La mesa de lavado era una fría artesa de aluminio, un charco de agua salada y sangre. A Carl le dolían las manos del frío. Los salmones llegaban destripados y decapitados, pero él tenía que detectar unas membranas transparentes con los dedos embutidos en guantes de triple capa, arrancarlas y tirarlas al suelo. Cuatro o cinco intentos por membrana hasta dar con ellas, y a veces simplemente no estaban allí.
El cho-chonc de la máquina de decapitar iba marcando el ritmo, cada pocos segundos le enviaba otro salmón, y Carl empezaba a sentir pánico. Demasiados peces, un atasco en la mesa de lavado. Por los altavoces, Metallica a toda pastilla.
Había otras tres personas haciendo el mismo trabajo, solo que más rápido, y sin embargo el pescado se amontonaba, llenando la sanguinolenta bañera. La chica que estaba delante de él, también universitaria, no arrancaba en realidad ni una sola membrana, lo cual empezaba a estresarlo. Se limitaba a acariciar los pescados por ambos lados para retirar la sangre, luego echaba un rápido vistazo al interior destripado (donde estaban escondidas las membranas) y por último los enviaba a las inspectoras utilizando el tobogán de plástico que había hacia la mitad de la mesa. Cada vez que tiraba uno, la cola del salmón hacía ¡plaf! contra el plástico, y el rostro de Carl quedaba salpicado de agua y viscosidades. La chica era infalible. Y por cada salmón que tiraba él, ella tiraba tres.
Las inspectoras, que estaban al final de la artesa, eran dos chicas de edad similar a la anterior, pero no universitarias. Su tarea consistía en hacer una rápida comprobación y clasificar el pescado. Los que tenían algún tajo o una espina rota iban a parar a un contenedor lateral. Otras especies a un segundo contenedor, porque en la planta solo procesaban salmón rojo. Si el pescado no estaba limpio del todo, entonces arrancaban una membrana, limpiaban una manchita de sangre o cortaban un trocito de branquia, sin que pareciera importarles tener que realizar esta operación con todos los ejemplares que les mandaba la estudiante, y ninguno de los de Carl. No paraban de charlar, eran del mismo pueblo, aunque Metallica las obligaba a hacerlo a grito pelado. Hacía años que trabajaban en la fábrica, y su opinión de ella era bastante mala.
Tía, de una planta de envasado no te despiden, le decía una a la otra, y menos aún de esta. Más bajo ya no se puede caer.
Hablaban de hombres y de dinero, y eran tan veteranas en aquel empleo que no les hacía falta prestar la menor atención. Para Carl, en cambio, cada pescado era una lucha. Primero la membrana, mirar si había algún borde asomando junto al ano, luego buscar dos bolsitas de sangre cerca de donde antes estaba la cabeza. Para que saltara esa sangre, tenía que presionar fuerte con el dedo gordo. Luego, comprobar que no quedaran restos de branquias e intentar limpiar la sangre que se había quedado pegada al espinazo. Imposible hacerlo todo, y menos aún sin ninguna herramienta. No disponía más que de un guante áspero de algodón encima de un guante de plástico encima de otro guante de algodón. Porque, en teoría, todo eso lo había extirpado ya una persona en la cinta transportadora con una cuchara especial de destripar. Y a dicha persona era a quien Carl guardaba más rencor.
De hecho, sentía rencor hacia todos los que estaban antes que él en la cadena. Todos eran expertos en algo, todos cobraban más, todos hacían cosas más sencillas. Uno empujaba con una pala el pescado que había en unas enormes cisternas fangosas. Básicamente se tiraba el rato viéndolo pasar. Luego había otro que colocaba los salmones de manera que todas las cabezas mirasen en la misma dirección. Era la tarea que a Carl le habría gustado hacer. Luego, otro hacía un tajo a lo largo, desde el culo hasta el gaznate, sin apenas mover el cuchillo. Después venía el decapitador. Este movía las piezas un par de centímetros, de forma que la cabeza recibiera el juego de impresionantes filos en la postura correcta. Una guillotina, y peligrosa. Pero el tipo llevaba un cordón que estaba atado a la mesa y procuraba no acercar la mano más de la cuenta. Y apenas movía los salmones.
Solo hombres en esa parte del proceso, hasta la siguiente fase, arrancar las tripas. Eso lo hacía una mujer. Las tripas viajaban en cinta transportadora hasta otra mujer que separaba y seleccionaba las huevas antes de echarlas a un pequeño cesto de plástico. Como una adivina leyendo el futuro en cada amasijo de tripas que aterrizaba en su mesa. Para terminar, lo limpiaba con una rápida pasada.
A continuación otra vez cuchillos y hombres, un tajo rápido para liberar la sangre a lo largo de la espina del pescado. Luego, una mujer se ocupaba de retirar toda la sangre con una cuchara, y un hombre procedía a limpiarlo con una tobera pulverizadora. Todo ello en una cinta transportadora más ancha, de plástico azul claro, de donde el pescado salía con un plop a la artesa de lavado. Cada plop salpicaba al tipo que estaba a la izquierda de Carl, y cada vez el pobre daba un respingo. Era el peor puesto de toda la planta, y aunque Carl se moría de ganas de mear, no podía irse, pues sabía que el otro le quitaría el sitio y tendría que hacer lo que él.
Por lo tanto, el problema solo podía venir de la destripadora o del tío de la tobera. Se suponía que uno de los dos quitaba las membranas y el resto de la sangre, pero ellos se limitaban a pasar los salmones lo más rápido posible. Las piezas se fueron amontonando en la mesa de lavado hasta casi desbordar la artesa, la correa empezaba a ir marcha atrás y no había agua a mano. Una montaña de cadáveres y sin manera de lavarlos: Carl creyó que le iba a dar un ataque.
El encargado, un tal Sean, apareció entonces en la mesa de aluminio limpia que había más allá de las inspectoras y gritó que le fueran pasando pescado. Las inspectoras se apresuraron a coger salmones de la mesa de lavado y en un momento le pasaron como cincuenta. Sean los fue mirando de uno en uno para mandarlos acto seguido a donde los envasaban en cajas con hielo, listos para su envío. Otra muestra de que el trabajo que hacía Carl era completamente inútil. El jefe mandando todo aquel pescado en plan expeditivo, después de la hora larga de sandeces acerca del control de calidad que Carl había tenido que aguantar (a las cinco de la mañana, nada menos). Detrás de Carl había un cubo con agua clorada caliente y jabón donde podía meter las manos, por ejemplo, lo que en teoría era para que el pescado estuviese más limpio y aguantara más tiempo sin deteriorarse, pero no podía arriesgarse a ir hasta el cubo para calentarse las manos, porque entonces el tipo de al lado le quitaría el sitio y sería Carl el salpicado cada vez que aterrizara un nuevo salmón. Un inspector itinerante comprobaba las temperaturas y se aseguraba de que todo el mundo estuviera cumpliendo con su deber, pero estaba parado junto a la chica que Carl tenía enfrente y por lo visto consideraba suficiente el nulo vistazo que ella otorgaba a cada pieza.
Las lecciones que la vida le enseña a uno estaban aquí, ajuicio de Carl, en su genuino esplendor. Todo cuanto debería haber aprendido en la universidad. Todo cuanto necesitaba comprender acerca de su futuro. Mientras reventaba branquias y perseguía membranas, Carl confeccionó mentalmente una lista:
1. No trabajes con otra gente.
2. Olvídate del trabajo manual.
3. Alégrate de no tener que trabajar como las mujeres.
4. No existe eso que llaman control de calidad. Del resto tampoco hagas caso. El mundo empresarial como cementerio de los pensamientos y del lenguaje.
5. Uno trabaja por dinero y nada más, así que búscate algo con un poco más de sustancia, y si es posible que no parezca un trabajo.
Pero de todas las lecciones, la principal era que tenía que largarse de allí cuanto antes. Nadie daba una recompensa por aguantar mecha. Telefonearía a su madre y le suplicaría que le mandara dinero para el billete de vuelta. Le daba igual el precio que a la larga tuviese que pagar. No estaba dispuesto a pasar ni un día más en Alaska.
Por fin llegó el momento de la pausa, quince minutos escasos después de cuatro horas de salmones. Carl tardó cinco minutos en quitarse el peto impermeable e ir a mear, hecho lo cual salió y se acercó a la fogata. Una simple barbacoa puesta allí en medio, sin llama, apenas brasas y mucho humo. Humo que la mayor parte del tiempo iba hacia donde estaba Carl y le ponía perdido. Él y sus compañeros manipuladores de pescado formaban un círculo alrededor de los rescoldos; uno estaba explicando que venía de pasar la noche en la cárcel a resultas de una pelea en un bar. Lo habían soltado de madrugada y por eso no había llegado tarde al trabajo.
Aparece mi ex con un traficante de crack bastante conocido, o sea que el tipo ve de vez en cuando a mi hijo. Yo sé quién es, y él sabe quién soy yo. Se presenta en mi casa y yo nada, tengo que quedarme allí sentado mientras el tío se dedica a despotricar.
Carl no acabó de atar los cabos sueltos, porque el individuo parecía muy afable. La misma edad que Carl, un poco más robusto y más fuerte, barba castaño rojiza, pero su aspecto no cuadraba con tener una ex que salía con un camello.
Media hora seguida chillándome a un palmo de la cara, el tío, la historia interminable. Y yo mientras pensando que tarde o temprano se callará, pero ni por esas, o sea que al final voy y le digo: Esto lo arreglamos fuera.
Esto lo arreglamos fuera, repitió en voz alta Carl. Qué típico, pensaba, y se le escapó la sonrisa, pero nadie compartió con él ese momento. Miradas peculiares por parte del protagonista y algunos otros, una breve pausa en la narración, nada más. Carl el intruso, como siempre.
Me meto la botella de cerveza en el bolsillo, el tío no se da cuenta, y una vez estamos fuera la rompo contra la barandilla y le digo que cuando quiera.
El grupo impresionado, según pudo ver Carl. Él no. Él solo se hacía cruces de estar en medio de aquel hatajo de botarates.
El tío, al ver la botella, se acojona un poco. Empezamos a girar en círculo, pero él no se atreve a acercarse. Y entonces llega la policía, es mi amigo Bill. ¿Me voy poniendo las esposas?, le digo. Como no es la primera vez que ocurre, me dice Bill: ¿Por qué te metes en líos, hombre? O sea que todo bien. He dormido en comisaría y me han dejado salir a tiempo para llegar al curro.
Todo el mundo permaneció con la vista fija en los rescoldos un rato más, no hubo comentarios, y luego se acabó la pausa y tuvieron que regresar adentro. De vuelta a las tripas y demás.
Esta vez Carl en la pole position, salpicado a conciencia cada vez que aterrizaba un pez muerto. Tratando de no dar respingos. Un cieno frío en la mejilla y la oreja izquierdas, en el pelo.
Y él repitiéndose a sí mismo: Solo es cieno y sangre. Se limpia fácil. Trató de pensar en alguna forma de fastidiar a la empresa y a sus compañeros de trabajo, pero no se le ocurrió nada. Era una persona incoherente. Podía hacer el mismo no-trabajo de la chica que tenía delante, pero ya que estaba allí de plantón, optó por ser laboralmente eficaz. Solo quedaban cuatro horas. Tenía calambres en la mano derecha, del frío, pero podía pasarlos por alto.
Necesitaba llamar a su madre, despedirse de Mark y darle las gracias, y luego decidir qué hacía con la mochila de Monique.
Empezaron a aparecer los salmones con cabeza. Tripas y branquias fuera, pero la cabeza no. Un cambio de planes, al parecer, nadie se lo había comunicado, pero su cometido seguía siendo el mismo. Los ojos muy dilatados, con el reborde blanco. Algún que otro salmón con la mandíbula inferior curvada hacia arriba, como un gancho. Machos, seguramente. No había membrana por ninguna parte.
¡Aquí pasa algo!, le gritó sobre el fondo musical a una de las inspectoras. ¡No encuentro membranas!
¡Estos ya pasaron ayer!, le gritó ella a su vez. ¡Cabeza y branquias! ¡Pero el pedido cambió y ahora vienen sin branquias!
¡De coña!, dijo Carl.
¡Sí!, gritó ella. ¡Es fantástico! ¡Hacer las cosas dos veces en lugar de una: es el lema de esta planta!
¡Cualquiera diría que eres una empleada descontenta!
¡Que te den!
Carl hizo un intento de reír, pero la forma como ella lo había dicho era casi perversa, y de todos modos ya no le estaba mirando. Los otros peones de la mesa de lavado alzaron brevemente la vista, nada solidarios, y volvieron a bajarla.
Una pausa en la cadena de producción, tiempo suficiente para que los peones despejaran el terreno, y enseguida apareció media docena de salmones más pequeños, enteros. Ni destripados ni decapitados, los habían dejado pasar tal cual. Carl, que no entendía nada, se limitó a hacer una faena rápida al primer salmón antes de pasarlo. Era más menudo, más liviano, casi esmirriado, una especie diferente, pero no quiso hacer preguntas. Al fin y al cabo, qué más daba.
Después se trasladaron todos a otra larga mesa en una zona distinta. Carretillas de plástico repletas de halibuts. Fantasmas planos. Bocas ladeadas, abiertas, de labios gruesos, un gesto de desesperación. El lomo verde oscuro, moteado, un feo camuflaje. Bestias de épocas pasadas que no previeron a los humanos. Moradoras del lecho marino, a salvo en las profundidades, zampándose cualquier cosa que pasara por allí. Podrían haber seguido tal cual cien millones de años más. Carl no quería continuar participando en aquella destrucción: se salió de la línea y fue a buscar al jefe.
Lo siento, Sean, le dijo. No puedo hacer esto. Necesito volver a casa.
Debes terminar el turno, dijo Sean.
No puedo. Tengo que irme ya.
Pues no vas a cobrar.
No, dijo Carl. O me pagas las seis horas, cuarenta y ocho dólares en metálico ahora mismo, o te parto la cara. Hablo en serio. Odio este sitio y a toda esta gente, ¿sabes?, y te va a tocar a ti pagar el pato. O sea que dame el puto dinero.
Sean sonrió. Vete a tomar por el culo, dijo. Le dio la espalda y se alejó tan tranquilo.
Y Carl se quedó allí de pie, rabioso ante un nuevo indicio de que el mundo no se plegaba a sus designios, y luego fue a dejar la ropa de faena en las perchas. Se quitó las botas de goma, se puso sus zapatos y se marchó. Con las dos mochilas a cuestas, caminó por la playa hasta un camping donde varias caravanas se habían reunido para salabardear. Remolques sin embarcación, todoterrenos y mountain-bikes, redes, desperdicios y tiendas de campaña. Tenían una letrina tipo caseta con hoyo en el suelo, y a Carl le pareció un sitio idóneo para la mochila de Monique. No quería seguir cargando con sus cosas.
Tuvo que esperar. Finalmente salió un viejo gordo que dejó la puerta de madera abierta del todo. Carl dejó su mochila fuera, en el suelo, entró con la de Monique y cerró la puerta del retrete. Penumbra, aire cargado, no quería manchar de mierda la mochila de Monique porque pensaba quedársela. Abrió otra vez la puerta, la colocó en el suelo, abrió la parte de arriba y sacó un montón de ropa. Las bragas que tanto le habían excitado hacía una eternidad, camisetas, calcetines, vaqueros, bufandas, jerséis, de todo. Fue tirando cada cosa al hoyo de la letrina. Que te jodan, Monique, dijo. Y que jodan a Alaska también. Gracias por este fantástico verano. El viejo de antes había terminado su deposición con una mierda de un color marrón muy claro, ahora cubierta por la ropa de Monique. Esto es Alaska, ni más ni menos, dijo Carl. Un sitio donde la gente se caga. Un simple cagadero, solo que a lo grande.
Decidió conceder el indulto al saco de dormir, que era de los caros, y a algunas pequeñas cosas. Una luz de cabeza, un fogoncito, una navaja. Pero de la ropa no quedó nada, todo fue a parar al agujero, y Carl se sintió mejor, mucho mejor. Ahora la mochila de Monique pesaba menos, podía llevarla colgando de la mano.
Y después fue a telefonear. Cobro revertido. Tengo que salir de aquí, le dijo a su madre.
¿Y Monique?, preguntó ella.
Me ha dejado por un dentista, un viejo, de cuarenta o así.
Oh, mi rey.
Lo que oyes, dijo Carl, con lágrimas en los ojos, sintiendo pena de sí mismo. Oír la voz de su madre le provocaba autocompasión.
Ya encontrarás otra chica, dijo ella.
Sí, dijo él. Pero apenas podía hablar, notaba el pecho tirante, la escena le parecía de lo más absurda y risible. Pero los sentimientos no se dejan falsificar, y dio gracias por tener aquella madre, por que hubiera alguien en el mundo dispuesto a echarle una mano. Ella le dijo que al cabo de una hora ingresaría dinero en su cuenta para que pudiera cenar algo y pagar el trayecto en autobús hasta Anchorage por la mañana. Ella se encargaría también del billete de avión. Muestras de amor, y luego Carl se dirigió hacia la playa para montar la tienda. Habría querido ir a ver a Mark y darle las gracias, pero ya le era indiferente. No quería saber nada más de Alaska.