El agua, lechosa de sedimentos, estaba en calma. Como si solo tuviera un palmo de hondo. Mientras Gary apagaba el motor y se deslizaban hacia la orilla, Irene oyó chillar a unas gaviotas desde un promontorio rocoso. Era una isla muy pequeña, roca al descubierto, blanca de guano. No soplaba viento, día soleado y sereno, los últimos coletazos del verano. Según el parte meteorológico, las primeras tormentas de otoño llegarían la semana siguiente.

Irene miró por la borda y vio emerger piedras de color azul gris bajo el casco de la barca. El agua un poco más transparente ahí, un espejo, haciendo que las piedras se vieran más grandes y más cercanas. Como si estuvieran ya al alcance de la mano. Por fin, la barca chocó, raspando el fondo con el casco. Irene se echó la mochila a la espalda, bajó con cuidado, y la bota de goma se le ciñó al tobillo y a la espinilla al meter el pie en el agua. Suelo resbaladizo. Dentro de la mochila, una tienda de campaña y un saco de dormir, cacharros de cocina, ropa. Gary cargaba con un hornillo Coleman y otra tienda. La idea era montar un campamento para así aprovechar más la jornada. Desde que se levantaran hasta que se fueran a dormir, trabajarían en la cabaña.

Irene cuidando de no resbalar en las piedras, unos pasos hacia la orilla, más piedras, pero secas y grises, pequeñas matas de hierba, diminutas marismas de agua dulce con algas y mosquitos, toda una nube de estos rondándole ahora los dedos y las muñecas, allá donde hubiera hueso y sangre cerca de la epidermis. Una estrecha franja herbosa y rocas a lo largo de la orilla, más allá hierba alta y flores silvestres sin capullos. Probablemente había lirios siberianos, rosas del Ártico, flores gemelas, lirios de día, pirólas, otras amarillas y blancas cuyo nombre desconocía. Hojarasca y surcos por doquier, y ella esperando no dar un traspié bajo el peso de la mochila.

Una tercera franja formada por alisos, de un verde intenso al sol, toda la tierra verde. La vegetación era densa ahí, telarañas formando una celosía en el aire. Irene trató de pisar con suavidad a fin de evitar cualquier sacudida. Su marido detrás de ella, el sonido de sus pasos más rápidos, ramitas que se partían bajo sus pies.

Un día ideal para montar el campamento, dijo Gary al adelantarla, y ella guardó silencio. La mirada baja, un trecho grande de adelfillas, los racimos ya en flor. Señal de que estaba llegando el otoño, el principio del fin. Cuando florecían quería decir que faltaban seis semanas para la nieve, y se habían abierto hacía días, aunque ella no se hubiera percatado hasta ahora. Cuando uno llevaba años viviendo en Alaska, acababa temiendo a esta flor, qué raro que no se hubiera fijado antes.

Atravesó las matas de aliso y llegó al lindero del bosque, y allí estaba la cabaña, tambaleante, contrahecha, como si fuera a caerse de un momento a otro. Habían traído unas maderas dimensionadas de cuarenta milímetros de ancho por noventa de fondo para apuntalar.

De regreso a la barca Irene se cruzó con Gary, que hizo bailar las cejas con una sonrisa. Manduca de la buena, dijo, refiriéndose al recipiente grande de plástico con comida que llevaba en los brazos.

Irene quiso reaccionar de alguna manera, hacer que todo fuera más fácil. Pero era incapaz. Sin medicación, estaba en todo momento al borde del descontrol. Se veía obligada a moverse con cautela, evitar cualquier expresión facial o hablar siquiera.

Agarró media docena de piezas, pasó con cuidado entre la hierba y los surcos, dejó la madera en el suelo y volvió a por más. No le pasaba nada malo, así que solo tenía que esperar a que desapareciera el dolor.

Qué sitio tan hermoso, dijo Gary. Me encanta este lugar.

Es precioso, dijo Irene con un respingo. Pero Gary no paraba quieto, no se dio cuenta. Dejó en el suelo una nevera pequeña y dio rápidamente media vuelta para ir a la barca.

Herramientas, víveres, comida para dos semanas, un inodoro para la letrina, más clavos, una ventana y una puerta, madera dimensionada y un trinquete de polea para colocar las paredes: estaban en plena ofensiva.

Un último viaje con la madera, y Gary se puso a desbrozar un trecho de terreno para la tienda, cerca de unos abedules que había detrás de la cabaña. ¿Me ayudas?, gritó casi, pese a que ella estaba a dos pasos y no soplaba viento. Era la excitación. Gary quería hacerlo todo enseguida.

Así pues, Irene echó una mano. La tienda era enorme, sitio de sobra para ellos dos más toda la ropa y los cacharros.

¿Qué haremos con la comida?, preguntó. Lo digo para que no nos la quiten los osos.

Aquí no hay osos, dijo Gary. Es una isla.

Pero los osos nadan.

Claro, pero no tanto como para venir de visita. Esto queda lejos de la orilla.

Muy lejos. Solo unos doscientos metros por el lado más próximo.

Más o menos. De momento meteremos la comida en la tienda. Ayúdame con la nevera. Y dejaron la comida al lado de los sacos de dormir.

Ahora la otra tienda, dijo Gary. Buscaron terreno llano abriéndose paso entre la vegetación. Había una gran extensión de pinos de tierra, esponjosos y blandos, helechos hembra y helechos macho, una zona más umbría.

Este parece un buen sitio. No importa que sea un poco desigual, en esta tienda no vamos a dormir.

Irene le ayudó a desenrollarla, a clavar las estacas y extender el sobretecho. Ojalá la cabaña fuera así de fácil, pensó. Entre los dos acarrearon herramientas y pertrechos, todo excepto la madera, y finalmente contemplaron el pequeño campamento.

Bueno, no está mal, dijo Gary. Ahora la letrina.

Irene miró hacia el lago, tan en calma, las montañas reflejadas en él. Las cumbres se veían despejadas, un perfil blanco coronando la sierra, el límite del campo de hielo Harding. Se había quitado la chaqueta. Era uno de esos días en que todo parecía posible.

Habría que ponerla no muy lejos de la cabaña, estaba diciendo Gary. Tendremos que usarla durante todo el invierno.

¿Y por qué no la construimos en la parte de atrás de la cabaña?, propuso Irene. Así no tendríamos que salir.

Irene…

¿Qué? Cada vez que necesite ir al baño, ¿voy a tener que abrirme paso por un metro de nieve?

Aquí las nevadas no son para tanto.

¿Quieres decir que es nieve que no moja ni da frío?

Irene…

Ni Irene ni nada. Monta el maldito cagadero en la parte de atrás, sobresaliendo de la pared y ya está. Con una puertecita.

Notaremos el olor todo el invierno.

Y qué. Si vamos a vivir como la mierda, lo propio es oler como la mierda.

Gary le dio la espalda, y ella supo que era la clase de situación que estaba buscando. Otra pelea por causa de la ridícula cabaña y tendría la excusa perfecta para abandonarla. Forzar una situación límite y luego decir que la relación no funcionaba. Lo gracioso era que Gary sabía mentirse tan bien a sí mismo, que seguiría pensando que el bueno de la película era él, convencido de haber agotado todas las posibilidades.

Haz una cosa, dijo Irene. Ponla a unos tres metros de la cabaña y construye un pequeño pasadizo entre las dos. Con una puerta en cada extremo. Así quizá no notaremos el olor.

Gary lo meditó. Fue a la parte de atrás de la cabaña y se puso a andar junto a la pared, girando en redondo, contando pasos. De acuerdo, dijo al cabo. Puedo construir algo así, pero habrá que mover la tienda de suministros para hacer sitio.

Conjurada la crisis. Si tan fácil era, pensó Irene, tal vez podría rechazar de plano la cabaña entera. Decir que no a la mudanza y volverse a casa. Pero sabía que eso no era posible. Por la sencilla razón de que la cabaña era algo más que una cabaña.

Sacaron las herramientas y las provisiones de la segunda tienda, buscaron un emplazamiento más alejado, la montaron otra vez y guardaron las cosas. Transcurría la tarde, y Gary miraba el reloj.

Se hace tarde, dijo, y ni siquiera hemos empezado con la letrina. Ahora castigo, indirecta. Para que se enterara de las consecuencias.

Ya, dijo ella. Qué putada que no estemos en junio.

Y él de morros después de eso. Agarró la pala a fin de abrir camino entre la maleza, un pasillo recto hasta un cuadrado donde iría la letrina, un metro veinte de lado, más o menos. La camiseta se le oscurecía con el sudor.

Al final, Irene sacó la nevera de la tienda y se sentó encima para verle trabajar. Gary cavando como si quisiera abrir un hoyo hasta China, que supiera ella cómo se sentía. Igual que un niño pequeño, ni más ni menos. Como para subírselo a la falda y darle la teta, y luego mecerlo hasta que se durmiera.

Le sacaba de quicio haber tenido que cuidar de Gary durante treinta años. El peso de sus quejas, de su impaciencia, de sus fracasos y, a cambio, el de su ausencia. ¿Cómo podía ella haber aceptado todo eso?

Irene no soportó seguir mirándole. Se levantó y fue hacia los árboles. Todo en sombra, más fresco, los troncos cercanos entre sí, cada árbol con rastrillos de delgadas ramas secas, finos y curvilíneos dedos, quién sabe si vestigios de cuando eran mucho más jóvenes. Golpeándola al pasar, toda la vegetación nueva mucho más alta. Abetos y abedules, especies que uno acababa aburriendo al cabo de los años en Alaska. De vez en cuando un álamo de Virginia con su corteza más rugosa, algunos álamos temblones.

Vio ante ella estrechos senderos, trochas, a modo de callejones, y los siguió. Un manto de musgo y helechos, el bosque en silencio. Irene cazadora o cazada, la misma sensación en ambos casos, la misma aguda conciencia del bosque, el mismo estar pendiente de sonidos o movimientos, la misma conciencia de la propia respiración. Tenía que volver a cazar, traer el arco y las flechas. Pero ahora tenía compañía, esta cosa nueva, esta nueva traición del cuerpo, algo contra lo que no podía luchar, que no podía localizar, ni siquiera verlo porque no existía. Irene continuó su ascensión, planicies y cuestas ocultas por el bosque, hasta llegar finalmente a un promontorio donde no se podía subir más, rodeada todavía de vegetación, todavía sin vista; el panorama estaba allí, pero imposible de ver por ningún costado.