La primera tormenta de otoño. Gary enfrentado a la lluvia y al viento racheado mientras intentaba clavar la siguiente capa de troncos. Tiempo. No había terminado a tiempo y ahora tendría que pagar el precio. Las temperaturas habían caído en picado, el cielo era una cosa malévola, una bestia oscura de perversas intenciones. Con razón los antiguos ponían nombres. El lago una bestia resultante, ahora despierta, el agua brava, olas de casi dos metros ungidas de blanco, machacando la orilla. El viento en ráfagas compactas, cada vez más frío, venido del campo de hielo a través del túnel de viento sobre el glaciar Skilak, las montañas haciendo de embudo.
Atol ytha gewealc, bramó Gary, el temible ímpetu del oleaje. Irene estaba en la tienda, de modo que ahora podía hablar con toda tranquilidad. Bitre breostceare, roído el pecho de inquietud, hu ic oft throwade, duras privaciones he sufrido, geswincdagum, en agotadoras jornadas, atol ytha gewealc. Siempre había querido hacerse a la mar por aquel poema, y nunca lo había hecho. El temporal de ahora quizá lo más cerca que había estado. Iscealdne sae, un mar frío como el hielo, winter wunade, en invierno habitado, wraeccan lastum, en caminos de exilio, y esto era verdad. Desde que era adulto, había vivido casi siempre en el exilio, en Alaska, un autoexilio tan bueno como cualquier mar, y sintió deseos de experimentar lo más duro que el temporal pudiera depararle. Quería que llegasen pronto las nevadas: quería sufrir. Quería pagar un precio. Venga, hija de la gran puta, le chilló a la tempestad. Isigfethera!, gritó. La de gélidas alas.
Intentó echar un vistazo desde allí a la barca, pero la lluvia le taladró los ojos, y el viento iba tan cargado de agua que apenas alcanzó a ver más allá de quince metros. La barca machacada por el oleaje, golpeada contra las rocas, pero era de aluminio, por desgracia sobreviviría. Mejor si hubiera sido de madera y estuviera destrozada, la quilla rota, así no podrían salir de la isla; mejor si la isla estuviera deshabitada, así nadie podría acudir en su ayuda. Gary quería sentirse desolado, a solas, ni siquiera con Irene por testigo. Quería que ella desapareciera, que se esfumara, que no hubiera existido nunca. Mujer amargada, de morros en la tienda, pergeñando castigos peores que cualquier temporal.
Gary siguió clavando clavos, juntando los troncos, dando forma a una pared con los menos resquicios posibles. Satisfecho de trabajar con madera porque era un material que antes había estado vivo; un modo de devolver golpe por golpe a la tierra, un modo de imponer su propia pequeña dosis de castigo.
Permaneció de pie sobre la plataforma, balanceándose y recuperando el equilibrio con cada nueva ráfaga, sujetándose en la madera con la mano izquierda. Sujetando clavos con los dientes, otros más en el bolsillo. Sabor a acero galvanizado. Brazos y hombros como cuerdas ahora, fuertes y curtidos por el trabajo, llevaba mucho rato fuera. Los músculos una manera de recordar, un retorno, el duro trabajo como único solaz. Y así pasó horas, dándole al martillo, cortando más troncos, serrando los extremos antes de colocarlos en su sitio, más clavos. Tacos remetidos debajo, las paredes más o menos aplomadas, le daba igual si no lo estaban del todo. La plataforma convertida en jaula, en escenario de batalla.
La tienda era un campo de batalla completamente diferente. Y la muy burra allí dentro, furiosa, esperando. Pero, claro, nada de esto era cierto. Se daba perfecta cuenta de que el temporal le estaba poniendo frenético. La vida real no era tan simple. No lo era su relación con la tonta de Irene. Pero estar a la intemperie, dejarse llevar, le hacía sentir bien. Y ahora se moría de hambre.
Hola, Reney, dijo mientras subía la cremallera de la tienda. ¿Hay sitio para un viejo?
Oyó una especie de gruñido, se metió a toda prisa en la tienda y cerró la cremallera.
¡Uf!, dijo. Esta tormenta va en serio.
No mojes las cosas.
Ya procuro, dijo Gary. Y se quedó en el lado más próximo a la entrada para quitarse la ropa y las botas. Qué bien tener una tienda donde puedes estar de pie, dijo. Pero comprobó que el viento la zarandeaba mucho. Irene metida en el saco de dormir. ¿Todavía te encuentras mal?, le preguntó.
No.
¿Has podido dormir algo?
No.
¿Porque el viento mueve la tienda?
Sí, aparte del dolor de cabeza. Y porque no estamos en casa.
Lo siento, dijo él.
Tranquilo. Sé que teníamos que venir para terminar la cabaña antes de que nieve.
Gary se metió en su saco de dormir, al lado de ella. Era mediodía, pero estaba oscuro. No tardaremos mucho tiempo, dijo. Te lo prometo. Y podremos estar dentro de la cabaña, bajo techo.
Irene no contestó nada. Estaba mirando hacia el otro lado, hecha un ovillo.
Él se quedó tumbado y contempló el nailon azul, por el que se filtraba algo de luz. El movimiento, para volverse loco; el sonido, indescriptible. Como estar en medio de un huracán. Era fácil empezar a sentir miedo, estando allí, aunque no pasara nada. La tienda no iba a venirse abajo. La tormenta no se les iba a colar dentro. Estaban en lugar seguro. Pero mucho tiempo dentro de aquel espacio reducido, y uno empezaba a creer cualquier cosa, a sentir que el fin se aproximaba. El pánico no necesitaba excusas, con el nailon y el viento era suficiente. Qué endeble era el cerebro.
Si te quedas en la tienda puedes acabar loca, le dijo a Irene.
Ya.
Quizá deberías salir un ratito.
Ni hablar.
Tampoco se está tan mal. Hace frío, pero no mucho. Y llevando la ropa adecuada no hay problema.
Me quedo, gracias.
Esto va de mal en peor, pensó Gary. Se le estaba aflojando algún tornillo, de estar allí metida. Pero él no podía hacer nada. Aunque quisieran, no iban a poder sacar la barca con ese temporal. Cerró los ojos para echar una cabezadita. Después comería algo y reanudaría el trabajo. Solo era una cabaña. No iba a tomarle mucho tiempo. Se trataba de colocar más troncos e ir clavando clavos.
Trató de no pensar en la cabaña. Nunca lograba dormir si empezaba a darle vueltas a las cosas. Trató de hacer oídos sordos al rumor del viento y de la lluvia, pero al cabo de unos veinte minutos tuvo que rendirse. Cogió la mantequilla de cacahuete y la mermelada, se preparó un bocadillo y mientras se lo comía volvió a ponerse las prendas de lluvia.
Salgo, dijo.
Saluda al temporal de mi parte.
Ja, ja.
Nada más salir, bajó rápidamente la cremallera, dio la espalda al viento y terminó de masticar, notando ya el frío pese a la ropa impermeable. Después se metió unos clavos en la boca. Taquitos de acero como postre, se dijo a sí mismo. Le gustaba estar fuera otra vez, encorvado contra el viento, martillo en mano. Como un vikingo que encarara una tempestad sin otra cosa que unas pieles, una espada y un escudo. O tal vez un martillo de guerra, un palo con un lingote grande de hierro en el extremo. Habría podido hacerlo. Habría sido fuerte y recio para eso. Días o incluso semanas remando, salpicados constantemente por el oleaje, esperando ver tierra firme. Y cuando esta se hubiera materializado de entre la niebla, habrían buscado un pueblo en aquella costa, un sitio pequeño encaramado a un promontorio, o quizá oculto en unas grutas. Y habrían puesto rumbo a la playa, una playa de arena, y saltado por la borda empuñando sus martillos, espadas y lanzas para masacrar a los hombres que salieran a recibirlos. La sensación de hender la cabeza de otro hombre. Gary estaba seguro de que no había cosa igual. Salvaje y auténtica. Como animales, sin engaños. Simplemente el fuerte mataba al débil.
Y habrían irrumpido después en el pueblo, calles sucias y chamizos, palos y techumbres de paja, sabiendo que todos los hombres estaban ya muertos. Solo mujeres y niños, Gary frente a una choza dentro de la cual había una mujer. Ella tendría miedo. Las piernas desnudas. Pero se dio cuenta de que ese detalle era de película mala, porque en semejante entorno nadie estaría con las piernas al aire, cubierta solo de cintura para arriba. Y nada de pieles en plan tanga o wonderbra. Pero la imagen de una mujer allí tumbada, vestida con pieles, le puso caliente. Sí, le arrancaría aquellos harapos hasta dejarla desnuda de pies a cabeza.
Gary estaba verdaderamente excitado, aunque sabía que aquello era una idiotez, sobre todo para un anglosajonista. Miró hacia la tienda. La última vez había quedado muy atrás, era extraño que no sintiera nada de nada. Pero Irene pensaría que se había vuelto loco, empalmado en plena tormenta, entrando todo mojado en la tienda para ponerle remedio. Se encaminó, pues, hacia la cabaña, y apoyado en los troncos de la fachada, dando la espalda al viento que rugía, se abrió la bragueta. Luego cerró los ojos y se imaginó separándole las piernas a la mujer. Ella se debatía, intentaba clavarle las uñas en los ojos, de modo que él tenía que sujetarle los brazos mientras la penetraba.
Llegó al clímax y se corrió contra la pared de la cabaña, patéticos chorritos, un meneo de caderas, pegado a los troncos, sin abrir los ojos, hasta que la respiración se le fue calmando.
Luego se agachó para limpiarse la mano en unos helechos, arrancó unos cuantos para secarse la punta del pene y se abrochó la bragueta. No se molestó en limpiar los troncos. Era imposible que Irene se diera cuenta, menos aún lloviendo tanto.
Volvió a la plataforma, cogió el martillo y los clavos. Se sentía cansado, y también avergonzado de la violencia de sus fantasías. Violar a una mujer. Él no era así. No debería haberle excitado pensarlo. Irene y él llevaban demasiado tiempo sin practicar sexo. Ignoraba el motivo. Los dolores de cabeza, por supuesto, pero la cosa venía de antes. No acaba de entender la vida conyugal. Renunciar poco a poco a cuanto uno deseaba, la muerte prematura del yo y de tantas opciones. Dar carpetazo a una vida antes de tiempo. No, pero eso no era verdad, y lo sabía. Era una impresión que tenía ahora, porque estaban pasando una mala época. En cuanto Irene se encontrara bien y volviera a ser la de siempre, él pensaría de otra forma. De cara a la lluvia y al viento, con los ojos cerrados, intentó sentirse más próximo a ella, imaginar la situación ideal, ellos dos procurándose mutuamente consuelo y confort, como animales, sin estar solos en el mundo, pero en ese momento fue incapaz de sentir la menor conexión con Irene. Le daba lo mismo no verla nunca más. Y la culpa quizá la tenía él. Su carácter, tal vez. Quizá estaba imposibilitado para ese tipo de conexión. Pero no tenía ganas de pensar en eso. Pasó un brazo por encima de la pared, presionó con todas sus fuerzas y empezó a clavar un clavo en el tronco superior, continuó hasta que el clavo lo hubo traspasado, comprimiendo de esta forma el tronco inmediatamente inferior y juntando las distintas capas entre sí. Luego se desplazó un palmo y clavó el siguiente clavo.