Rhoda estaba intentando salvar a un golden retriever. La perra había estado encerrada varias semanas en un cobertizo sin apenas comida, sobreviviendo gracias a que había agua suficiente. Tenía el pelaje mugriento y apelmazado, le sobresalían las costillas y el espinazo, estaba cadavérica. De buena pasta, a pesar de todo. Le lamía la mano a Rhoda, la miraba con amor, pero casi no tenía energía, y levantar la cabeza le suponía un esfuerzo excesivo. A Rhoda le indignaba que se maltratara a los animales. No entendía cómo nadie podía ser capaz de una cosa así.

Eres una buena chica, le dijo a la perra mientras preparaba un suero intravenoso. Te vamos a curar, ya lo verás. Un leve forcejeo, el susto al notar el pinchazo, pero Rhoda no se apartó del animal y consiguió calmarlo. Eres preciosa, le dijo. Te pondrás fuerte otra vez. Pero sabía que tal vez no iba a pasar de aquella noche. Era una parte de su trabajo que detestaba.

Hora de almorzar. Necesitaba salir de allí, y además eran casi las dos. El equipo completo de lluvia solo para ir hasta el coche. Lloviendo a cántaros, el viento una locura. Y frío. Se preguntó si era sensato ir en coche a ninguna parte con un tiempo así, permaneció con el motor en marcha en el aparcamiento e intentó una vez más llamar a su madre al teléfono móvil que le había regalado, pero en vano. Tal vez en la isla no había cobertura. Deberían haberlo probado antes, no esperar a que hubiera semejante temporal. ¿Y si les ocurría algo? No tenían manera de salir de la isla ni de avisar a nadie.

Maldita sea, dijo Rhoda. Probó un par de veces más y luego dio marcha atrás y salió despacio al ramal. Le apetecía una empanada de pollo. Su terapia contra la depresión. Engordaba, pero alguna pega tenía que tener.

Otra carrera por un aparcamiento lleno de charcos, y al poco rato estaba sentada tomando té caliente y esperando la empanada que acababa de pedir. Se sentía sola, desamparada. Le ocurría en días de lluvia, pero a eso había que añadir la perra moribunda, sus padres inaccesibles en la isla, Jim que no quería casarse con ella. Y sus mejores amigas habían ido desapareciendo, una estaba en Nueva York, otra en San Diego, otra en Seattle, sitios mejores. Nadie se quedaba en Alaska si no era a la fuerza. De modo que no tenía con quien hablar. Bueno, su madre, pero no había modo de localizarla.

Rhoda apoyó la frente en la mesa y se quedó así hasta que llegó su empanada.

¿Cansada, cariño?, le preguntó la camarera.

No. Solo sin marido y sin amor.

Te comprendo, dijo la camarera. Le dio un apretón en el hombro. Yo siempre digo que los hombres son como esta empanada, solo que a Dios se le olvidó poner el relleno.

Ja, ja, dijo Rhoda. Gracias.

De nada, encanto. Si necesitas algo más, me avisas.

Rhoda levantó la tapa con cuidado y la dejó en un costado de la fuente. Luego procuró coger una parte proporcional de corteza y de relleno, para no quedarse sin al final. La empanada estaba rica. Alimento para el alma. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. ¿Acaso era pedir mucho, que Jim y ella se casaran? Rhoda estaba dispuesta a darlo todo, su vida entera, ¿realmente esperaba demasiado a cambio?

Era Jim quien le había pedido que fuera a vivir con él. Fácil acceso al sexo. Quizá era todo lo que ella significaba para Jim. Un fastidio tener que cruzar todo el pueblo, su apartamento pequeño y oscuro, la alfombra vieja. Tal vez pedirle que se mudara a su casa había sido una manera de no ver nunca más aquel apartamento. De modo que solo estaba proporcionando un servicio. Sexo, comida y casa limpia, unos cuantos recaditos y de vez en cuando hacerle de secretaria. Debería cobrar por eso.

Dio un mordisco de corteza, esta vez más grande, porque le venía en gana, aunque luego le quedara más relleno que masa. Todo tenía que haber sido diferentes. Se suponía que él la amaba y que quería cuidar de ella. Lo segundo era consecuencia lógica de lo primero. Nada más obvio.

Rhoda cerró los ojos y dejó de masticar, concentrada en el oscuro vacío detrás de sus ojos. Notó que estaba haciendo una mueca con la boca, pero le daba igual que alguien se fijara. El rostro marchito, mejillas de vieja. Terminó de masticar y tragó. En su interior nada más que ansia. De un hogar y un marido, de no tener que preocuparse más por el dinero, no tener que preocuparse por su madre. De buena gana habría renunciado a vivir unas semanas o unos meses y pulsado el botón para saltar a cuando las cosas se hubieran arreglado por fin.

Buenas, dijo la camarera. Rhoda abrió los ojos. Me temo que esto solo lo arregla un postre.

Rhoda sonrió. Un sundae, con todo.

Eso está hecho.

Rhoda se sentía ya un poco llena, pero acabó con el resto de la empanada para despejar el camino antes del helado. Un almuerzo caro, y al final se había quedado sin corteza, pero bueno.

Llevaba razón la camarera. Lo que no entendía de Jim era dónde rayos tenía el relleno. Sí, por fuera la corteza estaba muy bien. Dentista respetado, con dinero. Al principio, cuando explicaba a sus amistades con quién estaba saliendo, todo el mundo se quedaba impresionado. Y la casa de Jim era de ensueño. Una vida regalada, vamos.

Él, además, sabía ser divertido. A veces se inventaba cancioncitas, sobre ella, aunque de eso hacía ya bastante tiempo.

Y nunca miraba deportes ni la tele en general, qué bien. No tenía amigotes desagradables, pero tampoco amigos de ninguna clase, de modo que por ahí la cosa era más negativa que positiva. No le gustaba cazar ni pescar, todo eso que se ahorraba ella. Tampoco le daba por tirarse los ratos libres haciendo de mecánico aficionado en el garaje. No miraba porno de tapadillo ni era adicto a los videojuegos. Pero ¿qué sentido tenía su vida? ¿Qué cosas le importaban? Rhoda pensaba que le importaba ella, eso al principio, y que le importaba formar una familia. Jim solía hablar de tener hijos, aunque quizá había sido ella la que sacaba el tema. No sabía qué era lo que Jim quería, e ignorar eso tal vez era señal de que no le conocía en absoluto.

Ese pensamiento la abrumó. Con la vista fija en la manchada moqueta del restaurante, se preguntó de qué se había enamorado en realidad. ¿De una idea tan solo? ¿El amor que sentía guardaba la menor relación con él como persona?

El estampado de la moqueta era de flores de lis, realeza de mentirijillas. El tabique adornado con una tira de plástico marrón claro allí donde confluía con la moqueta, los clavos mal clavados. Rhoda detestaba lo barato, lo mal hecho, detestaba deprimirse, el frío y la soledad. Ella era eso: una persona que huía de todas las cosas que odiaba. Tampoco tenía relleno dentro.

Aquí está el helado, dijo la camarera, y Rhoda no fue capaz de responder. Como si todo le diera igual. Se quedó mirando el sundae, medio plátano a cada lado pese a que ella no había pedido un banana split, y los tres sabores de helado que se venían sirviendo desde hacía medio siglo al menos, con las cuatro cremas, y tres cerezas en lo alto. Una receta para la felicidad, en la línea de la fórmula marido-casa-hijos, los tres montoncitos. Eso, una de dos, o te llenaba o acababa dándote náuseas probarlo.