Gary parecía tenerlo todo en contra. Irene, el tiempo, el clima. La vieja bruja había traído su arco, decía que quería cazar. Cuchillas triangulares en las puntas de flecha, un arco compuesto, de poleas, potencia escalofriante, y parecía lo bastante deprimida como para no descartar utilizarlo a él de blanco.
El viento de nuevo más frío y más recio. Otro frente de bajas presiones, casi pegado al anterior. Gary había confiado en que hubiera un par de días templados después del temporal. Una especie de veranillo de San Martín. Pero todo indicaba que el otoño iba a ser breve. Otro día bajo cero.
En todo el lago ni una sola persona a la vista. La barca cargada hasta los topes con latas de comida, surcando lentamente el agua hacia la blancura. Y el cielo cada vez más encapotado.
Les sostenía un hueco, nada más, el teórico peso del mismo, una concavidad en la superficie líquida del lago. Si sumergían un borde, el agua irrumpiría para llenar ese vacío y se irían derechos al fondo. Gary podía notar el sobrepeso de la embarcación, cómo pugnaba por hundirse. El mundo inanimado manifestando sus intenciones, y Gary consciente de la fragilidad de su vida. Esperar, confiando en completar la travesía sin novedad, no podía hacer nada más.
Me parece que debería haber cargado menos la barca, le dijo a Irene alzando la voz. Pesamos mucho.
Irene volvió un momento la cabeza, su presencia siempre hostil, y miró de nuevo al frente.
Lenta travesía, tan lenta como para pensar que lo único que los impulsaba era la voluntad de Gary. Finalmente, sin embargo, pudo virar hacia la orilla. Lo hizo despacio, con cuidado, pero llevaban demasiada carga. Encallaron a unos cinco metros.
No es muy hondo, dijo Irene. Voy a bajar.
Así lo hizo, y el agua la cubrió hasta más arriba de las rodillas. No llevaba botas de vadear. Cogió todo un piso de latas de chile (él sabía que pesaban mucho), dio un paso hacia la orilla, resbaló y se hundió soltando la carga. El agua le llegaba por los hombros, e Irene agitó los brazos, consiguió enderezarse. Estaba chorreando, pero no dijo palabra. Simplemente cogió otro piso de la barca, avanzó de nuevo hacia tierra firme y esta vez consiguió llegar hasta la orilla. Completamente empapada, seguramente muerta de frío.
Gary no supo qué decir. No se le ocurrió nada apropiado. Puso el motor en marcha otra vez, tratando de aproximarse un poco más, pero estaban atrapados. Apagó el motor, pasó por encima de bolsas y pisos de latas hasta la proa y le alargó otro piso a Irene, que había vuelto ya.
Volveremos después de descargar, dijo Gary. Así podrás darte un baño caliente y ponerte ropa seca.
Se la veía vieja, muy vieja, la parte inferior del cabello mojada, la cara también. Irene cogió el piso de latas de sopas envuelto en plástico y volvió hacia la orilla.
Gary bajó también y notó el agua helada. Agarró otro piso, y cuidando de no resbalar sobre las piedras llegó a la orilla y caminó sobre finas láminas de hielo, que crujieron bajo sus pies.
Si quieres, ocúpate tú de ir dejando las cosas en las tiendas y yo iré haciendo viajes a la barca, dijo.
Irene se detuvo un momento. De acuerdo, dijo.
Gary tendría que hacer unos cincuenta viajes por las piedras resbaladizas. No disponer de un embarcadero o de una playa más adecuada era algo que no había tenido en cuenta a la hora de comprar el terreno. Otro ejemplo de su mala planificación. Pero no sería necesario repetir la operación muy a menudo. Con otra barca llena tendrían víveres para pasar lo más crudo del invierno. Después compraría una motonieve de segunda mano para transportar las cosas. Una especie de trineo de carga. Todo el lugar quedaría transformado en un llano blanco, sin barcas, y ya no faltaba mucho.
Gary se imaginaba caminando por el hielo, la isla unida a tierra firme. El aire inmóvil, silencio. Un lugar apacible.
Irene tardaba mucho en volver. Estará cambiándose de ropa, pensó Gary, lo cual era buena idea. De paso se ahorrarían tener que volver a casa. Hizo unos cuantos viajes más. Tenía las piernas entumecidas, sus pies no tanteaban bien las rocas.
Irene regresó vestida con ropa seca.
¿Estás mejor?, preguntó Gary, pero ella no dijo nada. Irene agarró un piso de alubias cocidas y atravesó con cuidado el trecho de hierba y alisos. Nevaba con más fuerza, el mundo desaparecía de la vista por momentos. Adiós montaña, el lago empequeñecido. Ellos dos allí solos, haciendo su trabajo.
Un viaje tras otro, de la barca a la orilla, por el agua. Las piernas de Gary como dos trozos de madera. Sacó todas las latas de comida, los botes de masilla, todo lo pesado. Luego subió a bordo y finalmente pudo acercar la barca a la orilla.
El Eagle ha aterrizado, dijo, tratando de echarle un poco de humor a la cosa, pero Irene no estaba para bromas. Agarró otro piso de latas y se alejó.
Gary terminó por fin de descargar y luego la ayudó a llevar cosas a la cabaña. Irene iba colocando todo de cualquier manera.
¿Qué tal si planificamos un poco?, dijo Gary. Tenemos que organizar todo esto. Ella no contestó.
Bueno, dijo él, mirando en derredor. No había sitio en las tiendas, la cabaña tenía que estar despejada para seguir construyendo. Gary decidió apilarlo todo junto a la pared del fondo. Sopas y alubias en un lado, chile y verduras en lata en el otro. Las bolsas en medio. Si aparecía un oso tendrían problemas, aunque era improbable que se presentara ninguno. En la otra orilla del lago había muchos, pero Gary nunca había oído decir que los hubiera en Caribou.
Cuando terminó de ordenar, vio que Irene se había sentado en un tronco.
¿Ya está?, preguntó.
Sí.
Habría que colocar un par de vigas, dijo Gary, mirando a su alrededor. Vio que la luz estaba menguando, todo se volvía de un azul oscuro. Panorama invernal. Vio su propio aliento en el aire. Bueno, quizá ya es un poco tarde para eso.
Voy a calentar una sopa, dijo Irene.
Gracias, dijo él. Bajó hasta la playa para recuperar las latas que se le habían caído a ella. Se adentró en el agua, ahora más fría aún, las olas de un palmo de alto, el agua azul gris y mate. No veía ni sus pies, pero llevaba consigo la pala y se puso a hurgar, notó el contacto con la roca. Una especie nueva de pescador, un prospector casi, sondeando en busca de cosas que desenterrar. ¿Y si pudiera ir a lo hondo? Seguiría aquella pendiente pedregosa hasta cien brazas más abajo, el valle inferior, donde podría cavar en el sedimento, hacer montones grandes como de arena. A saber qué aparecería allí. El Hombre Lago, le llamarían, su labor descubrir todo aquello que hubiera sido abandonado. Una infancia junto a un zapato viejo, un motor oxidado lleno de pensamientos de una tarde de verano. Encontraría todo lo que alguna vez había acaecido en aquel lugar. ¿Qué es lo que tiene el agua?, dijo en voz alta. Porque algo tiene.
Gary rascó el fondo con la pala como si fuera un rastrillo, un agricultor preparando el suelo, tanteando en busca de una forma rectangular más blanda que la roca. Se adentró un poco más y lo intentó de nuevo, moviéndose de costado, peinando la zona con la pala. Y por fin encontró el chile con carne. Eureka, dijo. El Hombre Lago todo lo recupera.
Empujó con la pala hacia la parte menos honda hasta que pudo coger el paquete con la mano. Fue a donde estaba Irene y se lo enseñó.
He recuperado las latas de chile, dijo.
Irene no se dignó levantar la vista. Estaba de rodillas frente a la cocina con la mirada fija en un cazo de sopa. Había oscurecido, su cara iluminada por el fogón.
Joder, dijo Gary, ¿es que no piensas hablarme nunca más?
No te gustaría oír lo que tengo que decir.
Bueno, dijo él, probablemente no. Ya estoy harto de tus chorradas.
Gary se fue a la tienda donde tenían las herramientas. Arrodillado junto a la entrada, hizo sitio apilando todas las cosas a un lado. Después fue a coger su saco y la almohada a la tienda de dormir. Dormiré en la otra, dijo.
Irene como un monje mirando la sopa. Como si la cena estuviera poblada de signos.
Gary se quitó la ropa mojada —botas, pantalón, calcetines— y se puso prendas secas. Los dedos de sus pies empezaban a reaccionar. Yo me tomo la sopa ya. Seguro que está caliente.
Irene echó la mitad del cazo en un cuenco grande de plástico y él cogió una cuchara y se marchó. Buscó una buena roca al borde del agua y se sentó mirando la noche que caía sobre el lago. Había dejado de nevar. A lo lejos, en las márgenes del otro lado, no se distinguía ya entre agua y cielo. La barca daba brincos a merced de las olas, arañando roca de vez en cuando.
Gary quería vivir en la isla, pasar todo un invierno allí, tener esa experiencia. Pero se dio cuenta de que iba a ser un invierno y nada más. Llegada la primavera, abandonaría el lugar, abandonaría a Irene. No sabía adónde iría ni qué haría después, pero el momento había llegado. Esa vida había terminado.