En casa, Irene se puso a mirarlo todo, sin saber qué coger. Las luces estaban apagadas, los dos habían perdido ya el hábito de pulsar interruptores. Retratos de familia en las paredes. Viejos retratos, algunos de parientes a los que no había llegado a conocer. Rostros serios, vidas más difíciles de sobrellevar. Álbumes de fotos en el estante inferior de los libros. Dibujos de cuando sus hijos eran pequeños, plantillas para colorear por números, y la batería de Mark hecha con cuero de alce y madera de álamo. Había serrado los aros después de vaciar varios tocones. Con sus amigos del instituto, celebraba rituales del solsticio de verano, toda la noche dando a los tambores alrededor de una fogata en la playa, bailando con un cráneo de oso en lo alto de un palo. Era lo último que había sabido de Mark, antes de que decidiera vivir por su cuenta.
Rhoda no había llegado a esos extremos, pero en cada pared había un recordatorio de cuando aún vivía en casa, de cuando todavía estaban juntas. La época de los secretos, los primeros años de instituto, cuando sus primeras experiencias sexuales, estaba también registrada, fotos de bailes y carteles de obras de teatro escolares. Todos aquellos años habían significado algo, claro que sí, pero ¿qué podía llevarse uno a una cabaña sin terminar, a una tienda de campaña? Tendría que trasladar la casa entera: paredes y ventanas, patio y árboles, todo.
No puedo, Gary, dijo. Le oía hacer ruido en el dormitorio, estaba metiendo más ropa en una bolsa.
¿Qué?
Irene alzó la voz. No sé qué puedo llevarme para hacer de esa cabaña un hogar.
Me parece que lo estás complicando, Irene. Solo se trata de coger nuestras cosas, luego ir al pueblo a por las planchas para el tejado y cuatro cosas más, y después intentar meterlo todo en la barca y volver antes de que oscurezca.
¿Hoy?
¿Qué?
¿Tu idea es volver hoy mismo?
Sí, ese era el plan.
No, ese no era el plan. A la ayudante no le habías dicho nada.
Irene…
Yo esta noche me quedo a dormir aquí, en mi cama. Conmigo no cuentes.
Gary salió del dormitorio y se plantó delante de ella. Puede que empeore el tiempo, dijo. Es nuestra oportunidad. Es el momento de hacerlo.
Yo no pienso marcharme hoy.
Gary descargó un manotazo en la encimera. Muy bien, dijo. Dio media vuelta y se metió en el dormitorio.
Irene fue a sentarse al sofá. Le zumbaban los oídos, las venas le palpitaban. Trató de serenarse, y su corazón aflojó un poco el ritmo, pero luego se comprimió durante cuatro o cinco latidos, momentos en los que ella fue capaz de sentir aquella víscera que daba sacudidas dentro de la caja torácica, colgada de sus arterias. Pánico. Pánico como si estuvieran a punto de matarla, pese a que se encontraba en su casa, en su sofá. Fuera una luz suave, ni viento ni tormenta, solo otro día gris, encapotado; su marido en la otra habitación, y por la noche volverían a la tienda. Necesitaba calmarse.
Si no puede parecer un hogar, ¿por qué lo hacemos?, preguntó, alzando la voz.
No hubo respuesta de Gary. Porque lo que contaba era su vida, la de él, naturalmente. La de ella era un mero acompañamiento, carecía de importancia.
Irene se acostó en el sofá, se puso un cojín debajo de la cabeza, cerró los ojos y todo empezó a dar vueltas. La sangre latiendo sin cesar, ejerciendo presión, su cuerpo una caja dura de la que deseaba escapar. Ella quería paz. No sentirse atrapada. Atrapada en aquel cuerpo, y con Gary, en una existencia llena de pesares. Su vida una acumulación de todo cuanto se cernía sobre ella, las paredes cada vez más juntas. Salir indemne siquiera de los próximos cinco minutos.
Gary, llamó en voz alta. Quiso advertírselo.
Sí… Su voz tan poco generosa. ¿Cómo iba ella a decirle lo que necesitaba decir? Que estaban yendo demasiado lejos. Que se perdería algo por el camino. Que de esta no se iban a recuperar.
Nada, dijo. Cerró otra vez los ojos y descansó. El aire pareció moverse, descender, a su alrededor, hasta que oyó el murmullo de neumáticos en la grava, un coche. Confió en que fuese Rhoda, pero no acudió a la puerta. No se sentía con ganas de moverse.
Mamá, llamó Rhoda.
Aquí, en el sofá.
Rhoda a su lado por fin, inclinándose para abrazarla. Cálida, viva, amor verdadero, no el amor a regañadientes de Gary. Carne de su carne, el único vínculo permanente. Un matrimonio podía acabar en nada, pero esto no.
Os voy a comprar un teléfono vía satélite, dijo Rhoda. No soporto estar sin saber cómo os encontráis.
¡Hola, viejos!, dijo Mark desde la entrada. ¿Qué tal la vida en la frontera? Encendió las luces. El milagro de la electricidad, dijo.
Hola, Mark. Gary desde el dormitorio.
¿Estás pocha, mamá? Mark se acercó hasta el sofá.
No, solo descansando.
Rodeada de admiradores, dijo Gary al pasar camino de la cocina.
Supongo que eso es un crimen.
Tenéis que dejar de pelearos, dijo Rhoda. Me parece que habéis pillado la fiebre de cabaña.
Ja, ja, dijo Irene.
Irene, no empecemos.
Bueno, es agradable estar los cuatro en casa, dijo Irene. Se levantó del sofá y sintió un mareo. ¿Cuándo fue la última vez?, preguntó. Y la próxima, ¿cuándo será? Puede que esta sea la última vez que nos reunimos aquí los cuatro.
No digas eso, mamá. Tampoco vas a estar en la cabaña toda la vida, dijo Rhoda.
Pregúntale a tu padre. Pero, oye, deberíamos preparar algo de comer. Sentémonos a almorzar los cuatro juntos.
Tengo que ir a por las planchas, dijo Gary. Y las vigas.
Después de comer, dijo Irene.
Ha de ser ahora. Tengo que dejar esto solucionado.
Irene fue a la alacena y encontró unas latas de chile con carne. Gary de pie a su lado, escribiendo una lista junto a la encimera. Calentaré esto, dijo ella.
Mira, Irene, no tengo tiempo.
Venga, papá, dijo Rhoda. Si solo es un rato.
Qué de obstáculos no encontrará un hombre en su trabajo, dijo Mark.
Gary se metió en el dormitorio y volvió a salir con la chaqueta. Enfadado e impaciente, como siempre. Volveré dentro de un par de horas, dijo. Podemos cenar juntos. Y acto seguido salió a grandes zancadas y montó en la camioneta.
Vaya, dijo Mark. Yo me había ofrecido para ayudar. No puedo venir a cenar después. Tengo que devolver la barca.
Irene le dio un abrazo a su hijo, pero Mark se sintió incómodo y se apartó enseguida. No te preocupes, dijo.
Perdona, dijo Irene.
Tranquila, dijo él, pero estaba yendo hacia la puerta. ¿Qué hacía huir a los hombres? Podrían haber comido todos juntos. ¿Era pedir demasiado, ser una familia durante una hora?
¿Cómo está Karen?, preguntó Irene.
Sonrisa sesgada de Mark, conteniéndose. Nunca me preguntas por ella, mamá. No te cae bien.
Eso no es verdad.
Claro que lo es.
Tiene razón, mamá, dijo Rhoda. Siempre la evitas.
No es cierto. Ni una cosa ni la otra. Solo quiero que seas feliz, y si con ella lo eres, entonces perfecto.
Pero en realidad no te gusta Karen, insistió Mark. Crees que es tonta.
Eso no es verdad. ¿Por qué piensas eso?
Dejémoslo, dijo Mark. No pasa nada. Tengo que irme.
Quédate a comer, dijo Rhoda.
He prometido que devolvería la barca. Tengo que volver.
Otro que huye, como su padre, dijo Irene. ¿Por qué no puedes quedarte a comer? ¿Cómo es que los hombres de la familia siempre huyen?
No tengo ni idea, dijo Mark. ¿Quizá porque nos echan disimuladamente? Si me quedo aquí un minuto más, me pondré a gritar. No me preguntes por qué, pero es así. Lo siento. No es nada personal. Tenía ya la puerta abierta mientras lo decía, a punto de fuga.
¿Nada personal?, dijo Irene.
Hasta otra, dijo él, y cerró la puerta al salir. Desde la ventana, Irene le vio dirigirse a paso rápido hacia la camioneta con el remolque.
Rhoda se le había acercado por detrás y la rodeó con sus brazos. Tranquila, mamá.
Irene no comprendía lo que acababa de pasar. Soy un desastre de madre, dijo mientras veía alejarse a Mark.
No, mamá.
Creo que hasta ahora no me había dado cuenta.
Mark es así, mamá.
Pero tú misma has dicho que soy yo. Que evito a Karen. Es verdad. No me gusta esa chica. Es verdad que me parece tonta. Y Mark lo sabe.
Rhoda se separó, soltando un suspiro. Se sentó a la mesa. Será mejor que comamos algo.
De acuerdo, dijo Irene. Alcanzó el abrelatas con mano temblorosa, el temblor apenas perceptible, Rhoda no se lo notaría. Abrió dos latas de chile con carne, vació el contenido en un cazo y encendió el fogón. Se quedó allí de pie, removiendo a ratos con una cuchara. El zumbido del fogón. No quería considerarse un desastre de madre. Con todo lo que estaba padeciendo. ¿Y si resultaba que los problemas que tenía con Gary eran culpa suya también?
Me voy a casar, dijo Rhoda.
¿Qué? Irene se dio la vuelta, y Rhoda se levantó.
Jim me lo acaba de pedir. Le enseñó la sortija.
Rhoda, dijo Irene, y la atrajo hacia sí para abrazarla. Es maravilloso. La tenía en sus brazos y no quiso soltarla. Era el principio del fin para Rhoda, entregar su vida y echarla a perder con un hombre que no la amaba. Eso era lo que iba a pasar, una cruel repetición de su propia vida. ¿Y qué podía decir? Pero, bien mirado, Irene no podía poner la mano en el fuego por nada. Tal vez Jim amaba realmente a Rhoda, tal vez les iría bien, tal vez Rhoda sería feliz en su matrimonio.
Bueno, mamá, dijo Rhoda al cabo, deja que respire.
Perdona, dijo Irene, soltándola por fin.
Miraré el chile. Rhoda se dio la vuelta para remover un poco, y después lo sirvió en dos boles.
Irene estaba sorprendida de sí misma. Quería estar contenta por Rhoda y sin embargo no lo estaba en absoluto. Y no quería que ella se lo notara. Es maravilloso, volvió a decir cuando Rhoda puso los dos boles encima de la mesa.
Gracias, mamá, dijo Rhoda. Pero luego se sentó y bajó la vista mientras comía. No la miró en ningún momento. De modo que Irene no había conseguido disimular; Rhoda se había dado cuenta.
Lo siento, dijo Irene. Preferiría que no te ocurriera nada de lo que me ha ocurrido a mí.
¿De qué estás hablando?
¿Por qué no me miras cuando hablas?
Rhoda alzó la vista. Por Dios, mamá.
Perdona. Está visto que no me llevo bien con nadie.
Pues eso debería darte que pensar.
Pero si no pienso en otra cosa. Eres mi hija. Rhoda había bajado la vista de nuevo, cosa que a Irene le fastidiaba mucho. Yo quiero que seas feliz. Eso es todo.
Me alegro mucho, dijo Rhoda. Gracias.
Tu padre nunca me ha querido.
Rhoda dejó la cuchara y volvió a levantar los ojos, enojada. Mamá, dijo, ya hemos hablado de esto. Sabes que no es verdad. Papá te ha querido siempre.
Ahí está la cosa, dijo Irene. Te equivocas, jamás me ha querido. Él cree que se merecía a alguien mejor que yo. Me lo ha reconocido, ayer en la tienda. Y que quiere que lo dejen en paz. En eso sí es sincero. Yo estaba a mano, fue una cosa que sucedió y punto, habría sido engorroso librarse de mí. Él preferiría estar solo, pero nunca se ha tomado la molestia de hacer un esfuerzo para conseguirlo.
No quiero ni escucharte, dijo Rhoda. Es culpa del dolor de cabeza. Bueno, y quizá de esa estúpida cabaña y de tener que vivir en la isla.
El dolor me ha aclarado las cosas, dijo Irene. No puedo dormir, y casi te diría que ni pensar puedo, pero no sé por qué veo las cosas más claras que nunca en la vida. Irene estaba inclinada hacia delante, los antebrazos apoyados en la mesa. Agitada.
Me das miedo, mamá. Si te oyeras…
Rhoda, presta atención. Lo que te estoy diciendo es importante.
Mamá. Ahora sí la estaba mirando. Para ya, dijo. ¿No te das cuenta? Pareces una sin techo, de esas que van por la calle con el carrito hablando de extraterrestres, como si tuvieras acceso a los secretos del universo.
¿Una sin techo?
Perdona, mamá. Es que cualquiera diría que se te está aflojando un tornillo. Nada de lo que dices de papá es cierto. Él te quiere. Te ha querido siempre.
Irene se puso de pie. Estaba temblando. Agarró su bol y lo estrelló contra la ventana de encima del fregadero. El estrépito fue mayor de lo que había esperado, pero no suficiente. Nada satisfactorio. Irene deseaba echar la casa abajo. Tu padre no me quiere, dijo. Lo sabré yo, que he tenido que vivirlo.
La luna de la ventana rota, vista sin obstáculos a la nieve y los árboles. Una luz extraña, sin sensación clara de dónde estaba el sol, sin una dirección concreta para la luz o la sombra, la nieve reflectante. Sin sensación de tiempo. Un día que tranquilamente podía durar toda la eternidad.
No me siento a salvo, dijo Rhoda. Creo que me marcho.
Huye como los hombres, dijo Irene.
Eso no es justo, mamá.
¿Justo? No me hagas reír.
Ese es el problema, dijo Rhoda. Estás metida en una espiral de autocompasión. Y no juegas limpio. Tirar el bol por la ventana, ¿cómo pretendes que reaccione ante eso?
Lo dices como si fuera un numerito.
Ya, ¿y no lo es?
Tienes que ponerle remedio, Rhoda.
Escúchame bien. A ti no te pasa nada. Tu marido te quiere. Tu familia te quiere. Y no tienes nada malo en la cabeza. Estás alucinando, nada más. ¿Se puede saber por qué?
Entonces, ¿no me crees?
No. No creo nada de lo que dices.
De repente Irene sintió una extraña calma. Rhoda allí delante, preocupada, condescendiente, sin entender nada. Y, sin embargo, era la persona a la que se sentía más cercana. Dio un paso al frente y la abrazó, con fuerza. Te lo diré solo una vez, dijo en voz queda. Yo ahora estoy sola.
Mamá.
Calla. Escucha, Rhoda. Si no reaccionas ya, tú también acabarás sola. Tu vida echada a perder, sin nada a lo que agarrarte. Y nadie te comprenderá. Sentirás tanta rabia, que querrás hacer algo más que tirar un bol por la ventana.
Rhoda se apartó. Joder, mamá.
Es cuanto puedo ofrecerte. La pura verdad.
Me asustas, mamá.
Bueno, eso es que quizá empiezas a comprender.