Gary percibió un cambio de sonido en la lluvia que golpeaba la tienda. Más suave. La primera nieve, como en respuesta a una plegaria. Sin techumbre todavía en la cabaña, pero las nieves estaban ya ahí. En otro momento se habría puesto como una fiera porque la estación se adelantaba, se habría sentido estafado por el clima. Ahora, sin embargo, comprendía que eso era lo que deseaba. Deseaba la nieve.

Se incorporó dentro del saco de dormir, bajó poco a poco la cremallera.

Estoy despierta, dijo Irene. Puedes hacer ruido. No duermo nunca.

Está nevando, dijo él.

Ya. Lleva horas así.

Iré a echar un vistazo. Se puso los pantalones y la camisa, y luego, junto a la entrada de la tienda, se calzó las botas y se puso el impermeable. El viento seguía agitando la tela de mala manera, pero el fuerte golpeteo de la lluvia había cesado.

Al salir le sorprendió que hiciera tanto frío. No era octubre aún, aunque lo parecía. No llevaba ropa suficiente debajo del impermeable, pero de todos modos pensaba estar un ratito fuera. Encaró el viento y la nieve con la espalda encorvada y caminó hacia el borde del agua, para ver las olas. La oscuridad era absoluta, pero las olas se verían blancas al romper.

La maleza tupida, ramas muertas en los árboles. Tallos de aliso que le azotaban. La nieve fría en las mejillas, derritiéndose al contacto con su piel. Copos grandes, frágiles. Deseó poder verlos.

Más allá de los alisos la alfombra de vegetación próxima a la orilla, hierba espesa, y entonces pudo ver las crestas blancas, más tenues de lo que había pensado, y notó en el rostro una rociada impulsada por el viento.

Nap nihtscua, oscura sombra nocturna, northan sniwde, nieve del norte. Gary adoraba esto. Hrim hrusan bond, un mundo ribeteado de escarcha, haegl feol on eorthan, pedrisco caído sobre la tierra, corna caldast, gélida simiente. Era la parte del poema que más le gustaba, porque contenía un cambio inesperado, una sorpresa. Después de todas las penurias en medio de la tempestad, el navegante solo desea hacerse de nuevo a la mar. «No tiene pensamiento para el arpa ni afán de recompensa, no piensa en el solaz de la mujer ni en los mundanales deleites; ninguna cosa desea, salvo la sacudida de las olas.»

Un deseo concebido mil años atrás, un anhelo de atol ytha gewealc, el terrible oleaje, y Gary finalmente lo entendió. No así de bachiller, era demasiado joven entonces, demasiado convencional, creía que el poema solo hablaba de religión. Gary no había contemplado la ruina de su propia vida, no había entendido todavía el ansia absoluta de algo semejante a la aniquilación. El deseo de comprobar qué es capaz de hacer el mundo, de ver si uno logrará aguantar, de ver, en definitiva, qué tiene uno dentro cuando lo destrozan. Y en ese aniquilamiento, en ese ser vapuleado, una suerte de dicha, de felicidad. «Mas constante es el anhelo para quien se hace a la mar», y dicho anhelo consiste en enfrentarse a lo peor, en la discreta esperanza de que la siguiente ola sea más grande aún.

Gary tiritaba, pero sintió el deseo de enfrentarse a los elementos de manera más pura. Se echó la capucha hacia atrás, se bajó la cremallera de la chaqueta impermeable, se la quitó y la dejó a sus pies sobre la hierba. Una fuerte ráfaga de viento le arrebató de golpe todo el calor. Se quitó el jersey y después la camisa. El pecho al descubierto, alzó los brazos hacia la tormenta y chilló al viento y a la nieve, enloquecido. Loco pero vivo, pensó, preguntándose si lo que esperaba era algo así como un renacer, una redención. Pero por qué diablos tenía que cavilar. Quería vaciarse de pensamientos, que su mente dejara de funcionar. Avanzó, pues, hacia las olas que salpicaban, guijarros resbaladizos de cieno, los brazos siempre en alto, caminando despacio, como en una ceremonia, su cuerpo convulso, un temblor constante. Resbaló y tuvo que apoyar una mano, recuperó el equilibrio. Las piernas ahora golpeadas por olas que arremetían contra él, la conmoción de la primera en contacto con su abdomen, encaró las siguientes de costado, bajando los brazos, preparándose para el impacto, y una de ellas lo lanzó hacia atrás y Gary perdió pie, quedó sumergido, una descarga eléctrica desde la muñeca hasta el hombro al dar contra una roca, y al momento estaba libre otra vez y una nueva ola volvía a empaparlo. Chilló, gritó, lanzó vítores, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en muchos años, dejó de hacer esfuerzos para mantener el equilibrio, permaneció espatarrado en las rocas, conteniendo la respiración cuando una ola volvía a cubrirlo, salía otra vez libre del seno de la ola, volvía a chillar. Ni siquiera tenía ya tanto frío.

Pero para todo había grados en este mundo. Esa sensación expansiva, de conexión, podía momentos después parecer insignificante, dura o fría, y a Gary se le escapaba esa dinámica. El momento pasó antes de que pudiera gozar de él todo cuanto habría querido. Sabía perfectamente que no iba a repetirse por más que se quedara allí. Sin embargo, se quedó, porque no le gustaba aquella regla. ¿Era una regla del mundo, del universo, o solo una limitación del yo?, ¿y cómo distinguir lo uno de lo otro?

¿Por qué me empeño en considerar esto algo más que un momento?, se preguntó en voz alta. ¿Por qué no puedo vivirlo y ya está? ¿Por qué tiene que durar solo cinco minutos?

Ser consciente no era ningún don. Gary había tenido aquellos mismos pensamientos treinta años atrás, recién llegado a Alaska, y no se habían producido progresos. Lo único que había cambiado era su compromiso. La fe que albergaba entonces había degenerado en determinación, ahora era un compromiso emparejado con el aniquilamiento, que nada esperaba a cambio. Es lo mejor que puedo hacer, dijo, hablando a las olas.

El agua, algo más que olas y temperatura, no solo un medio. Abrasiva al contacto con la piel. Tenía cuerpo e impacto. A pesar del entumecimiento, hacía daño permanecer ahí quieto. Razón por la cual decidió finalmente volver. A rastras. No se tenía en pie. Las rocas lastimaban sus rodillas a través del pantalón. Dejó atrás las olas reptando playa adentro, hacia montículos de hierba áspera y espinosa, tanteó hasta encontrar la camisa, el jersey y la chaqueta. No se los puso. Siguió gateando con todo ello en la mano, por la hojarasca y los arándanos, por el musgo y la hierba. Cuando llegó por fin a la tienda, subió la cremallera con una mano tiesa como un palo y se metió dentro.

Estás tiritando, dijo Irene. Te castañetean los dientes como si estuvieran a punto de astillarse. ¿Qué hacías ahí fuera?

He ido a nadar un poco, dijo Gary. Sus dedos no acertaban con los botones, quería quitarse la ropa mojada.

A nadar un poco.

Sí. Échame una mano con el pantalón. No consigo desabrocharme la bragueta. Date prisa, por favor.

Fantástico. Pero Irene se levantó para ayudarle. Le ardían las manos. Estás helado, dijo. Ni se te ocurra meterte conmigo en mi saco.

Gracias, dijo él.

La culpa es tuya. Llevas demasiado tiempo haciendo tonterías como esta.

Vaqueros fuera, fuera botas y calcetines. Gary buscó una toalla con que secarse, buscó la ropa interior térmica, se puso primero la parte de arriba, después la de abajo. Se metió en el saco de dormir, cogió el gorro con borla, se cubrió la cabeza con la parte superior del saco, tiró del cordón. Enseguida estaría bien.

Tengo que decirte una cosa, dijo Irene.

Otro día.

No. ¿Sabes cuál es el problema? Que tú crees que mereces más de lo que has tenido.

Ahórrate el sermón. Soy muy consciente de mis defectos.

No, señor. Nada en tu vida ha estado a la altura de las circunstancias. Porque tienes un destino más elevado, porque estás convencido de merecer más.

Ya sé cómo soy.

No, señor.

Que te jodan.

Qué más quisiera. Tú piensas que merecías a alguien mejor que yo.

Puede que no andes desencaminada.

Y entonces Irene le pegó con el puño. La mano rebotó en el antebrazo de Gary. Él, acurrucado dentro del saco y ella pegándole, sin pronunciar palabra, puñetazos dados de cualquier manera. Contra el cuerpo, no la cara. Reprimiéndose todavía. ¿Por qué te reprimes?, le preguntó él. Dame en la cara, si quieres.

No te doy en la cara porque te quiero, hijo de puta. Y entonces rompió a llorar.

Gary se volvió hacia el otro lado. Que llorara hasta hartarse. Quizá así le dejaría en paz. Sabía que estaba actuando mal, pero para contrarrestarlo debería haber sentido algo que en ese momento no sentía. Tal vez carecía de alguna facultad humana elemental, eso que hace que la gente se relacione. Él solo deseaba que lo dejaran tranquilo. ¿Tan grave era eso?

Cuando despertó a la mañana siguiente, Irene no estaba. Tenía la nariz tapada y respiraba por la boca, le dolía la garganta. También la cabeza. Se dio la vuelta e intentó conciliar el sueño otra vez.

Oía un martilleo, el viento había amainado, y la tienda ya no se meneaba. Irene trabajando en la cabaña, pero ¿qué estaría haciendo? Quizá destrozándola a martillazos.

La idea de que Irene pudiera estar destruyendo la cabaña le hizo levantarse de golpe. Se puso ropa seca, el peto, un par de botas viejas, y luego el impermeable húmedo. Subió la cremallera, y al salir todo estaba blanco. No había mucha nieve, tal vez un par de dedos, pero era asombroso cómo había cambiado todo. Distancia y profundidad más definidas, las hojas que miraban hacia arriba blancas, los tallos de debajo en sombra. Incluso los abetos, el efecto colectivo de la cara superior de sus agujas y solamente esa blanca. El mundo reconstruido, dibujado de nuevo, la propia luz diferente. Como si el día anterior hubiera tenido lugar seis meses atrás.

Qué hermosura, exclamó Gary.

Irene hizo una pausa, miró en derredor, escondida la cabeza en la capucha de la prenda verde impermeable. Es verdad, dijo, pero sin mirarle. Y siguió con el martillo.

Gary entró en la cabaña cargando la puerta trasera, ya cortada y apuntalada. Un cuadrado imperfecto en la pared de delante, el espacio para la ventana. Troncos encima, la última capa a dos metros cuarenta de altura. Irene subida a un taburete-escalera de aluminio, clavando los últimos clavos.

Gracias, dijo Gary. Parece que ya podemos instalar el techo.

Sí, dijo ella. ¿Cuál es el plan?

Pensaba hacerlo de troncos, dijo Gary. Pero creo que no va a funcionar. Tendríamos goteras.

Sin reacción por parte de Irene. No quiere pasarse, pensó él. Tenía muchas cosas que decir, pero se reprimía, y a él le estaba bien así. Irene remachó otro clavo, cinco golpes certeros. El viento serpenteando entre los árboles, mucho más suave que unas horas antes.

Lo mejor será comprar unas planchas en el pueblo. No tendrá el aspecto que yo quería, pero se nos echa encima el mal tiempo y necesitamos un techo. El viento está amainando, yo creo que mañana o el otro podremos navegar.

Me gusta el plan, dijo ella.

Habrá que darle un poco de pendiente, dijo Gary, para que la nieve resbale. Haremos la pared de atrás más alta y pondremos tablas que vayan desde esa pared hasta la de delante, a modo de vigas.

Irene se bajó del taburete y contempló el hueco de la ventana, los hombros caídos, martillo en mano. Me parece bien, dijo al cabo. Creo que funcionará.

Continuaba sin mirarle, y Gary tuvo casi la sensación de que era necesario un pequeño esfuerzo por su parte, decir algo para acortar la distancia y hacer las paces. Disculparse quizá por la noche anterior, por decir que merecía a alguien mejor que ella. Pero era ella quien le había agredido, y él no tenía ganas de hacer ese esfuerzo. Sentía indiferencia. Le vino a la cabeza el pasaje de Cátulo sobre Ariadna cuando dice que «en su corazón de desposada gira un laberinto de pesar», quizá por el perfil de los hombros caídos de Irene. No podía verle la cara, pero daba la impresión de estar absorta contemplando la nieve. No recordaba ya el latín. Ariadna veía zarpar a Teseo, que la abandonaba como Aeneas abandonaría después a Dido, y como Gary tenía pensado hacer con Irene desde hacía muchos años, quizá décadas. Quizá había llegado el momento de permitir que su matrimonio dejara de existir. Quizá sería lo mejor para ambos. Una mala idea desde el principio, y a los dos les había cortado las alas. Difícil afirmar nada en ese sentido. Por una parte quería disculparse, estrecharla entre sus brazos, decirle que no tenía a nadie más en este mundo, pero eso era cosa de la costumbre, no algo de lo que te pudieras fiar.

Iré a cortar los troncos, dijo.