El temporal venía de un lugar más frío, un otoño prematuro que anticipaba un invierno prematuro. El mar de Bering una presencia agobiante, el Ártico invisible pero cercano. Las hojas estaban mudando el color y todavía era septiembre. Los álamos temblones ahora amarillos y dorados. Rhoda no había reparado en esa transición. Parecía que las hojas hubieran cambiado de la noche a la mañana, las caravanas, desaparecido. Las calles medio desiertas, la lluvia barriéndolas como una cortina en movimiento, nadie en el paseo junto al río cuando cruzó el puente. El río muy crecido, impetuoso, algunos salmones ya putrefactos, concluida su apremiante carrera. Las mañanas más oscuras, cada vez menos luz de día.
Hacía más de una semana que Rhoda no podía comunicarse con su madre, y eso era lo único en lo que podía pensar ahora, sus padres en la isla con aquel temporal. Hacía frío, casi bajo cero, y ellos viviendo en una tienda mientras construían la cabaña. Pero con ese tiempo no podrían trabajar. Día y noche metidos en la tienda de campaña, esperando. Podían acabar locos. O si a uno de los dos le pasaba algo, el lago estaba demasiado picado como para ir a buscar ayuda en la barca. Rhoda ignoraba si quedaba alguien más en la isla. Ahora solo había algunas cabinas de veraneantes. Antiguamente media docena de familias vivían todo el año en Caribou, pero ahora sus padres estarían solos.
Le costó lo suyo ir al trabajo. No podía concentrarse. Llegó con casi quince minutos de retraso, saludó al doctor Turin y a Sandy, la jefa de recepción, mientras se quitaba el impermeable. Entró en la sala de atrás y le dijo hola a Chippy, una ardilla ártica que algún memo había querido convertir en su mascota. La cola demasiado corta, como la de un chipmunk. Una rata de la tundra. Pero en cierta manera estaba de suerte, había trascendido su destino. Calefacción todo el invierno, no hibernar, ponerse morada de pienso para gatos y vería la tele. ¿Cómo procesaría todo eso su pequeño cerebro?
Rhoda miró la agenda del día. Desparasitar y poca cosa más. La gente de paso se había marchado al sur con sus mascotas. Había quedado para comer. Jim quería llevarla a un buen sitio (le había dicho que era sorpresa), pero en el pueblo solo había dos restaurantes decentes, por lo tanto la sorpresa iba a ser relativa.
Sandy la llamó por el interfono para que saliese a recoger un carlino llamado Corker. Rhoda lo llevó adentro y lo metió en la bañera. El perrito buscaba agarrarse a alguna extremidad, pero ella no tuvo dificultad en dominarlo situándose detrás.
La semana anterior había tenido que dominar también a Jim. Un accidente. Rhoda había renunciado ya a sus esperanzas al darse cuenta de que aquello no funcionaría, lo cual paradójicamente la situó en una posición de fuerza relativa. Estaba hecha un zombi, mal dormida, preocupada por sus padres, sintiéndose poco atractiva y condenada a la eterna soltería, y eso tenía muy revolucionado a Jim. Era una estupidez tratar siquiera de comprenderlo, porque a la postre él seguiría sin saber valorarla, como había venido haciendo siempre. Si ella no se marchaba era porque no tenía otro sitio donde vivir.
Al ver a Corker encorvado y tembloroso, quiso pensar que de miedo, además de por el frío. El perro se había salido con la suya muchas veces. Ahora le tocaba experimentar cosas nuevas.
El champú antipulgas también le irritaba los ojos a Rhoda. Los tenía colorados e hinchados, así que cuando fuera al restaurante parecería que había estado llorando. Le dio un último enjuague a Corker, que no paraba de tiritar, lo cual dificultaba la tarea. Después, mientras lo secaba con una toalla, visualizó a su padre sufriendo un infarto a la intemperie, empeñado en trabajar bajo el aguacero. Lo veía esforzarse, coger un tronco de los grandes y finalmente caer redondo. Luego su madre intentando ayudarle, pidiendo auxilio a gritos, pero la tormenta sofocaba su voz, y allí no había nadie más, tampoco teléfono. Tendría que arrastrarlo hasta la orilla, tratar de subirlo a la barca mientras las olas rompían contra el casco, olas tal vez más altas que ella, y alguna la haría caer, su madre se rompería una pierna o perdería el conocimiento, y Rhoda no se enteraría siquiera. El temporal iba a durar toda una semana, y mientras tanto sus padres de bruces en el agua, muertos, o arrojados playa adentro, las olas rompiendo sobre ellos, sus cuerpos blanquecinos e hinchados, los labios morados.
Mierda, dijo. ¿Cómo habéis sido capaces de hacerme esto? Entonces se le ocurrió que podía comprarles un teléfono vía satélite. Claro, esa era la solución. Así podría comunicarse con ellos. Se sorprendió de no haber pensado antes en ello.
Dejó a Corker secándose en la zona de lámpara de calor y buscó en las páginas amarillas. Media docena de llamadas después, le dijeron que no encontraría ningún comercio que tuviera teléfonos así en existencia, pero que podía conseguir uno online. Miró en Internet y vio que costaban casi mil quinientos dólares, más la tarjeta de prepago a un dólar con cuarenta y nueve el minuto si comprabas quinientos minutos, es decir setecientos cincuenta dólares más.
Caray, dijo. Tendría que pedírselo a Jim. Era la única forma. Necesitaba aquel teléfono, y creía merecer un pago por todos los servicios domésticos que le había estado proporcionando. ¿O quizá estaba siendo un poco dura con él?
Al mediodía Jim la telefoneó para quedar directamente en el Kenai Landing. Iba un poco retrasado. Rhoda cogió el coche, pues el sitio estaba a unos quince minutos del trabajo. Era una antigua planta envasadora. Mark había faenado para ellos cuando el negocio estaba en su apogeo. Ahora solamente una de las dos naves seguía procesando pescado. La otra había sido reconvertida en tiendas de ropa de diseño, el taller y el gallinero en habitaciones de hotel, y un almacén en restaurante.
El viento entraba directo de la ensenada de Cook, y hacía más frío, llovía más. Rhoda aparcó tan cerca como le fue posible, pero tuvo que pegarse una carrera de cien metros hasta la entrada. Bajo la lluvia, el complejo seguía pareciendo una planta de envasado, una zona industrial, edificios grises y un trabajo muy poco agradable. Total, un sitio horroroso para quedar a comer.
Pero al abrir la puerta se encontró a Jim esperándola con una sonrisa de oreja a oreja, ostensiblemente contento de verla, y eso la compensó. Siento que llueva tanto, dijo Jim.
Se quitaron las prendas impermeables y fueron a sentarse a una mesa. Jim pidió patas de cangrejo real para los dos, invitaba él.
¿Qué tal el trabajo?, preguntó.
Jim nunca le preguntaba por el trabajo, pero Rhoda pensó en aquello de a caballo regalado no le mires el diente. Nos han traído una ardilla ártica, respondió.
¿Una ardilla de mascota?
Pues sí. El dueño asegura que Chippy es superinteligente. Creo que tiene pensado enseñarle varios juegos de naipes este invierno.
Jim se rió. Sobre gustos no hay disputas.
Qué me vas a contar a mí.
Ja, ja, dijo Jim.
Y se produjo un silencio. Ella no sabía qué decir, y él parecía tenso, preocupado. La vista fija en la servilleta y los cubiertos. Era un tipo raro, así de simple. Rhoda no sabía cómo no se había dado cuenta antes.
Jim se levantó del banco, despacio, torpemente, se quedó un momento de pie mirando al suelo, y luego hincó una rodilla. En la mano tenía una cajita.
Rhoda, dijo, mirándola a los ojos, y ella no podía creer lo que estaba pasando. Jim no le había dado oportunidad de prepararse. Abrió la caja y le mostró el anillo, un diamante grande en talla princesa, con varios diamantes más pequeños alrededor; un diseño que ella no habría elegido en la vida, pero en fin, allí estaba. ¿Quieres casarte conmigo?
Lo dijo con cara de temor. Y a ella de repente le entró miedo. Todo lo que había deseado, y nada estaba pasando como lo había imaginado anteriormente, pero al menos pasaba. El mísero restaurante, casi desierto, un día lluvioso, ella oliendo a champú antipulgas, los ojos irritados, pero y qué. Sí, contestó. Sí, claro que quiero. Se puso de pie y Jim la abrazó. Se besaron, como tenía que ser. La sortija ya en su dedo, mirándola por encima del hombro de él, que la tenía abrazada. Jim, su marido, o su prometido. Su futuro. Le entraron unas ganas terribles de contárselo a su madre.
Tengo que decírselo a mamá.
Claro, dijo Jim.
Pero están los dos en la isla. Rhoda se separó de Jim y volvió a sentarse. Los camareros se habían puesto a aplaudir desde la otra punta de la nave. Gracias, dijo Rhoda alzando la voz, e intentó sonreír.
Jim se sentó a su lado. No te preocupes, dijo. Podrás contárselo a tu madre dentro de unos días.
Quiero que sea ahora. Necesito que mi madre lo sepa.
Jim dirigió la mirada hacia el personal del restaurante y saludó brevemente con la mano. Rhoda, van a pensar que pasa algo, con esa cara que pones.
Me parece que voy a llorar, dijo ella, y así fue. Se tapó la cara con las manos y lloró.
Los aplausos enmudecieron, nadie se acercó a la mesa. Rhoda intentó parar, pero quería que su madre estuviera presente y le había entrado miedo de que pudieran estar en apuros. Tengo el presentimiento de que les ha ocurrido algo, dijo. No hay modo de localizarlos.
Rhoda, ¿y si paras de llorar? No quiero que esta gente piense lo que no es.
Está bien, dijo Rhoda. Apartó las manos de la cara y se secó los ojos con la servilleta. Yo tampoco quiero que pases vergüenza, ya que tanto te importa.
Rhoda. No se trata de eso. Simplemente no lo entenderían.
Me voy al trabajo, dijo ella. Se puso de pie y cogió el bolso y el impermeable.
Por favor, dijo Jim.
Nos vemos esta noche. Cuando salga del trabajo me acercaré hasta su casa.
¿Con la que está cayendo? Son tres cuartos de hora en coche, y luego el camino de grava.
Hasta luego. Rhoda fue rápidamente hacia la puerta, sin mirar al personal del restaurante. Sabía que todos la estaban observando. Luego corrió hacia el coche bajo la lluvia, consolándose de tener un sitio donde llorar a gusto hasta que llegara a la consulta.
Una vez allí se enjugó la cara con varios pañuelos de papel, y nadie pensó que le ocurriera nada, porque en el trabajo siempre tenía los ojos hinchados. Allí podía esconderse. Mientras le daba un baño a un terrier gris, se preguntó por qué se sentía tan triste. Amaba a Jim. Estaba contenta de casarse con él. Era, de hecho, todo lo que deseaba. Pero por alguna razón el hecho de no poder decírselo a su madre lo estaba estropeando todo, y eso no lo entendía. Se sentía vacía, sola y asustada, cuando debería haberse sentido feliz.
Las horas transcurrían, interminables, a base de baños para desparasitar. Tenía picaduras en los brazos y notó que algunas pulgas le correteaban por el pelo. Los perros pequeños, sobre todo, eran como esponjas para estos parásitos.
Le tocó trabajar hasta pasadas las siete. La tarde se hacía eterna, y Jim no la telefoneaba, tampoco venía para ver si estaba mejor. Se encogió para correr hasta el coche bajo la lluvia helada y luego tomó la carretera que iba al lago. El sol estaba bajo, ahora se ponía mucho más temprano que unas semanas atrás. Puso la calefacción del coche y conectó el desempañador de los parabrisas.
Estaba enfadada porque Jim no la había llamado ni había hecho acto de presencia, pero quiso ver el lado positivo. Dentro de unos meses se casarían en Kauai, si todo iba bien en la bahía de Hanalei. Pero se sintió cansada al pensar en ello. Tantos años soñando con lo mismo, y ahora que se hacía realidad, era incapaz de centrarse. Gracias, mamá y papá, dijo. Y gracias, Jim.
La carretera anegada. Pasó un camión a toda velocidad y por un momento Rhoda no pudo ver nada. A cien por hora y conduciendo a ciegas. Aminoró.
Aparecieron por fin los rótulos acribillados a balazos que anunciaban el lago, y se desvió por el camino de grava. No sabía por qué lo hacía. Sus padres no iban a estar. Ella tendría que haber estado con Jim, pero solo quería comprobarlo.
Ningún otro vehículo. La pista una larga curva solitaria de tierra y grava en medio de nada. El tráfico de verano había acabado. Árboles inclinados al viento. Ruido de gravilla maltratando los bajos del coche, el parabrisas anegado, después limpio, y luego otra vez cubierto de agua, los bordes completamente empañados.
Paró frente a la casa de sus padres y corrió hasta la puerta, pero estaba claro que allí no había nadie desde hacía días. Pequeñas ramas en la pasarela. Golpeó la puerta, y lógicamente no acudió nadie. Vio que en los parterres habían crecido malas hierbas. Hacía más frío que en Soldotna. Oscuro y ventoso, se notaba la proximidad de las montañas y del glaciar. No sabía qué podía hacer. Necesitaba saber que su madre estaba bien.
Se recostó en la puerta, pegó la mejilla a la madera y cerró los ojos. Necesitaba pensar, pero en su interior solo había miedo. Iría al embarcadero. Tal vez allí vería algo.
Montó en el coche y condujo hasta el camping. La camioneta de su padre aparcada allí, y nada más. El sol se había puesto ya tras la cortina de lluvia y nubes, apenas quedaba luz. Caminó prácticamente a oscuras hasta el borde del agua. Rompientes, tal como se imaginaba, crestas blancas casi tan altas como ella. Compactas e imponentes, y ruidosas como el viento cuando rompían sobre los guijarros. La lluvia le martilleaba la cara, fría, aguanieve casi.
¡Maldito seas!, le gritó al lago. Ni siquiera encontrando una barca podía llegar a la isla. La distancia era corta, pero sus padres estaban aislados del resto del mundo.