Domingo. Rhoda y Jim tenían el día libre, de modo que durmieron hasta tarde, hicieron el amor, se quedaron dormidos otra vez y luego continuaron en la cama sin más. Jim con los ojos cerrados, Rhoda con la cabeza sobre el pecho de él, contemplando la vista. Olas grandes y lentas en la ensenada, el día luminoso y despejado. Delgados abetos negros a poca distancia de la playa, bien separados los unos de los otros. Rhoda siempre había imaginado que eran como vagabundos dirigiéndose al mar, cada uno a su aire. E imaginaba que una rama baja era una mano, y que llevaba una maleta pequeña.
Esos árboles parecen personas, dijo.
¿Qué?, preguntó Jim.
Los abetos de ahí abajo. Parecen personas, un poquito greñudas, con esa pelambrera, ¿no?
Ah, dijo él.
No estás mirando.
Está bien, dijo Jim. Se puso una almohada debajo de la cabeza. Rhoda bajó un poco la suya sobre el pecho de él. ¿Los árboles esos?, preguntó Jim.
Sí.
Sí, un poco. Los más bajos serían los niños, y los grandes los adultos. Tienen más o menos la estatura.
¿Y adónde van?, preguntó Rhoda.
¿Se trata de una pregunta tendenciosa?
Hum. Pues no. No estaba pensando en eso.
Perdona, dijo él.
Mira que son raros mis padres. Prométeme que nunca seremos como ellos.
Nada más fácil.
Rhoda se rió. Son unos bichos raros.
Que conste que has sido tú quien lo ha dicho.
¿Y cuándo conoceré a los tuyos?
No sé, dijo Jim. Se fueron a vivir a Arizona.
Siempre dices lo mismo cuando te pregunto por ellos.
Mira, yo no bajo allí y ellos no suben aquí.
Una pena.
En absoluto. Es una relación fortuita, no elegida. Yo nunca los hubiera tenido como amigos. Ni siquiera me caen bien, vaya.
Eso sí es una pena.
No para mí. Me da absolutamente igual.
Hum, dijo Rhoda. No le gustaba esa faceta de Jim, tan frío y desligado de todo el mundo. Le sonaba insincera, y por supuesto casaba mal con su idea de tener hijos y una agradable vida en familia. Fortuita y no elegida.
Oye, ¿yo soy fortuita y no elegida?, preguntó.
Rhoda…
En serio. ¿Es solo porque me tienes a mano, porque estoy disponible?
Claro que no. Te quiero. Ya lo sabes.
Rhoda se incorporó para mirarle a los ojos. ¿De verdad?, dijo. ¿Me lo puedes prometer?
Naturalmente, dijo Jim, le subió la cara con las manos y le dio un beso.
Bueno, dijo ella, apoyando de nuevo la cabeza en su pecho. Parte del vello se le había vuelto gris. Le ocurría desde que vivían juntos. Y la barriga le colgaba un poquito, la tenía más blanda que antes. Jim era once años mayor que ella.
Estoy preocupada por mi madre, dijo.
Ya. Yo pensaba que Romano le encontraría algo.
No sé qué tiene. No sé cómo ayudarla.
Hum.
Rhoda se dio cuenta de que a Jim no le interesaba mucho el tema. Demasiado espinoso, demasiado complejo. De estas cosas, mejor no hablar.
Estoy bien, dijo Jim. En serio.
Intento comprenderla, pero no soy capaz. Quizá le viene todo de haberse jubilado. Sé que echa de menos el trabajo y que ahora se siente inútil. Tampoco tienen el dinero que querían para cuando se jubilaran, y supongo que estará preocupada por eso. Pero yo noto que hay otra cosa, algo más importante. Es como si estuviera estableciendo sus propios pactos secretos con los dioses.
Anda ya, dijo Jim. Un poco solemne, ¿no te parece?
Pues hablo en serio. Mi madre ha decidido que tiene el mundo en su contra, y es como si estuviera preparándose para combatir. Cada vez está más paranoica. Y cuando intento decirle algo, ella sabe que no formo parte de esos dioses, que yo no tengo poder de decisión. Solo soy una observadora, por tanto no le importo.
Eso no es verdad. Claro que le importas.
Antes sí. No sé, yo creo que esa jaqueca constante le viene de prepararse para la guerra. Y me consta que la guerra es contra mi padre, pero no alcanzo a entender de qué va la cosa, porque no estoy metida.
Rhoda, dijo Jim. Lo siento, pero creo que tú también estás empezando a desvariar. Le das demasiada importancia. Tu madre sufre dolores de algún tipo, probablemente debido al estrés. O quizá necesita acostumbrarse a la jubilación, como dices tú. Pero eso es todo. Lo superará.
Yo creo que no. Rhoda comprendió la verdad de sus propias palabras y, de repente, se sintió muy triste. No creía que su madre se recuperara. Porque, fuera cual fuese la causa, estaba royendo todas las etapas de su vida. Esa era la clave: su efecto retroactivo. Dudo mucho que se ponga buena, Jim. Estoy convencida de que no.
Él la abrazó entonces, estrechándola entre sus brazos, y Rhoda cerró los ojos y deseó encontrar una manera de parar el tiempo, pero todo era oscuridad, vacío, nada a lo que agarrarse. ¿Cuándo te casarás conmigo, Jim?, le preguntó. Necesito algo sólido. Rhoda no podía creer que hubiera dicho aquellas palabras en voz alta. Pero acababa de hacerlo.
La pausa fue desagradablemente larga. Ella notó que a Jim se le aceleraba el pulso, la respiración. Te quiero, Rhoda, dijo por fin.
No es suficiente. ¿Cuándo te casarás conmigo?