, pero le dio igual. La vista clavada en el techo. Nada estaba saliendo como ella había planeado, y de todos modos le costaba pensar porque no conseguía quitarse a su madre de la cabeza. Su madre diciendo que quería hacer algo peor que lanzar un bol por la ventana. Hablaba en serio, a Rhoda no le cabía duda. Quería destruir. ¿Y cómo había llegado a ese extremo?
Soltó un suspiro y fue a meterse en la bañera, pese a que el agua estaba todavía por la mitad. Añadió gel espumoso. Como los perros del veterinario, esperando a que los frotaran. Se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó en ellas la cabeza. Mientras el agua caliente iba subiendo, trató de concentrarse en la respiración para no pensar más.
Cuando la bañera estuvo llena, Rhoda cerró el grifo y se echó hacia atrás, cerrando los ojos. El jabón olía a pera y vainilla, demasiado potente. Su cuerpo largo y delgado, ingrávido. Pensó en una boda en el agua, solo por diversión. Todo el mundo con traje de neopreno y cinturón de lastre, pegados al lecho del mar. Arena marrón claro en suaves ondulaciones, un arco nupcial blanco anclado en el suelo. Un muro de coral como telón de fondo, ella cogiendo las manos de Jim, este con la cara contraída dentro de la máscara de buceo, regulador en la boca, labios de un rosa pálido. Y los invitados dispuestos alrededor, los vestidos de las mujeres creando penachos de color al capricho de la corriente, más corales de fondo y un ir y venir de peces. Un pez loro, lima y turquesa, pasando entre los pies de Rhoda.
Sonrió. Ah, si fuera posible hacer realidad los sueños en un momento. Sin prolegómenos ni preparativos. Decidir qué tipo de boda le gustaba más y, ¡paf!, hecho. A Rhoda no le gustaba esperar.
Se quedó adormilada y despertó con un sobresalto, al principio sin saber dónde estaba. Ruido de ducha, Jim, que ya había terminado la gimnasia. El agua de la bañera se había enfriado. Rhoda se levantó para secarse, se vistió y fue a la cocina. Medio aletargada mientras preparaba la cena, sin interés por la comida. Más de una semana que no lo hacían, para ellos eso era mucho. Se preguntó qué estaba pasando.
Jim apareció cuando ella acababa de poner la ensalada y los platos en la mesa.
Fabu, exclamó. Otra de las palabrejas modernas.
Panacota, dijo ella.
¿Qué?
Nada, me ha parecido que pegaba con «fabu».
Ah, dijo Jim, y se sirvió ensalada. Levantando en exceso las pinzas. Un arco exagerado desde la fuente hasta el plato. Como si fuera una coreografía.
Me preocupa mi madre, dijo Rhoda.
Ya.
Tengo que llevarle ese teléfono cuanto antes. Necesito poder hablar con ella.
Jim se puso a masticar un gran bocado de lechuga. Mirando, no a Rhoda, sino hacia la terraza iluminada con reflectores. Terminó de mascar y se zampó medio vaso de agua. Qué sed tenía, dijo. Tanto ejercicio…
Estoy verdaderamente preocupada.
Jim pinchó más lechuga con el tenedor, pero luego se quedó un momento quieto y la miró apenas. La próxima vez que vengan, dijo, vas de un salto a su casa y se lo das.
No. Tengo que hablar con ella ya.
Jim se metió la lechuga en la boca y bajó la vista al plato mientras se ponía a masticar. Luego se terminó el agua. ¿Me pones un poco más?, dijo.
Rhoda le cogió el vaso, se levantó y fue a la nevera para llenarlo. Cuando volvió a la mesa, procuró no dar un golpe con el vaso.
Mira, dijo Jim, ya sé que estás preocupada y que quieres mucho a tus padres, pero estoy seguro de que no les ocurre nada. Además, quizá sea conveniente que tu madre y tú pongáis un poco de distancia. Así no estarás tan pendiente de ella.
Son momentos especiales, dijo Rhoda. Algo le pasa a mamá. Estoy asustada.
En la isla no les va a pasar nada. Jim jugueteó con unas hojas de lechuga, se le salió una del plato, volvió a meterla dentro. Vaya, dijo. Esto no me deja satisfecho. Echo de menos los crêpes de melocotón. Pero todo sea por los michelines.
Un día de estos es capaz de matarle.
¿Qué?
Rhoda se puso de pie y entró en el dormitorio. Se tumbó boca abajo en la cama, cerró los ojos. Notó el pulso muy acelerado. Tenía miedo de que su madre pudiera matar o hacer algún daño a su padre. O de que se suicidara. Pero no quería pensar en esas cosas. Rhoda quería frenar sus pensamientos.
Pasó un rato, un rato demasiado largo, hasta que Jim entró en el dormitorio, se sentó a su lado y le puso una mano en la parte baja de la espalda. Están bien, dijo.
No, no lo están. Y sabía que era verdad. Ignoraba el motivo de esa certeza, no sabía cómo explicárselo a Jim. Se incorporó y se secó los ojos. Él no la estaba abrazando. ¿De qué le servía? ¿Ayuda?, cero. ¿Por qué estaba con él, entonces? Y por primera vez barajó la posibilidad de no casarse con Jim. Quizá se apañaría bien, ella sola. Solo estaban prometidos. Tengo que llamar a Mark, dijo. Es preciso que vayamos mañana a la isla.
Pero, Rhoda… dijo Jim.
¿No puedes estarte callado? Rhoda tenía los ojos cerrados, las manos en la cara. Esperó hasta que él se hubo ido y luego se acercó al teléfono y marcó el número de su hermano.
Contestó Karen, pero Rhoda no tenía ganas de charla. Esperó a que se pusiera Mark.
Llamada de los poderosos, dijo Mark. ¿Qué tal va el feudo?
Rhoda supo que debía andarse con tiento. Mark, dijo, ya sé que te parecerá exagerado y que pido mucho, pero esto es una súplica en toda regla. Es muy importante.
Uau, dijo Mark. Cuenta, cuenta. ¿Has decidido irte a vivir a una tienda de campaña, como los viejos, y quieres que ocupe yo la casa de Jim?
He comprado un teléfono para mamá, uno de esos vía satélite. Necesito llevárselo mañana mismo.
Qué pasada. ¿Y no podrías conseguir uno para mí? Hace como cinco años que lo necesito, para el barco, ¿sabes? Oye, ¿y de dónde coño has sacado tú la pasta? Bueno, era una pregunta retórica. Conozco la respuesta: Jim, el santito.
Por favor.
No sé, dijo Mark. Vale, mamá está un poco pirada y a ti te preocupa eso. Pero dentro de nada vendrán a buscar víveres, y ahora hace mucho frío en el lago. La orilla se está helando. Sería un coñazo salir en barca.
Vale, pero la capa de hielo es muy fina. Se rompe fácilmente, ¿no?
Sí, pero ya te digo que vendrán pronto, cuestión de unos días.
Por favor, insistió Rhoda.
Una larga pausa. Ella con miedo a decir nada más.
Está bien, dijo Mark finalmente. Para que luego digas que nunca hago nada por ti. Pero tendrá que ser el domingo. Mañana no puedo.
Gracias, dijo ella. Muchas gracias. ¿Seguro que no podríamos ir mañana? Estoy muy preocupada. Necesito saber de ella cuanto antes.
Lo siento. Mañana tenemos reunión con la familia de Karen.
Vale, dijo Rhoda. Bueno. Gracias.
No le quedaba más remedio que esperar. Sabía que no podía forzar más las cosas, pero iba a ser muy duro aguantar dos días enteros. Su madre abrazada a ella en la cocina, diciéndole que estaba sola. Diciéndole que también ella, Rhoda, estaría sola. Pero lo más aterrador había sido la serenidad de su madre en aquel momento. No se pueden decir esas cosas y estar sereno si a uno no le pasa algo.