Irene estaba sola en la tienda. La noche más serena que de costumbre, sin viento. Intentó imaginar cómo sería en invierno. No le fue difícil, después de tantos años viviendo a orillas de aquel lago. Cuando saliera a caminar, encontraría líneas de falla en la nieve. Una capa fina de nieve polvo, pequeños caballones donde el hielo se hubiera resquebrajado. Sin otras pisadas ni huellas de ninguna clase. Irene el único ser en una gran extensión blanca.

Principios del invierno, quince bajo cero. Las montañas estarían blancas, también el lago y el glaciar. Solo el cielo de un color nuevo, raro sol de invierno, raro azul de pleno invierno. Por encima de las cumbres el sol desplazándose lateralmente, incapaz de elevarse más.

Irene llevaría consigo el arco, sus pisadas el único sonido. Un mundo prehistórico. El viento moldeando la nieve como si fuera arena, pequeñas dunas y depresiones. El agua cerca, justo debajo.

Por algún motivo, se imaginó mal equipada para el frío. Vestida con lo mismo que llevaba para estar dentro de la cabaña, esta ya terminada: un jersey azul, camiseta de felpa, pantalones de lana y botas, un gorro blanco y gris tejido a mano. Sin guantes. La mano que empuña el arco, helada. Iba hacia el glaciar, hacia las montañas, dejando atrás la isla. Despacio. Entonces se detenía y miraba a su alrededor.

Sus pisadas, el único sonido. Ni viento, ni murmullo de agua, ni aves, ni otros humanos. Un mundo esplendoroso. El sonido de su corazón, sí, el de su respiración, el de la sangre latiendo en sus sienes, eso era cuanto podía oír. Acallando esos sonidos interiores, tal vez podría escuchar el mundo.

Bajo sus pies el agua se movía, y eso debía producir algún sonido. Una corriente oscura debajo del hielo, sin superficie que quebrar, llana, pero aun así tenía que producir algún sonido. Agua profunda, capas y corrientes, y cuando una capa se movía sobre otra, algo debía de oírse, el roce de agua contra agua. Y con el paso del tiempo, los cambios en las corrientes, los desplazamientos, el lago en constante transformación. Tenía que quedar alguna constancia de todo ello.

Irene se imaginó a sí misma continuando por la fina corteza de hielo, el arco en la mano izquierda, la otra mano metida en el bolsillo. Caminando por suaves dunas de nieve, deteniéndose un momento en una zona de escamas grandes. Del tamaño de una uña, escamas separadas unas de otras, visibles sus ramificaciones, finas como cuchillas, en caprichosos ángulos. De aspecto decorativo, artificioso, demasiado grandes y separadas para ser de verdad. Se ponía en cuclillas para verlas mejor, tocaba una, pasaba la mano por la superficie y aparecía el negro del lago, el color del hielo sobre las profundidades. Un vacío de luz. Imposible atisbar por él, la superficie transparente pero tan oscura como para ser opaca.

El frío se dejaría notar. Irene mal equipada. Las piernas y la espalda frías. No tardaría en tiritar. El sol tan brillante y sin embargo no calentaba.

Gary, dijo. Y se detuvo. Ese gran lago, llano salvo por montículos de nieve formados al capricho del viento. Miró a lo lejos, giró lentamente en redondo, tratando de abarcar todo el panorama, aquella inmensidad.

Y luego echó a andar hacia la línea de costa más cercana, buscando el socaire de los árboles. Las distancias engañosas, siempre más largas. En la margen del lago, fragmentos desprendidos y monumentos de hielo, los picos cubiertos de nieve, montañas a una escala inferior. Pasaba por encima de una arista, Irene la giganta, hielo quebradizo bajo sus botas y después roca, guijarros grandes, la playa. Deprisa hacia los árboles, hogar de pájaros de invierno: gallo canadiense, lagópodo escandinavo, lagópodo coliblanco. Había visto pequeñas bandadas de pardillos con temperaturas todavía más bajas.

Ningún sendero que seguir. Pisando la hojarasca por entre arbustos pelados de aliso, tallos gruesos, alimento para lagópodos. Hacia los abedules de blancos troncos, las píceas canadienses, altas y delgadas, sus ramas como brazos torcidos.

Irene buscaba señales de vida. Nada. Ningún sonido aparte del crujir bajo sus botas. El bosque abierto al cielo, no protector, demasiado desnudo, demasiado magro como para ocultarse en él. La taiga, charcas y hondonadas, abriéndose paso de nuevo entre vegetación más tupida hasta llegar a una mata de bastón del diablo, brotes espinosos surgiendo de la foresta hasta la altura del hombro. Irene que soltaba un grito, la mano izquierda empalada en espinas. Bastón torcido con su nudoso puño repleto de espinas. Y entonces se daba cuenta de que había más, todo un matorral, y se veía obligada a retroceder, a rodear la hondonada y buscar un terreno más elevado.

Encontraba un bosquecillo de abedules, más fácil de atravesar, con más espacio entre tronco y tronco, avanzaba a buen ritmo, la nieve no muy profunda. Al final una cuesta, el flanco de una montaña, arrastrando el arco detrás. Los pulmones ardientes por el aire frío. Y al coronar una loma podía ver la montaña más arriba, toda blanca por encima de la línea de vegetación, arrugada y vieja. Ascendía hasta llegar a la cumbre. Kilómetros, algo que jamás había hecho en pleno invierno, pero no le resultaba difícil. Era como si estuviera siendo transportada, como si flotara a unos palmos del suelo. Solamente el arco la demoraba, la anclaba a tierra, y entonces decidía soltarlo, sin molestarse en ver cómo caía, sin mirar atrás, y trepaba más deprisa, con un apremio desconocido, ayudándose de las pequeñas ramas.

Irene se sentía mareada, le daba vueltas la cabeza, la escalada una suerte de trance, la nieve delante de ella, siempre perfecta, pequeños hoyos alrededor de cada tronco, los contornos marcados, el mundo trazado y más blando.

Y después de aquello, nada. Irene perdió la visión. Ya no pudo imaginarse, verse a sí misma, tampoco ver el invierno. Estaba otra vez en la tienda, sola, pensando que el mundo no era posible tal como era. Demasiado llano, demasiado vacío.

Se acurrucó de costado en el saco de dormir, esperó a dormirse, pero en vano. La noche una vasta extensión. Horas y horas concentrada en respirar, en contar inspiraciones confiando en conciliar el sueño. Ponerse luego boca abajo, las rodillas rozadas de estar tanto tiempo de lado.

Muy temprano, el viento que arreciaba. Fuera todavía de noche. Tumbada boca arriba, habiendo renunciado a dormir. Dejó que el dolor latiera sin más dentro de su cabeza, a la deriva, notó que de sus ojos manaban lágrimas, pero no halló ningún sentimiento que las acompañara. Sensación general de pesar, o desesperación, algo vacío, pero no lo que uno llamaba un sentimiento. Demasiado cansada para eso. Esperando el alba, esperando que empezara el día para así al menos poder levantarse y hacer algo. Cualquier cosa con tal de matar el rato.

Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, soñolienta, horas más tarde, el nailon azul de la tienda empezaba a ser visible. Un nuevo día empezaba. Esperó media hora más, hasta que hubo claridad suficiente como para levantarse y vestirse.

El día frío y cubierto cuando Irene salió de la tienda. Fue hasta la cabaña y miró por el hueco donde había de ir la ventana. El viento la hizo tiritar. Si quería entrar en calor tenía que moverse.

Así pues, caminó hasta la tienda de Gary. ¡Levanta!, le gritó. Gary, es hora de trabajar. Tengo frío, pongámonos ya.

Bueno, respondió él finalmente. Irene le envidiaba que pudiera dormir. Despertarse y que el día no fuera simple continuación del anterior. Para Irene, la vida se había convertido en un mismo y largo día, un continuo. A veces se preguntaba cuánto tiempo podría resistir. Si uno no duerme nunca, ¿se muere tarde o temprano? ¿O eso de estar horas y horas tumbado, descansando con los ojos cerrados, cuenta como sueño parcial y uno puede tirarse años así?

Gary salió de la tienda con los cordones de las botas desatados, la chaqueta abierta, sin gorro. El pelo casi todo gris. Se alejó tambaleante unos pasos y echó una meada, de espaldas a ella. Eso le recordó a Irene la letrina. Todavía les quedaba construir una. Para no tener que hacerlo agachados sobre la nieve entre los arbustos.

Después de sacudirse, Gary se subió la cremallera de la bragueta, caminó unos pasos, se ató los cordones de las botas y fue a por el gorro a la tienda. Hace frío, dijo. Y viento.

Sí, dijo ella. Empiezo a serrar los extremos de las vigas. Estoy helada, tengo que moverme.

Vale, dijo él. ¿Y no desayunamos?

Un poco más tarde.

Vale.

Fueron hasta la pila de madera dimensionada y entraron una tabla en la cabaña por la puerta posterior. Se subieron a sendos taburetes, Gary junto a la pared de atrás sosteniendo la viga sobre la cabeza para marcar con un lápiz dónde había que serrar.

Irene se puso a ello y al poco rato notó que empezaba a entrar en calor. En otras circunstancias, construir una cabaña quizá le habría gustado. Una buena manera de distraerse, la sensación del trabajo bien hecho. La pieza serrada en ángulo se desprendió y fueron a comprobar si encajaba bien.

Bastante bien, dijo Gary. Por mí, vale. Cortaremos las otras igual.

Irene intentó trabajar y no pensar en nada más. La sierra mordiendo la madera, el modo en que el tronco se agarraba a ella, la frenaba, parar y arrancar a cada momento, y se puso a pensar de nuevo en el invierno, preguntándose por la visión que había tenido. ¿Significaba algo? Pronunciar el nombre de él, mirando en derredor. O apartar la capa de nieve, ver el negro del hielo, o meterse en aquel arbusto lleno de espinas. No era un sueño. Había soñado despierta, sí, pero el pinchazo de las púas lo había notado, había visto las cabezuelas torcidas del bastón del diablo. Y llevaba el arco. ¿Había salido a cazar? ¿Cómo era posible no conocer nuestras propias visiones, nuestros propios sueños diurnos?

Gary que decía algo. Irene intentando regresar, centrarse. ¿Qué?, preguntó.

Digo que no sé si podremos encajar los dos extremos. O quizá sí. Déjame que piense.

Irene dejó de serrar. Esperó. Miró las virutas posadas en la nieve. Tenía los dedos de los pies fríos, las rodillas frías pegadas al suelo. Se puso en cuclillas, pero era una postura inestable para serrar, y se arrodilló de nuevo.

No puedo pensar bien, dijo Gary. Necesito comer algo. Deberíamos haber desayunado antes de ponernos a trabajar.

Irene culpable de que él no pudiera pensar. Nada nuevo. Fue a poner el hervidor sobre el fogón del Coleman. Agua caliente para los copos de avena y el chocolate o té. No bebían café. En muchos sentidos, su común estilo de vida había sido bueno. Sin tele. Sin internet. Sin teléfono. Solamente el lago, el bosque, la casa, los hijos, ir al pueblo para trabajar y comprar víveres. Visto así, no había estado nada mal. Un tipo de vida que tenía algo de elemental. Algo que podría haber sido auténtico de no ser porque en el fondo era una simple distracción, una suerte de mentira, para Gary. Si él hubiera sido auténtico, habrían podido serlo las vidas de todos ellos.

Gary estaba en su tienda, descansando o calentándose, mientras Irene aguardaba a que el agua rompiera a hervir. Pensando si no podría ser más afable, perdonárselo todo, dejarlo correr. Aceptar su propia vida como lo que había sido. Un pensamiento que la sosegó. Pero qué se le va a hacer, uno siente lo que siente. No hay elección. Nadie puede recomponer toda una vida desde el principio. Es imposible reconstruirla como a uno le viene en gana.

Finalmente el agua hirvió, y Gary fue a tomar los copos y un chocolate caliente, sentado en la entrada, sitio para uno solo. A Irene le tocó comerse los suyos arrodillada junto al Coleman, pensando en eso de que no se puede reconstruir la vida como a uno le place. Ahí estaba el problema. Que te dabas cuenta demasiado tarde, cuando ya era inútil saberlo. Cuando el momento de elegir había pasado.

Ya veo cómo hay que hacerlo, dijo Gary. Solo necesitaba tener algo en el estómago. Inclinamos un extremo de las alargaderas, las apoyamos en su sitio y marcamos una línea por donde va la juntura. Funcionará.

Me parece bien, dijo ella. No le estaba escuchando, y le daba lo mismo. Se puso a serrar otra vez. El hombro empezaba a dolerle.

Gary que se tomaba un respiro, haciendo planes mientras ella trabajaba, o quizá fantaseando y nada más. De modo que dejó de serrar. Acaba tú, le dijo, y fue a la tienda para tumbarse. Le daba vueltas la cabeza. El dolor más agudo que nunca, como si alguien le estuviera serrando el cráneo, pero no le dio mucha importancia. Era así y punto. Se había convertido en algo parecido a respirar; no es una cosa práctica ni conveniente, simplemente lo hacemos.

Por el sonido dedujo que Gary estaba serrando con más rapidez, pero también que la sierra se le atascaba a menudo. El impaciente. Deseoso de tener el techo ya colocado. Pero Irene empezaba a ver que la tienda siempre sería más cómoda que la cabaña, de modo que no tenía ninguna prisa por terminar.

¡Ya está listo, Irene!, gritó Gary. Voy a medir las alargaderas.

Irene se quedó donde estaba. Ponerse de pie le parecía demasiado complicado.

Vamos, dijo Gary. Hoy podemos colocar todas esas vigas, y con suerte a lo mejor el techo.

Bueno, dijo Irene. Se deslizó fuera del saco de dormir, se puso las botas, salió de la tienda. De hecho era un día perfecto para trabajar. Frío y tapado pero sin lluvia, poco viento. Se acercó hasta la pila de vigas y miró a su marido. La cara de un desconocido. Nada amistosa.

Me pondré yo delante, dijo Gary. Tú ve a la pared de atrás.

De acuerdo, dijo ella. Cogió su extremo, se subió al taburete y sostuvo el madero en alto.

Mira que esté a ras con la parte de arriba, dijo él.

Ya está, dijo ella. Márcalo.

Eso hago, dijo él.

Bajaron la viga, y Gary juntó las piezas con clavos. Martillazos fuertes, ruidosos.

La levantaron otra vez, y Gary claveteó su extremo a la pared de troncos. Mierda, dijo. No sé cómo demonios voy a hacer esto.

Irene vio que uno de los clavos de la base entraba torcido, otro del costado también. Quizá necesitarías unas cartelas, dijo.

Sí. Ahora me doy cuenta. Pero no tengo cartelas, y en la isla no hay ninguna ferretería. Maldita sea.

Y ella siguió sujetando su extremo mientras él hundía cuatro clavos torcidos.

Toda la mañana y hasta media tarde con las vigas. Gary cada vez más frustrado y de peor humor. Ya sin gorro y con la chaqueta desabrochada, el pelo alborotado y de punta a merced de la brisa. En un momento dado se dio un martillazo en el pulgar, rajó uno de los extremos y lanzó el martillo al suelo, y el resto de la jornada fue una sucesión de pequeñas rabietas. A ella le dijo que hiciera el maldito favor de sujetar bien por su lado.

Pero al final todas las vigas quedaron colocadas, bajando en diagonal desde la pared del fondo hasta la delantera. Gary se subió a un taburete en mitad de la plataforma y se izó a pulso agarrado a una de las vigas, para comprobar su robustez. Aguantará, dijo. Vamos a poner el techo antes de que se nos haga de noche.

Irene no había pronunciado palabra desde hacía horas. Cogieron una plancha de aluminio y la apoyaron derecha en la parte de delante. Sacaron sendos taburetes y levantaron la chapa entre los dos.

No es lo bastante larga, dijo Gary. Por eso compré las piezas más pequeñas. Así esta podrá colgar un poco por delante. Servirá para que la lluvia no empape las paredes.

Irene hizo lo que él le decía, sujetar la plancha mientras él iba adentro para clavarla. Necesitaré poner un pegote en los agujeros de los clavos, dijo Gary. Irene entendió que iban a tener goteras, seguramente todo el invierno. Sin cama, solo los sacos de dormir con grandes manchas de humedad por culpa de las goteras. O quizá dormirían debajo de una lona, los extremos del contrachapado húmedos y fangosos, la almohada directamente encima del suelo. Sí, pensó, esto es lo que me espera.

Vamos a por la otra, dijo él. Quedaba solo una hora de luz, a partir de entonces una carrera contra el reloj. Sin haber comido, solamente los copos del desayuno. Irene estaba medio mareada, ingrávida, como si de un momento a otro pudiera levitar hasta las copas de los árboles. Sujetó otra plancha mientras Gary clavaba, y luego otra más, el tacto frío del aluminio. Llevaba solo unos guantes finos de lona. La temperatura estaba cayendo, bajo cero ya. Irene empezó a tiritar.

Mientras izaban la última plancha, Gary se veía muy animado, ya faltaba poco para completarla faena. Ella sujetó mientras él entraba. La cabeza de Gary asomando entre las vigas, un brazo levantado para manipular el martillo desde arriba.

Ya solo queda la fila de atrás, dijo. Esta noche dormiremos bajo techo.

Está anocheciendo, dijo ella.

Encenderemos linternas.

Irene fue a buscarlas a la tienda. Nos harían falta unas luces para llevar en la cabeza, dijo después Gary. Ojalá hubieras comprado de esas. Además, estas linternas son baratas. No creo que duren. Otra vez Irene culpable. Si el techo no estaba listo del todo para la noche, ella tendría la culpa.

Irene fue a la pared de detrás con su taburete y trató de afianzar bien las patas para no tambalearse una vez encima. Se subió, y Gary le pasó una plancha. Las pequeñas eran mucho más livianas, pero aun así difíciles de sostener sobre la cabeza. Estaba muy cansada, hambrienta, muerta de frío, y con las punzadas en la cabeza. Levantó los brazos, pero no era lo bastante alta como para apoyar la plancha en el techo. Le quedó muy inclinada.

Maldita sea, dijo Gary. Da igual, suéltala.

Irene la dejó caer sobre un arbusto.

Tendré que hacerlo yo solo. Ve con el taburete a la parte de delante.

Irene fue a la parte de delante y le ayudó a subir la alargadera al tejado. Luego la sujetó mientras él iba adentro. Con la cabeza asomada entre las vigas, Gary agarró la plancha y la deslizó hacia arriba. Puta linterna, masculló. Necesitábamos luces de cabeza. Es imposible sostener esto y al mismo tiempo sostener un clavo, un martillo y una linterna. Que no tengo cuatro manos, joder.

Yo aguantaré la linterna desde aquí, dijo Irene. Y si me das un palo o algo, creo que puedo impedir que la pieza resbale hacia abajo.

Está bien, dijo Gary. Pero date prisa. No puedo estar aguantando esto hasta mañana.

Irene buscó un palo en la pila de maderos, quería darse prisa, pero no vio nada. Le estaba entrando el pánico. Y Gary allí esperando.

¡Trae el bichero!, le gritó él. Ve a la barca a buscarlo. No podré aguantar mucho rato más.

Irene caminó lo más rápido que pudo hasta la barca, a ratos corriendo, la hierba y la nieve caprichosamente iluminadas por el haz de la linterna. El suave oleaje mecía la barca, que raspaba el fondo. Subió a bordo. La luz impactó con fuerza en el aluminio del casco. Encontró el bichero y se apresuró a volver a la cabaña.

Aquí lo tienes, dijo. Con el gancho empujó el borde inferior de la lámina mientras sujetaba la linterna con la otra mano, temerosa de caerse del peldaño superior del taburete.

Vale, dijo Gary, y ajustó un poco la lámina. Ahora agarra bien y mantén la luz dirigida hacia aquí.

Gary claveteó la lámina a lo largo de las vigas y luego le pidió otra.

Necesitaré ayuda para subirla hasta ahí arriba, dijo Irene.

Está bien, dijo Gary. Dio la vuelta y él mismo la subió de un empujón. Ahora sujétala, dijo.

Volvió adentro y empezó a clavar, y así colocaron dos láminas más, noche cerrada ya, el haz de la linterna rebotando en el aluminio, el techo a modo de reflector. Era como estar armando una nave espacial, pensó Irene, un artefacto para elevarse hacia la noche y abandonar el mundo. Un extraño aparato. Un hombre y su esclava construyendo una máquina.

Gary colocó la última pieza en su sitio, volvió adentro y luego no supo qué hacer. Con esta me quedo sin espacio para meter la mano y clavarla. No debería haber colocado tanto todavía. Aguanta un momento y enseguida vuelvo.

Gary fue con su taburete a la parte de atrás y después a la pared lateral. Mierda, dijo. Desde aquí no alcanzo. El suelo estaba demasiado bajo.

Culpa del suelo, pensó Irene. Claro, si el suelo supiera lo que tenía que hacer, habría subido un poco por su cuenta. Siguió sujetando el bichero y la linterna, tratando de mantener el equilibrio encima del taburete. Era su parte en el número de circo.

Gary soltó una especie de gruñido de frustración, casi un grito. Jamás en su vida había sabido planificar. Se lanzaba de un obstáculo a otro, y luego la culpa era del mundo y de Irene.

Joder, dijo. Voy a tener que subirme al puto tejado. No hay otra manera de hacerlo.

Irene guardó silencio y se limitó a hacer su trabajo.

Gary colocó el taburete al lado de ella y soltó otro gemido de frustración. No hay donde agarrarse, dijo. Volvió adentro con el taburete. Déjame un poco de espacio, dijo. Mueve la lámina.

Irene aflojó un poco para que la lámina se deslizara hacia ella.

Más, dijo él, y ella la dejó deslizar hacia abajo un poco más, hasta que aparecieron las manos de Gary en la viga. Él se dio impulso y consiguió subir una pierna al tejado. Gruñendo, haciendo fuerza con el talón para pasarla un poco más allá y buscar un buen punto de apoyo. Finalmente lo consiguió.

Necesito el martillo, dijo. Está dentro.

¿Qué hago con la lámina?

Ya la aguanto yo. Tú dame el martillo.

Irene se bajó del taburete, rodeó rápidamente la cabaña, le pasó el martillo y volvió a su sitio. Gary enderezó la lámina, ella la sujetó con el bichero, y él empezó a clavar.

Vale, dijo Gary. Tenemos techo. Entonces miró a su alrededor. No sé cómo voy a bajar de aquí, dijo.

Yo me aparto, dijo Irene, y se apeó del taburete.

No tengo donde agarrarme, dijo él. Pero como esto está inclinado, supongo que podré descolgarme por la parte de atrás. Da la vuelta con la linterna. Buscaremos un sitio seguro para que pueda saltar.

Irene obedeció al momento, iluminó con la linterna toda la parte de atrás, apartó un montón de bolsas de basura, la comida, y vio que había un trecho de musgo que parecía blando. Creo que aquí estará bien, dijo. Hay musgo.

Vale. Ilumina con la linterna. Y Gary se descolgó por detrás, dio un salto de varios palmos. Fácil.

Vamos a clavetear la ventana, dijo. Así no entrará viento. La puerta de atrás podemos dejarla para mañana.

¿Es que vamos a pasar aquí la noche?

Pues claro.

¿Con todas esas rendijas? Se colarán el viento y la nieve, ¿no?

Nadie dice que sea perfecta.

¿Por qué no dormimos una noche más en las tiendas?

¿Por qué eres así?

Así, ¿cómo?

Aparta esa luz, dijo él, dando un manotazo a la linterna. Y no finjas que no sabes lo que estás haciendo.

Solo te estaba ayudando, dijo ella. Llevo todo el día así, y la noche.

Me ayudas, pero no te has privado de hacerme saber lo que piensas de mí, día sí, día no. Que si he destrozado tu vida, que si te he separado de todos… Quizá sea el momento de decir lo que pienso de ti.

Basta, Gary. No.

Lo siento. Vas a tener que aguantar igual que yo te he aguantado a ti.

Hago lo que puedo, Gary. Estoy construyendo tu cabaña a oscuras. No he comido nada desde los cereales del desayuno.

Mi cabaña, ¿eh?, dijo Gary. ¿Lo ves? A eso me refería. Desde que estamos juntos, todo ha sido culpa mía. Tú no tenías elección. No es culpa tuya que no tengas amigos. Eres una marginada, te enteras, por eso no tienes amigos.

Basta, Gary. Por favor.

No, creo que me está gustando. Creo que le voy a hincar el diente a la cosa.

Irene se echó a llorar. No era su intención, pero no pudo evitarlo.

Eso, llora hasta que te hartes, dijo Gary. De no ser por ti, ya me habría largado de este sitio. Incluso podría haber conseguido ser profesor. Pero tú quisiste tener hijos, y luego a mí me tocó mantenerlos, construir más habitaciones en la casa. Me vi atrapado en un tipo de vida que no era mi rollo. Construir barcas y pescar. Yo estaba trabajando en una disertación, ¿sabes? Se suponía que eso era lo que estaba haciendo.

La injusticia superó a Irene. Era incapaz de hablar. Se postró de rodillas en el suelo y lloró.

Mal de muchos, consuelo de tontos, dijo Gary. Y tú te empeñabas en arrastrarme contigo cuesta abajo. Eres una arpía. Siempre estás juzgando, no lo dices, pero lo piensas. Gary no sabe lo que se hace. Gary no ha planificado una mierda, no ha pensado bien las cosas. Tú siempre a punto para dictar sentencia. Una arpía, ya digo.

Y tú un monstruo, dijo Irene.

¿Lo ves? Soy un monstruo. Yo soy el puto monstruo.