El hornillo Coleman iba provisto de una pantalla paravientos, pero cuando Irene intentó montarla, el hornillo se vino abajo derramando un poco de combustible. Demasiado viento. Con la cantidad de cocinas de propano que había en el mercado, y ellos continuaban utilizando una de combustible líquido. Se llenaría la tienda de gases tóxicos. El viento podía llegar a ser odioso. Tan a presión, tan resentido.

La capucha le voló hacia atrás. Ahora tenía la cabeza expuesta a la lluvia, pero Irene arrimó el encendedor al fogón, lo intentó de nuevo y esta vez prendió. Un fogonazo de calor en la mano. Ajustó el mando, y aunque el viento impedía que el quemador estuviera totalmente encendido —una parte u otra se apagaba—, la llama aguantó.

De espaldas al viento, se puso la capucha otra vez y tiritó. El viento debería ser visible. Era una cosa con peso propio, nacida pura, implacable. Seguiría soplando hasta arrasarlo todo y no dejaría nada a su paso.

La cisterna de veinte litros pesaba mucho, así que Irene se limitó a inclinarla, llenó un cazo, lo colocó encima del fogón y le puso la tapa. El agua tardaría en hervir unas dos horas. Eso calculaba ella. Otra parte imposible del estúpido plan. ¿Por qué no haces un poco de pasta, Irene? Cómo no, mi rey, enseguida. Tú tienes que seguir montando tu castillo de mondadientes.

Irene se agachó hasta donde le fue posible, la cara cerca de un matojo de cola de caballo, finos tallos segmentados. No levantáis más de un palmo de altura, les dijo a las plantas, pero antiguamente erais muy altas, a que sí. Tenían un aspecto frágil, apenas brotes, pero en tiempos prehistóricos habían sido altas como las secuoyas, cuando otras plantas no habían encontrado aún la manera de superar los cinco centímetros. Primera planta con un sistema vascular. La vida vegetal como la de los humanos, todo lucha y dominación, todo pérdida y sueños que no se hacían realidad, o solo fugazmente. Y lo peor era eso, tener algo y después no tenerlo; sí, eso era de lejos lo peor.

Irene arrancó las colas de caballo y las tiró a un lado. La vida continúa, dijo. Lleváis aquí demasiado tiempo. Se incorporó de nuevo, encaró la húmeda ventolera y caminó trastabillando hacia Gary, hacia la casucha.

Él estaba serrando la parte delantera con movimientos espasmódicos, parar y empezar, parar y empezar otra vez.

¡¿Podrías empujar esta pared?!, le gritó a Irene. La sierra se atranca.

La pared ya se estaba resistiendo, atascaba la sierra. ¿Y cuando Gary quitara toda una parte? Pero Irene sabía que él no lo había pensado con antelación. Se apoyó en la pared, allí donde le indicaba él. Olor a serrín a pesar del viento, los resoplidos de Gary, el ruido de los dientes de la sierra al morder el tronco. Sabía que a él le gustaba todo esto. Quizá no debía guardarle rencor. Se agarró al tronco de más arriba, un tacto áspero, apoyó la mejilla y pudo notar cómo se movía toda la pared.

Otra vez el dolor concentrado detrás del ojo derecho, una línea de falla, los huesos del cráneo como placas tectónicas en movimiento, triturando los bordes. Ahora su único objetivo era pasar el día como fuera, pasar la noche de insomnio como fuera. Reducida a la mera existencia, a la supervivencia pura y dura, y tal vez había algo bueno en todo ello, cierta honestidad. Pero tenía otras sensaciones, como ligeras notas a la deriva; por ejemplo, la soledad. Echaba de menos a Rhoda. Es decir, aún sentía algo.

Se preguntó si era eso lo que había propiciado el fin de su madre, el hecho de no sentir ya nada. Siempre había imaginado lo contrario: su madre en pleno arrebato, destrozada por haber perdido al marido a causa de otra mujer, incapaz de vivir sin él. Pero ¿y si en realidad había dejado de sentir por completo después de perderlo todo? Era una nueva posibilidad, algo que a Irene no se le había ocurrido antes. Y parecía peligroso, uno podía terminar así sin haberse percatado en absoluto de la transición.

¡Aprieta más!, gritó Gary. ¡Todavía se me atasca!

¡Perdona!, chilló Irene a su vez, e hizo lo que él le decía, resbalando un poco en el contrachapado. Dudaba de que jamás se hubiera construido una cabaña así, teniendo que empujar las paredes, y estas tan frágiles que se combaban por la fuerza del viento. Seguro que los pioneros, incluso con sus primitivas herramientas, lo habrían hecho mejor.

El esfuerzo de empujar aumentaba la presión en su cabeza, una muesca más en el baremo del dolor. Frío, viento y esfuerzo, la combinación perfecta. La otra posibilidad era esa: suicidarse para terminar con el dolor. Una ecuación muy sencilla. Como la vida no merecía la pena si uno solo sentía dolor, y puesto que el dolor parecía no tener fin, lo lógico era poner fin a la vida. Pero nunca se lo perdonaría a su madre. Su madre debería haberla querido, y eso tendría que haber sido suficiente. Irene jamás le haría eso a Rhoda.

Tuvo que dejar de empujar porque la presión en la cabeza era demasiado intensa, un globo sobre los hombros.

¡Sigue empujando!, le gritó Gary.

No puedo. La cabeza.

Gary dejó la sierra incrustada en la madera, colgando. Se enderezó y tuvo que agarrarse con una mano a la pared para no salir volando. Irene se había encorvado contra el viento.

¿No puedes trabajar? Los labios de Gary se tensaron un poco, impacientes, enojados. Pero luego comprendió que quizá no era justo. Cerró la boca, apartó la vista. Lo siento, dijo.

Yo también.

¿Cómo dices?, preguntó él. No te he oído bien. El viento restallando, ráfagas violentas, un aullido cada vez que arreciaba.

He dicho que yo también.

Ah.

Irene se dio cuenta de que él tenía miedo de preguntarle qué había querido decir.

Gary miró la pared, la sección que estaba serrando, vio que la pared se curvaba hacia atrás, pellizcando la brecha. ¡Creo que primero tendré que apuntalar esto!, gritó. ¡Si coloco los tacos, ¿podrías empujar mientras yo clavo?!

¡Sí!, gritó ella. ¡Claro!

Gary pasó por encima de la pared de atrás y fue a buscar las tablas. Irene se agachó en el interior de la cabaña, resguardándose del viento. Bajó la cabeza y metió la barbilla dentro de la chaqueta, luego cruzó los brazos y cerró los ojos.

Una buena representación de las tres décadas que llevaba en Alaska: agachada en sus prendas de lluvia, escondiéndose, procurando hacerse lo más pequeña posible, ahuyentando los mosquitos que a pesar del viento conseguían volar. Frío y soledad. Nada que ver con la visión expansiva que a uno le gustaría, abrir los brazos un día de sol en plena ladera de altramuces, contemplando montañas alrededor. Su vida era esto, y ella quería que se acabara. Por lo menos en ese momento. La lluvia estaba arreciando. Irene se acordó del agua para la pasta, pero no quería levantarse.

Gary se puso a serrar en la pila de maderos. Los tacos serían como rodillas asomando por el perímetro interior de la cabaña, imposible recorrerla sin tropezar con ellos. La primera casa del mundo diseñada así. Irene, la esposa afortunada.

Pero no debía ser tan mezquina, tan egoísta. No era esa la clase de persona que quería ser. Se puso de pie, atravesó como pudo la plataforma, pasó por encima de la pared posterior y fue a mirar el agua. Levantó la tapa de la olla, no había burbujas. Tampoco esperaba que las hubiera.

Regresó a donde estaba Gary. Un sendero cubierto de serrín, de un tono rojizo brillante bajo la lluvia. ¡El agua no hierve!, gritó. ¡Demasiado viento! ¡¿Y si hago lo de siempre?!

Vale, dijo Gary sin mirarla, concentrado en la sierra.

Irene volvió al fogón y dejó el agua encima para la próxima vez. Quizá tardaría, porque el parte meteorológico había anunciado borrasca para toda la semana, quizá más. Se puso de rodillas en la entrada de la tienda y preparó los bocadillos, con cuidado de no manchar el saco de dormir. Cuatro, para toda la tarde. Mantequilla de almendra y mermelada de arándanos rojos, tampoco estaba mal.

¡La cena está lista!, chilló desde la tienda. Arrodillada como frente a un altar, pero ¿adorando a qué dios? Un puesto de avanzada para creyentes que no habían decidido aún qué nombre ponerle. Dando forma todavía a su dios particular, buscando sus propios temores y corolarios. Y, lo más importante, ¿qué haría aquel dios? Irene no deseaba una vida eterna. Con esta tenía más que suficiente. Y no le hacía falta ser perdonada. Solo quería que le devolvieran lo que le habían quitado. Un dios de los objetos perdidos. Se contentaría con eso. Sin otras caprichosas cualidades, nada de misticismos. Solo recuperar lo perdido. ¿Podrías hacer eso, Dios?, preguntó.

No obtuvo respuesta, claro está. La tienda tan furiosa como las llamas, puestos a interpretar signos, aunque para eso había que querer verlos. Uno tenía que ser medio idiota, o de otra época. Ahí estaba precisamente el problema. La fe ya no era posible, y no creer era horroroso.

Gary llegó y se postró de rodillas a su lado, otro seudopenitente. Bueno, dijo. He podido juntar un par de paredes.

Construiremos la Casa del Señor, dijo Irene. ¡Aleluya!

¿Qué?

Perdona. Era una broma. Es que así, de rodillas, tengo la sensación de estar en una iglesia o algo.

Es verdad, dijo Gary. Infieles cumpliendo con la liturgia, como los cristianos anglosajones de antaño. Incluso tenemos aquí la tempestad. Le darían sepultura a un cristiano, pero le cortarían la cabeza, por si las moscas. Y luego cortarían la cabeza también a unos cuantos vivos.

No me parece mal, dijo Irene. Yo creo que si me quedara aquí el tiempo suficiente, podría acabar asesinando a alguien.

No exageres.

Preferiría estar inconsciente, pero aparte de eso, sí, no está mal.

Irene…

Ella se puso a comer y no dijo nada más. No tenía ganas de hablar. Por un momento, parecía que la cosa mejoraba. Pero el momento había durado apenas medio minuto. La tienda un vacío frente a ellos, reclamándolos. Irene quería tumbarse otra vez.

Necesitamos un techo, dijo Gary. En cuanto lleguemos a eso, todo nos parecerá mucho mejor.

La mantequilla de almendra era demasiado salada, el bocadillo gomoso en la boca. Echo de menos a Rhoda, dijo Irene. Venía a vernos casi cada día, y ahora nada.

Cuando terminemos la cabaña, podrá venir a vernos.

Me has separado de todo el mundo. Y no me refiero a lo de ahora. Durante treinta años. Me has separado de mi familia, de la tuya, de amistades que podríamos haber tenido aquí, de mis compañeros de trabajo, que tú no querías que vinieran a casa. Has hecho que esté sola, y ahora es demasiado tarde.

Uf, Irene. Para el carro. Te está cogiendo una rabieta de campeonato.

Has destruido mi vida, qué cabrón.

Muy bien, dijo él. He destruido tu vida. Gary dejó el bocadillo sin comer y se largó a dar martillazos en su contrahecho templo de troncos.

¿Y a santo de qué?, preguntó Irene. ¿Por qué tenían que quitárselo todo? Jubilada antes de tiempo, los hijos ya crecidos, amistades y familia cada vez más lejos, todo lo que su matrimonio había sido al principio, todo cuanto ella había sido. ¿Qué le quedaba? Nada.

Terminó el bocadillo y se puso de pie en medio de una lluvia y un viento que no tenían poder para purificar. Regresó a la cabaña, pasó por encima de la pared de atrás y se situó al lado de su marido para empujar, a fin de que Gary pudiera hacer un apaño claveteando un par de tablas dimensionadas. Ni ella ni él abrieron la boca. Trabajar y nada más, primero un lado de la ventana y luego el otro, Gary de rodillas, apoyando un hombro en la parte inferior de la pared, empujando los troncos hacia el borde de la plataforma, clavando un clavo tras otro.

Irene era consciente de que debería haber sentido lástima, pero no sentía nada. Dejó a Gary haciendo la ventana, un vacío en la pared que sería la única vista que tendrían, algo así como un símbolo de la estrechez de sus vidas. Volvió a la tienda y se tumbó.

La tela de la tienda restallaba sofocando todos los demás sonidos, y al final Irene se durmió, el único refugio verdadero que le quedaba.

Al despertar era ya de noche y Gary estaba a su lado, en su propio saco de dormir. ¿Estás despierto?, le preguntó.

Sí.

¿En qué piensas?

En «El navegante». Calde gethrungen, recitó Gary, waeron mine fet, forste gebunden, caldum clommum, thaer tha ceare seofedun hat ymb heortan.

¿Y qué significa todo eso?, preguntó Irene. Tú quieres que lo pregunte.

Ateridos tenía los pies, prisioneros de la escarcha, con grilletes de frío, caldum clommum, y las ansias envolvían mi corazón con su cálido aliento.

Qué mal lo pasas, dijo ella.

¿Y qué sabrás tú?