Rhoda encontró a su hermano en la pista de karts. Mark y sus amigos acudían siempre con la primera nevada y se dedicaban a derrapar y a chocar los unos contra los otros. La temporada de pesca había terminado, y no tenían nada que hacer aparte de drogarse y tonterías como montar en kart. Rhoda le gritó desde la valla metálica, pero él lógicamente no podía oírla. Eran como una docena de motores rugiendo. Mark se había puesto una cazadora de camuflaje y un gorro ruso con orejeras, su amigo Jason una cazadora rosa de Hello Kitty solo por hacer el tonto.

La pista estaba delimitada por neumáticos viejos amontonados, a continuación la valla metálica, y al otro lado desvencijadas caravanas de media docena de pescadores que vivían allí todo el año, colegas de Mark. El tipo de infierno con el que Rhoda ya no quería tener nada que ver. El tipo de sitio que había frecuentado cuando iba al instituto, para fumar canutos y echar un polvo en el rincón más apartado de un aparcamiento. Cosas que Rhoda de buena gana habría borrado de su memoria.

Se agachó para coger un puñado de gravilla y se lo lanzó a Mark en el momento en que se disponía a girar. La gavilla rebotó en la parte frontal de su kart. Mark frenó, y al ver que era ella hizo una mueca, la mandó al carajo enseñando el dedo de rigor, y aceleró. Tok, que lucía una bufanda del Barón Rojo, se incrustó en su retaguardia y mandó el vehículo de Mark contra la barrera. Tollef, el hermano de Tok, llegó en ese momento y chocó también con Mark, el cual aguantó el consabido latigazo gracias al cinturón de seguridad. Chillando como un poseso, hundió el pie en el acelerador en un intento de salir de la trampa, recorrió unos seis o siete metros y entonces Hello Kitty se arrimó a su flanco y le dio una colleja, inclinándose desde su kart. Pero Mark consiguió finalmente escapar del atolladero y de inmediato pasó de perseguido a perseguidor.

Rhoda se coló en la pequeña tribuna descubierta a través de una brecha en la valla. Era la única espectadora. Una vez había hecho el amor con Jason en la gradería, y recordarlo le causó repugnancia. También había nevado en aquella ocasión, pero hacía mucho más frío, era pleno invierno. Su vida, afortunadamente, no se había reducido a eso.

Rhoda aguantó otros quince minutos de obscenidades y gestos groseros, de vueltas y colisiones, la expresión del pene. Cuando por fin se hubieron hartado, los chicos volvieron tranquilamente hacia la entrada mientras se daban empellones o intentaban bajarse los pantalones unos a otros. Ninguno de ellos se detuvo al llegar a donde estaba Rhoda. Jason esbozó una sonrisita. Vamos a tomar unas cervezas a Coolie’s, si quieres venir, le dijo Mark al pasar.

Hola. Venía para hablar contigo.

Pues lo siento. Tengo otros compromisos. Mark lo dijo con acento británico y, como era de esperar, suscitó algunas risas.

Tengo que ir a Caribou Island, dijo Rhoda. Tú puedes conseguirme una barca.

Esta vez Mark sí se detuvo, dio media vuelta. Sus amigos siguieron adelante. ¿Y para qué quieres ir a la isla?

Nuestros padres, dijo Rhoda. ¿Te acuerdas? Esas personas que te dieron la vida y te criaron. Llevan allí desde que empezó el temporal, metidos en una tienda de campaña, y no hay manera de contactar con ellos. Quiero asegurarme de que están bien.

Claro que lo están, dijo Mark, y se alejó.

Oye, dijo Rhoda, pero se le quebró la voz. Estaba rompiendo a llorar. Ya sé que te caigo mal, pero va en serio que estoy preocupada por ellos. Necesito tu ayuda.

Mark la sorprendió. Girando otra vez sobre sus talones, se le acercó, le dio un abrazo y una palmadita en la espalda. Vale, dijo. Perdona. Conseguiré una barca. ¿Cuándo quieres ir?

¿Hoy mismo?

Es demasiado tarde. ¿Te parece bien mañana a las diez de la mañana? Quedamos en el camping de abajo, ¿vale?

Gracias, Mark. ¿Ves cómo puedes ser bueno?

Ya, es que no me acostumbro, dijo él con una sonrisa. Hasta mañana. Y apretó el paso para alcanzar a sus colegas.

Entonces Rhoda se acordó de otra cosa. ¡Eh, oye!, chilló. Me voy a casar.

Mark agitó un brazo para indicar que se daba por enterado, pero eso fue todo. Ni siquiera volvió la cabeza.

Rhoda regresó al trabajo y pidió la mañana del día siguiente libre. Terminó la jornada y se fue a casa. En medio del salón había un montón de máquinas de gimnasio pintadas de color azul claro metálico. Y allí estaba Jim, en pantalón de ciclista y camiseta de tirantes, sosteniendo una barra con pesas por detrás de la nuca.

Uau, dijo Rhoda. ¿Qué demonios es todo esto?

El futuro Jim, dijo él. Calculo que me quedan todavía diez años buenos.

Ah, dijo ella. No acababa de ver claro de qué iba aquel despliegue. Mejor que sean más de diez. Yo solo tengo treinta, recuerda.

No problemo, dijo Jim. Pronto estarás viviendo con un cachas.

Rhoda le observó hasta que hubo terminado. Al final estaba sin aliento, la cara colorada, los brazos y los hombros con aspecto caído y viejo.

No estarás pensando en otras, ¿verdad?

¿Cómo?

Que de repente te haya dado por ponerte en forma, justo cuando acabas de pedirme que nos casemos, parece una reacción de pánico, ¿no? Quieres sentirte otra vez atractivo para no estar limitado a una sola pareja.

Rhoda…

Hablo en serio. Has dicho que te quedan diez años buenos por delante. Buenos ¿para qué?

Jim se puso de pie al tiempo que se echaba la toalla al hombro. Rhoda, dijo, tú eres la única mujer a la que necesito, ¿vale?

Ella trató de encontrar algo en la expresión de sus ojos, de su boca, un indicio de mentira.

Rhoda, te quiero.

Está bien. Le dio un abrazo. No sé, supongo que sigo preocupada por mi madre. Mañana voy a ir a Caribou. Me lleva Mark.

¿Con este tiempo?, dijo Jim. Ya sabes que ese lago es muy peligroso.

El temporal ha pasado. No se espera que haya viento mañana por la mañana. Es probable que no nieve siquiera.

Yo opino que no deberías ir. Espera a que vuelvan. Tendrán que venir a buscar provisiones, llevan fuera casi una semana.

Diez días.

Más a mi favor. Ya vendrán.

Rhoda no quería hablar de ello. Fue a la nevera y empezó a sacar cosas para la cena. Pollo que tenía que terminar, aceitunas, queso feta, cebolla roja. Quizá un poco de cuscús. Oyó a Jim resoplando. Era difícil creer que sus músculos fuesen para ella.

Cocinar siempre ayudaba, sobre todo disponiendo de seis buenos fogones. Colocó el cuscús en agua en el fogón del fondo. Luego echó aceite de oliva en una sartén, añadió ajo picado y las pechugas de pollo. Picó la cebolla. Cocinar la calmaría. Había sido presa del pánico sin darse cuenta. Probablemente llevaba así todo el día.

Oye, llamó a Jim.

¿Sí?

Necesito un teléfono vía satélite. Son bastante caros. Pero tengo que hablar con mamá, si no me volveré loca.

¿Cuánto cuestan?

Mil quinientos, o quizá un poco menos. Y añádele setecientos cincuenta dólares para los minutos.

Uf.

Lo necesito.

Está bien.

El pollo estaba dorado, casi hecho, las cebollas translúcidas. Echó la salsa de tomate, las aceitunas con un poco de su propio jugo, le dio a todo un hervor y luego lo dejó a fuego lento. Agregó pimienta, no se le ocurría qué otras especias iban con el pollo a la griega. Echó unas gotas de vinagre balsámico y luego un chorrito de Madeira. No creía que pegara con ese plato, pero y qué. Pollo borracho. Se sirvió un vaso de cabernet.

Yo también tomaré un poco dentro de nada, dijo Jim. Me voy a la ducha.

Rhoda bebió el vino y se quedó contemplando el pollo, las aceitunas oscuras en la salsa. Algo había cambiado. El aire era como más fresco, tal vez más enrarecido, más aislante. Los dos solos en esa casa. Quizá porque antes había una meta que alcanzar. El compromiso. Rhoda se dio cuenta de lo sola que podría sentirse una vez casada. Era una sensación nueva, no sabía cómo describirla ni concretarla siquiera. Algo así como un fleco, y no le gustó. Se imaginó largos períodos de tiempo en los que apenas se hablarían, cada cual a su aire por la casa. Y le dio por pensar si no era ahí donde entraban en juego los niños. Tener un hijo los pondría en su sitio, crearía un nuevo foco de atención, un lugar donde coincidir ellos dos. Tal vez era ese el proceso normal. Una primera fase de centrarse en la pareja hasta que uno tomaba la decisión de casarse, y luego, juntos, centrarse en otra cosa. ¿Y qué pasaba después, cuando los hijos crecían y se marchaban? ¿En qué se centraba uno a partir de ahí? Carecer de un foco de atención era tremendo; la vida debía ser algo más. Daba miedo pensarlo. Nadie quería tener una vida sin objetivos.

Por la mañana, Rhoda se dirigió en coche hacia Skilak. Cielo encapotado, cinco bajo cero, pero apenas viento, y solo algunos copos de nieve y luego aclararía. Los árboles blancos, sus sombras negras. Ausencia de verde. Ella sabía que aún estaban verdes, pero no podía verlo. Esta vez la paleta invernal —blanco, negro, marrón, gris— llegaba antes de lo habitual.

Quería llamar a Mark para confirmarlo, pero él habría pensado que era una pesada. Tomó el desvío que iba a la zona de acampada y al coronar una cuesta pudo ver el agua, toda gris y con muy poco oleaje. Aparcó, no había más coches, nadie. Miró el reloj: faltaban unos minutos para las diez.

Tenía frío. Llevaba un anorak, gorro, guantes de invierno. Ropa interior larga y botas. En el lago haría mucho frío. Es decir, si Mark se presentaba y traía barca. Fue al embarcadero y caminó hasta el borde del agua. Una fina capa de nieve, inmaculada. Nadie había utilizado el embarcadero ese día. Seguramente sus padres eran los únicos que habían salido.

El agua de los bordes se había helado. Entre las piedras, una capa delgada de hielo translúcido. Tan frágil, en muchos puntos resquebrajada y formando minúsculos triángulos. Rhoda los tocó con la punta de la bota.

Bueno, Mark, dijo, y sacó el móvil. A ver cuál es la excusa. Pero cuando habló con su hermano, este le dijo que estaba a unos pocos minutos del camping, así que Rhoda decidió mostrarse amable. Gracias, dijo. Hasta ahora.

Ella se había criado allí, en las márgenes del lago; era como su casa. Aquellos árboles. Las montañas, el tránsito de los nubarrones convirtiendo las cumbres en un recuerdo. Pero ya no era como antes. Ahora lo encontraba frío e impersonal, como si jamás hubiera estado allí. Por qué se habían establecido sus padres en semejante lugar era algo que no lograba entender. Se preguntó por qué no había hecho como sus amistades, mudarse a un sitio mejor.

Mark llegó en su vieja camioneta por el camino de grava, con un remolque detrás. Hizo el típico saludo hawaiano con el pulgar y el meñique extendidos, describió una amplia semicircunferencia delante de ella y luego dio marcha atrás para arrimar la embarcación al agua. Era de aluminio, algo menos de seis metros de eslora, motor fuera borda. Pasarían frío, pero era lo bastante grande para no correr riesgos.

Mark se apeó del vehículo, y Rhoda le dio un abrazo. Gracias, Mark.

Caray, dijo él. Si solo es una barca.

Ya, pero es que estoy muy preocupada por ellos. Y estaba pensando que, si vienen hoy, lo harán por el camping de arriba. Si zarpamos de aquí puede que no los veamos.

Bueno, mira, dijo Mark, ahora estamos aquí. Si no los encontramos, iremos volando hacia el otro camping.

Vale, dijo Rhoda. No quería discutir con él, pero habría preferido ir al otro embarcadero. Tampoco era tan difícil, subir a los coches y listo.

Mark ya estaba ocupado con las correas. Después sacó una nevera pequeña y unas cañas de pescar.

¿Para qué es eso?, preguntó Rhoda.

Llevo unas birras. Y la caña por si tengo que esperar. Nunca se sabe cuándo le puede entrar el hambre a Nessie. Ciento ochenta metros de profundidad. Seguro que ahí abajo debe de haber algún monstruo hijo de puta.

Rhoda habría deseado reír, o sonreír como mínimo, pero solo se sintió tensa. El trayecto podía ser una oportunidad, pero en ese momento no se veía capaz. Para estar de palique, primero necesitaba asegurarse de que sus padres se encontraban a salvo.

Bueno, en marcha, dijo Mark. Cogió unos chalecos salvavidas. Toma el tuyo. No es que sirva de gran cosa. Seríamos dos bloques de hielo para cuando llegara alguien a socorrernos.

Gracias, dijo ella. Gracias, Mark. Te lo agradezco.

Mark metió la barca en el agua y la dejó a ella sujetando el cabo de proa mientras iba a aparcar. Subieron a bordo y arrancaron, Rhoda en la proa, el viento cortante. Olas muy pequeñas, de un palmo apenas, pero la barca se bamboleó mucho cuando aceleraron. De vez en cuando entraba un poco de agua por la borda.

Rhoda iba mirando a babor por si veía pasar alguna embarcación rumbo al camping de arriba, pero no vio ninguna. Estaban solos en mitad del lago, y este era siempre más grande de lo que ella creía. La ribera baja y con árboles en toda aquella parte, imposible calcular las distancias. Si uno miraba desde una margen, parecía que la otra no estaba lejos. Solo en medio del lago se podía apreciar su magnitud, pero incluso entonces la perspectiva era cambiante. Caribou y las otras islas apenas visibles hasta un buen rato después. Primero Frying Pan, con su mango como de sartén, detrás de ella Caribou Island. Del otro lado, como Rhoda sabía, un litoral rocoso, cantos rodados y arrecifes, un paisaje mucho más bonito. En aquella parte las bahías eran tan grandes que cada una parecía tener un lago propio, aunque nadie lo hubiera dicho, vistas desde el centro del Skilak. Luego venían las aguas de cabecera hasta el glaciar y el río, que enlazaba con otros lagos. Rhoda no había estado allí desde hacía años.

De pequeños, sus padres los llevaban a acampar a la otra punta del lago. Empinadas playas de guijarros, y más allá todo bosque y montaña. Mark y ella solían corretear por un promontorio rocoso con vistas a calas por los dos lados, y buscaban glotones, un animal casi mítico. Ella no conocía a ninguna persona que hubiera visto un glotón, y de niños se dedicaban a ir en su busca, metiéndose miedo el uno al otro sobre lo que podía pasar si encontraban uno. El glotón, a veces, se hacía el muerto u ofrecía el cuello, pero si un oso intentaba morderle el pescuezo, el glotón se le agarraba por debajo, le mordía y le arañaba de arriba abajo con sus afiladas uñas. Esto imaginaba ella de niña: ir a coger un glotón muerto y ver cómo cobraba vida y le desgarraba la barriga. Los osos no le daban miedo, porque los había visto y Rhoda adoraba a los animales, pero nunca había visto un glotón.

¿Te acuerdas de cuando fantaseábamos con los glotones?, le preguntó a Mark alzando la voz sobre el ruido del motor.

¿Qué?

Se lo repitió.

Claro. Mark sonrió. Me cagaba de miedo con las cosas que me contabas.

Rhoda sonrió también y volvió a mirar hacia las islas, cada vez más cercanas. Blancas de nieve, y no pudo recordar cuántos años habían pasado desde la última vez.

El agua más calmada una vez rodearon la Frying Pan, ya no salpicaba. Al salir por el otro lado, de nuevo un ligero oleaje, algunas cabañas entre los árboles. Ella contaba con ver ya la barca de sus padres.

Mark redujo la marcha. La isla más empinada, de hecho una colina. Ninguna embarcación en toda la orilla. Rhoda no veía a sus padres.

¡Aminora!, le gritó a Mark. Tienen que estar por aquí, seguro. Escrutaba los árboles mientras el pánico empezaba a apoderarse de ella. No había ninguna barca, o sea que quizá habían salido ya rumbo al otro camping. Pero también podía haber zozobrado con el temporal, quizá se habían ahogado, o la barca había sido empujada hacia la orilla y habían encallado y estaban en apuros. Ahí no había nada, ningún ser humano, nadie a quien pedir ayuda.

¡Allí!, gritó Mark, quitando gas.

¿Dónde?, preguntó Rhoda. ¿Qué?

Veo la cabaña, dijo él, y entonces Rhoda la vio también. Como las ruinas de una choza de cien años atrás, calcinada, sin techumbre. Un boquete grande por ventana. Troncos sin desbastar, cubiertos de nieve. Delgados como palos. Nada que ver con lo que ella había imaginado. Tan pequeña. Pero seguro que era aquello. Sí, una tienda de campaña azul y otra marrón, casi ocultas por los arbustos.

Se habrán marchado hoy, dijo Mark.

Sí, deberíamos haber ido al camping de arriba.

Tampoco es el fin del mundo. Iremos después. Pero ya que estamos aquí, echemos un vistazo. Me pica la curiosidad.

Podría ser que el temporal se hubiera llevado la barca, dijo Rhoda. Quizá están por aquí. Me fastidia mucho no saber qué coño les está pasando. Igual están muertos.

No te machaques así. Seguro que no les pasa nada. Mark inclinó un poco el motor hacia arriba y lo apagó. Se dejaron llevar por la inercia, y luego él sacó un remo.

Tenemos que darnos prisa, dijo. Está jodido aparcar aquí. Yo casi prefiero quedarme en la barca, la verdad.

Rhoda estaba mirando el agua, tratando de calcular la profundidad. No había traído botas para vadear. Pero necesitaba comprobar si su madre estaba allí. Saltó de la barca, se hundió hasta las rodillas, el agua helada. Las piedras estaban resbaladizas, pero avanzó con cuidado hasta la orilla y echó a andar por la playa pedregosa hasta un trecho con hierba y nieve.

¡Mamá!, gritó. ¡Papá! Dejando atrás maleza y alisos, llegó a una pila de maderos con virutas recientes, eso quería decir que habían estado trabajando después de la nevada. Huellas de botas. ¡Mamá!, gritó de nuevo. ¿Estás aquí?

La cabaña contrahecha, basta, pequeña: era increíble que quisieran vivir en un sitio así. Parecía abandonada desde hacía una eternidad, a cielo abierto, pero el suelo de contrachapado se veía nuevo. En la pared de atrás un espacio hueco. Sería para instalar una puerta. La maleza pisoteada. Un hornillo Coleman con un cazo encima. Las dos tiendas de campaña, y entonces Rhoda sí que se asustó. No quería tocar la cremallera, por miedo a lo que pudiera encontrar dentro.

Mamá. En voz baja. Se detuvo frente a la tienda más grande de las dos, con el corazón en un puño. Subió rápidamente la cremallera y vio los sacos de dormir, ropa, comida. Nadie dentro. Ningún cadáver. Nada malo. Fue a la otra tienda y la abrió. Allí tampoco había nadie. Menos mal, dijo. Y cerró un momento los ojos, dejando que su respiración se acompasara, que los latidos volvieran a la normalidad.

¿Están ahí?, gritó Mark desde la barca. Su voz sonó lejana. La cabaña estaba tierra adentro.

No, respondió ella. No hay nadie. Se habrán marchado a primera hora.

Pertrechos en la tienda pequeña. Herramientas. No podía creer que hubieran estado allí metidos durante el temporal. Y daba la impresión de que, efectivamente, estaban construyendo la cabaña para pasar allí el invierno. Rhoda se arrodilló en el camino, cerró los ojos, esperó. Estaba muy asustada. Cuando el lago empezara a helarse, habría un momento en que ninguna embarcación podría llegar a la isla, y el hielo no sería lo bastante firme como para andar por él. Sus padres estarían aislados, si pasaba algo no habría modo de llegar hasta ellos.