Gary intentó aclarar sus ideas con una caminata. Se sentía acusado. Esto duraba ya años, ¿y qué había hecho él de malo? Nada grave, ningún crimen, que él supiese. Un simple delito de asociación, de estar allí. El matrimonio le pesaba como una losa.

No le gustaba pasear por ciudades, ni siquiera por una como Anchorage, que era casi toda de casas de una sola planta y desperdigadas, no como la ciudad típica. Un sinfín de galerías comerciales, sucias y desiertas. Concesionarios de automóviles, suministros industriales, clubes nocturnos sin ventanas, tiendas de comida rápida y de armas. Una tarde soleada en un paraje muerto.

Irene le estaba pinchando, hacía tiempo de eso. No sabía por qué, pero ella no aflojaba. Quejas a cada momento. Que era un blandengue, que huía, que nunca estaba cuando ella le necesitaba, que era un fracasado, que con él todo eran decepciones. Lo de la cabaña le parecía una idiotez, como todo lo que venía de él, su vida misma. ¿Y cuál era su objetivo? ¿Conseguir que fueran desgraciados los dos?

Gary se quitó la chaqueta, acalorado de andar deprisa. Con un poco de suerte el médico conseguiría curarle el dolor de cabeza. Eso ya sería un paso adelante. El factor locura disminuiría sensiblemente.

Trató de no pensar en ella, caminar y nada más. Autocaravanas y furgonetas salpicadas de barro, pasando de largo o detenidas frente a semáforos en rojo. A él le gustaban las caminatas por los alrededores de donde vivían, el sendero hasta la casa de Mark, el que iba hasta la primera loma, excursiones más largas montaña arriba. En la isla también había mucho por explorar. Pero antes tendría que terminar la cabaña. Se le estaba acabando el tiempo.

Se detuvo, cerró los ojos e intentó visualizarla, trató de situarse dentro de su cabaña, las paredes de troncos, en el rincón una vieja estufa de hierro con las patas niqueladas. Una mesa sencilla, bancos cubiertos de pieles para sentarse, una cama al fondo, encima de la misma una piel de oso, la más grande que tenía. Colgando a cada lado del portal sendos lobos grises, la única ventana, emplomada. Una buena mecedora para mirar por dicha ventana, y una pipa quizá. Sí, tal vez empezaría a fumar en pipa.

Gary suspiró y abrió los ojos, siguió caminando. Mucho trabajo por delante, como para ponerse a pensar en la mecedora. Y tan poca ayuda. Cada fase del proyecto iba a suponer un gran esfuerzo. Esa era la verdad.

No mucho después, Gary llegó al motel y entró en la habitación procurando hacer el mínimo ruido con la puerta.

No estoy dormida.

Lo siento, Irene. Ojalá pudieras dormir.

Sí.

Se acostó a su lado. Le pasó un brazo por encima.

Gracias, dijo Irene, contenta de que hubiera vuelto. Se le hacía más llevadero, escuchando cómo él se quedaba dormido.

Irene no dejó de mirar el reloj mientras Gary y Rodha echaban una cabezada, y finalmente se hicieron las cuatro. Montaron en la camioneta para ir a la visita de las cuatro y media.

Romano colocó las placas del escáner en una pantalla blanca iluminada. Irene contempló su cerebro, los tejidos blandos adheridos a los huesos. Era muy diferente de una radiografía, lo revelaba todo.

Esas manchas oscuras, señaló Romano, son los senos esfenoidales.

Irene vio que, efectivamente, se hallaban metidos debajo del cerebro, muy apartados de la nariz. El hueso circundante los mantenía ocultos a los rayos X.

Se ven oscuros porque están vacíos, dijo Romano.

¿Cómo?

Debe usted tomarlo como una buena noticia. Y los frontales están despejados. Esa era la otra posible explicación al dolor detrás del ojo derecho. Los maxilares también se ven claros, aunque yo ya suponía que ahí no tenía usted nada. Le habría dolido toda la cara, las mejillas.

No lo entiendo, dijo Irene. Entonces, ¿no hay nada, igual que en las radiografías?

Así es.

Pero tiene que haber algo.

Lo siento.

Pero, entonces, ¿a qué se debe este horrible dolor de cabeza? Irene se estaba viniendo abajo, y Romano le puso una mano en el hombro.

Lo lamento, Irene. Por lo que me explicó, deduzco que efectivamente tuvo usted una sinusitis, en los senos frontales, diría yo. Pero según parece ya están limpios, y no se me ocurre por qué razón continúa teniendo jaqueca.

¿No hay otra explicación posible?

En mi especialidad, no, dijo el doctor. No soy neurocirujano. Podría ser que la infección y la jaqueca, si es que la cosa empezó por ahí, hubieran provocado algo más, o podría deberse a la tensión del propio dolor y la falta de sueño. ¿Ha estado preocupada por alguna otra cosa últimamente, algo que le haya provocado estrés?

Uf, dijo Irene. Solo treinta años de matrimonio que se van al garete, y mi vida entera con ellos.

Lo siento, dijo Romano. Era evidente que Irene había ido demasiado lejos. Por norma, nunca hablaba de su vida privada con nadie, una especie de código islandés.

No debería haber dicho eso, se disculpó. Normalmente no hablo así. Yo solo quería operarme. Acabar con todo esto. El dolor es muy real. La jaqueca no se va ni a tiros, y me da miedo. No sé qué hacer. Necesito que desaparezca este dolor de cabeza.

Deje de tomar codeína, dijo Romano. Lleva demasiado tiempo tomándola y puede crearle adicción. Eso le causaría problemas añadidos.

Es que no puedo dormir. A veces, ni siquiera tomando codeína.

Tiene que dejarlo ya. No tome más analgésicos que aspirina o Advil. Y yo le recomendaría que fuera a ver a un psiquiatra. Puede pedirle medicación para la ansiedad. Eso la ayudaría a dormir, y durmiendo más es probable que le desaparezcan esas jaquecas.

Bueno, dijo Irene, asintiendo con la cabeza, mientras pensaba que de ninguna manera iría a ver a un loquero. Y gracias. Lo siento.

No tiene que disculparse, dijo él. Lo está pasando mal, y lamento no poder ayudarla.

Irene se dirigió al mostrador que había junto a la salida y quiso pagar, pero la recepcionista le dijo que no les debía nada. Ese detalle, la bondad, hizo que se echara a llorar. La situación, el dolor, la tenía con los nervios a flor de piel, siempre a punto de perder el control por cualquier motivo. Pero se enjugó rápidamente los ojos y entró en la sala de espera tratando de pensar qué les diría a Gary y a Rhoda.

Vieron que Irene tenía los ojos vidriosos, y ambos se levantaron al punto y fueron a abrazarla.

No son los senos, dijo Irene. Todavía no se sabe qué tengo.

Jim recibió una llamada de Rhoda. Volvían por la noche, no se quedaban a dormir en Anchorage. Por teléfono parecía cansada.

Tendré la cena lista, dijo Jim. ¿Qué te apetece?

Cualquier cosa, da igual. Tengo que colgar. Perdona.

Y Jim fue en coche a la tienda. Quería prepararle algo bueno a Rhoda. Quizá baked alaska de postre. Intentó recordar qué era lo que más le gustaba a ella y se quedó en blanco. No tenía la menor idea de lo que le gustaba comer. Los platos que Rhoda cocinaba eran todos pensando en él, en las cosas que a él le gustaban.

Había sido egoísta, no había sabido valorarla. Se daba cuenta de ello ahora. Y acababa de pagar mucho dinero para que Rhoda no se enterara de lo ocurrido. Salió caro el polvo, dijo en voz alta.

Lo malo era que seguía echando de menos a Monique. A pesar de cómo había terminado todo. Era la mujer más bella con la que iba a estar nunca. De eso no cabía la menor duda. No volvería a probar nada igual, y le quedaba aún media vida por vivir. Una idea deprimente. Claro que a Rhoda la tenía siempre disponible. Compraría un anillo de boda, quizá hasta tendrían hijos, y de pensarlo le entraron ganas de girar bruscamente el volante y tirarse a una zanja.

Jim intentó sobreponerse. Rhoda lo notaría si aún estaba agitado cuando ella volviera. Tendría que fingir que era solo preocupación por las dos, ella y su madre. Quizá saldría mejor parado de este lío que nunca.

Gracias por joderme del todo, Monique, dijo.

Aparcó y fue directamente a la sección de marisco. Enormes patas de cangrejo real, incluso cangrejos enteros de un metro ochenta de largo. Auténticos monstruos que reptaban por el fondo en la oscuridad, fríos como el espacio exterior, bajo toneladas de presión. Un mundo que no debería existir, remoto e inalcanzable. Se podía sacar a un cangrejo de allí, pero no bajar hasta ellos, ni hacerles compañía. Lo mismo valía para Monique. Podría disfrutar de ella durante un breve período de tiempo, y el hecho de darle dinero podía hacer pensar incluso que encajaría de alguna manera en su mundo, pero Monique era intocable. Aunque él hubiera tenido más o menos su edad, seguro que habría terminado como Carl.

Qué putada, dijo.

¿Perdón?, preguntó el dependiente.

Oh. Disculpe, dijo Jim. Póngame unas patas de cangrejo.

Luego le tocó pensar con qué acompañaría las patas. Nada le parecía bien. En ese momento le importaba muy poco la comida. Finalmente se decidió por una ensalada completa. A Rhoda le encantaban. Y Jim tenía ingredientes de sobra. Corazones de alcachofa en salmuera, piñones, arándanos, aguacate, tomates, gruyère rallado, de todo. Luego la guarnición para el baked alaska. Y también un poco de helado por si acaso, pero nada de New York Superfudge Chunk. El Cherry Garcia era una buena opción.

Jim se dejó caer sobre el carrito en la sección de congelados y permaneció así un momento, la cara pegada a la lechuga. No, de ninguna manera iba a llorar por Monique. Tenía que acompasar la respiración, calmarse un poco. Enseguida se le pasaría. Al fin y al cabo, era dentista. Ganaba más pasta que cualquiera de los pobres diablos que había en la tienda.

No obstante, en aquel momento Alaska se le antojó el fin del mundo, el exilio. Los que no se adaptaban a ningún otro lugar terminaban aquí, y si aquí tampoco encajaban de ninguna manera, caían al abismo y adiós. Diminutas poblaciones en medio de una vasta extensión, enclaves para desesperados.

Necesitaba calmarse. No había cola para pagar, y al poco rato estaba de vuelta en casa. Llevó las cosas a la cocina. Y no fue hasta que estaba dejando las bolsas cuando se dio cuenta de que se había producido un cambio. Había sido infiel a Rhoda. Aunque se casaran de inmediato, la puerta a otras mujeres había quedado abierta, y sabía muy bien que no se iba a privar de seguir engañándola. Eso no había forma de pararlo. Se buscaría otras mujeres, con toda probabilidad pacientes suyas. O personal de la consulta. Podía poner un anuncio pidiendo otra higienista, otra secretaria. Le diría a Rhoda que prefería esa opción a compartir consulta con un socio. Una manera de ampliar el negocio. Pero en realidad estaría contratando a una posible amante. Sí, eso haría, contratar a una, despedirla, contratar a otra. Cómo no se le había ocurrido antes. A la larga Rhoda acabaría enterándose, pero entonces él cambiaría de consorte, si fuera preciso, y pasaría a una nueva tanda de amantes. No era ningún crimen. Y si le hacía firmar a ella un contrato prematrimonial, no habría perjuicio alguno.

En el fondo, la cuestión era qué estaba haciendo con su vida. No era creyente, y en su oficio difícilmente se llegaba a ser famoso o poderoso. Esos eran los tres grandes pilares: fe, fama y poder. Suficientes, en principio, para justificar toda una vida, o cuando menos para hacerte pensar que la vida tenía sentido. Todo aquel rollo de ser un buen tío, de tratar bien a la gente, de estar con la familia era eso, un rollo, porque no tenía ninguna base firme. No existía una tarjeta de puntuación cósmica. A algunos, aparentemente, les funcionaba tener hijos, pero en realidad no. Mentían, porque habían perdido sus propias vidas y era demasiado tarde. Y el dinero, por sí solo, no significaba nada. De modo que únicamente quedaba una cosa, el sexo, y en este sentido el dinero podía ayudar.

De pie ante el fregadero, mientras lavaba la lechuga, Jim encontró la solución. Dedicaría el resto de su vida al sexo. Se pondría en forma para poder acostarse con tantas mujeres como pudiera. Al pensarlo, deseó haberlo comprendido antes, no a los cuarenta y uno, porque antes habría sido mucho más fácil. Pero no era demasiado tarde todavía. Hasta que su vida se convirtiera en algo en lo que prefería no pensar, le quedaban al menos diez años por delante.

Deshojó la lechuga, cortó tomates, peló el aguacate, añadió los otros ingredientes y puso un cazo con agua para las patas de cangrejo, pero luego echó el freno porque no sabía a qué hora iba a llegar Rhoda. Y decidió ahorrarse el baked alaska. Demasiado esfuerzo.